Entre máquinas
A la señorita Tarabotti no se le ocurrió nada mejor que hacer que mover las manos y los pies con el objetivo de mantener la circulación de la sangre activa a pesar de los grilletes. Y así estuvo, simplemente moviéndose, durante lo que se le antojaron siglos. Empezaba a creer que se habían olvidado de ella, puesto que nadie vino a verla ni a mostrar interés alguno por su estado físico. Estaba bastante incómoda: corsés, polisones y otros aparejos propios del vestuario de una dama no habían sido diseñados para yacer atada sobre el duro pavimento. Cambió de posición, suspiró y observó detenidamente el techo de la celda, tratando de pensar en cualquier cosa que no fuese Lord Maccon, su más reciente dolor de cabeza, o Lord Akeldama y su presente estado. Lo cual significaba que solo le quedaba reflexionar sobre la compleja situación del último proyecto de bordado de su madre, una tortura ciertamente peor que cualquiera que sus captores pudiesen administrarle.
Afortunadamente, se libró de sus sádicas meditaciones gracias al sonido de dos voces en el pasillo, frente a su celda. Las dos le resultaron vagamente familiares. La conversación, cuando la proximidad le permitía escuchar los particulares, recordaba al tono distendido de las visitas guiadas en los museos.
—Debe comprender que para acabar con la amenaza sobrenatural, primero debemos comprenderla. Las últimas investigaciones del profesor Sneezewort han demostrado… Ah, en esta celda tenemos a otro vampiro errante: un fantástico ejemplar de Homo sanguis, aunque demasiado joven para la exanguinación. Desgraciadamente, desconocemos cuáles pueden ser sus orígenes o a qué colmena puede haber pertenecido. Es el triste resultado de tener que confiar casi exclusivamente en especímenes descastados. Pero, como comprenderá, aquí en Inglaterra los miembros de las colmenas suelen ser públicamente conocidos y demasiado vigilados. Nos está costando convencer a este para que hable. Lo hemos traído de Francia, ¿sabe?, y desde entonces no está demasiado en sus cabales. Parece ser que extraer a un vampiro de su área de localización inmediata puede provocarle serios daños, tanto físicos como mentales: temblores, desorientación, demencia… Aún no hemos determinado la matemática concreta de dicha distancia, o si el agua puede ser un factor clave, pero promete ser una rama de la investigación ciertamente fascinante. Uno de nuestros investigadores más jóvenes y entusiastas ha centrado sus investigaciones en este espécimen, y los resultados hasta el momento son muy interesantes. Está intentando convencernos para que organicemos una expedición colectiva al otro lado del Canal, hasta los confines más remotos de la Europa del Este. Creo que pretende obtener especímenes de origen ruso, pero por el momento preferimos pasar inadvertidos. Estoy seguro de que es de la misma opinión. Y, claro está, también hemos de considerar los costes.
—Me parece fascinante —respondió la segunda voz de hombre—. Algo había oído acerca del carácter territorial de la psicología vampírica, aunque desconocía las repercusiones fisiológicas. Me gustaría leer las conclusiones del estudio una vez hayan sido publicadas. ¿Qué nueva gema guarda en esta última celda?
—Ah, estaba ocupada por Lord Akeldama, uno de los vampiros más longevos de todo Londres. Su captura esta misma tarde ha sido todo un éxito, pero ya está en la mesa de exanguinación, de modo que, por el momento, ahí solo está nuestra pequeña sorpresa.
—¿Una sorpresa? —repitió la segunda voz intrigada.
La señorita Tarabotti seguía sin determinar por qué aquella voz le resultaba tan familiar.
—Pues sí —respondió la primera—, una joven soltera de buena familia que ha aparecido insistentemente durante el curso de las investigaciones. Después de tantas intromisiones, decidimos traerla aquí.
La segunda voz parecía escandalizada.
—¿Han encarcelado a una dama?
—Desgraciadamente, no nos ha dejado otra opción. Y sigue siendo un misterio. —El primer hombre parecía molesto y emocionado al mismo tiempo—. ¿Le gustaría conocerla? —continuó—. Quizás nos ayude a desentrañar el misterio. Al fin y al cabo, su enfoque del problema sobrenatural es único e innovador; valoraríamos enormemente su contribución.
El segundo hombre se mostró encantado.
—Sería un honor para mí resultar útil. Es usted muy amable.
La señorita Tarabotti frunció el ceño, más frustrada por momentos por su propia incapacidad para situar la voz del segundo hombre. Había algo extraño en su acento, pero ¿qué? Afortunadamente (o, en el caso que nos ocupa, más bien al contrario), no tuvo que vivir con la duda mucho más tiempo.
La puerta de aquel armario que era su celda se abrió.
