16

No recuerdo haber heredado, a su muerte, ninguno de los utensilios que papá atesoraba en los cajones de su escritorio. Al paso de los años, sin embargo, acabé por ser yo, entre los numerosos hermanos, el depositario de muchos de sus papeles más preciados. Poco antes de morir, mi madre me legó buena parte de las cartas de amor que papá le escribía todos los días —desde que la conoció una tarde en el cine Tosca de La Habana hasta que el cáncer que le envenenó la sangre lo postró en su lecho mortal—, aun cuando él se encontrara en casa y la tuviera al alcance de su voz. También me quedé con las patentes de sus inventos, que nunca dieron el salto del prototipo artesano a la producción industrial, y con varios papeles más, entre ellos, un recorte de algún viejo periódico mexicano, impreso en color sepia, que hacía referencia al pueblo asturiano donde había nacido su padre al mediar el siglo XIX:

En un bello rincón de Asturias, que se llama Vibaño, perteneciente a la fértil región de Llanes, año por año, desde hace siglos, los moradores celebran con inusitada pompa la tradicional fiesta de la Virgen del Rosario, que atrae a multitud de visitantes a la comarca para rendir homenaje a la milagrosa de aquel propio territorio.

Un asturiano que ha vivido entre nosotros hace largos años y que visitó su pueblo natal, tuvo la galantería de enviarnos la fotografía que publicamos en esta página, y que será indudablemente del agrado de muchos españoles por traerles un recuerdo de la patria lejana.

La imagen se centra en un roble centenario. En el redondel escalonado que cerca su voluminoso tronco, se disponen los hombres del lugar —no más de quince—, sentados unos, otros de pie, todos muy serios y encorbatados, con camisas albísimas y boinas o gorras de visera, salvo uno, tocado con montera y calzado de almadreñas, que viste el traje tradicional: chamarra corta de estameña con ribetes de paño, chaleco de manta blanca, calzón hasta la mitad de la pantorrilla, abierto por los costados, y calzas de peal sujetas con trenzas pastoriles. Por las ramas del roblón se han encaramado los chavales más audaces del caserío, quienes adoptan frente al daguerrotipo posturas desafiantes y pícaras. Atrás, se ve un grupo de mujeres ajenas a la fotografía, y al fondo, la iglesia encalada, un cobertizo de tejas mohosas y un hórreo que más parece capilla que granero.

En el único de los tomos que papá tenía de la obra Apuntes históricos, genealógicos y biográficos de Llanes y sus hombres, de Manuel García Mijares, aparece el nombre de Celorio, pueblo de la costa cántabra, que le adjudica a nuestro apellido origen toponímico. Sus coordenadas con relación a la ciudad próxima de Llanes, capital a cuyo concejo pertenecen tanto la parroquia celoriana como el caserío de Vibaño, no se estipulan en kilómetros, sino todavía en leguas, al igual que las distancias a las que se encuentran los pueblos vecinos: Barro al poniente, Poo al oriente, Porrúa y Balmori al sur.

Celorio es descrito como un alegre caserío entre árboles frutales y fronda de fresnos y hierbaluisa bien oliente, dotado de hermosas playas —La Palombina, Las Cámaras, Los Curas, Portiello, Torenzo— y de fértiles campos, abundoso de perales y manzanos. Se hace referencia a una antiquísima ermita dedicada a san Martín, a una abadía benedictina del siglo XVII y a la iglesia de San Salvador, que es punto del Camino de Santiago y cuyos orígenes se remontan al siglo XI. Si Vibaño venera a la Virgen del Rosario, Celorio, según se dice en ese libro que tanto se entretiene en lo pintoresco y lo vernacular, es devoto de la Virgen del Carmen, en cuyas festividades, las bellas jovencitas del lugar, que llevan en andas su imagen durante la procesión, visten sayas blancas, pañuelos de seda, justillos de damasco con grandes dibujos de vivos colores, medias de algodón y escotados escarpines. Se dice también que en una de sus playas, la de Borizo, puede verse desde cierto punto, en los riscos que sobresalen del mar, nada menos que el perfil de Cristo. Entre las poblaciones circunvecinas de las que esa suerte de diccionario regional da cuenta —Villahormes, Naves, San Roque de Acebal, Niembro, Posada, Santoveña— figura el nombre de Vibaño, aquel caserío de un puñado de habitantes —tantos como los que aparecen en la fotografía color sepia del recorte de periódico— del que emigró mi abuelo para hacer la América en el último tercio del siglo XIX.

