Travesuras en el patio trasero
Los Loontwill regresaron de su expedición de compras emocionados por los éxitos cosechados, todos menos el señor Loontwill, quien había perdido su rubor habitual y cuyo rostro se asemejaba al de los hombres que regresan del campo de batalla derrotados y con numerosas bajas a sus espaldas. Floote se materializó junto a él con una copa de coñac llena hasta arriba. El señor Loontwill murmuró algo acerca de las similitudes entre su mayordomo y el concepto cristiano de la piedad y apuró el coñac de un trago.
A nadie le sorprendió encontrar a Alexia en compañía de su amiga la señorita Hisselpenny en la sala de estar. El señor Loontwill masculló unas palabras a modo de saludo, lo suficientemente breves como para no faltar a la cordialidad debida y, acto seguido, se retiró a su despacho con una segunda copa de coñac y la orden expresa de que nadie le molestase bajo ninguna circunstancia.
Las Loontwill, a diferencia de su padre y marido, se mostraron mucho más prolijas en sus cortesías e insistieron en mostrar todo lo que habían comprado.
La señorita Tarabotti tomó la precaución de enviar a Floote a por más té, y es que les esperaba una larga tarde por delante.
Felicity sacó una caja de piel y levantó la tapa.
—Mirad esto. ¿No os parecen absolutamente divinos? ¿No os gustaría tener unos iguales? —Descansando sobre un elegante lecho de terciopelo negro, un par de guantes de noche de encaje, largos hasta el codo y de un hermoso color verde musgo con una ristra de diminutos botones de madreperla en los costados.
—Sí —convino Alexia, puesto que su hermana decía la verdad—. Pero no tienes ningún vestido a juego, ¿verdad?
Felicity arqueó las cejas emocionada.
—Muy perspicaz, mi querida hermana, pero ahora sí que lo tengo —respondió sonriendo con una absoluta falta de decoro.
La señorita Tarabotti pensó que comprendía perfectamente a su padrastro. Un vestido de noche a juego con aquellos guantes podía costar una pequeña fortuna, y cualquier compra que realizara Felicity, Evylin debía igualarla con algo de semejante valor. Evylin demostró la certeza de aquella ley universal mostrando sus nuevos guantes de noche de satén azul plateado con flores rosadas bordadas en los márgenes.
La señorita Hisselpenny estaba considerablemente impresionada ante tanta dadivosidad. Los posibles de su familia nada tenían que ver con el reino de los guantes bordados y los vestidos de noche comprados por puro capricho.
—Los vestidos estarán listos la semana que viene —intervino orgullosa la señora Loontwill, como si sus dos hijas hubiesen llevado a cabo algo maravilloso—. Justo a tiempo para la recepción de los Almack, esperamos. —Miró a Ivy por encima del hombro—. ¿Contaremos con el honor de su presencia, señorita Hisselpenny?
Alexia se molestó profundamente con su madre, que sabía perfectamente que los Hisselpenny no tenían la alcurnia necesaria para asistir a semejante evento.
—¿Y qué nuevo vestido llevarás tú, mamá? —preguntó muy seria—. ¿Algo apropiado para la ocasión o un vestido más propio de alguien con la mitad de tus años, como acostumbras?
—¡Alexia! —exclamó Ivy, escandalizada ante el exabrupto de su amiga.
La señora Loontwill miró a su hija con chispas en los ojos.
—Tanto da lo que me ponga porque tú no estarás allí para verlo. —Se puso en pie—. Y tampoco podrás asistir a la recepción de la duquesa mañana por la tarde. —Y tras sentenciar el castigo debido, abandonó la estancia.
Los ojos de Felicity apenas podían disimular su regocijo.
—Tienes toda la razón. El cuello del vestido que ha escogido es demasiado bajo para ella, está lleno de volantes y es de color rosa palo.
—En serio, Alexia, no deberías decirle esas cosas a tu madre —insistió Ivy.
—¿Y a quién se las digo sino? —murmuró Alexia con un hilo de voz.
—Exacto, ¿por qué no? —quiso saber Evylin—. Nadie más se atreve. En breve, el comportamiento de mamá acabará afectando negativamente a nuestras posibilidades —explicó, gesticulando hacia su hermana y hacia ella misma—. Y no tenemos intención de acabar viejas y solas. No te ofendas, querida hermana.
Alexia sonrió.
—No me ofendo.
Floote apareció con una bandeja de té recién hecho y la señorita Tarabotti aprovechó para llamar su atención.
—Floote, por favor, hazle llegar mi tarjeta a la tía Augustina. Para mañana por la noche.
Evylin y Felicity apenas mostraron interés por las palabras de su hermana. No tenían ninguna tía Augustina, pero con semejante nombre, y con luna llena, solo podía tratarse de una adivina o algo parecido. Era evidente que Alexia, confinada entre las cuatro paredes de la residencia familiar por la crueldad de su madre, se había buscado un entretenimiento para pasar la noche.
Ivy, sin embargo, no era tan inocente como las hermanas. Miró a su amiga con una expresión de «qué-te-traes-entre-manos» en los ojos.
Alexia se limitó a sonreír enigmáticamente.
Floote asintió y se dispuso a cumplir las órdenes.
De pronto Felicity decidió cambiar de tema.