La señorita Tarabotti cerró los ojos y apartó la cara de la cegadora luz que entraba desde el pasillo.
Alguien sofocó una exclamación de sorpresa.
—Pero… ¡señorita Tarabotti!
Alexia entornó los ojos, tratando de adivinar las facciones de aquellos dos hombres cuyas siluetas se recortaban contra las luces de aceite del pasillo. Al fin sus ojos se adaptaron a la claridad vacilante de la celda; retorciéndose como pudo, intentó adoptar una posición más elegante hasta dar con el ángulo que le permitió ver a sus visitantes con mucha más claridad.
Uno era el hombre misterioso que había tratado de capturarla en el carruaje y, por primera vez en su desagradable relación, su rostro no se escondía entre las sombras. Era él quien representaba el papel de guía turístico. Ver por fin su rostro resultó ser una experiencia completamente insatisfactoria. Alexia había imaginado unas facciones terribles, propias de alguien malvado, pero la realidad era bien distinta. No había nada especial en él, aparte de unas patillas canosas, unos carrillos excesivos y un par de ojos azules y llorosos. Qué menos que alguna clase de cicatriz, cuanto más dramática mejor. Pero allí estaba su némesis, de pie frente a ella, y resultaba ser un sujeto de lo más ordinario.
El otro hombre era más rollizo, llevaba gafas y vivía bajo la amenaza alopécica de unas pronunciadas entradas. El suyo era un rostro que Alexia conocía suficientemente bien.
—Buenas noches, señor MacDougall —le saludó Alexia. Incluso en aquella posición, no había motivo para no ser educado—. Me alegro de verle de nuevo.
El joven científico, con una exclamación de profunda sorpresa, se arrodilló de inmediato junto a ella y la ayudó a sentarse en el suelo, disculpándose profusamente por tener que manosear a la pobre Alexia.
A la señorita Tarabotti parecía no importarle, puesto que, una vez incorporada, había recuperado gran parte de su dignidad. También se alegró de saber que el señor MacDougall no había tenido nada que ver en su abducción. Algo así le dolería enormemente, puesto que le gustaba el carácter del joven y no quería pensar mal de él. En ningún momento dudó de que su sorpresa y la preocupación posterior fuesen genuinas. Tal vez, se dijo Alexia, si actuaba con astucia conseguiría aprovecharse de su presencia allí.
De pronto pensó en el estado ruinoso en que debía encontrarse su pelo y sintió vergüenza. Sus captores le habían arrebatado la cinta del pelo y también las dos horquillas, una de madera y la otra de plata. Sin ellas, la oscura cabellera se precipitaba salvaje sobre los hombros, formando gruesos rizos. Alexia levantó un hombro y luego lo echó hacia atrás con la intención de quitarse el pelo de la cara. Lo que no sabía era cuánto le favorecía la melena suelta combinada con la fuerza de sus rasgos, los labios anchos y generosos y el color oscuro de su piel.
Muy italiana, pensó el señor MacDougall para sus adentros, olvidándose por un instante de su preocupación por el bienestar de la joven. Y es que, además de preocupado, se sentía culpable, puesto que si la señorita Tarabotti se había visto envuelta en semejante embrollo había sido por su culpa. ¿Acaso no había alentado su interés por lo sobrenatural durante su paseo en coche? ¡Ella, una joven de buena familia! ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo podía haber hablado de forma tan abierta de temas estrictamente científicos? Una mujer del calibre de la señorita Tarabotti no se contentaba con dejar morir un tema, si realmente sentía curiosidad por él. Solo podía ser culpa suya que la joven hubiese acabado encarcelada.
—¿Conoce a esta joven? —preguntó el otro hombre, sacando una pipa y una cajita de terciopelo con tabaco picado en su interior. En la tapa de la caja había un pulpo grabado en la tela, de hilo dorado sobre un fondo marrón chocolate.
El señor MacDougall levantó la mirada desde donde se encontraba arrodillado.
—Por supuesto que sí. Se trata de la señorita Alexia Tarabotti —respondió el americano antes de que Alexia pudiese detenerlo.
Santo Dios, pensó, ahora sí que se ha destapado el pastel definitivamente.
El señor MacDougall siguió hablando. Sus mejillas habían adoptado un intenso rubor rosado y de su ceja colgaba una gota de sudor.
—¡Tratar a una dama de la posición de la aquí presente de esta manera! —exclamó—. Es muy grave, no solo para el honor de este club, sino para la comunidad científica al completo. ¡Quítele los grilletes cuanto antes! Debería avergonzarse.
¿Cómo rezaba el dicho?, se preguntó Alexia. Ah, sí, «descarado como un americano». Al fin y al cabo, de algún modo se habían ganado la independencia, y no precisamente siendo amables.
