Interferencia real
Lord Maccon luchó por recuperar el aliento, tratando de quitarse a la horrible criatura de encima con la única mano que le quedaba libre. La señorita Tarabotti, mientras tanto, golpeó los brazos del autómata con todas sus fuerzas, pero nada que hicieran parecía suficiente para separar las potentes manos de la criatura del cuello del conde. Alexia se disponía a soltar la mano de su amado y apartarse, consciente de que en su forma de lobo bien podría librarse de su atacante, cuando Lord Akeldama se levantó tambaleante de la plataforma en la que hasta entonces había descansado.
El vampiro extrajo un pañuelo de encaje, de un blanco milagrosamente inmaculado, de uno de los bolsillos de su chaleco, dio un paso al frente y borró las letras que aún quedaban en la frente del autómata.
La criatura soltó a Lord Maccon y se desplomó en el suelo.
De pronto sucedió algo increíble. La piel del autómata empezó a fundirse lentamente con el espesor propio de la miel. La sangre, densa y oscura, mezclada con algunas partículas de un material indeterminado, se fundió con los restos de la piel, dejando al descubierto la estructura de un esqueleto mecánico. Pronto lo único que quedó del autómata fue el armazón metálico que había sido su cuerpo, cubierto por los restos de su ropa y rodeado por un charco de sangre envejecida, cera y pequeñas partículas negras. Los órganos internos resultaron ser mecanismos de cuerda, engranajes y unas cuantas palancas.
La señorita Tarabotti observaba extasiada aquel extraño espectáculo cuando oyó que Lord Maccon decía «Cuidado, no se caiga» y sujetaba al vampiro con el brazo que aún tenía libre.
El vampiro apenas se mantenía en pie, agotado tras invertir las últimas energías de las que disponía en atacar al autómata con tan letal pañuelo. Lord Maccon, que seguía unido a Alexia por una mano, consiguió ralentizar la caída pero no detenerla, de modo que Lord Akeldama se desplomó sobre el suelo hecho un pequeño amasijo de tela color ciruela.
La señorita Tarabotti se abalanzó sobre él, tratando desesperadamente de no tocarlo. Milagrosamente, seguía vivo.
—¿Por qué? —preguntó Alexia, volviéndose hacia el autómata, o lo que quedaba de él—. ¿Por qué ha funcionado?
—Solo borraste la I, ¿verdad? —preguntó Lord Maccon, observando pensativo el charco en el que se había convertido el homunculus simulacrum.
Alexia asintió.
—Convertiste VIXI, estar vivo, en VIX, con dificultad. Así, el autómata aún podía moverse, pero le resultaba más difícil. Para destruirlo por completo, deberías haber eliminado la palabra y la partícula de activación por completo, rompiendo la conexión eteromagnética al hacerlo.
—¿Y cómo se supone que iba a saber yo todo eso? —se quejó la señorita Tarabotti—. Era mi primer autómata.
—Y has hecho un trabajo excelente, perla mía, con tan poca antelación —intervino Lord Akeldama desde el suelo sin ni siquiera abrir los ojos. Todavía no había sucumbido al Gran Colapso, pero parecía a punto de hacerlo.
De pronto oyeron un estruendo procedente del pasillo, acompañado de un número considerable de gritos.
—Por todos los santos, ¿y ahora qué? —exclamó Lord Maccon, poniéndose de pie y arrastrando a la señorita Tarabotti al hacerlo.
Un grupo de jóvenes, a cual mejor vestido, irrumpió en la sala cargando entre todos el cuerpo maniatado del señor Siemons. Una exclamación de horror escapó de sus gargantas al unísono al descubrir el cuerpo inmóvil de Lord Akeldama en el suelo. Algunos se arrodillaron junto a su amo y lo arrullaron en un exceso de preocupación.
—Los zánganos de Lord Akeldama —explicó Alexia.
—Nunca lo hubiese imaginado —respondió un sarcástico Lord Maccon.
—¿De dónde habrán salido? —se preguntó la señorita Tarabotti.
Uno de los jóvenes, al que Alexia creyó reconocer de un encuentro previo —¿apenas habían pasado unas horas desde entonces?— dedujo rápidamente la cura que su amo necesitaba. Apartó al resto de sus compañeros, se quitó la chaqueta de seda azul, se subió la manga de la camisa y le ofreció el brazo a un exhausto Lord Akeldama, quien abrió lentamente los ojos.
—Ah, mi fiel Biffy. No dejes que beba demasiado de ti.
Biffy se inclinó sobre su amo y lo besó en la frente como si se tratara de un niño pequeño.
—Por supuesto que no, mi señor —dijo, y acercó la muñeca a los pálidos labios del vampiro.
