Por el bien de la Commonwealth
La peor pesadilla de la señorita Tarabotti sostenía en alto una botella de vidrio marrón.
Alexia estaba paralizada, incapaz de apartar la mirada de las desagradables manos del monstruo, en las que no había ni rastro de uñas.
Cerrando la puerta firmemente a sus espaldas, el hombre de la cara de cera avanzó hacia la señorita Tarabotti y Lord Akeldama, destapando la botella y vertiendo su contenido por toda la estancia. Realizaba su cometido con un cuidado infinito, como una niña esparciría pétalos de rosa por el suelo que una novia está a punto de pisar.
Un vapor invisible inundó el aire de la estancia, procedente, al parecer, de las gotas del misterioso líquido. Alexia, sin embargo, ya había reconocido aquel extraño olor: trementina.
Se tapó la nariz con los dedos de una mano y con la otra sostuvo la sombrilla en alto a modo de barrera protectora. Apenas habían pasado unos segundos, suficientes para que el cuerpo de Lord Akeldama se desplomara sobre el suelo con un sonido seco, seguido de cerca por la barra dorada de uso incierto, que ahora descansaba entre los pies de su dueño. Al parecer, entre las fuentes de información que el vampiro gustaba de consultar no se contaban los artículos médicos y científicos sobre la aplicación, uso y olor característico del cloroformo. Eso o los vampiros sucumbían a los efectos de tan potente droga antes que los preternaturales.
Alexia sintió que la cabeza le daba vueltas. No sabía cuánto tiempo más podría contener la respiración; luchó con todas sus fuerzas hasta que no le quedó otro remedio que correr hacia la puerta de la estancia en busca de aire fresco.
El hombre de la cara de cera, ajeno, al parecer, a los efectos del vapor, le cortó el paso con un rápido movimiento. La señorita Tarabotti aún recordaba de la noche anterior la velocidad con la que era capaz de moverse aquel engendro. ¿Sería un ser sobrenatural, de una especie aún desconocida? Seguramente no, teniendo en cuenta que el cloroformo no le afectaba, pero sí era más rápido que ella. Alexia se maldijo por no haber conducido la conversación con más celeridad y así poder tratar con Lord Akeldama la existencia de aquel extraño personaje. Había tenido la intención de preguntarle, pero ahora ya era demasiado tarde.
Atacó con la sombrilla haciendo uso de todas sus fuerzas. La parte superior, incluida la punta de plata, hizo contacto con el cráneo del hombre, aunque sin ninguna consecuencia evidente.
Golpeó de nuevo, esta vez por debajo del hombro, y él apartó el arma a un lado con un simple movimiento del brazo.
Alexia no pudo sino sofocar una exclamación de sorpresa. Le había golpeado con todas sus fuerzas, pero no se había oído el sonido sordo de una fractura al entrar en contacto la contera con el brazo.
El hombre de la cara de cera sonrió con la boca llena de aquellas extrañas piezas que no parecían dientes.
De pronto Alexia se dio cuenta de que había tomado aire. Demasiado tarde. Maldijo su estupidez, pero los reproches ya no le servirían para nada. Sintió cómo el olor dulzón del cloroformo le invadía la boca y llegaba, a través de la nariz y la garganta, hasta los pulmones. Maldita sea, pensó Alexia, tomando prestado uno de los reniegos favoritos de Lord Maccon.
Golpeó al hombre una última vez, más por terquedad que por otra cosa. Sabía que no conseguiría nada con ello. Sintió un extraño hormigueo en los labios; mareada y a punto de perder el equilibrio, intentó cogerse al engendro con la mano con la que sostenía la sombrilla, convencida de que la preternaturalidad era la única arma que le quedaba. Su mano se posó sobre la horrible sien del hombre, justo debajo de la V de VIXI. Tenía la piel fría y dura. No sucedió nada: ni recuperó su forma humana, ni volvió a la vida, ni le sorbió el alma. Definitivamente, no era de origen sobrenatural. Este, pensó la señorita Tarabotti, sí es un monstruo de verdad.
—Pero —susurró Alexia—, yo soy la que no tiene alma…
Y con esas palabras, dejó caer la sombrilla y se precipitó hacia las profundidades del sueño.
Lord Maccon llegó al castillo de Woolsey justo a tiempo. El carruaje enfiló el sendero adoquinado en el momento preciso que el sol se ponía tras los árboles de la zona más occidental de sus dominios.