El hombre de las patillas grises llenó la pipa de tabaco y se asomó al pasillo para encenderla con la llama de una lámpara de aceite.
—¿De qué me suena ese nombre? —Se dio la vuelta y aspiró una calada de humo, que llenó el reducido espacio de la celda de un intenso olor a vainilla—. ¡Pues claro! ¡Los archivos del ORA! ¿Me está diciendo que esta es Alexia Tarabotti? —Se sacó la pipa de la boca y señaló a Alexia con el mango para dar más énfasis a sus palabras.
—La única señorita Tarabotti que he tenido el gusto de conocer en su país, al menos por el momento —respondió el señor MacDougall con un tono de voz demasiado grosero, incluso tratándose de un americano.
—Por supuesto. —El hombre de las sombras sumó dos y dos en su cabeza—. Eso lo explica todo: su relación con el ORA, la visita a la colmena ¡y su asociación con Lord Akeldama! —Se volvió hacia Alexia y la observó con gesto severo—. Nos ha traído usted de cabeza, jovencita. —Luego centró su atención de nuevo en el señor MacDougall—. Sabe qué es, ¿verdad?
—¿Quiere decir aparte de una mujer esposada? Lo cual, insisto, no debería ser así. Señor Siemons, ¡deme las llaves ahora mismo!
La señorita Tarabotti estaba impresionada ante la insistencia del joven científico americano. Nunca lo hubiese imaginado.
—Ah, sí, por supuesto —dijo el señor Siemons. Por fin, el hombre de las sombras tenía un nombre de verdad. Se inclinó hacia atrás y, asomando la cabeza por la puerta de la celda, gritó unas palabras que Alexia no logró entender. Luego se acercó y se agachó junto a ella. Le sujetó el rostro con bastante rudeza para obligarla a levantar la cabeza y poder ver así la cara de la joven, sin dejar de fumar y expulsando el humo en su cara.
Alexia tosió intencionadamente.
El señor MacDougall, por su parte, observaba la escena anonadado.
—De verdad, señor Siemons, ¡su comportamiento es inaceptable!
—Increíble —dijo el interesado—. Parece completamente normal. Uno nunca lo diría a simple vista, ¿no le parece?
El señor MacDougall finalmente superó sus instintos más caballerosos, al menos lo suficiente para que la zona más científica de su mente tomara parte en la conversación.
—¿Por qué no debería serlo? —preguntó, debatiéndose entre la duda y el miedo.
El señor Siemons dejó de lanzar el humo a la cara de Alexia para centrarse ahora en la del americano.
—Esta joven que ve aquí es una preternatural, una Homo exanimus. La hemos estado buscando por todo Londres desde que empezamos a sospechar de su existencia, algo que, todo sea dicho, sucedió poco después de saber que existían los preternaturales en general. Si cree usted en el teorema de la compensación, verá que todo sigue una lógica. Me sorprende que nunca pensáramos en ello. Sabíamos que los sobrenaturales tienen antiguas leyendas en las que se habla de ciertas criaturas cuyo destino es darles caza. Los hombres lobo tienen a sus rompe-maldiciones, los vampiros a sus chupa-almas y los fantasmas a los exorcistas. Lo que nunca se nos había ocurrido era que todos fuesen un mismo organismo y que ese organismo fuera un hecho científico, no un mito. Resulta que son muy poco comunes. La señorita Tarabotti aquí presente es una bestia ciertamente única.
El señor MacDougall no daba crédito a lo que acababa de oír.
—¿Una qué?
El señor Siemons, por su parte, no compartía la sorpresa del americano; de hecho, parecía encantado; un cambio de humor tan repentino que a la señorita Tarabotti no se le antojó demasiado normal.
—¡Una preternatural! —Sonrió, agitando la pipa despreocupadamente—. ¡Fantástico! Hay tantas cosas que necesitamos saber sobre los de su especie.
—Fue usted quien robó los archivos del ORA —intervino Alexia.
El señor Siemons negó con la cabeza.
—No, querida, liberamos esos documentos para protegerlos y evitar así que ciertos elementos se identifiquen fraudulentamente como miembros normales de la sociedad. Nuestra iniciativa al respecto mejorará nuestra capacidad para valorar la amenaza y confirmar la identidad de aquellos que hacen posible la conspiración sobrenatural.
—¿Es una de ellos? —insistió el señor MacDougall, encallado aún en la condición preternatural de la señorita Tarabotti. Se apartó de ella de un salto, retirando el único apoyo que permitía a Alexia continuar sentada. Afortunadamente, se las arregló como pudo para no caer de nuevo al suelo.
De pronto la mera presencia de Alexia parecía repugnarle. Alexia empezaba a dudar de la historia según la cual su hermano se había convertido en vampiro. ¿Cuánto de eso era verdad?
