13
Sin darse cuenta, Severino fue contando, una a una, las nueve campanadas de la torre de la iglesia de Jesús María que resonaron en el silencio de aquella noche del 25 de febrero de 1920. Cruzó la calle de la Soledad, que a esas horas hacía honor a su nombre, y siguió caminando por Jesús María hacia su casa de Carretones. Venía de encontrarse furtivamente con María de Jesús. Sonrió al pensar que el nombre de su amada, volteado, era el mismo que el de la calle por la que transcurría y el de la iglesia que acababa de dar la hora en la oscuridad de la noche. No había luna. Ni nadie en ese barrio de La Merced, a no ser los perros y las ratas que husmeaban los desechos que el mercado callejero había dejado a lo largo del día. Mientras caminaba, se entretenía, engolosinado, con el recuerdo de las blanquísimas manos de María de Jesús, que aún le palpitaban en las suyas, y de sus labios apenas entreabiertos que le habían dado el que sería, sin que él lo sospechara, el último beso.
—¡A ti te andábamos buscando, pinche gachupín hijo de tu rechingada madre!
Al doblar por Regina para tomar Misioneros, dos hombres desconocidos —sombreros de ala ancha, trajes guangos, corbatas desaliñadas— le salieron al paso y sin dar ninguna explicación, a punta de pistola, lo condujeron a un coche estacionado en el callejón del Hormiguero, donde los esperaba al volante otro policía igualmente vestido de paisano. Lo metieron a empellones al asiento de atrás del automóvil y se lo llevaron a la Inspección General de Policía.
No se trataba de una confusión, como Severino hubiera querido. Era a él a quien buscaban. No le cabía ninguna duda. Varias veces lo habían llamado por su nombre con todo y apellidos en la retahíla de insultos que le profirieron a lo largo del trayecto.
Una vez en las oficinas de la Inspección, no fue necesario que diera sus generales. El teniente y el sargento de la policía que se encargaron de su caso conocían todos sus datos: su nombre completo, su fecha de nacimiento, los nombres de sus padres y de sus hermanos, sus relaciones, sus actividades, sus desavenencias, sus gustos y hasta sus vicios. Lo único que no sabían es que era mexicano —había nacido en México de madre mexicana y, ya mayor de edad, había renunciado a la nacionalidad española del padre. Ni siquiera lo escucharon cuando intentó decírselo, y en los diecisiete días que estuvo detenido no le apearon el pinche gachupín con que lo recibieron. Durante esas dos semanas y media permaneció rigurosamente incomunicado. No le permitieron hablar con ningún familiar y no le dieron explicación de las causas por las que había sido aprehendido: no te hagas pendejo, bien que sabes por qué estás aquí, pinche gachupín.
Quien, ante su prolongada ausencia, acabó por enterarse de su reclusión, fue Miguel. Había buscado a su hermano varias veces en su casa. No lo encontró ahí ni en los sitios que frecuentaba —el Casino Español; la cantina de Ángel, el asturiano, y la de don Manuel Pérez, cercanas a La Ciudadela; la Academia Metropolitana. Tampoco sus hermanas, sus amigos, los vecinos de su casa, los parroquianos de los establecimientos a los que solía acudir le pudieron dar señales de su paradero. Así que al cabo de varios días de búsqueda infructuosa, se vio precisado a recorrer los hospitales y las cárceles de la ciudad hasta que al fin dio con él, para su alivio antes de acudir a la morgue como último punto posible de su itinerario. En la Inspección General de Policía le informaron, tras muchas evasivas, que ahí lo tenían «guardadito», en efecto, pero no le autorizaron visitarlo, no le dieron razón de su confinamiento ni le dijeron cuándo saldría. Lo único que consiguió fue permiso para llevarle unas mudas de ropa, unos implementos para su aseo personal y un paquete de cigarros. También pudo sobornar a un guardia para que le entregara un sobre clandestino que contenía una carta y algo de dinero.