—¿Sabías que hacen joyas con ese nuevo metal que apenas pesa? Alumninio o algo así. No pierde el lustre como la plata. Claro que, por el momento, es muy caro y papá no nos permite comprarnos nada —se lamentó.
La señorita Tarabotti recobró el ánimo al instante. Las publicaciones científicas que solía consultar no hablaban de otra cosa, y es que recientemente se habían descubierto nuevas formas de procesar dicho metal, descubierto hacía apenas unos veinte años.
—Aluminio —dijo—. He leído sobre ello en la revista de la Royal Society. Ya ha debutado en las tiendas de Londres, ¿verdad? ¡Espléndido! Imagino que ya sabréis que no es magnético ni etéreo y que resiste la corrosión.
—¿Que no es qué? —preguntó Felicity, mordiéndose confusa el labio inferior.
—Oh, Dios —intervino Evylin—, ya empieza. Ahora no habrá quien la haga callar. ¿Por qué me ha tenido que tocar una hermana sabelotodo?
La señorita Hisselpenny se puso en pie.
—Señoritas —dijo—, les ruego que me disculpen. Debo irme.
Las hermanas Loontwill asintieron al unísono.
—Y hace bien. Eso es precisamente lo que nos gustaría hacer a nosotras cuando se pone en plan científica —digo Evylin.
—Solo que nosotras tenemos que vivir con ella, así que no tenemos escapatoria —añadió Felicity.
—No, de verdad —dijo Ivy avergonzada—, es solo que debo volver a casa. Mi madre me esperaba hace ya media hora.
La señorita Tarabotti acompañó a su amiga hasta la puerta. Floote apareció con el horrible sombrero de Ivy entre los dedos, con sus rayas blancas, su ribete rojo y su pluma de avestruz amarilla. La ayudó a ponérselo y ató las cintas bajo la barbilla de Ivy con una mueca de repulsión en el rostro.
Mirando hacia la calle, las dos jóvenes pudieron avistar al señor Haverbink en la acera de enfrente. Alexia lo saludó y él le devolvió el gesto con la cabeza.
—No tenías intención de asistir a la recepción de la duquesa mañana por la noche, ¿verdad? —preguntó Ivy mientras desplegaba su sombrilla roja.
La señorita Tarabotti sonrió.
—Me has descubierto.
—Alexia. —La voz de Ivy destilaba desconfianza—. ¿Quién es la tía Augustina?
Alexia no pudo contener la risa.
—Creo que una vez te referiste al individuo en cuestión como «escandaloso» y me dijiste que desaprobabas nuestra asociación.
Horrorizada, Ivy cerró los ojos. El cambio de género la había despistado, pero aquel nombre no era más que una especie de código que Alexia y su mayordomo utilizaban en presencia de los Loontwill.
—¡Dos veces en una sola semana! —exclamó—. La gente empezará a hablar. Creerán que te vas a convertir en su zángano. —Miró fijamente a su amiga, una mujer pragmática, escultural y estilosa que no se parecía en nada al modelo de persona que los vampiros solían escoger. Sin embargo, todo el mundo lo sabía: Lord Akeldama no era un vampiro corriente—. No estarás pensando en convertirte en zángano, ¿verdad? Esa es una decisión muy importante.
Alexia deseó poder contarle la verdad acerca de su verdadera naturaleza, y no era la primera vez. No es que no confiara en la señorita Hisselpenny; más bien no se fiaba de su lengua ni de su capacidad para controlarla en los momentos más inoportunos.
—Ni te imaginas cuán imposible es eso, querida mía —respondió—. No te preocupes. Estaré bien.
La señorita Hisselpenny no parecía muy satisfecha con la respuesta. Apretó suavemente la mano de su amiga y luego se alejó calle abajo sacudiendo ligeramente la cabeza. La enorme pluma de avestruz se balanceó de un lado a otro como la cola de un gato enfadado: la representación de su desacuerdo.
Solo Ivy, pensó Alexia, podría escenificar su censura con tanta alegría.
La señorita Tarabotti regresó a la tierna compañía de sus medio hermanas y se preparó para pasar una tarde de dicha familiar.
La señorita Tarabotti se despertó sobresaltada en plena noche por un extraño alboroto que, al parecer, procedía de debajo de la ventana de su dormitorio. Se levantó de la cama y, cubierta con una bata de muselina, se dispuso a averiguar qué estaba pasando.
Su habitación pertenecía a la zona menos prestigiosa de la casa, por lo que la ventana se abría sobre la entrada de servicio de la cocina, en el callejón trasero en el que los comerciantes entregaban sus mercancías.
La luna, a apenas veinticuatro horas del plenilunio, iluminó con su luz plateada a un grupo de hombres que, al parecer, se habían enzarzado en una pelea a puñetazos. Alexia no podía apartar la mirada. Sus fuerzas estaban igualadas y luchaban casi todo el tiempo en silencio, lo cual dotaba al proceso de un aura amenazante. El ruido que la había despertado era el estrépito de un cubo de la basura al caer sobre la acera; de otra manera, el único sonido que podía percibirse era el estrépito seco de carne golpeando carne y algún gruñido apagado.
Alexia vio que uno de los hombres golpeaba con todas sus fuerzas. El puñetazo alcanzó de lleno en la cara a uno de sus contrincantes. Se trataba de un golpe certero que debería haber dejado seco al otro hombre. En lugar de ello, su oponente dio media vuelta y contraatacó, aprovechándose del ímpetu de su propio movimiento. El sonido de su puño sobre la piel del otro retumbó en todo el callejón.