El señor Siemons le dio una palmada en la espalda al señor MacDougall.
—No, no, no, mi buen amigo. ¡Al contrario! Es el antídoto a lo sobrenatural, si es que comprende la idea de un organismo como antídoto. Ahora que la tenemos en nuestro poder, ¡las oportunidades de estudio son infinitas! Imagine lo que podríamos conseguir. Son tantas las posibilidades… —Sus ojos despedían un brillo acuoso, producto de un exceso de entusiasmo científico.
Alexia se estremeció al imaginar las implicaciones de un estudio de semejante naturaleza.
El señor MacDougall se mostró pensativo durante un instante; luego se puso en pie y ambos salieron al pasillo, donde mantuvieron una acalorada conversación entre susurros.
Durante su breve ausencia, la señorita Tarabotti intentó desesperadamente librarse de los grilletes. Tenía el presentimiento de que no estaría de acuerdo con nada que quisieran hacerle en aquel espantoso lugar, pero ni siquiera consiguió ponerse en pie.
Oyó que el doctor Siemons decía:
—Es una idea excelente y no veo qué mal podría haber. Si es tan inteligente como usted cree, reconocerá los méritos de nuestro trabajo. Sin duda sería toda una novedad trabajar con un voluntario.
Para sorpresa de la señorita Tarabotti, sus condiciones mejoraron al instante. Dos lacayos la levantaron del suelo y la llevaron en volandas hasta la zona más lujosa del vestíbulo, con sus alfombras orientales y su mobiliario exuberante. Le quitaron los grilletes y le permitieron el acceso a un vestidor en el que asearse y recomponer la compostura. Su vestido de tafetán color marfil había perdido su prestancia después de lo vivido; una de las mangas abullonadas y parte del ribete de encaje dorado se habían rasgado, y estaba manchado en algunos puntos más allá de lo recuperable. Alexia estaba furiosa. De acuerdo, estaba pasado de moda, pero le gustaba aquel vestido. Suspiró e hizo cuanto pudo para alisar las arrugas mientras inspeccionaba la estancia.
No había forma de escapar, aunque sí un pedacito de cinta con el que atarse el pelo y un espejo en el que comprobar el dudoso estado general de su apariencia. El espejo tenía un elaborado marco dorado grabado en madera, más propio de la residencia de Lord Akeldama que de un lugar mucho más moderno como aquel. Parecía estar compuesto de una larga cadena de pulpos unidos por los tentáculos. A Alexia tanto pulpo empezaba a parecerle algo siniestro.
Armada con el mango del cepillo que le habían dado, rompió el espejo sigilosamente. Luego envolvió uno de los trozos con un pañuelo de mano y se lo guardó en la parte frontal del corpiño, entre el vestido y el corsé, para mayor seguridad.
Algo más animada, abandonó el vestidor y fue escoltada escaleras abajo hasta el área de recepción, con su butaca de cuero marrón, donde encontró una taza de té caliente esperándola.
El señor MacDougall se ocupó de las presentaciones.
—Señorita Tarabotti, le presento al señor Siemons. Señor Siemons, la señorita Tarabotti.
—Un placer —respondió el hombre pipa en ristre, inclinándose sobre la mano de Alexia como si no la hubiese raptado, mantenido bajo cautiverio durante horas y probablemente hecho cosas horribles a uno de sus amigos más queridos.
La señorita Tarabotti decidió jugar con las cartas que le habían tocado en suerte, al menos hasta saber en qué consistía exactamente el juego. Era algo propio de su carácter dar por sentado que antes o después acabaría tomando el control de la situación. Solo un hombre la había superado en batalla dialéctica, y Lord Maccon había utilizado subterfugios ilegales para hacerlo. Al pensar en Lord Maccon, Alexia echó una mirada furtiva a su alrededor, preguntándose si habrían recogido su sombrilla en el momento de la abducción.
—Permítame que vaya al grano, Alexia —dijo su carcelero. Ella no tenía duda alguna de que, a pesar de haber sido liberada de los grilletes, la libertad seguía siendo algo muy remoto.
El señor Siemons se sentó en una silla de piel y la invitó a hacer lo propio frente a él, en una chaise lounge roja.
—Adelante, señor Siemons. La franqueza es una cualidad muy admirable en los secuestradores —se detuvo un instante, buscando la palabra idónea—, y los científicos. —No dejaba de ser cierto, y es que ella misma había leído unos cuantos artículos científicos repletos de paja en los que se prevaricaba de la forma más terrible. Una tesis firme era, por tanto, muy importante.
El señor Siemons prosiguió con su parlamento.
La señorita Tarabotti, mientras tanto, bebió de su taza y observó que las tachuelas de la butaca de piel también eran pequeños pulpos. ¿A qué venía tanta obsesión con semejante invertebrado?
