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—¡Qué cosa tan horrible! —Fue lo primero que dijo Luisa cuando bajó del tren en la estación aquella mañana del 24 de octubre de 1947, once días después de haber firmado su acta de divorcio. Tras dos días insufribles de viaje, vino a comprobar que el paisaje desolado y desolador que había estado viendo desde la ventanilla, con el corazón encogido, durante la última etapa de su larguísimo recorrido, no se transfiguraba, al llegar a la ciudad de Torreón, en el oasis que había imaginado; era el mismo desierto inconmensurable que había visto en el camino y que la había hecho recordar aquel soneto del Idilio salvaje de Manuel José Othón que se sabía de memoria y que, sin darse cuenta, había venido repitiendo en el tren, automáticamente, al ritmo silábico que los durmientes le imponían a la locomotora:

¡Qué enferma y dolorida lontananza!

¡Qué inexorable y hosca la llanura!

Flota en todo el paisaje tal pavura,

como si fuera un campo de matanza.

Y la sombra que avanza… avanza… avanza,

parece con su trágica envoltura

el alma ingente, plena de amargura,

de los que han de morir sin esperanza.

Y allí estamos nosotros, oprimidos

por la angustia de todas las pasiones,

bajo el peso de todos los olvidos.

En un cielo de plomo el sol ya muerto;

y en nuestros desgarrados corazones

¡el desierto, el desierto… y el desierto!

—¡Qué cosa tan horrible! —repitió cuando Emma Figueroa, la provinciana señorita a quien el comité fundador de la Alianza Francesa de la Comarca Lagunera le había dado la encomienda de ir a recogerla a la estación, la condujo en un Ford de antes de la guerra por las calles polvorientas de la joven ciudad hasta el Hotel Francia, como debía ser, no solo por su advocación, sino porque era el mejor de la ciudad, donde la alojaron provisionalmente.

—¡Qué cosa tan horrible! —maldijo por tercera vez cuando las primeras gotas de sudor empezaron a surcarle la enrojecida frente, a la que se le había adherido la finísima arena levantada por las tolvaneras, y a humedecerle la blusa por las axilas y por debajo de los senos.

Quiso regresar de inmediato a la ciudad de México sin instalarse en el hotel, sin desempacar su poca ropa y los muchos libros —novela francesa, poesía mexicana, teatro español— que llevaba como patrimonio, sin descansar siquiera del largo viaje ni tomar un refrigerio.

La sonrisa plácida de Emma Figueroa, que se desplegaba con mayor amplitud conforme Madame Del Barrio más renegaba del lugar y de su propia estulticia al haber aceptado semejante misión, la contuvo. Era tal la amabilidad, la simpatía y el buen humor de quien con el tiempo habría de ser su pupila más aventajada y su amiga más cercana, que Luisa, en la deplorable situación en que se hallaba, execrada tanto por la colonia española de México, que no le perdonaba que se hubiera casado con un republicano, como por la comunidad de los exiliados españoles, que la acusaba de haber engañado a su marido, no con otros hombres, sino con otras ideas; malquistada con su madre putativa, que había acabado por hartarse de ella; alejada de los propios hermanos que aún le quedaban —María, Miguel y Loreto—, que siempre la vieron como un bicho raro, se preguntó con una serenidad y una lucidez que parecían provenir del desierto mismo del que había abjurado: ¿Y adónde me voy que más valga? Y se quedó.