Solo un ser sobrenatural podía encajar un golpe como aquel sin apenas inmutarse. La señorita Tarabotti recordó entonces que el profesor Lyall había apostado vampiros para que la vigilaran durante la noche. ¿Acaso era aquello una reyerta entre vampiros? A pesar del peligro, a Alexia le gustó la idea. Se trataba de un espectáculo único, y es que, aunque los licántropos se peleaban continuamente, los vampiros preferían métodos más sutiles de confrontación.
Asomó medio cuerpo por la ventana, tratando de conseguir una perspectiva mejor de la reyerta. Uno de los hombres se apartó del grupo y avanzó en su dirección con la cabeza en alto. Sus ojos, oscuros y vacíos, encontraron los de Alexia y de pronto la joven supo que aquel ser no era un vampiro.
Reprimió un grito de pánico; la batalla que se libraba más abajo había perdido todo su encanto. No era la primera vez que presenciaba tan horrible visión: aquel era, sin ningún atisbo de duda, el hombre del rostro de cera que había participado en su intento de secuestro. Bajo la luz de la luna, su rostro emitía un fulgor metálico del color del plomo, tan liso y falto de vida que Alexia sintió una arcada de genuina repugnancia. Las letras seguían impresas en su frente con hollín: VIXI. Cuando la vio, el contorno de su camisón recortado sobre el oscuro interior de la casa, sonrió. Como aquella otra vez, era una sonrisa como ninguna que Alexia hubiese presenciado en su vida, una abertura antinatural, casi un corte en la parte baja de la cara lleno de unos dientes enormes, blancos y cuadrados, que dividía la cabeza en dos como un tomate en agua hirviendo.
El hombre arrancó a correr hacia ella. Les separaban tres pisos de ladrillo, pero, de algún modo, Alexia supo que aquello no sería suficiente para sentirse segura.
Uno de los hombres se apartó del grupo y corrió tras su agresor. Alexia no creyó que llegara a tiempo. El hombre de la cara de cera se movía con eficiencia y economía de movimientos, menos parecido a un hombre en plena carrera que a una serpiente de agua reptando.
Pero su salvador era un vampiro y, mientras observaba la escena, la señorita Tarabotti supo que nunca antes había visto a un vampiro en plena carrera. Se movía con la fluidez de un líquido y sus botas apenas arrancaban un susurro casi inaudible de los adoquines de la calle.
El hombre de la cara de cera alcanzó la residencia de los Loontwill y empezó a trepar por la pared de ladrillos. Sin nada que se interpusiera en su camino, escaló por la pared con la facilidad con la que lo haría una araña. Su rostro, vacío de toda expresión, no se apartó del de Alexia ni un solo segundo. Era como si estuviera hipnotizado y no pudiese apartar la mirada de ella. VIXI. Alexia leyó aquellas letras una y otra vez. VIXI.
No quiero morir, pensó. ¡Aún no le he recriminado a Lord Maccon su última estupidez! A punto de sucumbir a un ataque de pánico, se dispuso a cerrar las contraventanas, consciente de que resultarían una protección más bien endeble para una criatura como aquella, cuando el vampiro atacó.
Su protector sobrenatural saltó hacia arriba y adelante, aterrizando sobre la espalda del hombre de cera. Sujetó la cabeza de la criatura con ambas manos y tiró con todas sus fuerzas. El peso añadido o el tirón provocó el resultado deseado: el hombre de la cara de cera se soltó de la pared y ambos se precipitaron al vacío, aterrizando sobre el empedrado del callejón con el horrible sonido de huesos aplastados. Pese a semejante caída, ninguno de los dos gritó ni emitió sonido alguno. Sus compañeros, mientras tanto, continuaban con su silenciosa batalla, sin detenerse ni un solo instante para observar lo sucedido.
La señorita Tarabotti estaba segura de que el hombre de la cara de cera había muerto. Se había precipitado desde un primer piso, y solo un ser sobrenatural podía salir indemne de semejante experiencia. Y puesto que no existía ningún licántropo ni vampiro con el aspecto de aquella extraña criatura, solo podía tratarse de un humano.
No obstante, Alexia se equivocaba en sus suposiciones; el hombre de cera rodó sobre el cuerpo del vampiro, se puso en pie, dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la casa. Y hacia Alexia.
El vampiro, herido pero no incapacitado, anticipó el movimiento de su oponente y lo sujetó por una pierna con toda la fuerza que fue capaz de conjurar. El hombre de la cara de cera, en lugar de intentar quitarse al vampiro de encima, se decantó por el más extraño de los comportamientos: siguió avanzando en dirección a Alexia, como un niño a quien han negado un caramelo y es incapaz de apartar su atención de él. Arrastró al vampiro tras él, centímetro a centímetro. Cada vez que avanzaba un paso, Alexia retrocedía asustada, aun cuando tres pisos los separaban.
Aquello no parecía avanzar en ninguna dirección. La pelea en la calle estaba demasiado igualada, y el hombre de la cara de cera no podía llegar a Alexia mientras el vampiro siguiese unido a su pierna.