El señor MacDougall se movió de un lado al otro mientras el señor Siemons hablaba, interviniendo aquí y allá para que Alexia se sintiera más cómoda. ¿Necesitaba un cojín? ¿Un poco de azúcar? ¿Tenía frío? ¿Le habían hecho daño los grilletes de algún modo?
Finalmente, el señor Siemons se volvió hacia su compañero y le ordenó que dejara de moverse con una sola mirada.
—Nos gustaría estudiarla —le explicó a Alexia—, y querríamos hacerlo con su colaboración. Sería mucho más fácil y también más civilizado para todas las partes si usted accediera a tomar parte en los procedimientos necesarios. —Se reclinó contra el respaldo de la silla con una extraña expresión de entusiasmo en los ojos.
Alexia estaba confusa.
—Debe entender —dijo—, que tengo muchas preguntas, aunque, dado que usted cuenta con mi participación tanto si accedo como si no, puede negarse a responderlas.
El hombre se rio.
—Soy un científico, señorita Tarabotti. Aprecio las bondades de una mente curiosa.
La señorita Tarabotti arqueó las cejas.
—¿Por qué quiere estudiarme? ¿Qué información espera obtener de mí? ¿Y en qué consistirían esos estudios exactamente?
—Muy buenas preguntas, todas ellas —respondió él con una sonrisa—, aunque no especialmente brillantes. Como es obvio, deseamos estudiarla por su condición de preternatural. Y, mientras tanto, el ORA como usted misma, saben mucho al respecto, a nosotros nos sucede lo contrario y nos morimos de ganas de comprender el asunto en su totalidad. Lo que es más importante: esperamos comprender la suma de componentes gracias a la cual usted es capaz de neutralizar los poderes sobrenaturales. Si lográramos destilar dicha habilidad y explotarla adecuadamente, ¡menuda arma sería usted! —Se frotó las manos, eufórico—. Además, sería una maravilla verla en acción.
—¿Y las pruebas? —La señorita Tarabotti empezaba a sentirse incómoda por momentos, aunque estaba orgullosa de sí misma por no demostrarlo en público.
—Tengo entendido que conoce algunas de las teorías del señor MacDougall.
La señorita Tarabotti recordó el paseo en carruaje la mañana siguiente al baile. Era como si hubiesen pasado siglos desde entonces, como si todo aquello le hubiera sucedido a otra persona. Sin embargo, recordaba casi toda la conversación puesto que le había parecido de lo más entretenida.
—Recuerdo unas cuantas —respondió con cautela—, dada mi poca memoria y lo limitado de mis capacidades femeninas, claro está. —Odiaba tener que hacerlo, pero siempre resultaba ventajoso socavar la seguridad del enemigo en la inteligencia de su interlocutor.
El señor MacDougall la observó sorprendido.
Alexia lo miró disimuladamente, y con toda la sutileza que fue capaz de reunir, le guiñó un ojo.
El americano parecía al borde del desmayo, pero en lugar de ello se acomodó en su silla y se dispuso a observar cómo reconducía Alexia la situación.
La señorita Tarabotti cobijó la transitoria idea de que, al fin y al cabo, quizás algún día aquel hombre sí sería un buen esposo, aunque una alianza de por vida con alguien de carácter tan débil haría de ella, sin la menor de las dudas, una verdadera tirana.
—Según el señor MacDougall, aquí presente, la sobrenaturalidad podría ser genética, una clase de enfermedad o la consecuencia lógica de un órgano especial que aquellos que se transforman tienen y que el resto carecemos.
Siemons sonrió con altivez al oír las explicaciones de Alexia, y ella, a su vez, sintió el deseo nada femenino de arrancarle aquel rictus de petulancia de un buen tortazo. Con semejantes carrillos, el golpe probablemente sería cuanto menos espectacular, aunque por el momento debía conformarse con un buen sorbo de té.
—Se acerca bastante a la verdad —dijo Siemons—. En el Club Hypocras encontramos sus teorías ciertamente interesantes, aunque nos decantamos por la idea según la cual la metamorfosis ocurre como resultado de una transmisión de energía: una clase de electricidad. Una minoría aboga por la teoría de los campos eteromagnéticos. ¿Ha oído hablar de la electricidad, señorita Tarabotti?
Pues claro que sí, estúpido papanatas, quiso decir Alexia, aunque tuvo que contentarse con un:
—Creo que he leído algo al respecto. ¿Por qué creen que esa puede ser la respuesta?
—Porque los seres sobrenaturales reaccionan ante la luz: los licántropos con la luna y los vampiros con la solar. La luz es, según nuestras teorías, otra forma de electricidad.