En septiembre de 1978, dieciséis años después de la muerte de mi padre, cuando yo, a mi vez, ya era padre de dos varones, me lancé a visitar el pueblo de Celorio y a buscar el cercano caserío de Vibaño, donde mi abuelo paterno había visto la luz por primera vez casi un siglo antes de que yo naciera. Acababa de cumplir treinta años de edad y cruzaba el Atlántico por primera ocasión.


Yolanda y yo dejamos a nuestros pequeños hijos en casa de su abuela y emprendimos un viaje que duró cuarenta días. Empezamos nuestro itinerario naturalmente en París, donde tomamos a la Tour Saint-Jacques como punto de partida, y recorrimos, peregrinos laicos y motorizados, buena parte del Camino de Santiago, desde Burgos hasta Compostela, pasando por Sahagún, León, Astorga y otras poblaciones antiguas, dispuestas a la vera de la ruta jacobea: Carrión de los Condes, Rabanal del Camino, Villafranca del Bierzo, Palas del Rey. Pero mucho antes de que llegáramos a la ciudad del apóstol en Galicia, ansiado objetivo de los peregrinos, nos encaminamos, en el noreste asturiano, hacia el pueblo de Celorio, destino de los pasos perdidos, viaje a la semilla, retorno sagrado a los orígenes.

Conocías la leyenda del apóstol Santiago el Mayor, generada en los albores de la Reconquista para fortalecer la cruzada española contra el Islam, según la cual el discípulo de Jesús, fiel al mandato de Pentecostés, había llegado a Iria Flavia —el actual Padrón en Galicia— para predicar el evangelio cristiano en el extremo occidental del mundo hasta entonces conocido. Al regresar a Judea tras varios años de frustránea catequesis, corrió la misma suerte que la mayor parte de los apóstoles y fue sacrificado por la vía del martirio. Lo decapitaron, y tanto su cabeza como sus miembros, privados de sepultura, quedaron expuestos a la voracidad de las bestias. Se dice que sus discípulos rescataron su cuerpo, milagrosamente reintegrado, y lo trasladaron —también de manera prodigiosa, en una embarcación que no requirió de tripulantes para navegar— hasta el sitio adonde el apóstol había llevado la palabra de Cristo. Tras muchas vicisitudes, al fin pudieron darle sepultura en un lugar cercano, de tierra adentro, al que después se le denominaría Campus stellae, de donde proceden el bello topónimo de Compostela y sus metáforas siderales. Siete siglos después, cuando la invasión musulmana se había apoderado de casi la totalidad de la península ibérica y amenazaba con extender sus dominios hasta el norte asturiano, la cristiandad hispánica, necesitada de apoyo celestial para defender sus últimos bastiones de la inminente ocupación sarracena, creyó descubrir la tumba del apóstol en aquel sitio cuyo nombre en realidad no hace referencia a una estrella que señalara con su luz, como entonces se pensó, la marmórea lápida del sepulcro para revelar su ubicación precisa, sino más terrenalmente a compostum y compostela, que significan cementerio. En aquellos tiempos de la Alta Edad Media en que las reliquias eran objeto de culto, de tráfico, de codicia, de latrocinios, rivalidades, falsificaciones y hasta cruzadas, Compostela, al asegurar que poseía nada menos que el cuerpo incorrupto de uno de los discípulos directos de Cristo, muy rápidamente pasó de ser un lugar de culto regional para convertirse, en competencia con Roma y con Jerusalén, en el destino de incesantes peregrinaciones, provenientes del oriente y el norte de Europa, principalmente de Francia, que desde los tiempos de Carlomagno y su hijo Luis de Aquitania compartía con el septentrión de la península ibérica la necesidad de contener la expansión islámica, que un siglo antes ya había refrenado Carlos Martel en la batalla de Poitiers, para llegar a ser el punto de confluencia de reyes y mendigos, príncipes y siervos, santos y traficantes de indulgencias.