De pronto, las rotundas pisadas de unas botas perturbaron el silencio de la noche, seguidas por el sonido corto y agudo de un silbato. Al fondo del callejón, doblando la esquina a la carrera, aparecieron dos policías de uniforme, con el pecho cubierto de pequeñas estacas de plata y madera a modo de protección, brillando bajo la luz de la luna. Uno de ellos empuñaba una ballesta cargada con una afilada estaca de madera; el otro, un revólver Golt Lupis, el arma con balas de plata recién llegado de América; lo mejor del más supersticioso de los países. Al comprobar la naturaleza de los participantes, el policía enfundó el Golt y sacó una porra en forma de estaca.
Uno de los hombres del callejón gritó algo en latín; acto seguido, él y su compañero huyeron a toda prisa, dejando únicamente licántropos tras ellos. El hombre de la cara de cera dejó de avanzar hacia la ventana de Alexia, se volvió hacia el pobre vampiro y le propinó una patada en la cara que le hizo crujir hasta el último hueso. El vampiro, sin embargo, se negaba a soltarle la pierna, de modo que el hombre de la cara de cera cargó todo el peso del cuerpo en la pierna atrapada y con el otro pie golpeó las muñecas del vampiro con todas sus fuerzas. Alexia oyó otra vez el desagradable sonido de los huesos al romperse. Con las dos muñecas rotas, el vampiro no tuvo más remedio que soltarlo. Libre al fin, el hombre de la cara de cera alzó la mirada hasta la ventana, le dedicó una sonrisa vacía de toda emoción a Alexia y salió corriendo, pasando entre los dos policías como si no estuvieran allí. El de la ballesta tuvo tiempo de disparar, pero la estaca de madera no fue suficiente para que el engendro cayera desplomado.
El vampiro que había protegido a Alexia se puso en pie temblando. Tenía la nariz rota y las manos le colgaban sin fuerza de las muñecas, pero cuando miró a la señorita Tarabotti, su rostro estaba lleno de satisfacción. Alexia esbozó una mueca de comprensión al ver la sangre que le cubría las mejillas y la barbilla. Sabía que se curaría en cuestión de minutos, sobre todo si alguien le conseguía sangre fresca, pero, aun así, no podía evitar sentir cierta empatía por el dolor que debía de estar sintiendo, que sin duda no debía de ser poco.
Un extraño, pensó Alexia, un vampiro acababa de salvarla de un nuevo disgusto desconocido. A ella, una preternatural, ni más ni menos. Juntó las manos y se llevó las puntas de los dedos a los labios, inclinándose levemente en una plegaria silenciosa y agradecida. El vampiro correspondió al gesto con una leve reverencia y luego la instó a que entrara de nuevo en su habitación.
La señorita Tarabotti asintió y se retiró a la oscuridad de su alcoba.
—¿Qué está pasando aquí, joven? —oyó que preguntaba uno de los policías mientras cerraba las contraventanas.
—Un intento de robo, señor —respondió el vampiro.
El policía suspiró.
—Bien, déjeme ver sus papeles del registro, si es tan amable. —Y a los otros vampiros—: Y los suyos también, caballeros.
La señorita Tarabotti tuvo serios problemas para volver a conciliar el sueño después de lo acontecido y, cuando finalmente lo consiguió, sus sueños se llenaron de vampiros de rostro inerte y muñecas quebradas que no dejaban de fabricar figuras de cera de Lord Maccon con la palabra VIXI escrita en su frente.
La familia de la señorita Tarabotti estaba particularmente activa cuando Alexia se levantó a desayunar a la mañana siguiente. Por norma general, aquel era el momento más tranquilo del día. El primero en levantarse era el señor Loontwill, seguido de cerca por Alexia; el resto de las Loontwill eran las últimas en hacerlo. Sin embargo, aquel día la señorita Tarabotti se levantó la última, y es que lo sucedido la noche anterior la había dejado exhausta. Dedujo que era especialmente tarde porque, cuando bajó las escaleras, encontró a sus seres más queridos reunidos en el recibidor en lugar de en la sala en la que solían tomar el desayuno.
Su madre le salió al paso, retorciéndose las manos y más inquieta de lo habitual.
—Arréglate el pelo, Alexia, hazlo, querida, hazlo. ¡Date prisa! Lleva esperándote casi una hora. Está en la sala de estar, como no puede ser de otra forma. No nos ha dejado que te despertáramos. Dios sabe por qué quiere verte, pero no se conforma con nadie más. Espero que no haya venido en misión oficial. No te habrás metido en problemas, ¿verdad, Alexia? —La señora Loontwill dejó de retorcerse las manos para agitarlas en el aire como una bandada de mariposas.
—Se ha comido tres pollos asados fríos —intervino Felicity—. ¡Tres, y para desayunar! —Habló como si no acabara de decidir cuál era la peor ofensa, la cantidad o la hora.
—Y no parece muy contento —añadió Evylin con sus enormes ojos azules, más enormes y más azules que de costumbre.
—Ha llegado muy pronto y se ha negado a hablar con papá, y papá se moría de ganas de reunirse con él —dijo Felicity, impresionada.
Alexia se miró en el espejo del recibidor y se retocó el peinado con las manos. Aquel día había solucionado el contratiempo de los moretones con un chal de cachemira sobre el vestido negro y plateado. El diseño del chal contrastaba con los dibujos geométricos del vestido, y cubría la línea del escote del corpiño.
