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Aunque estábamos enfermos del estómago, esa tarde de sábado los chicos salimos a la calle a esperar la llegada de tío Paco, que había anunciado su visita en respuesta al llamado de mi madre. Tan pronto divisamos su viejo Ford color chocolate al fondo de la calle, cundió el alboroto y, cuando por fin se estacionó frente a la casa, rodeamos el coche con tal revuelo que apenas permitimos que abriera la portezuela para bajarse. Nos sorprendió que en vez de su acostumbrado maletín de médico, sacara del asiento trasero un enorme serrucho de carpintero.
Desde que mi familia dejó la ciudad de San Luis Potosí para volver a establecerse en la ciudad de México a mediados de 1942, el tío Paco se convirtió en nuestro médico de cabecera. Y cuando se divorció de la tía Luisa, cinco años después, nos siguió atendiendo con la misma dedicación con la que velaba por nuestra salud mientras oficialmente formó parte de la familia. El cariño que nos había tomado trascendía la relación conyugal con la hermana de papá. Tanto así que su presencia entre nosotros se hizo más asidua después del divorcio. Tras pasar unos meses en la casa de doña Laurita del Río, su madre putativa, Luisa se fue a dirigir la Alianza Francesa de Torreón, así que le dejó a su exmarido el campo libre para que nos visitara cuando le viniera en gana. Quizá su condición de exiliado lo había llevado a asumir como suya una familia tan numerosa y carente de recursos como la nuestra, en la que podía cumplir su juramento hipocrático en reciprocidad simbólica y puntual —pues siempre se negó a recibir retribución por sus servicios profesionales— a la generosidad con la que el país los había acogido a él y a tantos otros españoles tras la derrota de la República. Y esa su necesidad de formar parte de un clan se ha de haber agudizado tras el divorcio, pues su matrimonio con Luisa lo había alejado irreversiblemente del grupo de refugiados republicanos con el que había llegado a México y lo había convertido, a la postre, también en un exiliado del exilio. Sí; la nuestra era su familia, como muchas veces nos lo dijo y nos lo hizo sentir con su afecto y su preocupación por la salud física y mental de cada uno de nosotros.
Mamá no tenía tiempo para enfermarse (por lo menos, yo nunca la vi enferma hasta unos días antes de su muerte), pero acudía a nuestro médico familiar cuando cualquiera de sus hijos se sentía mal o sufría algún accidente. Tío Paco nos aplicaba con puntualidad las vacunas pertinentes, nos enjaretaba las vitaminas apropiadas a la etapa de nuestro desarrollo y atendía las enfermedades habituales —varicelas, paperas, sarampiones— que contraíamos y que por su indicación expresa nos contagiábamos deliberadamente entre nosotros mismos para que los cuidados de mamá se concentraran en temporadas específicas y no la obligaran a mantener en la casa un hospital permanente. Tan pronto tenía noticia de que alguno de nosotros caía enfermo, se presentaba en casa con su voluminoso maletín de médico. De ahí sacaba su estetoscopio, un termómetro, un impoluto palito de paleta que hacía las veces de abatelenguas, un aparato para medir la tensión arterial y una espantosa cajita de acero ovalada que guardaba una jeringa por si fuese necesario aplicar una inyección. Oía cómo sonábamos por dentro, nos daba golpecitos en diferentes puntos del abdomen, nos examinaba la garganta mientras decíamos aghhh, nos tomaba la temperatura y la presión y por lo general nos recetaba unas vitaminas y nos daba de alta, eliminando de golpe el virtual pretexto para no ir al colegio. Algunas veces tuvo que enfrentarse a situaciones de gravedad, como la peritonitis fulminante que por poco le gangrena las vísceras a mi hermano Ricardo. Con la ayuda de Jacinto Segovia Caballero, otro eminente médico exiliado español que había sido cirujano de la plaza de toros de Madrid, tío Paco operó de emergencia a mi hermano. Le cercenó un buen tramo de intestino y le salvó la vida en una segunda operación cuando ya mis padres lo daban por muerto, a tal grado que hicieron que un sacerdote le administrara los santos óleos, con la anuencia respetuosa del tío, que no solo era ateo, sino anticlerical —no en vano había luchado en la Guerra Civil contra el dominio que ejercía la Iglesia Católica en la sociedad española— y a fin de cuentas, logró que la ciencia le ganara la batalla a la muerte, aunque para mi madre, su salvación se debió a un milagro obrado por el padre Félix de Jesús Rougier. Pero más allá de atender esas enfermedades rutinarias o esporádicas, tío Paco se preocupaba por la salud mental de la familia y se interesaba en ella hasta donde los límites de la discreción y el respeto se lo permitían. Calmaba los nervios a menudo alterados de mamá, que tenía una carga de trabajo bestial; preparaba a mis hermanas, cuando llegaban a la adolescencia, para enfrentar con naturalidad el trance de la menstruación y ablandaba a mis padres para que fueran más permisivos con ellas cuando llegaban a la edad casadera y las dejaran salir con el novio, sin chaperón, al cine o a una fiesta; orientaba a mis hermanos mayores en las faenas de la sexualidad y a los menores nos liberaba de algunos de los muchos monstruos que el sueño de la razón incubaba en nuestras crédulas cabezas, modeladas por la educación religiosa de la casa y el carácter confesional de las escuelas donde estudiábamos.