La ciudad de México, de donde provenía, y la de Torreón, a la que llegaba sin mayores conocimientos previos, solo tenían en común el recuerdo del agua: la antigua condición lacustre de la Gran Tenochtitlan y las desaparecidas lagunas de Mayrán, Viesca y Tlahualilo, otrora alimentadas por los ríos Nazas y Aguanaval. Pero nada más. La capital de la república era muy diferente a Torreón aun en sus condiciones climáticas, para no hablar de su edad y su historia, o de su densidad demográfica, que le imponían un ritmo acelerado del que Luisa quería huir, pero que habría de extrañar mucho más de lo que se había sospechado tan pronto llegó a su destino provinciano. Ciertamente el polvo había ensuciado la emblemática transparencia del aire del valle del Anáhuac, como se quejaba Alfonso Reyes en un opúsculo recientemente publicado —Palinodia del polvo— que Luisa llevaba en su equipaje de mano y que fue leyendo en el camino hasta que el recuerdo de un soneto de Othón la distrajo de su lectura, pero las tolvaneras se limitaban al mes de febrero loco y a veces se prolongaban al de marzo otro poco, y raramente al de abril, porque las lluvias torrenciales que se precipitaban puntualmente sobre la metrópoli todas las tardes a partir de mayo aplacaban la tierra y la dejaban en su sitio, humedecida. El privilegiado clima de la ciudad de México era templado y así se mantenía, estable, al paso casi inadvertido de las estaciones, sin que Luisa pudiera utilizar la ropa de verano o de invierno que inútilmente traía de París, a no ser un moderno impermeable amarillo para la época de lluvias o un abrigo de pieles y una bufanda larguísima para los contados días invernales que irrumpían en el calendario. Y la vida cotidiana marchaba al compás que marcaba la concurrencia de más de tres millones de habitantes y que se correspondía con el carácter impulsivo de tu tía. Así que su traslado a Torreón, que entonces no contaba en todo el municipio de su nombre con más de trescientas mil personas, cobró un dramatismo que no había previsto cuando aceptó la invitación de André Chevalier para dirigir la Alianza Francesa de la Comarca Lagunera. La tierra, confundida con el aire al arbitrio de las trombas incesantes, se le metía con saña por todos los intersticios del cuerpo, y el calor, sofocante, la abatía y le causaba frecuentes e incontenibles hemorragias nasales. Pero más que la tierra, más que el solazo y el calorón, la exasperaba la pasmosa lentitud —la pachorra, decía ella— con la que empezaron a transcurrir, a partir de su llegada, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años.

Para más contraste, Luisa era una mujer nocturna, mientras que Torreón era tempranero e inocentemente matutino. Toda su vida, desde su infancia en la casa de Donceles hasta su llegada a La Laguna, pasando por sus largas estadías en París y su vida matrimonial, Luisa había vivido más de noche que de día, en buena medida porque no había tenido que subordinarse, salvo en los años juveniles de internado en Suiza, a los horarios diurnos que las convenciones escolares, burocráticas o sociales establecen. La noche había sido para ella el ámbito propicio de sus lecturas, de sus cavilaciones, de sus escasas confidencias amistosas; el escenario natural de su gusto por el cine, el teatro, la ópera, la música de concierto. Las mañanas, por lo contrario, siempre le habían parecido arduas, y cuando por excepción no le era dable permanecer dormida hasta el mediodía, transitaba por ellas con ensimismamiento de sonámbula. Pero aun cuando se despertaba tarde, le costaba gran esfuerzo levantarse de la cama, desplazarse por su habitación, bañarse (había veces en que se quedaba dormida de pie bajo el chorro de la regadera) y transcurría mucho tiempo antes de que pudiera recuperar la lucidez de la víspera y articular algo más que las tres interjecciones malhumoradas con las que respondía a la pregunta de algún interlocutor inadvertido. Solía decir, invirtiendo, como le gustaba hacerlo, los términos del refrán, que ella primero se había echado a dormir y luego había criado fama, porque todos en su derredor sabían que antes de mediodía era inútil intentar hablar con ella. Como también sabían que después de la media noche no había quién contuviera sus bríos y limitara la prolijidad de sus palabras. A pesar de la raigambre de sus costumbres, que formaban parte de su naturaleza, el clima de Torreón trastocó radicalmente el reloj de su organismo tras muchos y muy sufridos ajustes biológicos y anímicos y acabó por alterar sus horarios, modificar sus hábitos e incidir determinantemente en su temperamento.

No amanecía aún cuando el calor la expulsaba de la cama sin ninguna cortesía y la empujaba a afrontar sus responsabilidades a primera hora de la mañana, antes de que el sol llegara a su cenit y paralizara por completo la ciudad. Las tareas que le imponía su trabajo al frente de una institución recién fundada, en la que todo estaba por hacer y por lo tanto ella, además de directora, ejercía el cargo de administradora, secretaria, promotora, bibliotecaria y por supuesto profesora, le demandaban mucha atención y la mantenían ocupada buena parte del día. Sorprendentemente, realizó con suma eficiencia todas estas labores. Temprano en la mañana cumplía las funciones administrativas propias de su puesto —la inscripción de estudiantes, la programación de actividades artísticas y culturales, las reuniones ocasionales con la junta directiva, la formación de la incipiente biblioteca (cuyo fondo de origen, por cierto, fueron sus propios libros)—. Y por las tardes, cuando el sol empezaba a declinar, cubría, como la única maestra de francés que se había contratado en esos primeros años de la Alianza, el también único turno entonces abierto, al que se habían matriculado treinta y dos alumnos, mayoritariamente señoritas procedentes de familias acomodadas de Torreón que no tenían ningún conocimiento previo de la lengua de Francia y muy poco sabían de su cultura; no habían leído a Molière ni a Balzac ni a Victor Hugo, aunque sí habían visto alguna fotografía de la Tour Eiffel en cierta revista, así como habían olido el Chanel número 5 en orejas ajenas, visto bailar el cortesano cotillón —paradójicamente en algún aniversario de la Toma de la Bastilla— en el Casino de la Laguna y probado el champagne en las fiestas que organizaban las compañías algodoneras para celebrar la llegada de las lluvias y la consecuente crecida del río Nazas. Pero aun así, desempeñando todas las tareas inherentes a su doble condición de maestra y directora, a Luisa le sobraba tiempo. Mucho tiempo libre, por fortuna, para la lectura extensa de novelas y la lectura intensa de poemas, pero también mucho tiempo libre, por desgracia, para la elucubración viciosa y estéril de sus desventuras.