Aunque para entonces ya había perdido la fe en la que me habían educado rigurosamente tanto en el seno familiar como en las escuelas católicas confesionales donde estudié la primaria, la secundaria y la preparatoria, mi deseo de recorrer, así fuera parcialmente, el Camino de Santiago obedecía a un cierto espíritu religioso que subyacía, como un atavismo inadvertido, en el discurso familiar y académico que articulaba para justificar su realización. Y es que un par de años antes de cumplirlo, una enfermedad congénita, tardíamente diagnosticada y combatida, me había conminado a una silla de ruedas, de la que al fin pude liberarme tras varios meses de invalidez. Peregrinar por la ruta jacobea y llegar a Santiago de Compostela fue la manera, sucedánea de la fe perdida, que encontré para agradecerle a la vida la recuperación de la primaria facultad de caminar, que solo aprecié, proverbialmente, cuando la hube perdido. Qué mejor manera de manifestar la alegría de haber recobrado tan básica capacidad que recorrer un camino, y en particular el Camino de Santiago —el camino por antonomasia de la cristiandad hispánica—, por el que habían transitado miles de peregrinos, suplicantes o agradecidos, a lo largo de los siglos. Ese recorrido, además, concomitaba a la perfección con mis también atávicos deseos de conocer los lugares de donde procedían mi familia y mi apellido y con mis incipientes intereses académicos.

Te fascinaba la transformación de peregrino a guerrero que había sufrido el apóstol. De la leyenda de la improbable catequesis de Santiago en Galicia y el supuesto descubrimiento de su cuerpo incorrupto en Compostela se pasó, sin solución de continuidad, a otra más pragmática, que da cuenta de su presencia en la guerra contra el infiel. El predicador que había llevado la palabra de Cristo a la Hispania Ulterior y se había erigido en el patrono de esa España todavía no configurada se transformó oportunamente en el aliado principal de la Reconquista. Abandonó su atuendo apostólico —el ropaje talar del religioso, las sandalias y el cayado del peregrino, la concha y el guaje del mendicante— para vestir la armadura, montar el caballo y empuñar la espada del guerrero e, iluminado por una luz sobrenatural que resaltaba el blancor de su cabalgadura, encabezar la batalla de Clavijo —también tocada por la leyenda, que detuvo, al mediar el siglo IX, el paso de los árabes a los dominios asturianos, como tiempo después, invocado por Fernán González o Rodrigo Díaz de Vibar, lograría someter a los musulmanes en las tierras castellanas y levantinas de las que ya se habían apoderado. A la par del cambio de indumentaria, el patrón de España permutó su epíteto de Santiago Apóstol por el de Santiago Matamoros con el que capitaneó las huestes cristianas de la Reconquista y, pasando los años y los mares, arremetió —«Santiago Mataindios», decías— también contra los aborígenes, conjurado ahora con los Amadises de América, para imponerle al Nuevo Mundo una nueva ley y un nuevo credo. Sabías de las ideas, las lenguas, las modalidades culturales que los peregrinos provenientes de todas las regiones de la cristiandad —y muy especialmente los monjes de Cluny que establecieron sus monasterios en varios puntos de la ruta jacobea— habían diseminado por el norte de la Península, modificando hábitos, costumbres, palabras, pensamientos, creencias, estilos arquitectónicos; sabías de la variedad de las procedencias de los peregrinos que se daban cita en Compostela —franceses, alemanes, flamencos, ingleses, holandeses—; sabías, en fin, de la diversidad de los itinerarios, que no se restringían a las rutas francesas de Toulouse, Le Puy, Vézelay o Tours, sino que podían partir de lugares más apartados y transcurrir por múltiples ciudades, como el que siguió aquel monje servita de las cercanías de Estrasburgo, Hermann Künig von Vach, que inició su peregrinación en Einsiedeln y antes de llegar a Puente de la Reina en España, hubo de pasar por Lucerna, Berna, Friburgo, Lausana, Ginebra, Chambéry, Valence, Montélimar y Montpellier.