Al no encontrar nada extraño en su pelo, excepto que quizás un moño tan sencillo podía resultar un tanto anticuado, Alexia se volvió hacia su madre.
—Por favor, cálmate, mamá. ¿Quién me está esperando en la sala de estar?
La señora Loontwill ignoró la pregunta y se limitó a guiarla por el pasillo como si ella fuese un perro pastor y Alexia una oveja descarriada.
Alexia abrió la puerta de la sala de estar y, cuando su madre y sus hermanas se disponían a entrar, la cerró en sus narices sin demasiados miramientos.
El conde de Woolsey esperaba sentado en el sofá más alejado de la ventana, con las carcasas de tres pollos en platos de plata delante de él.
Sin apenas darse cuenta de lo que hacía, la señorita Tarabotti le sonrió. Parecía tan tímido allí sentado, con aquellos pobres pollos como pequeños centinelas del otro mundo montando guardia frente a él.
—Ah —dijo el conde, levantando la mano como para congelar aquella sonrisa—. Nada de eso, señorita Tarabotti. Tenemos asuntos oficiales que tratar primero.
La señorita Tarabotti se habría mostrado cabizbaja de inmediato si no fuera por el «primero». Aún recordaba las palabras del profesor Lyall. Se suponía que debía ser ella quien diese el siguiente paso en aquella extraña danza que se traían entre manos, así que, en lugar de tomarse sus palabras como una ofensa, enfundó las pestañas, se guardó la sonrisa para más tarde y tomó asiento cerca del conde, aunque no demasiado.
—Y bien, ¿a qué se debe su visita, milord? Con su presencia, ha alborotado usted la humilde residencia de los Loontwill. —Ladeó la cabeza y trató de aparentar tranquilidad.
—Mmm, sí, y le pido disculpas —respondió el conde sin apartar la mirada de las carcasas de pollo—. Su familia, son un poco, ya sabe… —Guardó silencio en busca de la palabra que mejor los definiera y recurriendo a una de cosecha propia—… fibertijíbitus, ¿no le parece?
—¿Se ha dado cuenta? —preguntó Alexia con un brillo de emoción en los ojos—. Imagínese lo que es convivir con ellos todos los días.
—Prefiero no hacerlo, gracias. Aunque dice mucho de su fortaleza de carácter —añadió el conde, sonriendo de forma inesperada y alegrando con ello el gesto de su cara, normalmente mucho más contrito.
La señorita Tarabotti a punto estuvo de quedarse sin aliento. Hasta entonces, nunca se había planteado si el conde era o no un hombre atractivo. Pero esa sonrisa… Dios santo, qué inoportuno tener que negociar con ella. Sobre todo antes del desayuno. Se preguntó qué significaba exactamente dar el primer paso.
Se quitó el chal de cachemira.
Lord Maccon, que se disponía a hablar, guardó silencio, absorto en la línea del escote de Alexia. Los colores negro y plata de la tela realzaban las suaves tonalidades de su piel mediterránea. «Con ese vestido lo único que conseguirás será ponerte aún más morena», le había dicho su madre el día en que lo encargó. Pero a Lord Maccon le gustaba. Se le antojaba deliciosamente exótico: el contraste entre las líneas del vestido y el tono oscuro de su piel.
—Hace mucho calor esta mañana, ¿no le parece? —dijo la señorita Tarabotti apartando el chal a un lado de forma que su torso se inclinó unos centímetros hacia delante.
Lord Maccon se aclaró la garganta y consiguió recordar lo que había estado a punto de decir.
—Ayer por la tarde, mientras usted y yo estábamos… ocupados, alguien entró en el cuartel general del ORA.
La señorita Tarabotti abrió la boca de par en par.
—No puede tratarse de nada bueno. ¿Alguien resultó herido? ¿Han capturado a los culpables? ¿Robaron algo valioso?
Lord Maccon suspiró. Alexia, siempre dispuesta a desentrañar el meollo de la cuestión. Respondió las preguntas por orden.
—Nada importante. No. Y básicamente archivos sobre vampiros errantes y licántropos solitarios. También ha desaparecido parte de la documentación sobre algunas investigaciones más detalladas, y… —guardó silencio, claramente disgustado.
A la señorita Tarabotti le preocupaba más la expresión de su rostro que sus palabras. Nunca antes había visto al conde con semejante gesto de preocupación en el rostro.
—¿Y? —preguntó, inclinándose ansiosa.
—Sus archivos.
—Ah —respondió ella, apoyándose de nuevo en el respaldo.
—Lyall regresó a la oficina para comprobar alguna cosa, aun cuando le había ordenado que se fuese a su casa a descansar, y se encontró con todos los agentes de servicio inconscientes.
—Dios mío, ¿cómo?
—Bueno, no tenían marcas de ningún tipo, pero estaban profundamente dormidos. Lyall revisó las oficinas y descubrió que las habían registrado y que habían robado algunos archivos. Inmediatamente vino a avisarme. Verifiqué sus informaciones, aunque, para cuando llegué al cuartel general, todos los allí presentes habían recuperado la consciencia.
—¿Cloroformo, tal vez? —sugirió Alexia.
El conde asintió.