El castillo de Woolsey se encontraba a una distancia prudencial de la ciudad; lo suficientemente lejos como para que la manada pudiese correr libremente por sus alrededores y tan cerca que podían disfrutar con frecuencia de los entretenimientos que solo una ciudad como Londres podía ofrecer. No se trataba de la fortaleza inexpugnable que cabría esperar si uno atendía a la magnificencia de su nombre; se trataba más bien de una mansión familiar de varios pisos, repleta de enormes ventanales y majestuosos contrafuertes. Su peculiaridad más destacable, y útil para una manada de semejantes dimensiones, eran las mazmorras, extensas y muy seguras, diseñadas para acomodar a un amplio número de invitados. El propietario original era conocido por su afición a la práctica de actividades más bien poco decorosas, más allá del uso arquitectónico del contrafuerte. Fuera cual fuese la causa, las mazmorras eran particularmente amplias. También era clave para la manada el gran número de habitaciones privadas por encima del nivel subterráneo, y es que el castillo de Woolsey debía dar cabida a un elevado número de residentes, entre licántropos, guardianes y sirvientes.
Lord Maccon se apeó del carruaje de un salto. Ya podía sentir el cosquilleo, el impulso carnívoro de las noches de luna llena. La brisa de última hora de la tarde traía consigo el dulce olor a presa, y cuanto más se acercaba la luna, más intensa era la necesidad de cazar, de mutilar, incluso de matar.
Un grupo de guardianes le esperaba a las puertas del castillo.
—Esta vez ha apurado usted demasiado, milord —se quejó Rumpet, el mayordomo principal, mientras recogía el abrigo de su amo.
Lord Maccon respondió con un gruñido y lanzó el sombrero y los guantes al enorme perchero que, diseñado para dicho propósito, ocupaba una esquina de la entrada.
Buscó entre los presentes a Tunstell, su ayuda de cámara personal y capitán de los guardianes del castillo.
—Tunstell, maldito jovenzuelo, infórmame —ladró Lord Maccon en cuanto localizó al muchacho, pelirrojo y desgarbado.
Tunstell se puso firme e inclinó la cabeza a modo de reverencia. Su sempiterna sonrisa dibujó dos hoyuelos idénticos en sus pecosas mejillas.
—Todos los miembros de la manada han sido debidamente contados y encerrados bajo llave, señor. Su celda le espera, señor. Creo que será mejor que lo llevemos allí cuanto antes.
—Ya estás otra vez con lo de pensar. ¿Qué te tengo dicho?
Tunstell sonrió con más descaro aún.
—Medidas cautelares, Tunstell —dijo Lord Maccon, juntando las muñecas.
La sonrisa del guardián disminuyó.
—¿Está seguro de que es necesario, señor?
El conde ya podía sentir cómo sus huesos empezaban a fracturarse.
—Maldita sea, Tunstell, ¿estás poniendo en duda mis órdenes? —La parte lógica de su cerebro que aún seguía funcionando se entristeció al oír las palabras del muchacho. Apreciaba a Tunstell, pero cada vez que creía que estaba preparado para el mordisco, el joven pelirrojo lo fastidiaba todo comportándose como un imbécil. Parecía tener suficiente alma, pero ¿tendría suficiente juicio como para convertirse en sobrenatural? El protocolo de la manada no era algo que pudiese tomarse a la ligera. Si el muchacho sobrevivía a la transformación pero insistía en su actitud caballeresca con respecto a las normas, ¿estarían sus compañeros de manada a salvo?
Rumpet acudió en ayuda del conde. Rumpet no era guardián, ni tenía intención de metamorfosearse algún día, pero disfrutaba ejecutando su trabajo con la eficiencia de un reloj. Ocupaba el puesto de mayordomo desde hacía ya muchos años, y fácilmente doblaba la edad de cualquiera de los guardianes allí presentes, además de mostrar más aptitudes que todos ellos juntos.
Actores, suspiró Lord Maccon para sus adentros. Era uno de los inconvenientes de nutrirse de dicha profesión, puesto que los hombres de teatro no siempre se caracterizaban por su sagacidad.
El mayordomo acercó una bandeja de cobre en la que descansaban unos grilletes de hierro.
—Señor Tunstell, si es usted tan amable —le dijo al joven guardián.
Tunstell, que, al igual que el resto de guardianes, ya llevaba unos grilletes propios, suspiró resignado y, recogiendo los que le ofrecía el mayordomo de la bandeja, los cerró con fuerza alrededor de las muñecas de su señor.
Lord Maccon suspiró aliviado.
—Rápido —insistió, incapaz de articular palabra alguna mientras su mandíbula se transformaba y perdía toda capacidad para la comunicación humana. El dolor era cada vez más intenso, una agonía de huesos rotos y piel arrancada a jirones a la que Lord Maccon, en toda su larga vida, aún no se había acostumbrado.