Lord Akeldama mordió con un suspiro de alivio.
Biffy poseía la inteligencia y la fuerza necesarias para apartarse de su amo antes de que fuese demasiado tarde. Llamó a uno de sus compañeros para que ocupase su puesto. Lord Akeldama, sediento tras el reciente abuso del que había sido víctima, podría dañar fácilmente y de forma irreversible a un único donante. Afortunadamente para todos, ninguno de sus zánganos era tan estúpido como para tratar de permanecer fiel a su amo hasta las últimas consecuencias. El segundo voluntario cedió su puesto a un tercero, y este a un cuarto. Las heridas de Lord Akeldama empezaron a curarse, y el horrible color gris de su piel dio paso a un hermoso blanco porcelana.
—Explicaos, queridos míos —ordenó Lord Akeldama tan pronto como pudo articular palabra.
—Nuestra pequeña excursión para recabar información en las festividades de la alta sociedad ha sido mucho más productiva de lo que esperábamos, y también más inmediata, mi señor —explicó Biffy—. Cuando regresamos a casa y descubrimos que habíais desaparecido, actuamos inmediatamente según la información que obraba en nuestro poder, a saber, los movimientos sospechosos y las extrañas luces blancas que cada noche emergían del club científico de reciente apertura, cerca de la residencia del duque de Snodgrove.
»Y no nos equivocábamos —continuó Biffy, vendándose la muñeca con un pañuelo bordado de color salmón y apretando el nudo que lo mantenía en su sitio ayudándose con los dientes—. No es que ponga en duda vuestra habilidad para manejar la situación, señor —añadió con respeto dirigiéndose a Lord Maccon, sin el sarcasmo que tal afirmación podría haber encerrado, teniendo en cuenta que el conde seguía completamente desnudo—. He de reconocer que hemos tenido algunos problemas con el funcionamiento de la habitación móvil, aunque al final hemos conseguido superarlos. Debería ordenar que instalaran una de esas en casa, mi señor.
—Pensaré en ello —dijo Lord Akeldama.
—Lo habéis hecho muy bien —intervino Alexia, dirigiéndose al nutrido y atractivo grupo de jóvenes. Y es que siempre había sido partidaria de loar las hazañas de cualquiera que lo mereciera.
Biffy desenrolló la manga de su camisa y cubrió sus musculosos hombros con la chaqueta de seda azul. Al fin y al cabo, había una doncella presente, aunque la cabellera de esta estuviese escandalosamente revuelta.
—Alguien debería ir a las oficinas del ORA y traer a un par de agentes que se ocupen de las formalidades —dijo Lord Maccon. Miró a su alrededor, sopesando las consecuencias de lo que allí había sucedido: tres científicos muertos, un nuevo vampiro, un maniatado señor Siemons, un confuso señor MacDougall, el futuro receptor, aún momificado, de la sangre de Alexia y los restos del autómata. La estancia era un auténtico campo de batalla. Imaginó la montaña de papeleo que le esperaba y no pudo reprimir una mueca de disgusto. Las tres bajas de las que él mismo era responsable no le supondrían demasiados problemas. Era un oficial de alta graduación, cuya licencia para matar había sido expedida por la reina en persona. Para explicar lo sucedido con el autómata, sin embargo, se necesitarían, si la memoria no le fallaba, no menos de ocho formularios distintos, más algún otro que probablemente no recordara.
—Quienquiera que vaya —continuó con un suspiro de resignación—, deberá informar a los agentes de que necesitamos un equipo de limpieza cuanto antes para adecentar este desastre. Que comprueben si hay algún fantasma local en las inmediaciones e intenten reclutarlo para que compruebe si existe alguna cámara secreta. Sospecho que todo esto acabará siendo una auténtica pesadilla logística.
La señorita Tarabotti le acarició los nudillos con el pulgar y él, sin apenas darse cuenta de lo que hacía, se llevó la mano de la joven a la boca y le besó la parte interna de la muñeca.
Biffy señaló a uno de los zánganos. El joven en cuestión, con una sonrisa solícita en los labios, se puso la chistera y abandonó la estancia de inmediato. Alexia envidió la energía del joven; ella ya empezaba a sentir los primeros efectos tras una noche tan larga. Le dolían los músculos y sentía un leve escozor en todos aquellos puntos en los que había sufrido algún tipo de abuso: las quemaduras de la cuerda en los tobillos, el corte en la garganta, la herida del brazo.
—Necesitaremos al potentado —continuó Lord Maccon—, si queremos dar por finalizada esta operación. ¿Tiene vuestro amo algún zángano con el rango suficiente para reunirse con el Consejo en la Sombra sin levantar sospechas? ¿O tendré que hacerlo yo mismo?