Mi hermana Virginia, la mayor, fue la que más se benefició de la presencia de tío Paco en el seno familiar. Él le enseñó a bailar, le aconsejó que no asumiera el papel de madre reemplazante de tantos hermanos menores, a quienes, para ayudar a mamá, bañaba, les cambiaba los pañales y les daba de comer, y medió ante mis padres para que la dejaran trabajar, a riesgo, si no lo hacían, de convertirla, según les dijo, en otra Loretito. Pero todos agradecíamos esa presencia simpática del tío Paco, que no se restringía a la asistencia médica, sino que se extendía a los acontecimientos propios de la familia —cumpleaños, bodas, graduaciones escolares, cenas de año nuevo— y que desparramaba por la casa, con los apodos que nos imponía, las competencias que nos organizaba, las bromas que nos hacía, una inusitada alegría de día de fiesta.
Cuando tú naciste, tu tía Luisa y tu tío Paco ya se habían divorciado, así que nunca los viste juntos. Por eso, cada vez que los piensas como marido y mujer tienes que hacer un esfuerzo de imaginación, pues de su matrimonio casi no se hablaba en tu familia, y de su divorcio, nunca. Esa palabra causaba escozor y, cuando no había más remedio que pronunciarla, siempre se decía en voz baja.
El de Luisa y Paco fue un matrimonio casi inexplicable.
Poco tiempo después de que Francisco Barnés González llegó al puerto de Veracruz como refugiado al término de la Guerra Civil, montó en la ciudad de México un consultorio médico junto con su hermano, Urbano, que era ginecólogo, mientras que la especialidad de Paco era la pediatría. En un principio, se dedicaron a atender, con una vocación humanitaria acrisolada durante la guerra, a las esposas y a los hijos de los refugiados españoles. Pero muy pronto su buena fama rebasó las fronteras endogámicas del exilio e incluso trascendió a la colonia española asentada en México, por lo general adversa a la República y afín al ideario que el franquismo postulaba y defendía.
En ese entonces, tu tía Luisa —ya solterona según las clasificaciones de la época— padecía periódicas crisis nerviosas, que se iban como habían llegado, sin avisar. La postraban en cama durante tres o cuatro días, al cabo de los cuales un determinado acontecimiento más o menos frívolo —el estreno de una obra de teatro, la visita de una amiga francesa a México, la convocatoria a tal o cual actividad de solidaridad política con alguna causa que a ella le pareciera digna de apoyo— la reanimaba y la liberaba del cautiverio que ella misma se había impuesto. Pero cierta ocasión se le presentó un cuadro patológico más severo que el de sus habituales crisis nerviosas, sobre todo porque no tenía la menor idea de qué era lo que le sucedía: no encontraba ningún motivo para sentirse tan desasosegada como se sentía y no tenía agazapada debajo de su malestar, como ocurría otras veces, ninguna segunda intención. Una ansiedad incontrolable se había apoderado de ella, sofocándola, y por poco la arroja al abismo de la inconciencia. Le faltaba aire y tenía miedo de que si se abandonaba a ese sofoco que le cerraba la garganta nunca más recuperaría su identidad. Se debatía con todas sus fuerzas por no ceder ante la amenaza del desbarrancamiento de su alma. Tenía los ojos desorbitados y las manos crispadas, y una tensión paralizante se había adueñado de todo su cuerpo. Sentía una fuerte opresión en el pecho, el corazón le latía a un ritmo acelerado, sudaba a mares y repentinos e ingobernables temblores la sacudían. Doña Laurita comprendió que la situación de su hija putativa en esa ocasión no tenía la menor dosis de fingimiento y que revestía mayor gravedad que sus habituales ataques nerviosos. Así que pidió ayuda. Acudió a los buenos oficios del doctor Francisco Barnés, de quien todo mundo hablaba bien y a quien muy diversas personas de su confianza le habían recomendado. No le importó que el médico fuera rojo ni que su especialidad fuera la pediatría, pues en asuntos de salud poco importaban las posiciones políticas y, aunque tu tía Luisa ya había rebasado los treinta y cinco años de edad, siempre había sido tratada como una niña, una niña ciertamente consentida y caprichosa. Así que fue muy bienvenido en la señorial casa de la colonia Cuauhtémoc ese pediatra comecuras, republicano, ateo y antifranquista.