Los guardianes, formando una pequeña manada a imagen y semejanza de sus amos, rodearon al conde y lo acompañaron escaleras abajo hasta las mazmorras. Para su alivio, algunos iban armados y convenientemente protegidos. Todos llevaban alfileres de plata sujetando el pañuelo al cuello, y unos cuantos portaban incluso cuchillos de plata sujetos a la cintura. Estos últimos permanecían en la periferia del grupo, a una distancia prudencial del conde, a la espera, y con la esperanza, de que su intervención no fuese necesaria.
Las mazmorras del castillo de Woolsey estaban repletas de ocupantes, a cual más amenazante. Los más jóvenes de la manada eran incapaces de resistirse al cambio, incluso antes de la noche de luna llena, y llevaban días allí encerrados. El resto habían ocupado sus respectivas celdas aquella misma tarde, minutos antes de que el sol desapareciera por poniente. Solo Lord Maccon poseía la fuerza suficiente para permanecer aún fuera de su celda.
El profesor Lyall estaba en una esquina de su celda, sentado apaciblemente en un pequeño taburete de tres patas y ataviado únicamente con sus ridículas optifocales. Intentaba retrasar la transformación, inmerso en la lectura del periódico de la tarde. Casi todos los miembros de la manada se dejaban llevar por el influjo de la luna, pero Lyall siempre se resistía hasta el último momento, poniendo a prueba su voluntad frente a la inevitabilidad de la luna llena. A través de los gruesos barrotes de la celda de su beta, Lord Maccon pudo constatar que la columna del profesor ya se había deformado hacia fuera, adoptando un ángulo que difícilmente podía ser humano. Tenía también el cuerpo cubierto de pelo, demasiado para cualquier acto social más allá de la lectura del periódico en la privacidad de su propia… prisión.
El profesor observó a su alfa por encima de las lentes; sus ojos eran completamente amarillos.
Lord Maccon, con las manos esposadas y en alto, ignoró la mirada de su beta, sospechando que, si su mandíbula no se hubiese transformado ya, le habría hecho algún comentario vergonzoso sobre Alexia.
El conde siguió avanzando por el pasillo. Los miembros de la manada se iban calmando a su paso, movidos por el instinto ante la visión del alfa. Muchos doblaron las patas delanteras en una especie de reverencia, y uno o dos rodaron sobre sus espaldas, exponiendo humildemente sus vientres. Incluso bajo el potente influjo de la luna, reconocían la presencia dominante del conde. No querían hacer nada que pudiese ser entendido como un desafío. Lord Maccon no toleraría desobediencia alguna, menos en una noche como aquella, y ellos lo sabían.
El conde entró en su celda. Era la más grande y también la más segura, completamente vacía a excepción de unas cadenas y sus respectivos cerrojos. Nada estaba a salvo cuando se transformaba, ni un taburete, ni siquiera un periódico, solo la piedra, el metal y el vacío.
Los guardianes cerraron la puerta y la aseguraron con tres vueltas de llave. Luego se colocaron frente a ella, aunque al otro lado del pasillo, para estar lejos del alcance del conde. Al menos en esto seguían sus órdenes hasta el último detalle.
La luna apareció sobre la línea del horizonte. Algunos miembros de la manada, los más jóvenes, empezaron a aullar.
Lord Maccon sintió cómo sus huesos se rompían por completo y luego se volvían a soldar, la piel se estiraba y se encogía, los tendones se realineaban y el cabello desaparecía para convertirse en un frondoso pelaje animal. Su sentido del olfato se agudizó hasta tal punto que percibió el olor de algo familiar disperso en el viento que recorría los jardines del castillo.
Los miembros más longevos de la manada completaron la transformación al mismo tiempo que su alfa. La mazmorra se inundó de gruñidos y lamentos mientras afuera los últimos restos del día desaparecían. Sus cuerpos siempre sobrevivían a la transformación, haciendo que el dolor fuese aún más insoportable. Con la carne apenas unida por los últimos jirones del alma, toda sensibilidad acababa convertida en frenesí. Sus aullidos eran el grito sediento de sangre del condenado.
Todo el que los escuchaba no podía hacer otra cosa que caer presa del pánico, fuese vampiro, fantasma, humano o animal. Poco importaba esto último; un licántropo libre de sus grilletes estaba dispuesto a matar indiscriminadamente. En las noches de luna llena, de luna sangrienta, lo importante no era la necesidad, ni siquiera la capacidad de elección. Simplemente ocurrían, sin que nadie pudiese hacer nada para dominarlas.
Sin embargo, cuando Lord Maccon alzó su hocico para aullar, el suyo no fue un grito de ira descontrolada. El tono grave de su voz transmitía una pena inconmensurable, puesto que al fin había reconocido el olor que se colaba entre los muros del castillo hasta la mazmorra. Demasiado tarde para decir algo con su voz humana. Demasiado tarde para alertar a sus guardianes.
