11
Entretenida en la contemplación de un haz de luz que iluminaba el polvo flotante del salón, María esperaba a que diera la hora convenida.
Cuando las dos hermanas volvieron a ocupar la casa paterna al regresar a México, mantuvieron cerrados los postigos de las ventanas que daban a la calle de La Estampa para salvaguardar su intimidad de la intromisión del populoso barrio de La Merced. La luz de las habitaciones procedía del patio central y se filtraba entre los verdes espesos de la hiedra, que se había trepado por los muros sin respetar los vanos de las puertas ni las vidrieras de las ventanas, que, así revestidas por la vegetación, parecían vitrales emplomados. Los aposentos, por tanto, eran turbios como el agua estancada de la fuente de las ranas, que sobrevivía en el jardín trasero, cubierta por la maleza; turbios como los sentimientos de las hermanas, que no querían que los vecinos del lugar, que las habían conocido en la opulencia, las vieran ahora venidas a menos y con la casa en venta.
Durante la estadía de la familia en Madrid, La Iberia, El Caudal y La Chorrera se fueron a la quiebra.
Es cierto que don Ricardo del Río les había advertido a los hijos de Emeterio repetidas veces que el negocio no daba para mantener el tren de vida que llevaban en España; es cierto que los hermanos no le hicieron caso y siguieron gastando a manos llenas lo que el albacea les enviaba; es cierto también que los varones de la estirpe, entre más dinero recibían, más dinero demandaban. Pero aun así, parecía inexplicable que los tres negocios de Emeterio, que habían generado una fortuna a lo largo de los años y que a su muerte contaban con un superávit formidable —numerosas cuentas por cobrar, gigantescos inventarios y muchos bienes muebles, que iban de equipos industriales a furgones de ferrocarril— se hubieran venido abajo tan drásticamente y en tan poco tiempo.
Una vez que llegaron a México, don Ricardo citó por primera vez juntos a los cuatro hermanos varones en sus oficinas de la Tabacalera Mexicana para hablarles de la catastrófica situación de la hacienda de su padre. Protegido por la inmensidad del escritorio que se anteponía entre él y los herederos, que permanecieron de pie durante toda la perorata, don Ricardo les soltó, desde el enorme sillón que disminuía su baja estatura en lugar de compensarla, una retahíla de razones que presuntamente explicaban la quiebra de los negocios de Emeterio: que la buena administración de Daniel Gordillo, por quien ponía la mano en el fuego, no había podido evitar la debacle financiera; que los desmesurados gastos que los hermanos habían hecho en España —las cosas hay que decirlas como son— pese a los exhortos a la prudencia que en su condición de albacea de la herencia él, que no pensaba más que en su bien, les había hecho en reiteradas ocasiones, generaron tales deudas, que se vinieron abajo los activos de los tres negocios; que los acreedores habían iniciado un juicio contra las empresas y que lo habían ganado por más que él había contratado a los mejores abogados del país para su defensa; que para cobrar parte de lo que se les debía, los acreedores habían procedido, de acuerdo con la ley, a embargar los productos del usufructo, pues no se podían enajenar los bienes que a la muerte de Emeterio habían quedado registrados en el inventario solemne de su patrimonio, toda vez que aún eran menores de edad sus hermanas Loreto y Luisa y por tanto no se había podido repartir la herencia; que por eso les había pedido que regresaran a México inmediatamente, pues —las cosas como son— no había más utilidades que distribuir. Sin embargo, el embargo —así lo dijo, pidiendo perdón por la redundancia— no ha alcanzado para pagar la totalidad de los adeudos, por lo que no queda otro remedio, queridos muchachos, que poner en venta la residencia de La Estampa, para lo cual os pido a todos vosotros que me deis vuestra autorización, pues sin el consentimiento de la mayoría de los herederos no es posible vender los bienes heredados antes de la partición de la herencia, valga, otra vez, la redundancia. Con el producto de esa venta, que podrá ser cuantioso pues la ubicación de la casa en el corazón de La Merced le confiere a la propiedad gran valor comercial, más las rentas de las casas de La Quemada y de Jesús María, una vez que se descuenten, claro está, los gastos de la última etapa de vuestra estancia en Madrid, que fueron alarmantes, y de vuestro traslado a México, que también fueron altísimos —las cosas como son—, todavía podréis vivir unos años de la herencia de vuestro señor padre, que Dios tenga en su santa gloria, aunque claro, modestamente, sin lujos, porque la vida que habéis llevado en Madrid…
Por ebriedad, por inocencia o por sumisión, los hermanos votaron, en mayoría, a favor de la propuesta de don Ricardo. Solo Severino votó en contra. Tenía la sospecha de que el albacea había dejado morir deliberadamente los tres negocios de su padre y que la declaración de quiebra de la empresa había sido fraudulenta y operaba en su beneficio. Pensaba que el albacea había matado a la gallina de los huevos de oro y que se había quedado con toda la canasta.