Lo primero que hizo tu tío Paco al llegar al aposento donde se encontraba Luisa fue descorrer las pesadas cortinas que lo oscurecían y abrir de par en par las ventanas para que circulara el aire, pues apenas entró en la casa y respiró el ambiente mórbido que ahí reinaba, consideró, antes de hacer ninguna exploración ni de anticipar ningún diagnóstico, que era oxígeno lo que tu tía necesitaba. Aire, mucho aire. Y luz, mucha luz. Después la examinó minuciosamente, generando algún sonrojo (ese sí más fingido que pudibundo), le quitó los chiqueadores que tenía adheridos a las sienes y, antes de proceder a aplicar un tratamiento de barbitúricos, le enseñó a hacer ciertos ejercicios de respiración profunda y de relajación muscular, la sometió a un régimen alimenticio bajo en grasas y carbohidratos y le recomendó que tomara agua, mucha agua, litros de agua. No le quitó los cigarrillos, a los que era adicta, pensando que la abstinencia de tabaco podría suscitar mayor ansiedad, pero sí le aconsejó que bajara la dosis que consumía y que tratara de sustituirlos con los ejercicios de respiración que le había enseñado. También le sugirió que usara una boquilla que filtrara la nicotina. A tu tío Paco se debe, pues, la afectada costumbre que observó tu tía, desde entonces hasta el día de su muerte, de fumar con largas y lujosas boquillas de carey, de oro, de marfil.
Siguiendo el tratamiento del doctor Barnés, que se hizo más complejo conforme pasaba el tiempo, Luisa fue saliendo con éxito de la crisis de angustia que había sufrido, pero, paradójicamente, cada vez requería con mayor frecuencia la visita del médico, pues era él, Paco, más que los medicamentos, la dieta y los ejercicios de respiración, quien la apaciguaba y la retenía del lado de la cordura y le impedía que se precipitara en el vacío de la enajenación. Muy pronto, Luisa se dio cuenta de que el remedio de su enfermedad se llamaba Francisco Barnés. Y para convocar su asistencia tenía que simular que su situación en vez de mejorar iba a peor día con día. Paco, por su parte, sin necesidad de llevar a ningún extremo su natural intuición diagnóstica, supo que la verdadera enfermedad de su nueva paciente era el amor, o por mejor decir, su carencia. El matrimonio, al despojarla de una soltería que ya acusaba signos crónicos de irreversibilidad, podría ser su curación. Al cabo de un año, se casó con ella.
La generosidad y la franqueza de Paco contrastaban con algunas de las características dominantes de la personalidad de Luisa, que, si bien podía ser simpática e ingeniosa cuando quería, por lo general era una mujer enrevesada y conflictiva. Él era ordenado, meticuloso y puntual; ella, caótica, intempestiva e imprevisible. Nunca cumplía lo que prometía y jamás llegaba a tiempo a ninguna cita. Tenían, además, visiones del mundo diametralmente opuestas. Mientras tu tía había sido educada en la cultura francesa y pertenecía en México a la colonia española, el tío Paco profesaba una animadversión atávica a los franceses, que se remontaba históricamente a la instauración de la dinastía borbónica en España a comienzos del siglo XVIII y a la ocupación napoleónica de la península en los inicios del XIX, y que se había recrudecido durante su estancia en el campo de concentración de Argelès-sur-Mer, al que había ido a parar tras cruzar los Pirineos al final de la guerra y donde había realizado trabajos forzados; y, por otra parte, detestaba toda esa chulería gachupina y relamida de niños bien, hijos de emigrantes enriquecidos en América, que solían defender los más rancios valores significados en las dos instituciones que él más odiaba: la Iglesia y la Monarquía.