Conall Maccon, conde de Woolsey, se abalanzó contra los barrotes de su celda, gritando con todas sus fuerzas los últimos vestigios de su humanidad: no para matar, ni para liberarse, sino para proteger.
Demasiado tarde.
La brisa traía consigo el olor dulzón de la trementina, y cada vez estaba más cerca.
El cartel que colgaba sobre la puerta del Club Hypocras rezaba PROTEGO RES PUBLICA en grandes letras sobre fondo de mármol traído directamente desde Italia. La señorita Tarabotti, atada, amordazada y porteada por dos hombres —uno sujetándola por los hombros, el otro por los pies—, leyó las palabras en posición invertida. Le dolía la cabeza por culpa de la exposición al cloroformo, de modo que necesitó unos segundos para traducir la frase.
Finalmente, dedujo su significado: proteger el bien común, el lema de la Commonwealth.
Vaya, pensó, no sé por qué no me lo creo. No me siento especialmente protegida.
La inscripción estaba flanqueada a ambos lados por una especie de emblema. ¿Un pulpo tal vez? ¿Un pulpo fabricado en latón?
La señorita Tarabotti no se sorprendió al descubrir que su destino final era el Club Hypocras. Recordaba a su hermana Felicity leyendo en voz alta el anuncio que el Post había publicado al respecto, en el que se detallaba «la fundación de un establecimiento innovador pensado para caballeros con inquietudes científicas». Ahora todo encajaba. Al fin y al cabo, había sido durante el baile de la duquesa, puerta con puerta con el nuevo club, cuando había acabado con la vida de aquel vampiro misterioso que había sido el punto de partida de todo. El círculo se cerraba. Y, con tanto cloroformo de por medio, necesariamente tenía que haber científicos implicados en semejante embrollo.
¿Habrá llegado Lord Maccon a las mismas conclusiones?, se preguntó Alexia. ¿Sospechaba únicamente del club o también estaba implicada la Royal Society? Imaginaba que las sospechas del conde no llegaban tan lejos.
Sus captores la llevaron hasta una pequeña estancia con forma de jaula y una puerta de rejilla como un acordeón. Consiguió mover la cabeza a un lado, lo suficiente para ver la silueta morada de Lord Akeldama recibiendo el mismo trato vejatorio que ella: transportado sobre el hombro de un desconocido como un trozo de carne y encerrado en aquel minúsculo espacio junto a ella.
Al menos, se dijo la señorita Tarabotti, seguimos juntos.
El hombre de la cara de cera, que para su desgracia seguía presente, no participó directamente en el transporte de los dos prisioneros. Cerró la puerta del cubículo y accionó una especie de manivela que sobresalía de una de las paredes. A continuación, sucedió algo cuanto menos peculiar. La pequeña estancia inició un lento descenso con ellos todavía dentro. Era como caer poco a poco, y el estómago de Alexia, combinando el desplazamiento con el bonus añadido del cloroformo, no se mostró particularmente emocionado con la experiencia.
Una náusea sacudió su cuerpo y tuvo que reprimir las ganas de vomitar.
—A esta no le gusta nuestra cámara de ascensión —se burló el hombre que la sujetaba por los pies, riéndose de ella sin el menor pudor.
Uno de sus compañeros secundó la afirmación de su compañero con un gruñido.
A través de la rejilla, una Alexia anonadada por los acontecimientos vio cómo la primera planta del club se desvanecía ante sus ojos y el suelo se elevaba, seguido por los cimientos del edificio, un nuevo techo y, finalmente, los muebles y el suelo de una de las cámaras bajo tierra. A pesar de las circunstancias, aquella era una experiencia que Alexia difícilmente olvidaría.
El cubículo se detuvo en seco. Desgraciadamente, el estómago de la señorita Tarabotti aún tardó unos segundos más en reunirse con el resto de su cuerpo. Los captores abrieron la verja, sacaron a la pareja y los dejaron uno al lado del otro sobre una alfombra oriental en el centro de un recibidor de proporciones considerables. Uno de ellos se permitió la precaución de sentarse en las piernas de Lord Akeldama, a pesar de que el vampiro aún dormía. A Alexia, sin embargo, no le concedieron el mismo nivel de consideración.
Un hombre, sentado cómodamente en una butaca de piel marrón y tachuelas plateadas y fumando de una gran pipa de marfil, se puso en pie y se acercó a los prisioneros recién llegados para observarlos de cerca.
—¡Un trabajo excelente, caballeros! —Mordió la boquilla de la pipa y se frotó las manos con entusiasmo—. Akeldama, según los archivos del ORA, es uno de los vampiros más longevos de Londres. Junto a una de sus reinas, su sangre debería ser una de las más potentes que hayamos analizado hasta el momento. Estamos en pleno proceso de exanguinación transversal, así que por el momento lo reservaremos para más adelante. ¿Y qué es esto? —preguntó, volviéndose para mirar a Alexia.