Cuando cumplió la mayoría de edad en España, Severino había quedado liberado legalmente de la tutela de su hermano Ricardo, quien, en realidad, nunca la ejerció, pues, como te he dicho, desde un principio delegó en don Ricardo del Río esa función testamentaria. Se le presentó entonces la posibilidad de renunciar a la nacionalidad española, a la que tenía derecho por ser la de su padre, y de optar por la nacionalidad mexicana, que era la de su madre y a la que también tenía derecho por haber nacido en México. ¿La rebeldía de su temperamento? ¿Su inconformidad sistemática? ¿Algún brote de idealismo? Quién sabe cuáles fueron las razones que llevaron a Severino a querer ser mexicano en España, cuando siempre había querido ser español en México. Pero así fue: optó por la nacionalidad mexicana, seguramente sin saber que su elección, al cabo de unos años, le permitiría hacerse de la casa de Carretones, que no formaba parte del inventario de los bienes de tu abuelo porque estaba a nombre de tu abuela, que, como te dije, la había heredado de tus bisabuelos. No era necesario ser mexicano para poder reclamar la propiedad de esa casa. Una vez justificada la legitimidad de la posesión, hubiera bastado con que se comprometiera formalmente ante las instancias mexicanas competentes a no hacer valer su condición de español ni apelar a las autoridades de España en caso de controversia legal; es decir a constituirse como mexicano para los efectos legales del caso. Pero Severino aprovechó su excepcional condición para tener una prerrogativa frente a sus hermanos carnales en la adjudicación de la mansión de su madre: sus hermanos que habían alcanzado la mayoría de edad no habían renunciado a la nacionalidad española en su momento, aunque algunos de ellos, como tu padre, lo harían tiempo después, y las hermanas Loreto y Luisa no habían tenido todavía la opción de hacerlo, así que Severino, como mexicano mayor de edad, era quien podría hacerse de la casa sin cubrir el engorroso trámite de renunciar a los derechos de acogerse a la legislación española en caso de conflicto. Se comprometió, eso sí, a abonarles a sus hermanos carnales (Luisa no podía ser beneficiaria pues no era hija de Loreto Carmona), en un futuro indeterminado, la parte proporcional del valor del inmueble. La iniciativa de Severino de apropiarse de la casa de Carretones provocó un enfrentamiento serio del joven con don Ricardo del Río, que se beneficiaba directamente de las rentas de esa casa y que vio en la determinación de Severino una afrenta a su autoridad moral.
A su regreso de España ninguno de los hermanos vivió ya con María y Loreto de manera permanente en la casa de La Estampa. Sin ninguna previsión, Ricardo, Severino y Rodolfo prolongaron en México, aunque menos dispendiosamente, la vida que habían llevado en Madrid.
Tan pronto como pudo, Severino se mudó a la casa de Carretones 17, que se convirtió en el lugar perfecto para poner en práctica sus artes amatorias.
De Rodolfo se sabía muy poco: su natural introvertido e independiente lo alejaba de la familia, como siempre, por largas temporadas y solo se le veía cuando le tocaba recibir las cada vez más precarias rentas de la herencia, que invertía, no bien acababa de cobrarlas, en juegos de azar, para los cuales tuvo, como casi todos los que juegan sin templanza, enormes dotes de perdedor.
Ricardo se volvió parroquiano de El Nivel, una cantina del centro de la ciudad de México que ostentaba en una de sus paredes el permiso que la acreditaba como la 0001 de la ciudad, la más antigua, la que auguraba, con los tres ceros que antecedían al número uno de su licencia, que en la capital del país podría llegar a haber 9,999 establecimientos de su especie: antros donde los hombres —y solo ellos porque las mujeres no asistían a tales tugurios— bebían a sus anchas sin la obligación de comer nada, aunque por costumbre se ofreciera con cada trago una botana, en consonancia con la mejor tradición española. Ricardo era amigo (tanto como lo había sido de los parranderos de Madrid que bebían a sus expensas) de los artistas de la vecina Academia de San Carlos, que ahí tenían su peña y su museo, pues en sus paredes exponían las obras —carboncillos, acuarelas y uno que otro óleo— que se veían obligados a dar en prenda de sus deudas de alcohol. Se pasaba ahí las tardes enteras, y al final, tras pagar cual mecenas trasnochado la cuenta de los pintores cuando los echaban del establecimiento, iniciaba con ellos un itinerario sin destino por los antros nocturnos de la ciudad de México, en los que se entretenía hasta que al día siguiente volvía a nivelarse, como decía cuando llegaba de nueva cuenta a la cantina. Podía pasar semanas enteras sin poner un pie en la casa de La Estampa.