Luisa cumplía sobradamente con sus responsabilidades administrativas y académicas, pero sufría constantes depresiones y más de una vez tuvo que suspender sus actividades por estrictos motivos de salud: la tristeza. Llegaba a ponerse tan triste o más que en los tiempos anteriores a su conocimiento del tío Paco, cuando sufría terribles depresiones; tan triste, que no se podía levantar de la cama a pesar de ese calor febricitante, del que hay que huir a tiempo para no quedar atrapado, inmóvil, en sus brasas, y permanecía todo el día en la habitación, acompañada solo por el ventilador del techo, que no alcanzaba a refrescarle ni las sábanas ni el pensamiento, porque cuando la tristeza es de veras, no hay ningún argumento de felicidad, de bienestar, de suerte o de fortuna que la detenga. Si no se le ataja en el momento en que se presenta, termina por apoderarse del cuerpo y del alma. Y no solo del cuerpo, al que doblega, y del alma, a la que hiere, sino también del espíritu, al que ofusca y obnubila.

Desde el día que bajó del tren en Torreón, Luisa contó con los cuidados de Emma Figueroa, a quien tu tía, el mismo día que la conoció, le cambió el apellido por el de Bovary, para sonrojo (cuando meses después leyó la obra de Flaubert) de quien habría de ser su mejor alumna. Emma la atendía esmeradamente, con una sucedánea abnegación filial. La surtía de los implementos que necesitara —un abanico, unas tijeritas para cortarse las uñas de los pies, un savon de toilette de Pinaud— que compraba en Las Fábricas de Francia de la calle Ramos Arizpe. Pasaba por ella a la casa de huéspedes (en la que, con su ayuda, se había instalado), tanto en la mañana como en la tarde, para irse juntas a la Alianza Francesa, localizada entonces en la acera oriente de la calle Cepeda, entre Morelos y Matamoros. Le conseguía en La Ciudad de París, cuyos propietarios eran los señores Reynoard y Baille —también benefactores de la Alianza Francesa—, los tardíos números de la revista Paris Match. La cuidaba lo mismo en las duras, cuando la melancolía se apoderaba de ella, como en las maduras, cuando, señora de su temperamento, tenía desplantes que podían herir la susceptibilidad de las familias conservadoras de Torreón. Y tenía la prudencia necesaria para dejarla sola si la independencia mundana de tu tía o su profunda melancolía así lo precisaban.

Igual que Emma Figueroa, los otros treinta y un alumnos seguían a tu tía arrobados y no salían del estupor que les causaban sus extravagancias, como que siempre fuera tocada con un abultado turbante, debajo del cual, según descubrieron después, ocultaba una bolsa plástica de hielos que le mantenía fresca la cabeza y que reponía, con maestría brahmánica, tres o cuatro veces diarias, o que no se quitara los guantes para fumar en boquilla sus largos cigarrillos mentolados ni para escribir en el pizarrón, con gis, la conjugación de un verbo irregular o un verso de Nerval o Baudelaire. La fascinación que ejercía en sus alumnos pasó de la expectación al aprendizaje y muy pronto se hizo extensiva a sus familias, que se prestigiaban acogiéndola como uno más de sus miembros: la invitaban a cenar en Navidad o Año Nuevo, le pedían que amadrinara al hijo o al nieto que estaba por nacer, o la consultaban sobre los temas más diversos —qué ponerse en la boda del primo, qué precauciones tomar para hacer un viaje primerizo en avión a Nueva York, con qué vino acompañar la carne.