Había algo familiar en la forma de su rostro, aunque desde el ángulo en el que se encontraba, Alexia apenas podía intuir una sombra. Una sombra que también se le antojaba conocida. ¡El hombre del carruaje! La señorita Tarabotti a punto había estado de olvidarse de él tras sus recientes encuentros con el monstruo de la cara de cera.
Él, sin embargo, no la había olvidado.
—Y bien, ¿qué sabéis de esta? No deja de aparecer cada dos por tres, ¿verdad? —Expulsó una bocanada de humo a través de la pipa—. Primero visitando la colmena de Westminster y ahora sorprendida en la augusta compañía del espécimen Akeldama. ¿Cómo encaja ella en todo esto?
—Aún no lo sabemos, señor. Tendremos que consultar los archivos. No es un vampiro: no tiene ni los colmillos ni la protección propios de una reina. Lo que sí tenía eran dos vampiros guardaespaldas siguiéndola de cerca.
—Ah, eso, ¿y bien?
—Los hemos eliminado, por supuesto. Podrían ser agentes del ORA; difícil de saber en los tiempos que corren. ¿Qué quiere que hagamos mientras tanto?
Tres bocanadas consecutivas.
—Encerradla también. Si no averiguamos cómo encaja en nuestras investigaciones, la obligaremos a que nos lo explique ella misma. Me duele hacerle eso a una mujer, claro está, pero es evidente que está confraternizando con el enemigo, y en ocasiones es necesario hacer sacrificios.
La señorita Tarabotti estaba confusa entre tanto jugador y las extrañas reglas de su juego. Aquellos hombres parecían desconocer quién, o mejor dicho, qué era ella. Y, sin embargo, eran los mismos que habían intentado secuestrarla, enviando al hombre de la cara de cera en medio de la noche hacía apenas unas horas. A menos, claro está, que existieran dos hombres de la cara de cera en Londres y ambos fuesen tras ella. Alexia se estremeció ante semejante ocurrencia. Debían de haber conseguido la dirección de su casa de los archivos del ORA. Ahora, en cambio, parecían desconocer su verdadera identidad. Era como si para ellos Alexia fuese dos personas a la vez, la mujer que no dejaba de entrometerse en sus planes y la señorita Alexia Tarabotti, preternatural para más señas, que aparecía en los archivos del ORA.
De pronto recordó que, por motivos de seguridad, el ORA no conservaba retratos en sus archivos. El suyo, por ejemplo, contenía únicamente palabras, notas y descripciones breves, la mayoría codificadas. Sus raptores aún no habían llegado a la conclusión de que ella era Alexia Tarabotti porque no conocían el aspecto físico de esta, a excepción del hombre de la cara de cera, que había visto su rostro a través de la ventana de su dormitorio. Alexia se preguntaba por qué no había desvelado su secreto.
La pregunta quedó sin respuesta. Los matones, obedeciendo las órdenes del desconocido que parecía estar al mando, la izaron del suelo y la sacaron de la sala, seguida de cerca por el cuerpo inerte de Lord Akeldama.
—Y ahora, ¿dónde está mi precioso bebé? —exclamó la voz del hombre de las sombras mientras abandonaban la estancia—. Ah, ¡aquí está! ¿Y cómo se ha portado en su última salida? ¿Bien? Claro que sí, querido mío. —Y sus palabras degeneraron al latín.
La señorita Tarabotti fue llevada a lo largo de un estrecho pasillo, con las paredes pintadas de blanco y numerosas puertas a cada lado, del estilo de las que se utilizaban en las instituciones mentales. La luz procedía de unas lámparas de aceite colocadas sobre pequeños pedestales dispersas entre las puertas. Todo recordaba a la liturgia propia de un ritual, como una especie de antiguo asentamiento dedicado al culto a los dioses. Los picaportes de las puertas tenían forma de pulpo, y lo mismo sucedía con las lámparas.
Avanzaron hasta llegar a unas escaleras; bajaron una planta hasta llegar a un pasillo con más puertas y más lámparas, idéntico al primero.
—¿Dónde los dejamos? —preguntó uno de los hombres—. Queda poco espacio desde que hemos vampirizado las operaciones, por llamarlo de algún modo.
Los otros tres rieron la broma absurda de su compañero.
—Pongámoslos en la celda del fondo. No importa si los dejamos juntos; los médicos pronto se llevarán a Akeldama para procesarlo. Los batas grises llevan tiempo esperando a ponerle las manos encima.
Uno de los matones se pasó la lengua por los labios.
—Nos pagarán con creces por esta operación de recogida.
La afirmación fue recibida con murmullos de asentimiento.