Miguel, por su parte, se había percatado de que no podía seguir alternando con sus antiguos amigos de la colonia española, con quienes había paseado en aquel landó que había auspiciado sus conquistas amorosas y que, durante su estancia en Europa, también había sido embargado por los acreedores con todo y su tiro de caballos pura sangre. No quería gastar el poco dinero que le quedaba en presuntas amistades que de seguro le darían la espalda cuando ya no lo tuviera. Los tiempos convulsos que vivía México bajo la presidencia de Francisco I. Madero le abrieron, paradójicamente, las puertas de la tranquilidad. El azar, por el que nunca apostó ninguna carta, lo vinculó con un político sonorense que había abrazado la causa maderista y con quien trabó estrecha amistad, al grado de que lo acompañó a recorrer buena parte de la República Mexicana: el diputado Juan de Dios Bojórquez, quien, andando el tiempo, le permitiría poner en práctica los breves estudios diplomáticos que había podido realizar en Inglaterra antes de que don Ricardo lo mandara llamar.
El ala habitacional de la casa había estado cerrada desde que los hermanos se fueron a vivir a España. Después, cuando quebraron La Iberia, El Caudal y La Chorrera, también se clausuró el ala administrativa. Se conservaban los muebles, los cuadros, las alfombras, los candiles, pero un aire enrarecido delataba el encierro que la mansión había sufrido durante los últimos años. Ahora la casa en su totalidad, y no solo la parte dedicada al negocio, era un almacén. De muebles, de trebejos, de recuerdos inservibles. El último que la había habitado (solo en el área de la administración) había sido Daniel Gordillo, quien continuó llevando, por disposición del albacea, la contabilidad de los negocios de Emeterio hasta que se extinguieron. Ahora, el antiguo tenedor de libros de tu abuelo trabajaba en los negocios del propio don Ricardo.
Los pasos graves del reloj llegaron extenuados a las cinco de la tarde y se detuvieron en el portón de la casa.
Transparentada la sangre en las mejillas y en las venitas de la nariz, Daniel Gordillo se alzó de puntitas para jalar el cordel de la campana. Felisa, el ama de llaves de otros tiempos que por una fidelidad también de otros tiempos se había reincorporado a las labores de la casa tan pronto María y Loreto regresaron de España, lo condujo al salón. Innecesariamente, pues Daniel Gordillo había hecho ese recorrido incontables veces cuando vivía don Emeterio, su señor, y después, cuando acudía con la representación de don Ricardo a resolver los asuntos administrativos de la familia antes de que se mudara a España.
Al mismo tiempo que el hombre pequeñito y sudoroso entraba sombrero en mano en el salón por la puerta del corredor, Loreto lo hacía por la puerta del recinto contiguo, al que de manera injustificada llamaban biblioteca.
—Tan puntual como siempre, Daniel —dijo María—. Gracias por haber venido.
—Faltaba más, señorita María. Estoy a sus órdenes.
—Loreto, ofrécele una taza de té aquí a Danielito —le ordenó a su hermana, y conminó al antiguo tenedor de libros de su padre a que se sentara en una butaca honda.
Mientras Loreto, pasos presurosos y un reiterado sí, sí, sí que se fueron difuminando por el corredor, fue a preparar la infusión, María presenció, no sin deleite, cómo Daniel Gordillo, sentado en la butaca que le había asignado, se hacía aún más pequeño de lo que ya de suyo era. No se sintió alta, claro, pero al menos por un momento dejó de sentirse tan chaparra.
El puntual visitante no sabía qué hacer con el sombrero negro de fieltro, que giraba entre sus dedos rechonchos; ni qué decir que no fueran los consabidos elogios a su patrón que en paz descanse, las lamentaciones por su muerte, que Dios lo tenga en su gloria, la deuda de gratitud que siempre tendría con él, fue como un padre para mí; o las preguntas sobre la estadía de las señoritas en Madrid, que inevitablemente remataban en una evocación suspiratoria de su Santander natal, que era, además, el puerto —y Daniel Gordillo a mucho orgullo lo tenía— del que don Emeterio había salido para venir al Nuevo Mundo. Encendió un cigarrillo para contar al menos con un apoyo, un compañero, un cómplice en su intimidante entrevista con la señorita María, pero no tuvo la cautela de cerciorarse previamente de que hubiese un cenicero al alcance de la mano. Un cenicero que no fuera uno de los arabescos de la alfombra persa adonde inevitablemente fue a dar esa primera falange de ceniza, que obligó a Gordillo a salir corriendo al corredor, con su permiso señorita María, y apagar el cigarrillo en uno de los tiestos secos que lo bordeaban.