El señor MacDougall se inclinó hacia delante y se unió a la conversación, puesto que esta discurría ahora por caminos seguros por los que el americano estaba acostumbrado a transitar.
—Algunos opinan que ambas teorías no son mutuamente excluyentes. Después de mi conferencia de esta noche, se produjo un intenso debate sobre la posibilidad de transmitir electricidad en una transfusión de sangre, o la existencia de órganos cuyo único propósito es procesar dicha energía. En otras palabras, las dos hipótesis podrían funcionar combinadas.
Muy a su pesar, a la señorita Tarabotti le interesaba sobremanera el tema.
—¿Y es la capacidad de procesar esa energía eléctrica lo que creen que guarda relación con el alma?
Ambos asintieron al unísono.
—¿Cómo encajo yo en todo esto?
Los dos científicos se miraron el uno al otro.
—Eso es lo que esperamos descubrir —respondió finalmente el señor Siemons—. Quizás obstaculice la transmisión de dicha energía. Sabemos que algunos materiales no conducen correctamente la electricidad. ¿Son los preternaturales el equivalente natural a una toma de tierra?
Genial, pensó Alexia, he pasado de chupa-almas a toma de tierra. Los epítetos no dejan de mejorar por momentos.
—¿Y cómo piensan descubrirlo exactamente?
No esperaba que le confesasen abiertamente sus intenciones de abrirla en canal, aunque estaba segura de que el señor Siemons disfrutaría con ello si se diera el caso.
—Tal vez sería mejor si le mostrásemos nuestro equipo de experimentación para que pueda hacerse una idea de cómo realizamos nuestras investigaciones —sugirió el señor Siemons.
El señor MacDougall palideció al escuchar las palabras de su compañero.
—¿Está seguro de que es una buena idea, señor? Al fin y al cabo, se trata de una joven de buena familia. Puede ser demasiado para ella.
El señor Siemons estudió detenidamente a Alexia con la mirada.
—Oh, es de constitución fuerte. Además, podría… animarla… a participar por voluntad propia.
El señor MacDougall palideció aún más.
—Santo Dios —murmuró entre dientes, con el ceño fruncido y colocándose los anteojos con gesto nervioso.
—Vamos, vamos, mi querido amigo —intervino el señor Siemons, jovial—. ¡Nada es tan horrible como parece! Tenemos un espécimen preternatural que estudiar. La ciencia se alegrará de nuestros progresos; al fin vislumbramos el objetivo final de esta nuestra misión.
La señorita Tarabotti lo observó con los ojos entornados.
—¿Y cuál es exactamente esa misión, señor Siemons?
—Proteger a la Commonwealth, claro está —respondió él.
Alexia prosiguió con la pregunta obvia.
—¿De quién?
—De la amenaza sobrenatural, ¿de quién si no? Los ingleses hemos permitido que vampiros y licántropos campen a sus anchas por nuestro país desde el mandato del rey Enrique y sin saber a ciencia cierta qué son en realidad. Son depredadores, señorita Tarabotti. Durante miles de años, se alimentaron de humanos y nos atacaron como a animales. Sus conocimientos militares nos han permitido construir un imperio pero ¿a qué precio? —Su discurso se hacía más apasionado por momentos, su voz el grito agudo del fanático—. Se han introducido en nuestro gobierno y en nuestras defensas, pero no poseen la motivación necesaria para proteger los intereses de la especie humana. ¡Solo les interesan sus propios asuntos! Y nosotros creemos que esos asuntos tienen como objetivo final la dominación del mundo. Nuestro objetivo es incentivar la investigación para proteger al país de cualquier ataque sobrenatural o infiltración en nuestras líneas. Se trata de una misión compleja y muy delicada que requiere del esfuerzo conjunto de toda nuestra organización. Nuestro objetivo principal en términos científicos es alcanzar un marco de comprensión suficiente que nos permita aunar esfuerzos a nivel nacional para conseguir ¡la exterminación total!
Un genocidio sobrenatural, pensó Alexia, sintiendo que la sangre abandonaba por completo sus mejillas.
—Por todos los santos, ¿no serán templarios del Papa, verdad? —Miró a su alrededor en busca de la parafernalia religiosa propia de la orden medieval. ¿Era aquel el significado de los pulpos?
Los dos hombres estallaron en carcajadas.
—Esos fanáticos —dijo el de la pipa—. Por supuesto que no, aunque algunas de sus tácticas nos han sido de gran utilidad en nuestras expediciones en busca de especímenes. Además, hemos descubierto recientemente que los templarios utilizaban preternaturales como agentes encubiertos. Creíamos que dichos rumores no eran más que adornos de carácter religioso, el poder de la fe para anular las habilidades del demonio. Ahora sabemos que se trataba de pequeñas incursiones en el terreno de la ciencia, aún pantanoso por aquel entonces. Algunas de sus informaciones, si es que conseguimos apropiarnos de ellas, nos servirán para allanar el camino hacia la total comprensión de su fisiología, entre otras cosas. Pero, para responder a su pregunta, no, en el Club Hypocras nuestras inclinaciones son puramente científicas.