—Ese parece ser el caso. Según el profesor Lyall, había un extraño olor flotando en el ambiente. Se necesitaría una cantidad considerable para drogar a tanta gente, y pocos tienen acceso a esa cantidad del químico. Tengo a todos los agentes disponibles comprobando si alguna institución científica o médica se ha hecho con grandes cantidades de cloroformo en los últimos meses, pero los recursos siempre escasean cuando la luna llena está tan cerca.
—Hoy en día, existen unas cuantas organizaciones de ese tipo en Londres, ¿no es cierto? —preguntó Alexia pensativa.
Lord Maccon se acercó a ella, con sus ojos color caramelo y una mirada afectuosa en ellos.
—Como imaginará, estamos muy preocupados por su seguridad. Hasta ahora, estábamos seguros de que desconocían su verdadera identidad y que, como mucho, podían considerarla una humana entrometida. Ahora, en cambio, saben que es usted una preternatural, y saben que eso significa que puede neutralizar lo sobrenatural. Querrán diseccionarla para comprender el origen de sus habilidades.
Lord Maccon esperaba impresionar a la señorita Tarabotti con su discurso y dejarle bien claro cuáles eran los peligros a los que se enfrentaba. En ocasiones, Alexia podía ser muy terca con ese tipo de cosas. Aquella noche brillaría la luna llena en el cielo y nadie de su manada podría vigilarla. Confiaba en sus otros agentes, pero no formaban parte de la manada, y un hombre lobo no podía evitar confiar más en los suyos. La manada era la manada. Aquella noche, sin embargo, ningún licántropo podría ayudarla; su parte humana se desvanecía por una noche bajo el influjo de la luna llena. De hecho, el mismo día ni siquiera debería salir del castillo, sino permanecer a salvo y durmiendo, con sus guardianes de confianza ocupándose de todo. Y, más concretamente, no debería estar cerca de Alexia Tarabotti, hacia quien, le gustara o no, sus instintos más primarios parecían haber desarrollado un interés particular. Existía una razón por la que las parejas de licántropos pasaban las noches de luna llena encerrados en una misma jaula. Los demás debían aguardar la llegada de los primeros rayos del sol a solas con su ira y su crueldad, pero la pasión siempre era pasión, y podía canalizarse fácilmente hacia objetivos más placenteros y ligeramente menos violentos, siempre que la hembra compartiese la condición sobrenatural de su pareja y, por tanto, pudiera sobrevivir a la experiencia. ¿Cómo sería, se preguntó Lord Maccon, pasar la noche de luna llena en forma humana gracias al contacto con una criatura preternatural? Menuda experiencia. Sus instintos más básicos animaban tales meditaciones, incitados por la turbadora visión del escote de la señorita Tarabotti.
Lord Maccon cogió el chal de cachemira y lo agitó frente al pecho de Alexia.
—Vuelva a ponérselo —le ordenó entre dientes.
Ella, en lugar de ofenderse, sonrió con serenidad, le cogió el chal de entre los dedos y lo guardó detrás de ella, fuera del alcance del conde. Luego se dio la vuelta y, con una osadía poco común en ella, cogió una de las enormes manos de Lord Maccon entre las suyas.
—Estás preocupado por mi seguridad, lo cual me parece de lo más dulce, pero ayer por la noche tus guardias demostraron ser muy eficaces; no me cabe duda de que lo mismo sucederá esta noche.
Él asintió, y no solo no retiró la mano de las manos de Alexia, sino que la giró para poder cerrarla alrededor de los delicados dedos de la joven.
—Me informaron del incidente justo antes del amanecer.
Alexia se estremeció al recordar lo ocurrido.
—¿Sabes quién es?
—¿Quién es quién? —preguntó el conde con voz de asno, acariciando distraído la muñeca de la señorita Tarabotti con el dedo pulgar.
—El hombre de la cara de cera —respondió ella con los ojos vidriosos por el recuerdo.
—No. No es humano, ni sobrenatural, ni preternatural tampoco —dijo el conde—. ¿Un experimento médico descarriado, tal vez? Tiene sangre en las venas.
Alexia recibió aquel dato con desconcierto.
—¿Cómo sabes algo así?
—¿Recuerdas la pelea en el carruaje? Cuando intentaron raptarte, le mordí. ¿Acaso no lo recuerdas?
Ella asintió, recordando cómo el conde le había mostrado la forma animal de su cabeza y luego se había limpiado la sangre de la cara con la manga de la camisa.
—Esa carne no estaba fresca —explicó Lord Maccon con una mueca de asco.
Alexia se estremeció. No, no estaba fresca. Prefería no pensar en la posibilidad de que el hombre de la cara de cera y sus compatriotas pudieran tener en su poder información confidencial sobre su persona. Sabía que Lord Maccon haría todo lo que estuviese en su mano para protegerla. Y, claro está, lo sucedido la noche anterior era la prueba palpable de que sus enemigos sabían dónde encontrarla, de modo que básicamente nada había cambiado tras el robo de los documentos en las oficinas del ORA. Pero ahora que el hombre de la cara de cera y el del pañuelo impregnado de cloroformo conocían su condición de preternatural, la señorita Tarabotti se sintió terriblemente expuesta.
—Sé que esto no te gustará —dijo—, pero he decidido visitar a Lord Akeldama esta noche, mientras mi familia está fuera. No te preocupes. Me aseguraré de que tus guardas puedan seguirme. Estoy segura de que su residencia es extremadamente segura.
