12
—Cuidado, hijo, que lo llevas en la sangre.
Con estas palabras mamá nos amonestaba cuando regresábamos de una fiesta y percibía en el obligatorio beso de las buenas noches indicios de que hubiéramos ingerido alguna bebida alcohólica.
Yo entraba en la casa caminando de puntitas, sin hacer el menor ruido, sobre todo si había rebasado la hora de mi regreso, previamente negociada aunque ya tuviera dieciocho años. Pero mamá siempre me oía llegar, fuera la hora que fuera, y me llamaba a su recámara para que me despidiera de ella. La imagen de la Virgen del Perpetuo Socorro, de la que era devota, velaba su sueño —o mejor dicho su insomnio— desde la cabecera de la cama matrimonial, cuya inmensidad hacía más desolada su viudez. Mamá esperaba acostada, pero no dormida, el regreso de todos y cada uno de los hijos que aún vivíamos en casa. Me acercaba a ella en la oscuridad de la habitación para darle el solicitado beso de las buenas noches, después de justificar mi tardanza, y, por más que contuviera la respiración, mi aliento delataba con pasmosa exactitud el número de cubas libres que había tomado en el transcurso de la fiesta. Cuidado, que lo llevas en la sangre.
Cuando se trataba de mi hermano Ricardo, que desde muy joven quiso contrarrestar los esfuerzos del trabajo con la celebración del trago, que se había ganado, según decía, con el sudor de su frente, mamá complementaba su amonestación con una advertencia que le otorgaba a su nombre una suerte de fatalidad: cuidado, que lo llevas en la sangre y en el nombre.
Siempre habíamos oído a mamá hablar del funesto desenlace de la vida de los hermanos de mi padre, Ricardo, Rodolfo y Severino. Papá no hablaba de ellos. Para exorcizar la posible gravitación que su historia pudiera tener sobre nosotros, le bastaba con el ejemplo de sobriedad que él mismo nos daba cotidianamente. Además de medir con rigor notarial las copas que ocasionalmente se tomaba, nunca dejó que el arbitrio del azar sustituyera al esfuerzo del trabajo y fundó una familia —fue el único de los hermanos, hombres y mujeres, que tuvo descendencia, y vaya que contrarrestó, con doce hijos, la renuncia a la reproducción que voluntaria o involuntariamente practicaron los otros hijos de Emeterio. Pero mamá, aunque no hubiera llegado a conocerlos, siempre nos los ponía de modelo negativo para evitar que siguiéramos sus pasos. Asediados por una sed maleducada desde que eran adolescentes y simulaban trabajar en el negocio paterno; enriquecidos por una herencia millonaria que no supieron administrar; seducidos por las veleidades del amor profesional o por los espejismos de la fortuna, los tres murieron empobrecidos, cuando no menesterosos, antes de cumplir los cuarenta años de edad. Ricardo, el más sediento de los tres, ni siquiera llegó a los treinta.
Ricardo siempre pensó que los dividendos del patrimonio de Emeterio que le correspondían, aun después de la debacle financiera que lo hizo regresar a México, le permitirían vivir sin trabajar por el resto de sus días. No se equivocó. La vida se le acabó antes que la muy mermada hacienda.
En México y después en Madrid y después de nueva cuenta en México, Ricardo se bebió El Caudal —como decía ostentosamente cuando competía con sus amigos de cantina para determinar quién de todos había bebido más en la vida.
—Si supieran el dineral que le he metido yo a esta panza —decía sobándose el abultado vientre con ambas manos.
De regreso de Madrid, Ricardo, como te digo, se volvió asiduo visitante de El Nivel. Solía llegar a la cantina a primera hora de la tarde y ahí se quedaba hasta ya entrada la noche, cuando los empleados del local sacaban a los últimos borrachos para bajar la cortina y cerrar el establecimiento. El inusitado reloj de la contrabarra justificaba su permanencia. Tenía unas manecillas que giraban al revés, si bien los números de las horas también estaban dispuestos en el orden contrario al acostumbrado, por lo que la hora que marcaba se correspondía puntualmente con la que dictaba el Observatorio Nacional. Pero Ricardo tomaba ese reloj como emblema de la reversibilidad del tiempo y repetía hasta la tozudez que entre más tiempo pasaba en la cantina y más bebía, menos tiempo transcurría y menos tragos se tomaba, e invitaba dispendiosamente a beber, hoy por mí, ayer por ti, a los miserables pintores de la Academia de San Carlos, que no tenían dónde caerse muertos y gracias a tu tío Ricardo quedaban exentos de pagar en especie pictórica sus consumiciones. Si se había vuelto más sedentario durante el día, de noche recuperaba su atávica condición nómada para acompañar a sus presuntos amigos a los más sórdidos lupanares, de donde siempre salía —si salía— ebrio, esquilmado y urgido del último trago de la noche cuando ya había amanecido.