Apenas unos años atrás había obtenido en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México la cátedra de Historia de la Cultura en España y América, una asignatura por demás general e introductoria que dictaba como bisoño profesor a los estudiantes —apenas un poco más jóvenes que yo— de primer ingreso de la carrera de Lengua y Literaturas Hispánicas. Me sentía orgulloso de haber ganado el concurso de oposición para obtener esa cátedra, que sin duda me quedaba grande, pero que impartía, entre engreído y temerario, con un entusiasmo juvenil que no decayó durante aquellos meses siniestros en que me presentaba a clase en una silla de ruedas, empujada por Rubén Cristiany, el más solícito de mis alumnos. Uno de los temas que más me atraía del curso era precisamente el del Camino de Santiago, que me había encantado desde que cursé esa materia en la licenciatura. Antes de iniciar la travesía, lo estudié con particular dedicación y, cuando por fin llegó la fecha de partir, en mucho valoraba la importancia que ese recorrido secular había tenido en el desarrollo de la cultura hispánica.

Habías visto decenas de reproducciones fotográficas de las iglesias románicas que se disponían en el mapa de los itinerarios de la ruta como estrellas, unas tímidas y otras refulgentes, de la Vía Láctea, según se le llamó a ese entramado de caminos que parecía reflejar en la tierra, especularmente, nuestra constelación entera, y te habías embelesado con la superposición de estilos que había tenido lugar en el grandioso e imponente templo de la cristiandad hispana —apenas comparable, en España, con la Catedral de Sevilla o la Mezquita de Córdoba—, construida a lo largo de los siglos, y que iban del románico del Pórtico de la Gloria al barroco de la fachada principal, pasando por el gótico de las bóvedas estrelladas de las capillas y por la grandiosidad renacentista de sus proporciones. Estabas enterado de las mudanzas no solo de imagen sino también de apelativo que el apóstol había sufrido con el tiempo y la notable expansión que su nombre había alcanzado en la toponimia del viejo y del nuevo continente: cómo su original nombre hebreo de Jacob había dado origen a tantos otros en los diferentes países de la Europa occidental (Diego, Jaime y Jaum en la península ibérica; Jack y James en Inglaterra; Jacques en Francia, Giacomo y Iago en Italia, Tiago en Portugal), y, fusionada su condición de santo con su maleable apelativo, en Sant Iago, San Tiago —Santiago, Santiago Apóstol, Santiago Matamoros, Santiago, patrono de España y de la cristiandad—, y cómo su nombre se había diseminado por los pueblos y las ciudades de ambos lados del Mar Océano que lo habían tomado como propio, desde Santiago de Compostela en Galicia hasta Santiago de Cuba y Santiago de los Caballeros en Las Antillas, Santiago de Querétaro en la Nueva España, Santiago del Estero y Santiago de Chile en la región austral del nuevo continente.

Conocía los recorridos que, desde diferentes puntos del mapa de Europa, acababan por converger en Santiago de Compostela; tenía los datos históricos del camino y sabía cuáles eran los lugares de mayor importancia e interés que, si bien de manera zigzagueante, adelantando y retrocediendo, subiendo y bajando —porque la ruta era así y así había sido siempre: disyuntiva y múltiple— podría eventualmente visitar; esos lugares cuyos meros nombres eran depositarios de una enorme carga cultural y se presentaban promisorios a mi imaginación y a mis anhelos: Santo Domingo de la Calzada, San Millán de la Cogolla, Santillana del Mar, El Cebrero, Samos, Puerto Marín. Pero no disponía, en cambio, de la elemental información turística que me permitiera elaborar mi propio itinerario: en cuáles hostales, albergues o paradores convendría que Yolanda y yo nos alojáramos, dónde podíamos rentar un coche y qué condiciones tenían las carreteras, cuánto costaba el peaje y cuánto el combustible. Y es que México, que había reconocido a la República Española en el exilio, apenas había restablecido relaciones diplomáticas con España, y aún persistían algunas dificultades para que los mexicanos viajáramos a aquel país en el que todavía se echaban de ver muchos resabios de la dictadura franquista, a pesar de que ya se había iniciado el milagro de la transición democrática del país. Más aún si queríamos hacerlo, como Yolanda y yo, por cuenta propia, al margen de las empresas turísticas, para poder transitar a nuestro aire por algunas desviaciones del camino de Santiago, de suyo arborescente, que no estaban consignadas en nuestros mapas y acabarían por conducirnos a esas poblaciones de mis antepasados que constituían el objetivo principal del viaje.

Aun así, emprendimos nuestra expedición.

La sensación predominante que tuve a lo largo de un viaje tan minuciosamente preparado fue que me limitaba a cotejar en la realidad lo que ya había recorrido en la imaginación, una imaginación apoyada en fotografías, historias, pasajes literarios. A veces la realidad me decepcionaba porque había previsto unas proporciones distintas, una diferente temperatura u otro colorido, pero casi siempre superó a la fantasía y muy pocas veces la contradijo.