Diecisiete días después de su aprehensión, la madrugada del 13 de marzo, los mismos policías vestidos de paisano que lo habían detenido irrumpieron en la celda donde se encontraba: Agarra tus chivas, pinche gachupín, que nos vamos de vacaciones. Lo montaron en el mismo coche en que lo habían llevado a la Inspección General de Policía y lo trasladaron a la estación del Ferrocarril Mexicano, en la plazuela de Buenavista. Lo bajaron del automóvil con una brutalidad innecesaria, se despidieron del conductor con tres o cuatro vulgaridades bien correspondidas y realizaron los trámites necesarios para abordar un tren cuyo destino no hicieron del conocimiento de Severino. No lo esposaron, pero lo amenazaron de muerte si advertían el mínimo gesto que pudiera revelar un intento de fuga.
—A la menor sospecha que tengamos de que te quieres pelar, te quebramos, pinche gachupas —dijo uno.
—Esta no se anda con remilgos —dijo el otro, enseñándole la pistola.
—Ni esta tampoco —dijo el primero, poniéndose la mano en la bragueta—. A ver si como te gusta meterla, te gusta que te la metan, hijo de tu puta madre.
Sentaron a Severino del lado de la ventanilla. Uno de los hombres se colocó a su lado; el otro, en el asiento de enfrente.
Ya había amanecido cuando el tren abandonó la ciudad de México por la Villa de Guadalupe. Al ver a través del cristal el cerro del Tepeyac, Severino se persignó. Curiosamente, sus custodios no reprimieron su gesto ni se mofaron de él. Antes bien lo imitaron e hicieron sendos simulacros, apresurados y vergonzantes, de la señal de la cruz. Esta es más mi Virgen que la de Covadonga, pensó Severino y, aunque había perdido la fe o por lo menos la observancia religiosa desde que murió su padre, sintió la necesidad de encomendar su incierto destino a un ser superior, y a quién mejor que a la Virgen de Guadalupe, una madre amorosa y mexicana, tan mexicana y amorosa como aquella a la que había perdido desde que era un chamaco que aún no cumplía los siete años de edad.
Por esos días, la rebelión anticarrancista que impulsaban Obregón en los estados del sur, donde llevaba a cabo su campaña presidencial anunciada desde el año anterior; Calles en Sonora y Estrada en Zacatecas, se había propagado aceleradamente por el centro del país. Así las cosas, el tren emprendió su travesía tan temerosa como temerariamente. A lo largo de su recorrido tuvo que sortear numerosas dificultades, aunque no tantas como las que, amenazado por las fuerzas rebeldes de Pablo González que se apostaron en Texcoco, habría de enfrentar, escasos dos meses después, el propio Venustiano Carranza en su vano intento de trasladar en el Tren Dorado su gobierno a Veracruz.
Aunque no le habían proporcionado ninguna información, Severino pudo colegir, al poco tiempo de que el ferrocarril inició su marcha, que su paradero sería Veracruz. Tuvo la intuición también de que ese punto de llegada no sería más que el punto de partida hacia otro puerto, desconocido pero sospechado. Sabía que no podría preguntar a sus custodios por su destino final sin toparse por respuesta con el consabido pinche gachupín que a cada intervención de su parte le espetaban. Así que durante el tiempo que duró la travesía guardó un discreto silencio, apenas interrumpido cuando tenía necesidad de orinar o de aceptar las quesadillas o los tacos de canasta y el agua de jamaica comprados desde la ventanilla del vagón en alguna estación donde el tren se detenía y que los hombres le convidaban como quien alimenta a un perro.
Fueron muchos los incidentes, las incertidumbres, las dilatadas esperas que se sucedieron a lo largo de los cuatrocientos veintitrés kilómetros que separan a la ciudad de México de Veracruz. En lugar de las diecisiete horas con cuarenta minutos que la compañía ferroviaria estipulaba para el recorrido, el tren tardó más de dos días en llegar al puerto. En varios puntos del itinerario —Apizaco en Puebla, Fortín de las Flores en Orizaba—, el ferrocarril tuvo que detener su marcha por espacio de muchas horas sin que los pasajeros supieran bien a bien la causa del contratiempo, lo que aumentaba en ellos el temor y la zozobra con que habían abordado el tren. Durante el trayecto, Severino estuvo vigilado en todo momento por al menos uno de los dos hombres, que se turnaban la guardia mientras dormía y hasta cuando tenía que defecar. Por fin, llegaron a Veracruz la mañana del 15 de marzo. Una vez ahí, uno de los tipos se quedó con Severino en una de las bancas de la plaza frontera a la aduana portuaria mientras el otro realizaba las gestiones del caso. Cuando regresó, al cabo de tres horas, le suministró a Severino los documentos migratorios que habría de necesitar en su travesía y en el desembarco y unos cuantos dólares americanos. A las cinco de la tarde, lo pusieron a bordo del vapor Alfonso XII que habría de llevarlo a La Coruña.