El domingo 9 de febrero de 1913, la ciudad de México sufrió una asonada militar. El general regiomontano Bernardo Reyes, como lo había venido anunciando desde tiempo atrás, se sublevó, de manera extemporánea, contra el gobierno legítimo, aunque ciertamente fallido, de Francisco I. Madero. Esa mañana había sido liberado de la prisión de Santiago Tlatelolco, según lo convenido con sus aliados insurrectos, Félix Díaz, sobrino del derrocado dictador Porfirio Díaz, y los generales Gregorio Ruiz y Manuel Mondragón, que se habían alzado con tres regimientos de caballería acuartelados en Tacubaya. En una actitud desafiante que es difícil calificar de trágica o de heroica por los visos que tuvo de cómica y suicida, don Bernardo llegó temprano al Zócalo, montado a caballo, seguido de las columnas comandadas por Mondragón y por Díaz, quien también había sido liberado esa misma mañana de la penitenciaría. En la madrugada, el Palacio había sido tomado sin resistencia por los alumnos de la Escuela Militar de Aspirantes de Tlalpan, que se unió a las fuerzas sediciosas. Tan pronto el general Lauro Villar, comandante militar de la plaza, tuvo noticia telefónica de la toma del Palacio, paró un coche de alquiler y se dirigió al antiguo Convento de San Pedro y San Pablo donde estaba acuartelado el 24º Batallón de Infantería, leal a Madero, y con sesenta reclutas entró sorpresivamente al recinto presidencial por el cuartel de zapadores y aprehendió a los rebeldes sin disparar un solo tiro. Así que cuando el general Reyes se personó en el Zócalo, el Palacio ya había sido recuperado por el general Villar. A pesar de los consejos de sus seguidores y de su propio hijo Rodolfo, fueron enterados de que el Palacio había sido rescatado, don Bernardo, fiel a su vesánico concepto del honor y de la valentía, no cejó en su propósito de atravesar las puertas de Palacio, y fue abatido ahí mismo por las ametralladoras que Villar había dispuesto al pie de los garitones de la puerta central. Con este acto comenzó la Decena Trágica, así llamada por los diez días de zozobra, de peligro y de muerte que vivió entonces la ciudad de México. Podría haber sido un acto irrisorio como una comedia de equivocaciones de no haber causado quinientos muertos (muchos de ellos simples curiosos que salían de oír su misa dominical en la Catedral) y de no haber detonado el asesinato del presidente Madero y del vicepresidente Pino Suárez, la usurpación de Victoriano Huerta, la injerencia de los Estados Unidos en el gobierno del país y el endurecimiento de la gesta revolucionaria.
Al día siguiente de ese domingo negro, que tiñó de sangre el Zócalo capitalino y que recrudeció una guerra civil que habría de durar por lo menos siete años más y cobrarse un millón de muertos, no salieron los vecinos de sus casas, no circularon los periódicos, no se abrieron los comercios y solo transitaron por las calles de la ciudad los servicios de emergencia, atareados en recoger cadáveres y transportar heridos a los hospitales. Ese mediodía del lunes 10 de febrero, El Nivel, ubicado en la mismísima calle de Moneda a un costado del Palacio Nacional donde el día anterior se habían reunido los contingentes insurrectos, sí abrió sus puertas, así haya sido por un par de horas y con la excusa o el propósito real de extraer los alimentos perecederos que ahí se habían quedado desde el sábado.
La calma chicha que sucedió al abatimiento de la sedición propició que algunos parroquianos temerarios libraran el paso entre las ametralladoras todavía apostadas en el Zócalo para acudir el lunes a su cita consuetudinaria con el trago, de la misma manera que el general Bernardo Reyes había acudido el domingo a su anhelada cita con la muerte.