—Aunque su objetivo final sea de carácter más bien político —dijo la señorita Tarabotti, obviando por un instante su plan para convencerlos de su pretendida estupidez, escandalizada como estaba ante semejante violación de los principios más básicos de la objetividad científica.
—Preferiría que dijese que nuestro objetivo es noble —replicó el señor Siemons, aunque la sonrisa que se dibujaba en su rostro no distaba mucho de la de cualquier fanático religioso—. Preservamos la libertad de aquellos que cuentan.
Alexia estaba confundida.
—Entonces, ¿por qué crear más? ¿A qué vienen los experimentos?
—Conozca a su enemigo, señorita Tarabotti —respondió el señor Siemons—. Para eliminar lo sobrenatural, primero debemos comprender su funcionamiento. Claro que, ahora que la tenemos a usted, no serán necesarias más vivisecciones. En su lugar, a partir de ahora podremos centrar toda nuestra atención en deducir la naturaleza y reproductibilidad de los preternaturales.
Los dos hombres la escoltaron a través del entramado laberíntico e interminable que eran las instalaciones de aquel club más propio de la peor de las pesadillas. Cada laboratorio contenía una compleja maquinaria de la más diversa índole. Muchas de aquellas máquinas parecían funcionar a vapor, con sus enormes fuelles y complicados engranajes cubiertos de aceite para facilitar la cadencia de su movimiento. Había motores de factura brillante, más pequeños que una sombrerera, con formas y curvas orgánicas que, a su manera, resultaban más terribles que las máquinas más aparatosas. Todas ellas, sin importar el tamaño, lucían un pulpo de latón en algún punto de la carcasa. El contraste entre motor e invertebrado resultaba extrañamente siniestro.
El vapor producido por tanta parafernalia metalizada había decolorado los techos y las paredes de los laboratorios, provocando que el papel blanco que las recubría se deformara hasta desprenderse, formando forúnculos amarillentos. El aceite de las máquinas se extendía por el suelo, constituyendo pequeños riachuelos oscuros y viscosos. Había otras manchas, estas de color rojizo, en las que Alexia prefirió no reparar.
El señor Siemons desgranó orgulloso los pormenores de cada una de las máquinas, como si relatara los logros de sus hijos favoritos.
A pesar de los silbidos y los sonidos metálicos procedentes de alguna de las estancias más cercanas, Alexia no pudo ver ni una sola de aquellas máquinas en funcionamiento.
También oyó los gritos.
Al principio, el sonido era tan agudo que creyó que procedía de uno de los engendros metálicos. En cierto momento, no supo cuándo, descubrió que procedía de una garganta humana, y la certeza absoluta de su origen la golpeó con tanta fuerza que se tambaleó bajo el peso de la verdad. Ninguna máquina era capaz de producir un sonido tan agudo, un lamento agónico como el de un animal en plena matanza. Alexia se apoyó pesadamente contra una pared, la piel pegajosa por el sudor, tragándose la bilis que su estómago insistía en producir, sintiendo una sincera empatía por el torturado. Estaba segura de no haber oído jamás un grito tan puro de dolor.
De pronto, las máquinas que habían desfilado ante sus ojos cobraron un nuevo y horrible significado, tales eran los horrores que podían infligir en un cuerpo humano.
El señor MacDougall parecía preocupado por su repentina palidez.
—Señorita Tarabotti, ¿se encuentra bien?
Alexia le devolvió la mirada con los ojos muy abiertos.
—Este lugar es una locura. ¿Es que no se da cuenta?
Los carrillos del señor Siemons aparecieron en su campo de visión.
—¿Debo deducir por sus palabras que no tiene intención de colaborar en nuestras investigaciones?
Otro grito inundó la estancia; en él, Alexia reconoció la voz de Lord Akeldama.
El señor Siemons ladeó la cabeza y se pasó la lengua por los labios, como quien se entrega al placer de un sabor agradable.
La señorita Tarabotti se estremeció. Había algo en su mirada, algo casi lujurioso. Solo entonces fue consciente de la verdad.
—¿Qué importa, si ese parece ser mi destino de todas formas? —preguntó.
—Sería más fácil si usted colaborase voluntariamente.
¿Y por qué, se preguntó Alexia, debería querer facilitarle las cosas a un monstruo como usted?
—¿Qué quiere que haga? —preguntó con una mueca de repugnancia.
El señor Siemons sonrió como si acabara de ganar una competición.