Apenas había embarcado, se enteró, por un ejemplar atrasado del periódico El Universal que se encontró abandonado en la cubierta, de que se le expulsaba del país por extranjero sedicioso. La nota, fechada el 13 de marzo y titulada Hoy será expulsado del país el súbdito español Severino Celorio, decía que don Venustiano Carranza, en uso de sus facultades como Ejecutivo de la Unión, había determinado que la permanencia de Severino en el país era inconveniente, por lo que lo obligaba, sin necesidad de juicio previo, a abandonar de inmediato el territorio nacional en aplicación del artículo 33 de la Constitución que él mismo había promulgado. Lo que la nota por supuesto no decía era que el tal Severino Celorio Carmona era mexicano.
¿Extranjero? ¿Extranjero yo? ¿Y sedicioso? ¡Hijo de su chingada madre! ¡Este fue el cabrón de don Ricardo!
A los diecisiete días que pasó en la Inspección General de Policía y los dos de viaje que transcurrieron hasta llegar a Veracruz, se sumaron los veintiún días insufribles de travesía carcelaria: una cuarentena angustiosa que había mantenido a Severino en la abstinencia de sus dos más caros apetitos —el alcohol y María de Jesús, de quien se había vuelto tan adicto como de la bebida.
Apenas desembarcó, por fin libre, en La Coruña, se trasladó, con una habilidad picaresca nacida de su escasez de recursos, a Vibaño, donde diez años atrás había armado tremendo jaleo y tenía quien lo acogiera. Algunos lugareños del caserío donde nació Emeterio lo recordaban con simpatía y hasta con gratitud; otros, los más, con prevención, y una mujer de nombre Adelaida, con rencor.
Ahora, como entonces, la familia Santoveña lo recibió en La Texa. Ahí se hospedó Severino los siete días que duró su nueva estancia, los estrictamente necesarios para recuperar el adelanto que en una borrachera había depositado en el banco de Llanes para comprar aquella taberna Las Quince Letras que nunca compró: unos cuantos miles de pesetas que le alcanzarían para vivir modestamente en España durante tres o cuatro meses.
Tan pronto contó con los recursos que tenía guardados, partió a Madrid en busca de sus antiguos compañeros de juerga, a quienes solicitaría apoyo y recomendación para trabajar en algo de provecho. Aunque a decir verdad, Severino nunca había trabajado. No solo eso, sino que tenía a orgullo no haber tenido jamás necesidad de hacerlo.
Los antiguos cómplices de sus francachelas lo desconocieron ahora que estaba tan limitado de recursos financieros y no podía sufragar los gastos de la fiesta sempiterna de los tiempos pasados.
A finales de abril, Severino recibió noticias de México. Supo que el general Álvaro Obregón había anunciado abiertamente que volvía a tomar las armas, ahora contra el jefe constitucionalista Venustiano Carranza, quien quería imponer en la presidencia de la república a su candidato Ignacio Bonillas, cuya campaña el Ejecutivo sufragaba, según se decía, con dineros del erario. Obregón había podido escapar, disfrazado de ferrocarrilero, de la celada que le había tendido Carranza en un juicio militar al que lo habían citado a declarar aunque entonces no estuviera sujeto a la Ordenanza. Cuando Severino se enteró, de trasmano y fragmentariamente, de estos sucesos y de que las fuerzas armadas de numerosas poblaciones —Chihuahua, Ciudad Juárez, Zacatecas, Monterrey, Linares, Matehuala, La Huasteca y los estados de Jalisco, Puebla, Tabasco, Chiapas— se habían adherido al Plan de Agua Prieta contra Carranza, tuvo la certidumbre de que el gobierno que lo había desterrado de su propia patria tenía los días contados y de que muy pronto podría volver al país y a los brazos de María de Jesús, de quien no había tenido ninguna nueva desde que lo aprehendieron. Y no se equivocó por lo que hace a la defenestración del presidente: un mes después de que Obregón se levantara en armas, Carranza fue asesinado en Tlaxcalantongo, una pequeña localidad poblana donde pernoctaba camino a Veracruz. Pero sí en lo concerniente a la inminencia de su regreso a México. Tendría que esperar pacientemente hasta que las aguas agitadas tras la muerte de Carranza se apaciguaran durante el interinato de Adolfo de la Huerta y hasta que Álvaro Obregón, una vez elegido presidente de la república, tomara posesión de su cargo.