Tu tío Ricardo llegó como todos los días a El Nivel, haciendo caso omiso de la violencia y el peligro que asolaban a la ciudad. Ciertamente traía una cruda insufrible —tesoneramente preparada durante todo un domingo de encierro obligatorio a causa de la asonada militar—, que solo la ingesta equivalente de otros tragos sería capaz de curar, por aquello de que un clavo saca a otro clavo y para que la cuña apriete ha de ser del mismo palo. Al filo de las dos de la tarde, el terror que se había apoderado del centro el día anterior volvió a cernerse sobre la ciudad entera. Disparos ocasionales aquí y allá y el rumor, creciente como un oleaje que anuncia tempestades, de que las fuerzas de Félix Díaz y del general Mondragón, que se habían replegado a La Ciudadela, de un momento a otro arribarían de nueva cuenta a Palacio Nacional, obligaron a los empleados del local a bajar la cortina, pero no pudieron echar a los tres o cuatro parroquianos, que decidieron guarecerse ahí mientras pasaba la balacera.
—Total, aquí encerrados, de sed no nos vamos a morir —dijo tu tío Ricardo.
Mientras estuvo guarecido en El Nivel, se recrudecieron los combates por toda la ciudad; Victoriano Huerta, designado por Madero sustituto de Villar, bombardeó La Ciudadela; los presos de la cárcel de Belem se escaparon; una bomba estalló en la puerta Mariana de Palacio Nacional, y tu tío bebió día y noche sin parar.
El 13 de febrero tu padre se encontraba en la ciudad de México de vuelta de uno de sus viajes con su amigo Juan de Dios Bojórquez. Las noticias del levantamiento del general Bernardo Reyes los hicieron regresar a toda carrera. En la casa de La Estampa recibió la noticia de que su hermano Ricardo había muerto.
El cuerpo, según le informaron de una manera tan escueta como despiadada, se encontraba en la calle de Moneda número 2. Supuso que había recibido el impacto de una bala perdida.
Aún no se había sobrepuesto a la pena moral que la noticia le causó cuando tuvo que sobreponerse a otra más pragmática y apremiante: la necesidad de salir a la calle en medio de una balacera intermitente, que no era previsible y no tenía para cuándo terminar. María y Loreto trataron de impedir que se fuera, pero Miguel, haciendo de tripas corazón, acudió a la calle de Moneda número 2 para rescatar el cuerpo de su hermano.
Lo imaginó destrozado por la metralla.
Pero Ricardo no había recibido ningún balazo. Una congestión alcohólica lo había matado.
En contra de sus augurios, murió de sed.
Podría haber sido una de las muchas víctimas inocentes de aquellos días funestos y pasar, al menos en los anales domésticos, como defensor de la causa de Madero, apóstol de la democracia. Pero no. Ricardo fue víctima de sí mismo. De su sed insaciable.
Tu padre habría de recordar como el más aciago de su vida el día en que se vio impelido a transportar en una carrucha de palo, jalada por una mula, el cadáver de su hermano en medio de la balacera. Estaba solo.
Miguel sepultó a su hermano en la cripta de la familia, en el Cementerio Español. Pero jamás puso una lápida con el nombre de Ricardo y las fechas de su nacimiento y de su muerte. De haber quedado inscriptas, habrían estado separadas la una de la otra por escasos y malhadados veintisiete años.
Sobre la muerte del primogénito de Emeterio, María solo dijo él se lo buscó. Y don Ricardo del Río se limitó a registrar el deceso de su ahijado en su libro de contabilidad.
Al morir Ricardo, su padrino, en tanto que albacea del testamento de Emeterio, debió haber dado aviso al juez para que se proveyera de inmediato a los herederos que aún eran menores, en este caso Loreto y Luisa, de un nuevo tutor. Don Ricardo del Río, sin embargo, hizo caso omiso de esta disposición del Código Civil, pues ni Ricardo había sido en vida realmente tutor de sus hermanos ni las niñas estaban desprotegidas; ambas contaban en la práctica con sendos tutores: Loreto tenía a María, que cuidaba de ella —a su manera—, y Luisa, al propio don Ricardo, que no solo la tenía bajo su protección, sino la mimaba, la consentía, la halagaba; satisfacía todas sus necesidades y cumplía todos sus caprichos.