—Si no queda más remedio —gruñó el alfa.
—Lord Akeldama sabe cosas —intentó tranquilizarlo Alexia.
Lord Maccon nada tenía que objetar al respecto.
—Si quieres saber mi opinión, por norma general sabe demasiadas.
La señorita Tarabotti trató de dejar las cosas claras.
—No está interesado en mí, al menos no de forma… significativa.
—¿Y por qué debería estarlo? —preguntó Lord Maccon—. Eres una preternatural, careces de alma.
Alexia se sorprendió al oír las palabras del conde, pero, aun así, dio un paso al frente con decisión.
—Y tú, ¿lo estás?
Silencio.
Lord Maccon parecía desconcertado. Dejó de acariciarle la muñeca con el pulgar, pero no retiró la mano.
Alexia se preguntó si debía forzar la cuestión. Él actuaba como si no hubiese pensado demasiado en ello, y puede que así hubiese sido: el profesor Lyall le había dicho que su alfa estaba actuando según sus instintos. Y aquella noche habría luna llena, un momento crítico para los hombres lobo y sus instintos. ¿Sería apropiado preguntarle por sus sentimientos precisamente aquel día del mes? Aunque, por otro lado, ¿no tendría así más posibilidades de obtener una respuesta sincera?
—¿Si estoy qué? —El conde no tenía intención de ponerle las cosas nada fáciles.
Alexia se tragó el orgullo, se irguió cuan alta era y dijo:
—Interesado en mí.
Lord Maccon permaneció en silencio, examinando la naturaleza de sus emociones. Debía reconocer que aunque en aquel preciso momento —con sus diminutas manos entre las suyas, el aroma a vainilla y canela en el aire, el escote de aquel maldito vestido suyo— su mente poseía la claridad propia de una crema de guisantes llena de trozos de deseo cortado en dados, algo más flotaba en dicha sopa, y, fuera lo que fuese, no le gustaba, puesto que lo pondría todo patas arriba en su vida, y ahora no era el momento de abordar el tema.
—He invertido una cantidad considerable de tiempo y energía a lo largo de nuestra particular asociación intentando que no me gustaras —admitió finalmente, aunque aquello no respondía a la pregunta de Alexia.
—Y, sin embargo, a mí me resulta extremadamente sencillo hacer lo propio, ¡sobre todo cuando dices cosas como esa! —respondió la señorita Tarabotti, tratando de liberar su mano de las horribles caricias del conde.
El movimiento, sin embargo, produjo consecuencias opuestas. Lord Maccon tiró de ella y la levantó como si apenas pesara más que la flor de un cardo.
La señorita Tarabotti se encontró de pronto sentada en el pequeño sofá, sobre el regazo del conde. El día se le antojó entonces caluroso, tal y como había vaticinado anteriormente. Sentía un calor abrasador desde el cuello hasta los muslos, allí donde su cuerpo entraba en contacto con los prodigiosos músculos del conde. ¿Qué les pasa a los licántropos con sus músculos?
—Oh, Dios —exclamó Alexia.
—Se me hace difícil imaginar —dijo el conde, mirándola a los ojos y acariciándole la mejilla con una mano—, la posibilidad de que dejes de no gustarme con regularidad y de una forma íntima durante mucho, mucho tiempo.
La señorita Tarabotti sonrió. Podía sentir el olor a campo abierto a su alrededor, aquel aroma fresco que solo el conde despedía.
No la besó; se limitó a acariciarle la cara como si esperase algo.
—Aún no te has disculpado por tu comportamiento —dijo la señorita Tarabotti, buscando la caricia de su mano con la mejilla. Lo mejor sería no dejar que se adueñase de la conversación poniéndola nerviosa. Se preguntó si se atrevería a girar la cara y besarle los dedos.
—Mmm, ¿disculparme? ¿Por cuál de mis numerosas transgresiones? —Lord Maccon estaba fascinado por la suavidad de la piel de su cuello, justo debajo de la oreja. Le gustaba la forma en que se había recogido el pelo, en un moño bajo como una institutriz, porque le permitía un mejor acceso.
—Me ignoraste durante toda la cena en casa de los Blingchester —insistió Alexia. El recuerdo aún le resultaba doloroso y no tenía intención de dejar que se librara tan fácilmente sin mostrar arrepentimiento alguno.
Lord Maccon asintió, dibujando con el dedo la oscura línea de sus cejas.
—Y, sin embargo, tú te pasaste toda la velada enfrascada en una conversación mucho más interesante que la mía y saliste a pasear al día siguiente con un joven científico.
Parecía tan desamparado que Alexia a punto estuvo de reírse. Seguía sin pedirle perdón, pero supuso que aquello era lo más cercano a una disculpa que conseguiría de un alfa. Lo miró fijamente.
—Le parezco interesante.
Lord Maccon se quedó lívido ante semejante revelación.
—De eso me doy perfecta cuenta —gruñó.
La señorita Tarabotti suspiró. No tenía intención de incomodarlo, por muy tentadora que le resultara la idea.
—¿Qué debo decir llegados a este punto? ¿Qué quieres que diga? ¿Qué debería decir según el protocolo de tu manada? —preguntó.