Llegados a la última puerta del pasillo, uno de los hombres descorrió la sección con forma de pulpo del tirador, revelando una gran cerradura. Abrieron la puerta de la estancia y, sin demasiadas ceremonias, depositaron en su interior a la señorita Tarabotti y la forma supina de Lord Akeldama. Alexia aterrizó sobre el costado y tuvo que reprimir un grito de dolor. Cerraron la puerta y Alexia aún pudo escuchar la conversación mientras se alejaban.
—Parece que los experimentos serán todo un éxito, ¿eh?
—No lo creo.
—¿Qué nos importa a nosotros mientras nos paguen bien?
—Tienes toda la razón.
—¿Sabéis qué pienso? Que…
Y sus voces fueron perdiendo fuerza hasta desvanecerse en el espeso silencio de aquel sótano.
La señorita Tarabotti permaneció tumbada en el suelo con los ojos abiertos de par en par, estudiando la estancia en la que se encontraba. Sus pupilas necesitaron unos segundos para ajustarse a la oscuridad, puesto que allí no había lámparas de aceite ni ninguna otra fuente de luz. La celda no tenía barrotes, solo una puerta maciza sin maneta por la parte interior, y se parecía más a un armario que a una prisión. En cualquier caso, Alexia estaba segura de que aquello era precisamente eso, una prisión. No tenía ventanas, ni muebles, ni una triste alfombra, ni nada que pudiese catalogarse como decoración; solo Lord Akeldama y ella.
De pronto alguien se aclaró la garganta.
No sin ciertas dificultades, puesto que seguía atada de pies y manos, y tanto corsé como polisón no eran las prendas más adecuadas en sus circunstancias, la señorita Tarabotti se giró como pudo hasta quedar frente a frente con Lord Akeldama.
Los ojos del vampiro estaban abiertos y la observaban fijamente. Era como si intentara comunicarse con ella utilizando únicamente el poder de una mirada.
Desgraciadamente, Alexia y el vampiro no hablaban el mismo idioma.
Lord Akeldama reptó lentamente hacia ella con la gracia de una enorme serpiente púrpura, el terciopelo de su hermoso abrigo lo suficientemente resbaladizo como para ayudarle en el proceso. Cuando al final llegó hasta ella, se dio la vuelta y le mostró las ataduras de las manos hasta que la señorita Tarabotti comprendió lo que pretendía su amigo.
También ella se dio la vuelta y, reptando hacia abajo, presionó la cabeza contra sus manos. El vampiro consiguió desatar la mordaza con la que le habían tapado la boca con la punta de los dedos. Sin embargo, tanto manos como piernas estaban atadas con grilletes de metal, demasiado sólidos incluso para un vampiro.
Con gran dificultad, lograron cambiar de nuevo posiciones para que la señorita Tarabotti pudiera desatar la mordaza de Lord Akeldama. Ahora podrían hablar.
—Bien —dijo Lord Akeldama—, en menudo lío nos hemos ido a meter. Creo que esos truhanes acaban de arruinar una de mis mejores chaquetas de noche. Cómo se atreven a semejante vejación. Era una de mis favoritas. Siento haberte arrastrado conmigo, querida, casi tanto como a la chaqueta.
—Oh, no diga estupideces. Aún me da vueltas la cabeza del cloroformo, y lo que menos me conviene ahora mismo es que encima usted me venga con estupideces —se quejó la señorita Tarabotti—. Difícilmente podríamos analizar esta situación y llegar a la conclusión que todo es culpa suya.
—Pero me buscaban a mí. —En la oscuridad de la estancia, Lord Akeldama parecía sentirse verdaderamente culpable, aunque también podría tratarse de una malinterpretación fruto de las sombras.
—Quizás también me habrían estado buscando a mí si conociesen mi nombre —insistió la señorita Tarabotti—, así que no insistamos en el tema.
El vampiro asintió.
—Bien, mi querido ranúnculo —dijo—, sugiero que conservemos ese nombre tuyo en secreto mientras sea posible.
Alexia sonrió.
—No creo que le resulte una tarea difícil. De todas formas, nunca me llama por mi verdadero nombre.
Lord Akeldama se rio.
—Cierto, cierto.
—Quizás no tengamos que preocuparnos con subterfugios inútiles —dijo Alexia, frunciendo el ceño—. El hombre de la cara de cera lo sabe. Me vio en el carruaje frente a la colmena de Westminster, y también en la ventana de mi habitación la noche en que pretendían abducir a una conocida preternatural. Pronto sumará dos más dos y se dará cuenta de que soy la misma persona.
—Yo no estoy tan convencido, mi hermosa gota de rocío —respondió Lord Akeldama, seguro de sus palabras.
Alexia cambió de postura, tratando de aliviar el dolor que le atenazaba las muñecas.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó, sorprendiéndose de la seguridad que irradiaba el vampiro.