—¿Con este aspecto, señor? —preguntó Biffy, mirando al alfa de arriba abajo—. Estoy seguro de que se encontraría con muchas puertas abiertas, pero la del potentado no sería una de ellas.
Lord Maccon suspiró; había vuelto a olvidar que estaba desnudo. Alexia, por su parte, imaginó extasiada que aquello solo podía deberse a una costumbre largamente arraigada y que el conde probablemente solía pasearse desnudo por sus dependencias privadas. La idea de casarse con él se le antojaba más apetecible por momentos, aunque sospechaba que una práctica como aquella acabaría siendo una distracción constante a largo plazo.
Biffy siguió burlándose del aspecto del conde sin apenas inmutarse.
—Por si lo desconoce, las inclinaciones del potentado son muy distintas. A menos, claro está, que se encuentre en presencia de la reina, en cuyo caso podréis entrar sin el menor problema. —Hizo una pausa—. Todos sabemos que a la reina le gusta probar algo escocés de vez en cuando —concluyó, arqueando las cejas en un gesto más que sugerente.
—¡No me diga! —exclamó la señorita Tarabotti, genuinamente sorprendida por primera vez en toda la noche—. Los rumores acerca del señor Brown, ¿son ciertos?
—Hasta la última palabra, querida. ¿Sabe lo que escuché el otro día? Resulta que…
—¿Y bien? —interrumpió Lord Maccon.
Biffy recuperó la compostura y señaló a uno de los hombres que revoloteaba alrededor de Lord Akeldama: un joven rubio y de aspecto decadente, de perfil aristocrático y vestido de la cabeza a los pies de encaje amarillo.
—¿Ve a ese canario de ahí? Lo crea o no, se trata del vizconde Trizdale. Eh, Tizzy, acércate un momento. Tengo un encargo para ti.
El joven dandi de amarillo obedeció.
—Nuestro amo no tiene buen aspecto, Biffy, créeme. De hecho, parece bastante enfermo —dijo.
Biffy le dio unos golpecitos en el hombro.
—Esa hermosa cabecita tuya no tiene de qué preocuparse. Se pondrá bien. Lord Maccon necesita que hagas algo por él. Te llevará un momento. Quiere que te pases por Buckingham y traigas al potentado contigo. Necesita hacer uso de sus influencias, no sé si me sigues, y no creo que el deán le sirva de mucho esta noche. La luna llena y bla, bla, bla. Venga, en marcha.
Con una última mirada de preocupación hacia Lord Akeldama, el joven vizconde abandonó la estancia.
—¿Sabe el duque de Trizdale que su único hijo varón es un zángano? —preguntó Alexia.
Biffy apretó los labios.
—No exactamente.
—Vaya —dijo ella pensativa. ¡Cuántos cotilleos en una sola noche!
Otro de los jóvenes apareció con una de las batas que los científicos parecían utilizar en sus visitas al club. Lord Maccon aceptó el ofrecimiento, murmuró un «gracias» entre dientes y se la puso. Las dimensiones de su cuerpo eran tan generosas que sin pantalones le quedaba escandalosamente corta, pero al menos cubría las partes más importantes.
Alexia, sin embargo, no pudo reprimir un mohín de decepción, al igual que el joven Biffy.
—Pero, Eustace, ¿se puede saber por qué has hecho eso? —le preguntó a su compañero.
—Empezaba a ser un tanto embarazoso —respondió el aludido, sin atisbo de arrepentimiento.
Lord Maccon interrumpió el intercambio de reproches con una retahíla de órdenes que, salvo alguna que otra excepción menor, los jóvenes obedecieron al instante. Insistieron, eso sí, en organizarlo todo de manera que Lord Maccon tuviese que inclinarse continuamente. El alfa, por su parte, parecía saber lo que se traían entre manos y les seguía la corriente en sus intentos.
Un pequeño grupo recorrió las instalaciones del club en busca de más científicos, a los que encerraron en las celdas que hasta entonces solo habían albergado vampiros. Tal vez los chicos de Lord Akeldama aparentaran dulzura e ingenuidad, pero todos boxeaban en Whites y al menos media docena de ellos vestían ropa especialmente diseñada para disimular su musculatura. Siguiendo las instrucciones de Lord Maccon, no se acercaron a las celdas en las que los miembros de la manada del conde aún seguían encerrados; era preferible no provocar una situación en la que las habilidades de la señorita Tarabotti volviesen a ser necesarias. Los vampiros fueron liberados con la petición de que permanecieran en las instalaciones del club hasta que los agentes del ORA les tomaran declaración. Algunos accedieron, pero la mayoría necesitaban desesperadamente regresar a sus casas y a sus respectivos territorios o pasarse por algún oscuro callejón en el que poder pagar por un poco de sangre. Unos pocos recorrieron el lugar localizando y exterminando con los métodos más terribles a los científicos que aún quedaban, y que se creían afortunados por haber evitado a los zánganos de Lord Akeldama.