Las carreteras vecinales no contaban entonces con suficientes señalamientos y no era fácil recabar la información necesaria entre los pobladores de aquellas comarcas en las que aún prevalecía, después de tantos años de dictadura, el espíritu cerrado y luctuoso de la posguerra. No fue hasta que conseguimos en una gasolinera de la zona un mapa muy rudimentario, impreso en mimeógrafo, que pudimos orientarnos por esos andurriales asturianos de la costa cántabra. Después de mucho recorrer y mucho preguntar, por fin vimos un letrero grande, en forma de flecha, sostenido en dos patas oxidadas de metal, que ostentaba en grandes caracteres el nombre de Celorio. Nos emocionamos. Fue como traspasar la frontera que divide lo personal de lo colectivo, lo familiar de lo social, el presente del pasado; fue como dar un salto de nuestro tiempo a la historia.

Muy cerca del letrero y en la dirección que este indicaba, topamos con unas cuantas casas dispersas, de buena factura, relucientes de blancor, que se veían desocupadas —las verjas encadenadas, los postigos echados, las persianas abatidas—, mas no abandonadas. Una tenía en su cochera una lancha con el motor envuelto en una funda de plástico; otra resguardaba en el pórtico, plegadas, unas sillas de playa; otra más mostraba el remolque de un velero. Eran casas veraniegas sobre las cuales había caído el otoño. Sin saber bien a bien hacia dónde dirigirnos, le pregunté a un vecino del lugar que por ahí pasaba, sin apearme del automóvil pero con una cortesía criolla inocultable:

—Perdone usted, señor, ¿podría informarnos dónde queda el pueblo de Celorio?

Sin dar crédito a lo que oía, me respondió, admirado, con otra pregunta:

—¿Celoriu?

—Sí —dije yo—, el pueblo de Celorio —y pronuncié la c a la manera castellana.

—¡Pues estás en el pueblo de Celoriu!

Como yo no veía más que unas cuantas casas dispersas, insistí:

—Sí; pero me refiero al centro de Celorio.

—¡Hombre, que estás en el centro de Celoriu!

Estacionamos el coche muy cerca de ahí y caminamos por entre aquellas casas desocupadas, hasta que desembocamos en una plaza igualmente despoblada —moderna, informe, anodina— que daba al mar. De la playa, ciertamente ancha, como si hubiese bajado mucho la marea, emergían unos riscos, de seguro habitualmente sumergidos en el agua hasta medio cuerpo, que nada tenían que ver con el perfil milagroso del Cristo que figuraba en aquel viejo libro que daba noticia del lugar. Vagamos por ahí sin encontrar una sola alma, como si se tratara de un pueblo fantasma. En rigor lo era en esos días de fines de octubre cuando lo visitamos, pues la convocatoria que tenía durante el verano, como lo supimos después, sobre todo entre los turistas nórdicos, quedaba nulificada con la llegada del otoño. Pasamos por un hostal cerrado, como cerradas estaban también las escasas tiendas y las pocas fondas que nos fueron saliendo al paso con sus letreros anacrónicos de ofertas y menús estivales. Divisamos en un altozano algunas construcciones de piedra de mayor enjundia que las que hasta entonces habíamos visto. Subimos por una pendiente muy pronunciada y dimos con la plaza vieja del pueblo, en la que se alzaba una iglesia que reconocí como la dedicada a san Salvador y que formaba parte de la ruta jacobea, y una antigua abadía convertida en centro de ejercicios espirituales, según se colegía de un letrero colocado en el dintel de la entrada principal. A un costado de la iglesia se localizaba el cementerio, que miraba al mar. Tampoco desde ahí se veía el famoso Cristo de Celorio. Traspasamos la verja, que solo estaba entornada, y deambulamos entre las tumbas, sobrias y cuidadas, en busca de alguna lápida que pudiera referirse a alguno de mis ancestros. No encontramos ninguna. Se repetían los apellidos Cué, Poo, Meré, Santoveña, algunos de los cuales también son nombres de poblaciones vecinas, pero el nombre de Celorio no se registraba en ninguna de ellas como apellido, sino solo como topónimo, bastante frecuente porque la mayoría de las personas cuyos restos ahí reposaban habían nacido y muerto en ese pueblo. Una señora entrada en años y en carnes, que cargaba dos cubetas repletas de flores marchitas, nos conminó a abandonar el cementerio porque ya era hora de cerrarlo para ir a comer. Al bajar, dimos con una taberna abierta, olorosa a sidra, en la que un par de viejos cansados, desde su mesa y sin ningún entusiasmo, intercambiaba algunas frases hechas con el dueño del establecimiento. Nos sentamos a la barra y antes de pedir una caña le pregunté al tabernero, por no dejar, si conocía en aquel pueblo a alguna persona que se apellidara Celorio.