—El hombre de la cara de cera, como tú lo llamas, no puede decirle nada a nadie. No tiene voz, pequeño tulipán, ni siquiera un hilillo.
Alexia entornó los ojos.
—¿Sabe qué clase de criatura es? ¡Dígamelo! No es sobrenatural, de eso estoy segura.
—No es un él, es un ello, mi querida luciérnaga. Y sí, sé qué es. —Lord Akeldama se mostraba reservado, como siempre que jugaba ausente con el alfiler de su pañuelo. Puesto que sus manos seguían atadas a la espalda, y alguien le había quitado el alfiler, no podía hacer nada para enfatizar la expresión, aparte de fruncir los labios.
—¿Y bien? —insistió Alexia, incapaz de contener la curiosidad.
—«Homunculus simulacrum» —dijo finalmente Lord Akeldama.
La señorita Tarabotti observó al vampiro sin comprender.
El vampiro suspiró.
—¿Un lusus naturae?
Alexia decidió que estaba jugando con ella y lo fulminó con la mirada.
—Una criatura sintética creada a partir de la ciencia, un hombre artificial y alquímico…
La señorita Tarabotti se estrujó el cerebro hasta encontrar finalmente la palabra que una vez había leído en un texto sobre religión en uno de los libros de su padre.
—¿Un autómata?
—¡Exacto! Han existido desde siempre.
La boca generosa de la señorita Tarabotti se abrió de par en par. Siempre había creído que no eran más que criaturas de leyenda, como los unicornios: monstruos surgidos de la química más ficticia. La parte más científica de su intelecto estaba profundamente intrigada.
—Pero ¿de qué está hecho? ¿Cómo funciona? ¡Parece tan vivo!
Lord Akeldama se mostró ofendido de nuevo por la poco apropiada elección de palabras.
—Se mueve, está animado y activo, sí. Pero, mi querida campanilla, vivo no es la palabra que mejor lo define.
—Sí, pero ¿cómo es posible?
—Quién sabe qué oscura ciencia ha sido necesaria para su creación —quizás un esqueleto de metal o un motor eteromagnético o de vapor. Tal vez está hecho de piezas de relojería. No soy ingeniero, de modo que desconozco los detalles del proceso.
—Pero ¿por qué querría alguien crear semejante criatura?
—¿Me pides que te explique las decisiones de un científico? Si ni siquiera sé cómo expresarlas con palabras, pétalo de petunia. Tu amigo parece ser el sirviente perfecto: incansable y leal hasta las últimas consecuencias. Claro que con una inteligencia como la suya, las órdenes han de ser muy precisas.
—Sí, sí, pero ¿cómo acabamos con él? —interrumpió Alexia, deseando llegar al quid de la cuestión. Ciertamente adoraba a Lord Akeldama, a pesar de la tendencia de este hacia el continuo desvarío.
Lord Akeldama la miró con un destello de reproche en los ojos.
—No tengas tanta prisa, querida. Todo en su debido momento.
—Para usted es fácil de decir —murmuró Alexia—. Es un vampiro; si algo tiene, es tiempo.
—Pues parece que ya no es así. Cariño, debo recordarte que esos hombres volverán a por mí en cualquier momento, o eso parecía a juzgar por sus palabras.
—Ha estado despierto durante todo el trayecto. —De algún modo, a la señorita Tarabotti no le sorprendió la noticia.
—Me desperté en el carruaje de camino hacia aquí. Fingí dormir, puesto que no ganaba nada alertándolos de mi estado consciente, y de este modo conseguí recabar informaciones ciertamente interesantes, aunque, por desgracia, ninguna relevante para nuestro estado. Esos… —se detuvo, buscando la palabra adecuada para describir a los hombres responsables de su secuestro—… degenerados son simples esbirros. Solo saben qué han de hacer, no por qué. Lo mismo que con el autómata. No parecían muy interesados en debatir sobre el tema, sea lo que sea, entre ellos. Pero, mi hermosa caléndula…
—Por favor, milord, no es mi intención ser grosera —le interrumpió de nuevo la señorita Tarabotti—, pero ¿y el Homunculus simulacrum?
—Tienes toda la razón, querida. Si he de ausentarme en breve, será mejor que tengas toda la información posible. Según mi propia experiencia, más bien limitada, no se puede matar a un autómata. Porque ¿cómo acabar con la vida de algo que en realidad carece de ella? Sin embargo, sí se puede desanimar a un Homunculus simulacrum.
La señorita Tarabotti, que desde el primer encuentro con el repulsivo ser de aspecto ceroso había desarrollado tendencias ciertamente homicidas, preguntó impaciente:
—¿Cómo?