—Bah —dijo Lord Maccon—, más papeleo, y encima hoy, que no tengo a Lyall para ayudarme. Menudo fastidio.
—Yo puedo ayudarte —se ofreció la señorita Tarabotti, solícita.
—Oh, ¿en serio? Sabía que aprovecharías hasta la última oportunidad para inmiscuirte en mi trabajo, mujer testaruda e insufrible.
La señorita Tarabotti ya había aprendido a manipular las quejas del conde a su antojo. Miró a su alrededor: todos parecían convenientemente ocupados, de modo que se acurrucó contra el pecho del conde y le besó suavemente en el cuello.
Lord Maccon dio un salto y se llevó la mano a la parte delantera de la bata, allí donde los bajos de la prenda se habían hinchado levemente.
—¡Déjalo!
—Soy muy eficiente —insistió Alexia, susurrándole al oído—. Deberías aprovecharte de mí. En caso contrario, me obligarás a buscar otras formas de entretenimiento.
—De acuerdo, está bien —gruñó el conde—. Puedes ayudarme con el papeleo.
La señorita Tarabotti se sentó de nuevo.
—¿Tan duro te parece?
Él arqueó las cejas y apartó la mano para que pudiese ver las consecuencias de su provocación.
Alexia se aclaró la garganta.
—¿Tan difícil te parece? —insistió, reformulando la pregunta.
—De todas formas, sospecho que se te da mucho mejor el papeleo que a mí —admitió el conde muy a su pesar.
La señorita Tarabotti tuvo una breve y terrible visión del estado en que se encontraba su despacho la primera vez que estuvo allí.
—Más organizada seguro que sí.
—Entre Lyall y tú os habéis propuesto acabar conmigo, ¿no es cierto? —se quejó el conde, haciéndose la víctima.
La limpieza avanzaba a un ritmo prodigioso. La señorita Tarabotti empezaba a entender por qué Lord Akeldama siempre parecía estar al tanto de todo. Sus jóvenes zánganos eran increíblemente eficaces. Estaban por todas partes, ocupándose hasta del último detalle. Alexia se preguntó cuántas veces en su vida había visto a un dandi parecido a aquellos, demasiado estúpido o borracho, observando lo que pasaba a su alrededor sin mover un solo dedo.
Para cuando los cinco agentes del ORA se personaron en el club —dos vampiros, dos licántropos y un fantasma—, todo estaba de nuevo bajo control. Las instalaciones habían sido revisadas al detalle, los vampiros ya habían declarado, los prisioneros y los licántropos estaban encerrados bajo llave, e incluso alguien había localizado un par de calzones para Lord Maccon bastante poco favorecedores. Superando cualquier expectativa, el joven Biffy, movido por un sentido del deber superior y ayudándose de unos filamentos metálicos extraídos de una de las máquinas del doctor Neebs, le había hecho un recogido a Alexia a imagen y semejanza de la última moda en París.
Lord Akeldama, sentado en una de las plataformas, observaba atentamente el trabajo de sus chicos con la mirada orgullosa de un padre.
—Un trabajo estupendo, querido —le dijo a Biffy. Luego, dirigiéndose a Alexia—: ¿Ves, mi pequeña nube de azúcar, cómo deberías hacerte con una doncella francesa?
El señor Siemons fue escoltado a prisión por dos de los agentes del ORA. La señorita Tarabotti tuvo que convencer a Lord Maccon para que no se acercase a él cuando ella no estuviera.
—La justicia debe seguir su propio camino —insistió—. Si quieres trabajar para el ORA y estás de acuerdo con el funcionamiento del sistema, debes actuar siempre en consecuencia, no solo cuando se ajusta a tus intereses.
—Solo una visitita, lo justo para arrancarle algún miembro —respondió el conde con los ojos clavados en la marca de sangre seca que le recorría la parte baja del cuello.
Alexia lo miró muy seria.
—No.
El resto de los agentes del ORA y un reducido equipo de limpieza se movían de un lado para otro, tomando notas y presentando documentos al conde para que este los firmara. Al principio se sorprendieron al encontrarlo en su forma humana, pero pronto se alegraron de que estuviese disponible y en pleno uso de sus facultades, sobre todo teniendo en cuenta la montaña de trabajo que les esperaba.