¿Cómo pudo don Ricardo brincarse ante la familia y ante el Estado las leyes vigentes? A la familia, la tenía sojuzgada desde antes de que falleciera Emeterio, cuando la muerte de doña Emilia del Barrio había sumido a tu abuelo en la depresión y la melancolía. Había hecho extensiva su condición de padre putativo de la niña Luisa a los demás hijos de su compadre, salvo Severino, que rehusaba supeditarse a sus designios. Con la suspicacia que lo caracterizaba, tu tío llegó a sospechar que fue el propio don Ricardo quien determinó que en el testamento se nombrara a su hermano Ricardo tutor de los menores, pues fácilmente podría manipular, a su antojo y conveniencia, a alguien que dependía del alcohol y que tendría bajo su custodia los bienes de la herencia. ¿Pero y las leyes? Nada se sabía de la designación del curador, ni de la apertura formal del juicio sucesorio, ni de las cuentas de la administración, ni del fin del plazo del albaceazgo —que no debía haberse prolongado por más de dos años, según lo decía el testamento y lo determinaba el Código Civil. Más allá de la aquiescencia de la familia, que lo asumió como incontestable, ¿tuvo validez legal el argumento de que ese plazo perentorio quedaba nulificado por la disposición testamentaria de que la herencia no se repartiera hasta que el menor de los hijos de Emeterio cumpliera la mayoría de edad? Quién sabe. Lo que sí se sabe es que don Ricardo era un hombre poderoso, por sus relaciones y por su dinero, y que los tiempos convulsos que se sucedieron a la muerte de Emeterio no solo favorecieron que la ley no se observara, sino que a veces impidieron que se cumpliera.
Hartas de la reiterada vejación a su ancestral derecho a la tenencia de la tierra, tan elemental como el agua, el aire y el fuego, las tropas zapatistas, aunadas en el Ejército Convencionista a las de Francisco Villa, irrumpieron en la ciudad de México en diciembre de 1914.
Ricardo del Río había visto amenazados sus privilegios al estallar el movimiento revolucionario en noviembre de 1910, había sido testigo de la asonada militar que desencadenó los violentos sucesos de la Decena Trágica, había cifrado sus esperanzas en el Plan de Guadalupe de Venustiano Carranza por el cual se repudiaba la usurpación de Victoriano Huerta y se pugnaba por un gobierno constitucionalista, pero no había sentido la necesidad de proteger a su familia hasta que sintió la violencia justiciera que se agazapaba bajo los sombreros campesinos de esas huestes silenciosas que marchaban con pies cuarteados como la tierra por las calles del centro de la ciudad.
Cuando Ricardo del Río pensaba en su familia, se restringía por supuesto a la niña Luisa y, en segundo término, a doña Laurita. La muerte de tu tío Ricardo —esa especie de autoinmolación estéril— y la conducta de Severino y Rodolfo, que no parecían escarmentar en cabeza ajena, no gravitaban sobre su conciencia a pesar de que constituyeran una carga moral ante el fracaso del papel de tutor que indirectamente le había asignado su compadre y amigo. Respetaba la entereza con que tu padre había decidido estudiar diplomacia en Inglaterra en vez de malgastar sus recursos en las borracheras, las mujeres y el juego, como sus hermanos, pero tampoco le tenía mayor aprecio. La absoluta aquiescencia de Miguel en el manejo que hacía de la herencia lo afrentaba tanto o más que el reclamo constante de Severino. Su animadversión, pues, se enderezaba contra todos los varones de la familia. Y a María y Loreto les tenía consideración: a la mayor por temor; a la menor, por lástima —y ya ni siquiera por conveniencia, porque desde el viaje a España se había deshilachado el vínculo que la unía a Luisa—, pero no eran sus hijas. Luisa, en cambio, era su obsesión, su gusto, su razón de ser. Y antepuso la seguridad de la niña al inmenso placer que le causaba tenerla a su lado.
En su condición de padre putativo de la niña, que para entonces ya tenía nueve años, determinó, tras muchas indagatorias entre sus amigos del ancien régime porfirista, que ingresara en un internado para señoritas en Montreaux, sobre el lago Lemán, en Suiza, el país europeo que había adoptado una posición neutral en la Gran Guerra y que sin duda era, a pesar del conflicto internacional, más seguro que México, un país que lejos de apaciguarse se enredaba cada vez más en una lucha de facciones que no parecía tener fin. Allá, al norte de los Alpes, Luisa complementaría muy bien la educación francesa que Madame Pascault le había proporcionado de manera extraescolar y perfeccionaría su conocimiento de la lengua francesa al tiempo que cultivaría las gracias propias de su sexo y de su clase, desde el bordado y la repostería hasta el arte de recibir en casa o manejar el preciso y sofisticado lenguaje del pañuelo.
Don Ricardo del Río confió más en su plan que en el de Guadalupe.