—¡No! —respondió de inmediato y nos explicó, contundente—: Celoriu es el nombre del lugar.

—Sí; lo sabemos —aclaré—, pero quisiera saber si hay alguien en este pueblo que se apellide así, porque yo me apellido Celorio.

—¡Hombre, mira nada más qué coincidencia! —me dijo.

Me quedé mudo.

Él continuó:

—¡Mira que tiene gracia! ¡Apellidarte Celoriu y haber venido a parar a este pueblo que se llama Celoriu! No conozco a nadie por acá que se apellide como el pueblo, pero les invito una sidra, hombre —y escanció dos vasos con una maestría que nos dejó atónitos.

Con la mano derecha tomó una botella y con la izquierda un vaso de boca muy ancha. Alzó el brazo derecho lo más alto que pudo, sobre su cabeza, y colocó el izquierdo muy abajo, casi a la altura de su rodilla. Sin mirar siquiera el recipiente, los ojos fijos en Yolanda y en mí, que lo mirábamos azorados, vertió después de un extremo a otro el espumoso líquido, que describió un arco nítido, dorado, perfecto.

—¡Qué coincidencia, coño! De verdad que tiene gracia —repitió.

—Salud —dijimos.


De aquel recorrido guardo en la memoria imágenes fragmentarias que podría revivir y ampliar si revisara las notas que fui escribiendo en mi libreta, las fotografías que fui tomando en el camino o los pocos folletos turísticos que fuimos adquiriendo conforme avanzábamos por la ruta y que seguramente conservo por ahí. Pero no se trata de que le pongas prótesis a la memoria para que camine. Se trata solamente de que la liberes.

Recuerdo la densidad de la niebla en las estribaciones de El Cebrero, que nos impedía leer el rudimentario mapa del que nos habíamos hecho para seguir nuestro peregrinaje. Nos metimos a la iglesia creyendo, vanamente, que en el interior del templo tendríamos mayor visibilidad, pero la niebla, que se colaba por debajo de las puertas, apenas permitía que nos viéramos los rostros, difuminados en la grisura del ambiente.

Recuerdo la pequeña iglesia románica de Santa María del Naranco, cercana a Oviedo, que apenas se alzaba sobre el verdor húmedo del paisaje y que reflejaba en su modestia y su recogimiento la ingenuidad primaria de la fe cristiana, esa fe llana y apacible que alguna vez tuve cuando era niño y que después salió huyendo, atemorizada por la culpa y el pecado.