¡Cómo se pudieron casar! Sus nupcias fueron las bodas del agua y el aceite.
Pudieron casarse porque el amor es inexplicable. Ella quedó prendada de la caballerosidad de ese refugiado de alta estatura que provenía de una insigne familia gaditana en la que figuraban historiadores, científicos dedicados a la farmacia y rectores de universidades —el padre de Paco había sido diputado a Cortes Constituyentes y ministro de Instrucción durante la República—; de su sempiterno buen humor, capaz de alegrarles el ánimo aun a sus pacientes desahuciados, y de su apostura de barba cerrada, mirada moruna, ceño inteligente y manos confiables. Paco, por su parte, quedó seducido, en primera instancia, por la voz ronca de Luisa, por su cultura, su elegancia y su sentido del humor, sarcástico y sofisticado; y en segunda, quién lo diría —así es el amor—, por lo que él mismo detestaba: su francofilia. Acabó por fascinarle que Luisa conociera tan bien esas maravillas propias de la cultura y la lengua francesas, que él reconocía y admiraba en abstracto, pero frente a las cuales tenía la predisposición de su aversión política.
Pero quizá la razón más decisiva de su enamoramiento (si es que en realidad Paco se enamoró de Luisa) y de la persistencia en su empeño de casarse con ella fue la oportunidad que tuvo de conocer a su familia, es decir a tu familia —tu padre, tu madre y sus hijos—, a la que Paco de inmediato quiso adherirse con una necesidad de cobijo solo explicable por la guerra y el exilio.
Entonces tu familia vivía en la ciudad de San Luis Potosí, adonde habían enviado a tu padre como inspector del timbre fiscal de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, y donde por esos años nacieron tus hermanos Tere, Ricardo y Carmen. Tan pronto Paco le propuso matrimonio a Luisa, ella sintió la necesidad de que Miguel, que era el único hermano varón que para entonces le quedaba, sancionara su compromiso nupcial, e hicieron un viaje a San Luis con tal propósito. Paco quedó conmovido con esa familia ya entonces numerosa, que lo recibía con naturalidad y simpatía y que hizo a un lado las diferencias que pudieran tener para darles preeminencia a las semejanzas y las afinidades, y sintió que a ella quería pertenecer para paliar de algún modo sucedáneo las dolorosas ausencias que el destierro le había impuesto. Tal fue su regocijo que, en ese mismo viaje, Luisa y él fijaron la fecha de su matrimonio y les solicitaron a tus padres que fueran testigos de su boda.
El 12 de noviembre de 1941, Francisco Barnés González y María Luisa Celorio del Barrio se casaron en la ciudad de México.
Dos años más tarde, Luisa quedó encinta. Para un embarazo primerizo, era muy mayor, pues contaba entonces con treinta y ocho años, aunque ella se quitaba cinco y decía que solo tenía treinta y tres. Lo cierto es que, a los nueve meses de gestación, el parto presentó serias dificultades. El doctor Urbano Barnés, que atendió el alumbramiento, consideró muy riesgoso para la madre practicar una cesárea cuando el útero había llegado a su mayor dilatación, y no pudo salvar al niño, que se había encajado en la pelvis sin poder salir. Sin nombre (o solo con la demasiado fisiológica denominación de feto), están registrados sus restos en el Panteón Español de la ciudad de México. Tus padres, que para entonces ya se habían radicado en la capital, acompañaron a Paco a depositar el diminuto cadáver en el cementerio, mientras tu tía Luisa convalecía de ese parto estéril. Paco, que amaba a los niños más allá de su vocación pediátrica, estaba deshecho. Cuando bajaron a la cripta de tu familia, se quitó los anteojos oscuros que inútilmente trataban de ocultar sus lágrimas, y exclamó, con una sonrisa adolorida:
—¡Ay, Luisa! ¡Siempre llegando tarde!
—¿Por qué dice eso, Paco? —le preguntó tu padre, que siempre le habló de usted a su cuñado.
—Por esa fecha —le contestó Paco, señalando con el mentón la lápida donde yacían los restos de la madre de Luisa (la segunda esposa de Emeterio), en la que debajo de su nombre, Emilia del Barrio de Celorio, se consignaba el día de su muerte, 18 de febrero de 1905, ocurrida precisamente al dar a luz a Luisa. Y no coincidía con la de nacimiento que tu tía, por quitarse la edad, había inventado.
—No entiendo. ¿Qué quiere decir? —volvió a preguntar tu padre.