La señorita Tarabotti intentó ser de ayuda, pero le pesaban los párpados y con el paso de las horas su cuerpo se fue apoyando más y más contra el poderoso costado de Lord Maccon. Al final el conde decidió trasladar las operaciones a la sala de recepción del club y se acomodó junto a Alexia en el sofá rojo que allí había. Alguien preparó té, y Lord Akeldama se instaló cómodamente en la butaca de piel marrón. Una vez superada la vergüenza inicial, la señorita Tarabotti se acurrucó en el sofá y, con los firmes muslos del conde a modo de almohada, empezó a roncar suavemente.
El conde, repartiendo órdenes y firmando informes, le acarició el pelo con una mano, a pesar de las continuas protestas de Biffy, que se oponía a que le destrozara el nuevo peinado.
La señorita Tarabotti durmió el resto de la noche de un tirón, y soñó con pulpos de latón. No se despertó con la llegada del potentado ni con su partida, ni siquiera durante la discusión que este mantuvo con Lord Maccon, cuyos gruñidos de frustración por la estrechez de miras del político no hicieron más que arrullarla todavía más en el mundo de los sueños. Tampoco estaba despierta cuando Lord Maccon tuvo que cuadrarse ante el doctor Gaedes a propósito de la maquinaria y los archivos del Club Hypocras. Seguía durmiendo cuando Lord Akeldama y sus muchachos se marcharon; también durante la salida del sol, la liberación de los licántropos —que habían recuperado ya su forma humana— y las explicaciones de Lord Maccon a la manada.
Ni siquiera se despertó mientras el conde la colocaba dulcemente en los brazos de su segundo y este corría entre la prensa que acababa de llegar al lugar del suceso, con la cara cubierta por uno de los sempiternos pañuelos de encaje de Lord Akeldama.
Sin embargo, no fue capaz de seguir durmiendo cuando, a su llegada a la residencia de los Loontwill, su madre la recibió en pleno ataque de histeria. La señora Loontwill llevaba horas esperando en la sala de estar principal de la casa. Y no estaba muy contenta, precisamente.
—¿Dónde has estado toda la noche, jovencita? —preguntó su madre con el tono de voz sepulcral de quien cree que le están tomando el pelo.
Felicity y Evylin aparecieron en la puerta de la sala de estar, aún en camisón y envueltas en sendas batas. Al percatarse de la presencia del profesor Lyall, gritaron horrorizadas y corrieron escaleras arriba hacia sus habitaciones para vestirse adecuadamente, maldiciéndose porque las imposiciones del decoro les impidiesen presenciar hasta el último segundo del drama que sin duda estaba a punto de desatarse en la sala de estar.
La señorita Tarabotti miró a su madre, incapaz de abrir los ojos por el sueño.
—Mmm… —No podía pensar con claridad. Salí a cenar con un vampiro, fui abducida por unos científicos locos, atacada por un hombre lobo y el resto de la noche la he pasado haciendo manitas con un grande del reino completamente desnudo. En lugar de eso, repitió—: Mmm…
—Estaba en compañía del conde de Woolsey —intervino el profesor Lyall con firmeza, en un tono de voz que no admitía objeciones, como si todo estuviese perfectamente claro.
La señora Loontwill ignoró por completo el tono del licántropo y se abalanzó sobre su hija con la intención de darle una bofetada.
—¡Mi hija! ¡Una libertina!
El profesor Lyall se apartó de la trayectoria de la mujer y la fulminó con la mirada.
La señora Loontwill decidió centrar su ira en él, como un caniche rabioso.
—¡Ha de saber, jovencito, que ninguna hija mía pasa la noche fuera de casa con un caballero sin estar antes casada con él como Dios manda! Me da igual si se trata de un conde. Quizás las costumbres de los suyos difieran al respecto, pero estamos en el siglo diecinueve y en mi casa no se tolera semejante comportamiento. ¡Haré que mi esposo convoque a su alfa ahora mismo!
El profesor Lyall arqueó una ceja.
—Haga lo que crea conveniente, aunque yo no se lo recomiendo. Que yo recuerde, Lord Maccon nunca ha perdido un solo enfrentamiento. —Bajó la mirada hasta encontrarse con los ojos de Alexia—. Menos con la señorita Tarabotti, por supuesto.
Alexia le devolvió una sonrisa.
—Puede dejarme en el suelo, profesor. Estoy totalmente despierta y creo que seré capaz de mantenerme en pie. Mi madre provoca ese efecto en las personas. Es como un vaso de agua fría.
El profesor Lyall hizo lo que se le pedía.
La señorita Tarabotti se dio cuenta de que no había sido del todo sincera. Le dolía todo el cuerpo y sus pies se negaban a hacer lo que les ordenaba. Se tambaleó y perdió el equilibrio.