Recuerdo la penumbra de una capilla de la Catedral ovetense en la que pude reproducir con pasmosa precisión la escena final de La Regenta. Entraba Ana Ozores, toda vestida de negro y con el velo tupido sobre el rostro. Era la primera vez que salía de casa desde que su amante Álvaro Mesía se había batido a duelo con Víctor Quintanar, su marido, y lo había herido de muerte. La Regenta había ido a la Catedral para encontrar en ella refugio y consuelo, pensando ingenuamente que acaso podría recuperar la guía espiritual de Fermín de Pas; pensando que quizá fueran infundadas las acusaciones que el propio Mesía había levantado contra el Magistral, de quien aseguraba que era la pasión de la carne y no el socorro espiritual la que movía sus deseos de confesarla. Se escuchaba el murmullo sibilante de las beatas. Cuando la última de las penitentes recibió la absolución y abandonó la capilla, Ana ya había adivinado que tras la rejilla se encontraba Fermín de Pas. Es más: había visto su blanca mano asomarse dos, tres veces tras la cortinilla púrpura del confesionario para llamar a la mujer que aguardaba su turno para declarar sus pecados. Antes de que Ana hubiera advertido la presencia de su antiguo confesor, él se había percatado, nervioso, excitado, enloquecido, de que la mujer de la que seguía enamorado estaba en la capilla. Deliberadamente la hizo esperar unos momentos que fueron angustiosos para ambos —y para mí también, que estaba ahí de intruso— hasta que de pronto salió como un energúmeno del confesionario con visos de asesinarla. Ella cayó desmayada; él abandonó el recinto, fuera de sí, notable y ridículamente perturbado. Yo me estremecí. La noche y el silencio se apoderaron de la capilla. Quise acercarme a la Regenta para socorrerla, pero el acólito encargado de cerrar la reja de la capilla, un ser despreciable y repugnante, al no darse cuenta de que yo estaba ahí, me sacó de la escena, me devolvió a mi siglo, al lado de la página del lector, que no es la del que escribe. La vio tirada en las baldosas y aprovechándose de su desvanecimiento, y de que yo, expulsado por su inadvertencia, me había ausentado, le dio un beso lascivo en los labios. No lo pude impedir, pero sí supe lo que ella, en su inconsciencia, había creído sentir: sobre la boca, el vientre viscoso y frío de un sapo.

Te acuerdas más de lo que has leído que de lo que has vivido.

Seguramente.

Vagamente recuerdo la tumba de El Cid Campeador y de su esposa Ximena bajo el cimborrio de la Catedral de Burgos, apenas dibujada sobre el piso de la nave central. Pero puedo ver todavía, con absoluta nitidez, las esculturas yacentes de los Condestables que cubren sus propios sepulcros con la vana pretensión de burlar merced a su marmórea hechura la descomposición de sus cuerpos, y que me remiten —porque es verdad que se viaja más a través de la palabra que del espacio— a un prodigioso cuento de Pedro Salinas titulado Cita de los tres.

Recuerdo un Cristo tallado por Gregorio Fernández, el gran imaginero vallisoletano del barroco español, que exhala su último aliento en el preciso instante en el que Yolanda y yo entramos en la sala del edificio gótico donde se encuentra y que parece menos museo que velatorio o depósito forense. Y unas cuantas letras escritas mil años atrás al margen de un libro en el Monasterio de San Millán de la Cogolla que dan cuenta de que el latín ya no se entiende y es menester traducirlo, es decir que ha nacido una lengua diferente, nuestra lengua. Y los viñedos riojanos que justifican el «vaso de bon vino» que pide Gonzalo de Berceo para narrar en «román paladino» la vida de santo Domingo de Silos.

¿Qué más?

Los vitrales que al amanecer incendian las naves de la Catedral de León.

¿Y?

Una morcilla burgalesa rellena de arroz blanco.

¿Algo más?

Una tortilla de patatas que nos sirvieron en algún mesón de La Coruña, en cuya preparación se resolvieron las antinomias de la ternura y la consistencia, la fuerza y la sutileza, la sofisticación y la sencillez.

Pero lo que más recuerdo de aquel peregrinaje fue la llegada a la Catedral de Santiago de Compostela. Cuando por fin entramos en el templo tras nuestra larga peregrinación, mi mano derecha, instintivamente, se posó en la columna central del Pórtico de la Gloria que sirve a su vez de pedestal a la figura del apóstol. Apenas hube tocado la columna, ante la mirada sonriente y pícara del profeta Daniel, que me observaba desde uno de los arcos del pórtico, sentí cómo los dedos penetraban en la piedra milagrosamente, como si la columna estuviera hecha de cera. Y es que ahí, donde yo tocaba sin fijarme, habían tocado mil años de peregrinos. Y entre ellos, mi abuelo Emeterio cuando se encomendó al señor Santiago antes de embarcarse para hacer la América.

No es verdad, tu abuelo Emeterio nunca fue a Santiago de Compostela. Salió de Vibaño a Llanes y de ahí a Santander, el puerto donde se embarcó para venir a América. Te digo que lo que has leído, o lo que has ensoñado merced a tus lecturas, se ha quedado más en ti que lo que has vivido. Pero a fin de cuentas da igual. Estos recuerdos que invocas para preservarlos del olvido, también los olvidarás, como empezarás a olvidarlo todo, a pesar de las listas que escribes, que no cumplirán la función de red que les adjudicas para echarte el salto mortal de todos los días.