—Necesitamos observar y verificar el alcance de sus habilidades preternaturales. No tiene sentido llevar a cabo experimentos más exhaustivos si antes no procedemos a determinar que sus poderes como chupa-almas son genuinos.
La señorita Tarabotti se encogió de hombros.
—Entonces, tráigame a un vampiro. Solo se necesita un mínimo contacto.
—¿De verdad? Extraordinario. ¿Piel con piel, o funciona también a través de la ropa?
—Casi siempre es a través de la ropa. Al fin y al cabo, suelo llevar guantes, como toda persona mínimamente respetable. Pero no he explorado los detalles.
El señor Siemons sacudió la cabeza como si tratara de aclararse las ideas.
—Procederemos a explorar sus habilidades en detalle, pero eso será más adelante. De momento he ideado una prueba un tanto más definitiva. Después de todo, hoy es noche de luna llena y, casualmente, acabamos de recibir un cargamento de licántropos en plena transformación. Me gustaría comprobar si puede contrarrestar un cambio tan sustancial como ese.
El señor MacDougall parecía alarmado.
—Podría ser peligroso si sus habilidades son falsas o han sido exageradas.
La sonrisa del señor Siemons se amplió unos centímetros más.
—Eso sería parte del experimento, ¿no le parece? —Se volvió hacia la señorita Tarabotti—. ¿Cuánto tiempo necesita para neutralizar a un sobrenatural?
Alexia mintió al instante y sin dudar lo más mínimo.
—Oh, por norma general no más de una hora.
El científico, que desconocía la rapidez de sus habilidades, no tuvo otro remedio que creerla. Se volvió hacia sus secuaces, dos de los cuales les habían seguido durante todo el trayecto.
—Cogedla.
El señor MacDougall protestó, pero sus quejas no sirvieron de nada.
Nuevamente prisionera en lugar de invitada, la señorita Tarabotti fue arrastrada sin demasiados miramientos de vuelta a la zona de confinamiento, al otro lado de las instalaciones del club.
La llevaron hasta el otro pasillo, contiguo al que ella misma y Lord Akeldama habían ocupado hacía tan poco tiempo. Antes sumido en el más absoluto silencio, ahora, en cambio, resonaban por todas partes aullidos y gruñidos de toda clase. De vez en cuando, alguna puerta vibraba violentamente como si un cuerpo de grandes dimensiones se hubiese abalanzado sobre ella.
—Ah —dijo el señor Siemons—, veo que ya han despertado.
—De entrada, el cloroformo funciona mejor en licántropos que en vampiros, aunque sus efectos no duran tanto —informó un hombre joven ataviado con una chaqueta gris que había aparecido de la nada portando un bloc de notas forrado en piel. Llevaba uno de esos artilugios inspirados en el monóculo, los optifocales, que sorprendentemente le otorgaban un aspecto menos ridículo que al profesor Lyall.
—¿Y en qué habitación está él?
El hombre señaló con el bloc de notas hacia una de las puertas, la única que permanecía en silencio.
—La número cinco.
El señor Siemons asintió.
—Debe de ser el más fuerte de todos y, por tanto, el más difícil de transformar. Metedla ahí con él. Volveré en una hora. —Y sin mediar más palabra, desapareció pasillo abajo.
El señor MacDougall protestó con toda la vehemencia que fue capaz de reunir, incluso se enfrentó a los dos esbirros en un vano intento de detener lo inevitable, acción por la que la señorita Tarabotti no tuvo más remedio que recalificar al alza la valoración moral del americano. Sin embargo, sus esfuerzos fueron en vano. Los dos lacayos eran del tipo musculoso; apartaron al científico a un lado sin apenas esfuerzo.
—Pero no sobrevivirá. ¡No con uno completamente transformado! ¡No si necesita tanto tiempo para contrarrestar los efectos de la luna llena! —siguió protestando el señor MacDougall.
Alexia también estaba preocupada, aun cuando era quien mejor conocía el alcance y la rapidez de sus poderes. Nunca antes había transformado a un hombre lobo furioso, y no digamos a uno severamente desequilibrado por el influjo de la luna. Estaba bastante segura de que el licántropo conseguiría morderla al menos una vez antes de que sus habilidades surtiesen efecto. Incluso entonces, si conseguía sobrevivir al ataque, ¿con qué clase de hombre estaría atrapada? Los licántropos solían ser físicamente poderosos, incluso sin los rasgos sobrenaturales de su carácter. Un hombre así podía hacerle daño, fuera o no sobrenatural.
La señorita Tarabotti tuvo poco tiempo para meditar sobre la más que probable brevedad de su futuro antes de ser arrojada a la portentosa quietud de la celda, tan silenciosa que incluso pudo oír el chasquido de la llave asegurando la puerta tras ella.