El profesor Lyall hizo ademán de sujetarla, pero erró el cálculo.
Con la majestuosa eficiencia de los mejores mayordomos, Floote se materializó junto a su señora y la sujetó por el brazo, evitando la aparatosa caída.
—Gracias, Floote —dijo Alexia, apoyando el peso del cuerpo en el mayordomo.
Felicity y Evylin, ambas ataviadas con sendos vestidos de algodón, entraron en la sala de estar y se sentaron rápidamente en el sofá antes de que alguien les pudiera ordenar que se marcharan.
Alexia miró a su alrededor y descubrió que aún faltaba un miembro de la familia.
—¿Dónde está mi padrastro?
—No es de tu incumbencia, jovencita. ¿Qué está pasando? Exijo una explicación —insistió su madre, enarbolando un dedo en alto.
Justo en aquel preciso instante, alguien llamó a la puerta de la residencia, y por la insistencia de los golpes debía de tratarse de algo importante. Floote dejó a la señorita Tarabotti en manos del profesor Lyall y fue a ver de quién se trataba. Lyall acompañó a la joven hasta la butaca. Alexia, con una sonrisa nostálgica en los labios, tomó asiento.
—¡No estamos en casa! —gritó la señora Loontwill—. ¡Para nadie!
—Para mí sí, señora —dijo una voz autoritaria.
La reina de Inglaterra entró en la sala de estar: una mujer de corta estatura, en el ecuador de su vida pero llevándolo con mucha dignidad.
Floote apareció tras ella y dijo asombrado, con un tono de voz que Alexia jamás hubiese esperado oír del siempre impasible mayordomo:
—Su Alteza Real, la reina Victoria, desea ver a la señorita Tarabotti.
En aquel preciso instante, la señora Loontwill se desmayó.
Alexia pensó, sin atisbo de duda, que aquello era lo más razonable que su madre había hecho en mucho tiempo. Floote destapó un bote de sales aromáticas y se dirigió a su señora con la intención de reanimarla, pero Alexia sacudió la cabeza con firmeza. A continuación, hizo ademán de levantarse para postrarse en una reverencia, pero la reina la detuvo con un gesto de la mano.
—Sin formalidades, señorita Tarabotti. Comprendo que ha tenido una noche más que interesante.
La señorita Tarabotti asintió en silencio e invitó a la reina a tomar asiento. De repente, la sala de estar se le antojó impropia y desordenada, y sintió vergüenza. A Su Alteza Real, sin embargo, no pareció importarle, puesto que tomó asiento en una silla de caoba junto a Alexia, de espaldas al cuerpo inmóvil de la señora Loontwill.
La señorita Tarabotti se volvió hacia sus hermanas. Las dos observaban la escena con la boca abierta, moviendo los labios como dos peces fuera del agua.
—Felicity, Evylin, fuera, ahora —ordenó a sus hermanas.
El profesor Lyall acompañó a las dos hermanas hasta la puerta de la estancia, y las habría seguido de no ser por la intervención de la reina.
—Quédese, profesor. Quizás necesitemos de su experiencia.
Floote abandonó la estancia con la expresión de quien se dispone a ser todo oídos, aunque no sean los suyos.
La reina observó detenidamente a Alexia.
—No es como la esperaba —dijo finalmente.
La señorita Tarabotti reprimió el impulso de responder «Y usted tampoco»; en su lugar, dijo:
—¿Esperaba algo?
—Querida niña, es usted una de las pocas preternaturales en suelo británico. Aprobamos los permisos de inmigración de su padre hace ya muchos años. Fuimos informadas en el mismo momento de su nacimiento. Desde entonces, seguimos sus progresos con interés. Incluso nos planteamos la posibilidad de intervenir cuando todo este asunto con Lord Maccon empezó a complicar las cosas. Ya dura demasiado. Entendemos que se casará con él.
Alexia asintió en silencio.
—Bien, lo aprobamos. —Asintió satisfecha como si hubiese tenido algo que ver en el feliz desenlace.
—No todo el mundo opina lo mismo —intervino el profesor Lyall.
La reina reprimió una carcajada.
—Nos somos la única persona cuya opinión realmente cuenta, ¿no cree? El potentado y el deán son buenos consejeros, pero nada más que eso: consejeros. Ningún documento legal del Imperio o anterior a él prohíbe la unión entre preternatural y sobrenatural. Sí, el potentado nos ha informado de que la tradición de las colmenas prohíbe dicha unión, y las leyendas de los licántropos se oponen a la fraternización entre especies, pero necesitamos cerrar este asunto. No permitiremos que nada distraiga la atención del mejor agente del ORA, y la señorita aquí presente ha de casarse urgentemente.