La presencia francesa, reducida pero significativa, en Torreón, de la que daban cuenta los apellidos Reynoard, Gireud, Arnau, Dugay, Baille, Genty, Montauriol, Rougont, Collombert, Bartheneuf, se remontaba a los tiempos anteriores a la fundación de la ciudad, cuando se restablecieron las relaciones entre México y Francia en 1880, tras la Guerra de los Pasteles y la Intervención Francesa, y algunas familias que huían del conflicto bélico francoprusiano por el que Alsacia y Lorena habrían de pasar a formar parte, si bien perentoriamente, del Segundo Reich, llegaron a la Comarca Lagunera, donde impulsaron la agricultura, el comercio y la industria de la región en los ramos del cultivo del algodón y la fabricación de textiles; la comunicación ferroviaria y la dinamita, cuyo monopolio fue concedido por Yves Limantour a la Societé Centrale de Dynamite, presidida por Paul Clemenceau, en pago a la ayuda que un grupo de banqueros parisienses le brindó al gobierno de Porfirio Díaz para consolidar y renegociar favorablemente la deuda que México tenía contraída con Francia. Al final de la Segunda Guerra, la colonia francesa de la Comarca Lagunera, que había recibido el apoyo solidario de la comunidad en la liberación de París tras la ocupación nazi, quiso corresponder a la simpatía mostrada por los laguneros implantando en Torreón una filial de la Alianza Francesa, cuyos servicios académicos, gracias en buena medida a su patrocinio, fueran gratuitos y estuvieran abiertos a quien quisiera aprovecharlos. Naturalmente, los miembros de la junta directiva de la flamante institución y la colonia francesa en su conjunto recibieron con los brazos abiertos a Madame Del Barrio, quien disfrutó de su hospitalidad así como de la oferta de los variados establecimientos franceses de la ciudad: además del Hotel Francia, donde se había hospedado por unas semanas a su llegada; de La Ciudad de París, donde adquiría, para ella y para la naciente biblioteca de la escuela, las revistas galas que llegaban a México, y de Las Fábricas de Francia, donde compraba sus perfumes y sus mascadas, era cliente asidua de la panadería La Francesa de la calle Acuña, se vestía con la modista J. Lefèbvre de la avenida Matamoros, se calzaba en la Zapatería Francesa de la esquina de Juárez y Juan Antonio de la Fuente y comía, por lo menos una vez a la semana, en el restaurante Lion D’Or, donde degustaba, después de un reglamentario vermouth Noilly Prat, una bouillabaisse, menos apta para los calores que una vichyssoise, pero suculenta; una temeraria carne tártara y un clásico tatin de manzana.

En la casa de huéspedes a la que se mudó tras su estancia en el Hotel Francia, vivía también un refugiado español de apellido Pons que daba clases de literatura en el Colegio Cervantes. Tu tía Luisa entabló cierta amistad con él y durante algún tiempo lo tuvo como único interlocutor fuera del ámbito de la Alianza Francesa. Había entre ambos, desde luego, algunos puntos de coincidencia que propiciaban una conversación fluida y memoriosa, pero también profundas discrepancias. Aunque se hubiese casado en México con Francisco Barnés González y hubiera sido testigo y consuelo de las penas que el exilio conlleva, Luisa, como puedes imaginar, distaba mucho de compartir en su totalidad con el profesor Pons el ideario republicano que ni siquiera había compartido con su marido… Tenía temor, además, de que su nuevo amigo descubriera la falsedad de buena parte de la historia personal que había contado la noche en la que conoció a Monsieur Chevalier en la Embajada de Francia en México, de manera que la promisoria amistad con el profesor se quedó en una grata compañía que soslayaba la declaración de principios y omitía las precisiones biográficas.

Ni la abnegada solicitud de Emma Figueroa, ni la veneración de sus alumnos y la acogida de sus familias, ni el cálido recibimiento de la colonia francesa, ni la cercanía del profesor Pons mitigaron la soledad ósea de tu tía Luisa, que durante los tres primeros años de su estadía en Torreón siguió sufriendo los altibajos que su propia naturaleza infligía en su estado de ánimo y que su maternidad frustrada y su ruptura matrimonial habían agudizado. Después de una calurosísima noche de insomnio pautada por las aspas del ventilador del techo de su cuarto, tras muchas horas de cavilación enfermiza que transcurrieron con pasos lisiados hasta el amanecer, tomó una decisión grave; regresar a la ciudad de México y pedir en la Alianza Francesa de la capital su cambio de adscripción. Que la mandaran a cualquier otro lugar con mejor clima y más cercano a la capital, en el que pudiera recomenzar su vida en vez de claudicar de ella —como pensó que inexorablemente ocurriría si se quedaba un día más con la oficiosa tierra y el aborrecible sol de la Comarca Lagunera.