Cuando regresaron Loreto con el té y Daniel sin el cigarro, María le ordenó a su hermana que se sentara, como testigo presencial de lo que le diría a Daniel, en una butaca paralela a la que ocupaba el visitante.
A partir de ese momento, se desplegó, en tiempo y forma como se dice en el lenguaje burocrático, el libreto previamente imaginado por María:
—Hoy es lunes 14 de abril, ¿verdad, Daniel?
—Así es, señorita María, 14 de abril.
—Y el próximo sábado es 19 de abril, ¿verdad?
—Así será —respondió Daniel, contando con los dedos los días por venir—. El próximo sábado será 19 de abril, si Dios quiere.
—Lo querrá; sin duda lo querrá, Daniel, no se preocupe usted. Pues a las once de la mañana del próximo sábado 19 de abril lo espero en la iglesia de la Sagrada Familia.
—Ahí estaré, señorita María. ¿De qué se trata?
—De nuestra boda, Danielito. El próximo sábado, a las once de la mañana, he concertado cita con el presbítero para que manifestemos nuestro libre y espontáneo deseo de unirnos en matrimonio, según el rito de la Santa Iglesia Católica, Apostólica y Romana, y se abra el plazo de tres días festivos en que deberán hacerse las amonestaciones del caso para determinar que no existe impedimento alguno que se oponga a nuestra voluntad. Nos casaremos el próximo 17 de mayo.
—¿Esa es su voluntad, señorita María?
—Sí.
—¿Qué hubiera dicho su señor padre de esta determinación suya, señorita María?
—No la habría objetado.
—¿Hubiera estado de acuerdo?
—Habría dado su beneplácito, tenga usted la seguridad.
—Entonces, ahí estaré el próximo sábado. ¿A las once?
—A las once.
—¿En la Sagrada Familia?
—En la Sagrada Familia.
—Buenas tardes. Hasta entonces.
—Hasta entonces. Buenas tardes.
Y Daniel Gordillo se fue por donde había venido sin probar siquiera la infusión que Loreto le había preparado. Al salir, encendió otro cigarrillo. Y luego otro. Y otro más.
Eduardo es el hermano que me sigue hacia arriba, o mejor dicho, a quien yo sigo hacia abajo en esa escalera de doce peldaños que era mi familia. Cuando empezaban las clases, era su nombre el que yo tenía que tachar de las páginas preliminares de los libros de texto. Al final de esa retahíla de hermanos que me habían precedido, mi nombre no era más que el del último inquilino de los libros de aritmética, geografía, historia sagrada o lengua nacional. Y lo mismo sucedía con los uniformes escolares, las camisas, los pantalones, el traje. Y con las tareas domésticas, que también eran hereditarias.
Cuando Eduardo se fue al seminario, me heredó la obligación de barrer todas las mañanas la banqueta sobre la que tres añosas jacarandas se desprendían de sus flores en la primavera y de sus ramas secas y sus vainas aceitosas durante el resto del año. Y luego, cuando Jaime entró a la Escuela Bancaria y Comercial, me traspasó la doble responsabilidad de podar el pasto del jardín trasero y de ir por el pan en bicicleta, sin que yo, a mi vez, pudiera delegar esos quehaceres en nadie más porque debajo de mí solo quedaba Rosa. Y podar el pasto era una tarea masculina. Y por el pan solo iban las sirvientas. Y yo.
Pero la responsabilidad más grave que me asignaron cuando los Hermanos Maristas se llevaron a Eduardo, que apenas contaba con once años de edad, y Jaime entró a la Bancaria, fue la de ir a la casa de mis tías María y Loreto a entregarles el dinero que mi padre les enviaba mensualmente. Esta misión me confería, a mis escasos nueve años, una especie de mayoría de edad anticipada, pues implicaba trasladar dinero en efectivo en transporte público y manejar una situación delicada y embarazosa. Se trataba de que yo les dejara a las tías, según las instrucciones de mi padre, el sobre con el dinero de una manera tan discreta, que ellas no se vieran compelidas a acusar recibo o a manifestar su agradecimiento, y al mismo tiempo tan evidente, que se percataran de que se lo había dejado.