—Pues lo que dije, Miguel, que su hermana Luisa siempre llega tarde. ¡Imagínese, nació cinco años después de que murió su madre!
Por generosidad, tu tío Paco no solía cobrarles sus servicios profesionales a los exiliados españoles que acudían a su consultorio, que estaba en el mismo edificio de la esquina de Río Pánuco y Río Amazonas de la ciudad de México donde se instalaron él y su esposa cuando se casaron. Pero empezó a sentir, tras su matrimonio con Luisa, que esos pacientes ya no se mostraban tan agradecidos como antes y que algunos de ellos, que solían acudir con frecuencia a verlo, habían espaciado sus visitas cuando no habían desertado. Un buen día descubrió, para su estupor, que a la salida de la consulta, tu tía les extendía un recibo de honorarios, del que no le rendía cuentas. Tu tío Paco prefirió no darse por enterado hasta saber cuál era el objeto de ese cobro que Luisa hacía a sus espaldas.
Cierto día, Luisa le dijo a su marido que tu padre necesitaba urgentemente mil pesos y que le había rogado a ella que se los solicitase en calidad de préstamo, pues a Miguel le daba mucha vergüenza pedírselos directamente. Y a tu padre le dijo lo mismo, pero al revés: que Paco requería mil pesos y que le había encomendado a ella que se los solicitara. A Paco le pareció raro que Miguel, su cuñado, que era un hombre tan escrupuloso, le pidiera dinero prestado, pero justamente porque era muy escrupuloso, creyó lo que le decía su mujer: que le avergonzaba tener que hacerlo de manera personal y directa. Y Miguel, que vivía con muchas limitaciones, tuvo que hacer un esfuerzo mayúsculo para corresponder a la solicitud de su cuñado, a quien no le podía negar ese favor cuando él, como médico, había atendido a toda la familia gratuitamente. Así que como resultado de la trama que había urdido, Luisa se apoderó de un solo golpe de dos mil pesos.
El recato de tu padre le impidió cobrar el adeudo del tío Paco, y la generosidad del tío Paco le impidió cobrarle a Miguel su deuda. En varias ocasiones había salido a colación el débito de los mil pesos, pero cada uno de ellos entendía que el otro era el deudor y no el acreedor, de modo que por discreción ninguno de los dos abundaba en el asunto.
¿Para qué necesitaba Luisa ese dinero o el que provenía de los cobros clandestinos de las consultas de su marido, si Paco había logrado alcanzar con su trabajo una posición desahogada y consentía los más de los caprichos de su mujer? Para su francofilia, como el ingenio de Luisa llamó, sin que Paco se enterara, a su solidaridad con la dictadura franquista. Cuando Paco descubrió que la acepción que Luisa le había dado a la palabra francofilia no se refería a su veneración por la cultura y la lengua francesas, sino a su adhesión a la causa que a Paco le había costado librar una guerra y padecer un exilio, y que ahora, indirectamente, ayudaba a patrocinar con su propio trabajo, sobrevino, inevitable, el divorcio.
La tarde en que Paco llegó de visita a la casa con un serrucho de carpintero en vez de su habitual maletín de médico, estábamos todos los hijos, de Carmen para abajo, enfermos del estómago, aunque no tanto como para dejar de salir a la calle a recibir al tío, que —cariños, palmadas en la nuca, bromas personalizadas— nos llenaba de alegría.
En esa casa de la calle de Tehuantepec 121 de la colonia Roma de la ciudad de México, había una higuera inveterada por cuyas ramas mis hermanos y yo nos trepábamos para subir a la azotea más rápidamente que por las escaleras de servicio. El control cuasicastrense de la comida de mi casa, en la que hasta el refrigerador estaba bajo llave, nos impedía comer absolutamente nada fuera de las horas establecidas. Y el hambre infantil —o el mero apetito— no siempre podía constreñirse a los horarios predeterminados de desayuno, comida, cena. El caso es que la generosa higuera nos abastecía, a deshoras, de sus frutos, que mis hermanos y yo cortábamos y comíamos aunque aún no hubieran madurado y todavía dejaran escapar su lechosa viscosidad tan pronto los desprendíamos del árbol. Tío Paco había descubierto la causa de la enfermedad. Se trataba de un empacho. El remedio fue radical, en el sentido estricto de la palabra. Cortó de raíz con aquel enorme serrucho la higuera, que ya nunca pudo parecerse a la que anunció, con su reverdecimiento, el martirio que hizo santo a Felipe de Jesús.