—¿Por qué? —preguntó Alexia, sin saber por qué su soltería podía llegar a ser una preocupación para la reina de Inglaterra.
—Ah, eso. ¿Conoce la existencia del Consejo en la Sombra? —La reina se acomodó en la rígida silla de madera como lo haría una reina, es decir, relajando imperceptiblemente los hombros.
Alexia asintió.
—El potentado hace las veces de asesor en temas relacionados con la comunidad vampírica y el deán hace lo propio con los licántropos. Según los rumores, vuestro reconocimiento político se debe en parte a los consejos del potentado, y las victorias militares a los del deán.
—Alexia —intervino el profesor Lyall a modo de advertencia.
La reina parecía más divertida que ofendida ante las palabras de Alexia. Incluso se deshizo del plural mayestático por un instante.
—Bueno, supongo que mis enemigos necesitan culpar a alguien. He de decir que ambos son consejeros muy valiosos, al menos cuando no están peleándose el uno con el otro. Pero existe un tercer puesto que lleva vacante desde mucho antes del inicio de mi mandato, un consejero cuya misión es deshacer el empate técnico entre los otros dos.
La señorita Tarabotti frunció el ceño.
—¿Un fantasma?
—No, no. Ya tenemos suficientes de esos merodeando por Buckingham Palace; apenas conseguimos que guarden silencio ni la mitad del tiempo. No necesitamos otro más, y menos ocupando un cargo oficial, no cuando ni siquiera son capaces de mantenerse en estado sólido. No, lo que necesitamos es un muhjah.
Alexia estaba confusa.
—Tradicionalmente, el tercer miembro del Consejo en la Sombra es un preternatural, el muhjah —se explicó la reina—. Su padre declinó la oferta. Italianos… Bien, como no hay suficientes individuos de su especie que puedan votar por su nominación, tendrá que ser una nominación a dedo. De todos modos, la votación no es más que una formalidad, incluso para los cargos de potentado y deán. Al menos así ha sido durante mi reinado.
—Nadie más quiere el trabajo —apuntilló el profesor Lyall.
La reina le dedicó una mirada de reprobación.
—Se trata de un cargo político —se explicó el licántropo, inclinándose en una reverencia a modo de disculpa—. Discusiones, papeleo y libros que consultar continuamente. No es como en el ORA, ¿comprende?
Los ojos de la señorita Tarabotti brillaban con una luz renovada.
—Suena maravilloso. —Aunque aún albergaba algunas dudas—. ¿Por qué yo? ¿Qué puedo aportar frente a dos voces tan experimentadas?
La reina no estaba acostumbrada a que nadie cuestionase sus decisiones. Se volvió hacia el profesor Lyall.
—Os dije que era una mujer difícil —dijo él.
—Aparte de deshacer el empate, el muhjah es la única unidad verdaderamente móvil de los tres consejeros. El potentado está confinado a un territorio muy reducido, como muchos vampiros, y no puede funcionar durante el día. El deán tiene cierta libertad de movimientos, pero no puede viajar en dirigible y está incapacitado las noches de luna llena. Hemos confiado en el ORA para suplir las debilidades del Consejo en la Sombra hasta el momento, pero preferiríamos a un muhjah cuya atención se centre únicamente en los problemas de la Corona y que pueda tratar con Nos directamente.
—¿De modo que habré de serviros de forma activa? —La señorita Tarabotti estaba más intrigada por momentos.
—Oh, oh —murmuró el profesor Lyall—, no creo que Lord Maccon comprenda plenamente esta parte del cargo.
—El muhjah es la voz de la modernidad, de los tiempos que nos ha tocado vivir. Tenemos fe en el potentado y en el deán, pero su edad condiciona la forma en que ven las cosas. Necesitan que alguien equilibre sus decisiones, alguien que esté al día de las corrientes modernas del pensamiento científico, alguien que tenga interés por el mundo diurno. Nos preocupa que este club, el Hypocras, no sea más que un síntoma de un malestar mayor, y que nuestros agentes del ORA no lo desenmascararan antes. Ha demostrado ser una joven muy leída y una investigadora capaz. Como Lady Maccon, poseería el estatus necesario para infiltrarse en los estratos superiores de la sociedad.
Alexia miró a la reina y luego al profesor Lyall. Este parecía preocupado, suficiente para tomar una decisión.
—De acuerdo, acepto.
La reina asintió complacida.
—Su futuro marido nos indicó que no os opondríais al nombramiento. ¡Excelente! Nos reunimos dos veces por semana, los jueves y los domingos por la noche, a menos que se produzca una crisis de algún tipo, en cuyo caso se espera de usted que esté lista cuanto antes. Responderá únicamente ante la Corona. Esperamos su incorporación para la semana siguiente a su boda, de modo que acelere los preparativos.