—Que se den cuenta de que les dejas el sobre, pero que no se den cuenta de que tú te diste cuenta de que ellas se dieron cuenta, ¿me entiendes?
—Creo que sí, papá. Pero mejor explícamelo otra vez.
Y es que el orgullo inveterado de María le impedía aceptar la ayuda de mi padre, pero por otra parte no la podía rehusar porque de ella dependía su sobrevivencia y la de su hermana. Loreto realizaba por pedido labores de costura, de las que había aprendido durante su estancia en el internado de Las Niñas de Leganés. Pero el dinero que les dejaba esta actividad era insuficiente para mantenerse y no se podía contar con él de manera regular.
María y Loreto vivían en una casa diminuta de la calle de Carracci, en Mixcoac. Era de una sola planta —a no ser por el cuarto de servicio de la azotea, que ocupó Daniel Gordillo hasta su muerte—. No tenía cochera ni antejardín ni vestíbulo. La puerta de la estancia daba directamente a la calle, igual que las dos ventanas que la flanqueaban. Como no había timbre ni campana ni aldabón, yo debía tocar en el cristal de una de las ventanas, según me lo advirtió papá, con una moneda de las que tendría que utilizar para pagar el camión de regreso. Tras mis toquidos, la mano pecosa de mi tía Loreto se asomaba, tímida, por un visillo, y su voz, aguda y suplicante, preguntaba quién es. A no ser por la comunidad de nuestros apellidos y la necesidad del estipendio, poco le hubiera dicho mi respuesta (los nombres de los doce hijos de su hermano Miguel siempre se les arrebujaron en la cabeza a las tías), pero una vez que me había identificado, los pasos ágiles de la tía Loreto empezaban a recorrer de un lado a otro y a toda prisa, según lo podía oír desde la calle, el diminuto espacio de la vivienda mientras repetía ya voy, ya voy, ya voy. Y ahí me quedaba esperando en la banqueta mucho tiempo, no sé, diez minutos, o quizá menos, pero a mí me parecía una eternidad, hasta que por fin la tía Loreto me abría la puerta con actitud apacible, como si llevara toda la mañana mirándose el ombligo. Había estado alzando los implementos de la costura —agujas, canutillos y ganchos— para que no quedara ningún rastro de que cosía ajeno, y había preparado a María para que pudiera recibirme en su recámara.
Desde que murió Daniel Gordillo, con quien, según se dice, nunca compartió el tálamo nupcial, María se metió en la cama, de la que no volvió a levantarse más que excepcionalmente. En esas visitas mensuales, pude confirmar la brevedad de su estatura y el gran volumen de su cabeza, que había observado la única vez que la vi de pie, en el velorio de mi padre. Y es que por alguna razón, cuando estaba acostada —es decir, casi siempre—, la tía María no se respaldaba en la cabecera de la cama, sino que prefería, como si se tratara de una metáfora que la mantuviera enhiesta a pesar de su eterna posición yacente, apoyar los pies en la piecera. Y como la cama era grande, aunque el cuarto pequeño, la cabeza le venía quedando en el centro del lecho. Parecía una cabeza parlante, como de feria de pueblo, exenta de un cuerpo que, solo pasada la primera impresión, apenas se adivinaba, enjuto, bajo las sábanas primorosamente bordadas por Loreto y la espesura satinada de la colcha. Una cabeza parlante, sí, con un chongo impoluto y en las comisuras unos bigotes ralos y canosos, que me causaban curiosidad, inquietud, repulsión.
La tía María me recibía unos minutos en su recámara y me hacía una conversación forzada, pletórica de lugares comunes, que sazonaba con un sarcasmo gratuito. Me preguntaba por papá y por mis hermanos, pero nunca por mi madre, a quien, según me enteré después, consideraba una cubana demasiado fogosa, a juzgar por el número de veces que había estado preñada.
La primera vez que asistí a cumplir la encomienda de mi padre, las cosas no salieron bien. No encontraba el momento oportuno de dejar el sobre tan discretamente que ellas no se sintieran obligadas a agradecer la ayuda de su hermano, así que al cabo de un rato no me quedó más remedio que decirles aquí les traje este sobre de parte de mi papá.
—Debe ser una carta —dijo María.
—No es una carta —dije yo, instado por la veracidad que me habían inculcado en casa como un valor general que debía prevalecer aun sobre las instrucciones particulares de papá—; es el sobre con dinero que les manda mi papá todos los meses.