—Bueno —respondió Lord Akeldama—, la activación y el control del sujeto se lleva a cabo mediante una palabra o frase. Si se consigue dar con la forma de deshacer dicha frase, puede detenerse su funcionamiento, como en una muñeca mecánica.
—¿Una palabra como VIXI? —sugirió Alexia.
—Probablemente. ¿Dónde la has visto?
—Escrita en su frente con alguna clase de polvo de color negro.
—Virutas de hierro magnetizadas, me atrevería a afirmar, alineadas con el campo magnético de su motor interno, posiblemente gracias a una conexión etérica. Debes encontrar la forma de deshacerla.
—¿Deshacer el qué? —preguntó Alexia.
—La inscripción, el VIXI.
—Ah —dijo ella, fingiendo que entendía lo que su amigo le estaba diciendo—. ¿Así de sencillo?
Lord Akeldama le sonrió en la oscuridad de la celda.
—Creo que me confundes con una alondra, querida mía. Siento decir que no sé nada más al respecto. Nunca he tenido que enfrentarme a un Homunculus simulacrum en persona. La alquimia nunca ha sido mi fuerte.
Alexia se preguntó cuál era su fuerte, pero prefirió no preguntar.
—¿Qué más cree que están haciendo en este extraño lugar? Además de fabricar un autómata.
El vampiro se encogió de hombros todo cuanto pudo, teniendo en cuenta que tenía las manos esposadas.
—Sea lo que sea, incluye la experimentación con vampiros, probablemente un intento de forzar la metamorfosis. Empiezo a sospechar que aquel errante que mataste… ¿cuándo fue?, ¿hace una semana más o menos?…, no era de origen sobrenatural sino que había sido fabricado como se fabrica una falsificación.
—También han desaparecido licántropos. El profesor Lyall lo ha descubierto recientemente —le dijo Alexia.
—¿De veras? No sabía nada al respecto. —Lord Akeldama parecía más decepcionado con sus propias habilidades que sorprendido por las noticias—. Parece razonable; el mismo proceso podría ser válido para las dos vertientes de la existencia sobrenatural. De lo que sí puedes estar segura es de que ni siquiera estos científicos son capaces de encontrar la forma de diseccionar a un fantasma, no digamos ya reproducirlo. La cuestión es, ¿qué hacen con nosotros al final?
La señorita Tarabotti se encogió de hombros, recordando las palabras de la condesa Nadasdy sobre la escasa longevidad de los nuevos vampiros.
—Sea lo que sea, estoy segura de que no es nada agradable.
—No —convino Lord Akeldama—. No, no debe serlo. —Guardó silencio durante unos segundos y luego añadió—: Mi querida jovenzuela, ¿puedo preguntarte algo con total seriedad?
Alexia arqueó las cejas.
—No lo sé. ¿Puede? No le creía capaz de ponerse serio, milord.
—Ah, sí, esa es una concepción de mi persona que he cultivado con los años. —El vampiro se aclaró la garganta—. Pero permíteme que esta vez ponga todo mi empeño en ello. Parece poco probable que sobreviva a esta pequeña desgracia nuestra. Pero si lo hago, me gustaría pedirte un favor.
La señorita Tarabotti no sabía qué decir. De pronto, su vida se le antojaba inhóspita y desoladora sin un Lord Akeldama que le diera color. Le impresionaba la paz con la que parecía haber aceptado su inminente desaparición. Imaginó que después de tantos siglos, la muerte dejaba de ser un tránsito temido.
—Ha pasado mucho, mucho tiempo desde la última vez que sentí la caricia del sol —continuó él—. ¿Crees que podrías despertarme una tarde tocándome para que pudiese ver una última puesta de sol?
La señorita Tarabotti se conmovió ante semejante demanda. Se trataba de un esfuerzo ciertamente peligroso para él, puesto que tendría que confiar ciegamente en que no lo soltaría en ningún momento. Si dejaban de estar en contacto, aunque fuese por poco tiempo, el vampiro se inmolaría al instante.
—¿Está seguro?
Lord Akeldama respondió como quien da una bendición.
—Totalmente.
Justo en aquel preciso instante, se abrió la puerta de la celda y uno de los matones se cargó el cuerpo de Lord Akeldama al hombro sin demasiados miramientos.
—¿Me lo prometes? —dijo el vampiro, colgando boca abajo.
—Lo prometo —respondió la señorita Tarabotti, deseando poder cumplir con su palabra en un futuro.
Y sin mediar más palabra, Lord Akeldama abandonó la estancia a hombros de uno de los esbirros. Otro se ocupó de cerrar la puerta y echar el cerrojo, dejando a Alexia a oscuras con la única compañía de sus pensamientos, particularmente molesta consigo misma por no haber preguntado por los pulpos de latón presentes por todas partes.