Que me deseas, pensó el conde para sí, obnubilado por la intensidad de sus pulsiones más básicas. Que existe un futuro, no muy lejano en el espacio y en el tiempo, en el que aparecemos tú y yo y una cama enorme. Intentó luchar contra aquellas visiones y apartarse de su influencia. Maldita luna llena, pensó, a punto de echarse a temblar del esfuerzo.
Afortunadamente, consiguió controlar sus impulsos y no atacarla. Sin embargo, al ignorar sus necesidades, se vio obligado a enfrentarse a sus sentimientos. Y allí estaba, como una piedra en el fondo del estómago, el sentimiento que se negaba a reconocer. Más intenso que el deseo, o la pasión, o cualquiera de las emociones faltas de normas y de civilización de las que podía culpar fácilmente a su naturaleza animal.
Lyall lo sabía. No había dicho nada al respecto, pero lo sabía. ¿A cuántos alfas, se preguntó Lord Maccon, habrá visto enamorarse a lo largo de los años?
Lord Maccon fijó su mirada más lobuna en la única mujer capaz de evitar que se convirtiera en lobo. Se preguntó qué parte de su amor dependía de ello, de tan extraña singularidad. Preternatural y sobrenatural; ¿era posible semejante unión?
Mía, decían sus ojos.
Alexia no comprendió el significado de su mirada, como tampoco entendió el silencio que la acompañaba. Se aclaró la garganta, repentinamente nerviosa.
—El Baile de la Perra. ¿Es… mi turno? —preguntó, citando el protocolo de la manada para dar algo de crédito a sus palabras. No sabía qué se esperaba de ella, pero quería que él supiera que al menos había comprendido parte de su comportamiento.
Lord Maccon, aún aturdido por la revelación que acababa de experimentar, la miró como si en realidad nunca la hubiese visto. Dejó de acariciarle la mejilla y se frotó la cara con ambas manos, como un niño pequeño.
—Veo que mi beta se ha ido de la lengua. —La miró por entre los dedos—. El profesor Lyall sostiene que me he equivocado gravemente en mi forma de llevar esta situación. Que, por muy alfa que seas, eso no te convierte en una hembra de licántropo. Sin embargo, he de decir que, oportuno o no, he disfrutado inmensamente de nuestros encuentros —concluyó, mirando hacia la butaca.
—¿Incluso el día del erizo? —La señorita Tarabotti no estaba muy segura de lo que estaba pasando. ¿Acababa de admitir sus intenciones para con ella? ¿Eran meramente físicas? En caso contrario, ¿debería intentar forzar un compromiso? Hasta el momento, el conde no había pronunciado la palabra matrimonio. Los licántropos, debido a su condición sobrenatural y al estado finado de sus cuerpos, no podían tener hijos, o al menos eso era lo que se decía en los libros de su padre. Como resultado, raramente contraían matrimonio, y se especializaban en los deportes de la alcoba, preferiblemente con sus propios guardianes. Alexia imaginó su futuro. Difícilmente volvería a tener una oportunidad como aquella, y siempre podía recurrir a la discreción. O eso había leído. Sin embargo, teniendo en cuenta la naturaleza posesiva del conde, todo acabaría por descubrirse. Al diablo la reputación, pensó. Tampoco es que tenga grandes expectativas que arruinar. Simplemente estaría continuando las tendencias filantrópicas de mi padre. Tal vez Lord Maccon me lleve lejos de Londres, a una pequeña cabaña en medio del bosque, con mi biblioteca y una cama enorme. Echaría de menos a Ivy y a Lord Akeldama, y sí, no le quedaba más remedio que admitirlo, a su ridícula familia y a la aún más ridícula sociedad londinense. Alexia estaba desconcertada. ¿Valdría la pena?
Lord Maccon escogió precisamente aquel momento para inclinar la cabeza de la señorita Tarabotti hacia atrás y besarla. Nada de acercamientos graduales esta vez; solo esa deliciosa mezcla de labios, lengua y dientes.
Pegada al cuerpo del conde, molesta, como siempre parecía ser el caso cada vez que se le acercaba, con demasiadas capas de ropa entre sus manos y el pecho de Lord Maccon. Solo existe una respuesta posible: sí, valdría la pena.
La señorita Tarabotti sonrió contra los insistentes labios del conde. El Baile de la Perra. Se echó hacia atrás y le miró a los ojos. Le encantaba la mirada de depredador hambriento que emanaba de aquellos hermosos ojos castaños, el delicioso sabor salado de su piel, la sensación de riesgo.
—Está bien, Lord Maccon. Si vamos a jugar a este juego en particular, ¿estarías interesado en convertirte en mi…? —Trató de encontrar la palabra perfecta—. ¿Cómo llamar a un amante masculino… —se encogió de hombros y sonrió—… querido?
—¿Qué has dicho? —exclamó Lord Maccon, escandalizado.
—Vaya, ¿he dicho algo malo? —sugirió Alexia, perpleja ante semejante cambio de humor. No tuvo tiempo de corregir su indiscreción. El grito de Lord Maccon había llegado hasta el recibidor y la señora Loontwill, incapaz de contener su curiosidad por más tiempo, irrumpió en la estancia como una exhalación.
Lo que se encontró fue a la mayor de sus hijas abrazada en el sofá a Lord Maccon, conde de Woolsey, junto a una mesa decorada con las carcasas de tres pollos muertos.