Pero los recursos con los que podría patrocinar esta espera no tuvieron la misma paciencia que su dueño y menguaron aceleradamente día con día. Severino no consiguió ningún trabajo ni encontró ningún respaldo de sus antiguos camaradas. Como la herencia recibida lo había acostumbrado en su estancia madrileña anterior a darse la gran vida, le resultaba muy dificultoso subordinar sus impulsos derrochadores a sus exiguos medios, pero a pesar de su obligada contención, gastó más rápidamente de lo que calculaba sus reducidos fondos. Cuando los calores del verano se apoderaron de Madrid, se quedó sin dinero.
En México tampoco tenía recursos. Solo acreedores. Si bien es cierto que la casa de Carretones estaba a su nombre, realmente no era suya, pues para heredarla en solitario se había comprometido con sus hermanos a pagarles una compensación, que aún no había liquidado. Así que no le quedó más remedio que recurrir a su hermano Miguel, el único que se había preocupado por su situación cuando lo habían aprehendido.
Pero Miguel ya no estaba en México. Exactamente diez días después de que embarcaran a Severino en el vapor Alfonso XII, tu padre recibió, el 25 de marzo de 1920, su primera encomienda diplomática. La Secretaría de Relaciones Exteriores de México lo nombró canciller en el puerto de Galveston, Texas. Enterado por sus hermanas María y Loreto de su reciente adscripción, Severino le mandó un telegrama en el que le pedía auxilio. Miguel correspondió a la solicitud de su hermano y le mandó un giro con la mayor cantidad de dinero de la que podía echar mano. Al remitente, el monto del giro le pareció suficientemente cuantioso y al destinatario, miserable. Y es que en esos momentos tu padre apenas se estaba instalando en Galveston y todavía no cobraba el primer cheque de su nuevo nombramiento.
Obviamente Severino no podía recurrir a don Ricardo del Río, a quien le atribuía la autoría intelectual de su expulsión del país. Pero ¿por qué no apelar a los buenos sentimientos maternales de doña Laurita, su esposa, que siempre había tratado como suyos a los hijos de Emeterio, y quien era, además, la madre putativa de su hermana Luisa? Si Severino estaba convencido de que don Ricardo había hecho las componendas necesarias para echarlo de México, también tenía la certeza de que doña Laurita jamás hubiese aprobado semejante arbitrariedad de su marido. Así que cuando se terminó la remesa que le había enviado tu padre, no se tentó el corazón para escribirle una carta a doña Laurita en la que le solicitaba con muy lastimeras palabras su bendición y su patrocinio —en ese orden. Para que don Ricardo no se enterara de tal solicitud, que lo hubiera enfurecido, le escribió otra cartita a su hermana Luisa, a la sazón una quinceañera muy proclive al contubernio y la complicidad, en la que le pedía que le entregara la otra misiva a su madre putativa en su propia mano sin que don Ricardo lo supiera.
Dio resultado, pero el giro que doña Laurita le mandó, si bien fue mucho mayor que el de tu padre, también estuvo por debajo de sus expectativas. Supo, además, porque así se lo dijo expresamente su patrocinadora en la carta que precedió al giro, que esa dádiva había sido totalmente excepcional y que no podría recurrir a su generosidad de nueva cuenta.
Cuando por fin el general Obregón asumió el cargo de presidente de la república el primero de diciembre de 1920, Severino escribió una carta, en buena medida dictada por el hambre —o la sed—, que dirigió al encargado de negocios de la legación diplomática de México en España. En ella, le expuso de la mejor manera que pudo su triste e injusta situación al funcionario. Se trataba de un joven escritor regiomontano destacado en Madrid. Era hijo del general Bernardo Reyes, abatido en el Zócalo el 9 de febrero de 1913, y se llamaba Alfonso Reyes.