Una sonrisa de oreja a oreja iluminó el rostro de Alexia. Se volvió hacia el profesor Lyall y lo miró aleteando las pestañas.
—¿Conall está de acuerdo?
El licántropo le devolvió la sonrisa.
—Fue él quien la recomendó para el puesto hace ya algunos meses. La primera vez que interfirió en una de sus operaciones, cuando supo que el ORA no podría hacerse con sus servicios. Claro que no sabe que el muhjah puede intervenir personalmente en una investigación en nombre de la reina.
—Al principio, como es lógico, no estuvimos de acuerdo con la recomendación —explicó la reina—. No podemos permitirnos tener a una mujer soltera en una posición de tanto poder. Es sencillamente imposible. —Bajó la voz y sus ojos emitieron un destello de malicia—. Si me permite la confidencia, querida, creemos que el alfa de Woolsey espera que, al ser muhjah, no se interponga en su camino.
Alexia se llevó una mano a la boca en un exceso de vergüenza. ¡Que la mismísima reina de Inglaterra la considerara un simple estorbo!
—Le ruego me disculpe, Majestad —intervino el profesor Lyall, cruzando los brazos sobre el pecho—, pero creo que prefiere juntar a la señorita Tarabotti con el deán y ver cómo saltan chispas.
La reina Victoria sonrió.
—Nunca se han llevado bien, esos dos.
El profesor Lyall asintió.
—Ambos son demasiado alfa.
De pronto la señorita Tarabotti se mostró preocupada.
—Ese no es el motivo por el que se casa conmigo, ¿verdad? ¿Para que pueda ser muhjah? —Una parte de su antigua inseguridad había regresado para atormentarla.
—No sea ridícula —la reprendió la reina—. Hace meses que está loco por usted, desde el día en que lo atacó en sus partes nobles con un erizo. Nos han vuelto locos a todos con sus ridículos bailes. No sabe cuánto nos alegramos de que finalmente se hayan decidido. Su boda promete ser el evento social de la temporada. La mitad de los invitados asistirán solo para asegurarse de que ninguno de los dos se eche atrás.
La señorita Tarabotti no supo qué responder, quizás por primera vez en su vida.
La reina se puso en pie.
—Bien, ya está decidido. Nos sentimos muy felices. Y ahora le sugerimos que descanse un poco, jovencita. Parece cansada. —Y sin mediar más palabras, abandonó la residencia de los Loontwill.
—Qué bajita es —le dijo Alexia al profesor Lyall cuando la reina ya se había ido.
—Alexia —dijo una voz temblorosa desde el otro lado de la habitación—, ¿qué está pasando?
Alexia suspiró y, levantándose como buenamente pudo, avanzó tambaleante hacia su madre. Toda la ira de la señora Loontwill se había evaporado como por arte de magia al despertar y encontrarse a su hija conversando con la reina de Inglaterra.
—¿Qué hacía aquí la reina? ¿Por qué hablabais del Consejo en la Sombra? ¿Qué es un muhjah? —La señora Loontwill estaba ciertamente confusa. Al parecer, había perdido por completo el control de la situación.
Yo, pensó Alexia con evidente placer. Voy a ser muhjah. Esto va a ser tan divertido. En voz alta, sin embargo, dijo lo único que creía que podría calmar a su madre.
—No te preocupes por nada, mamá. Me casaré con Lord Maccon.
Y funcionó. La boca de la señora Loontwill se cerró al instante y la expresión de su rostro pasó de la preocupación a la felicidad más absoluta en cuestión de segundos.
—¡Le has echado el lazo! —exclamó sin molestarse en disimular su alegría.
Felicity y Evylin aparecieron de nuevo en el salón, las dos con los ojos abiertos de par en par. Por primera vez en sus vidas, miraban a su hermana con algo que no fuera un sentido y sincero desprecio.
—No es que apruebe tus métodos para cazarlo, claro está —se apresuró a añadir la señora Loontwill al percatarse de la llegada de sus otras dos hijas—. Fuera toda la noche, y en compañía de un hombre. Pero ¡gracias a Dios que lo has conseguido! —Luego añadió en un aparte—: Chicas, vuestra hermana va a casarse con Lord Maccon.
Felicity y Evylin parecían aún más sorprendidas que su madre, pero se recuperaron rápidamente.
—Pero, mamá, ¿qué hacía aquí la reina? —quiso saber Evylin.
—Eso ahora no importa, Evy —intervino Felicity impaciente—. La pregunta es, ¿qué te pondrás como traje de boda, Alexia? El blanco te sienta fatal.
Los periódicos de la tarde publicaron lo sucedido con todo lujo de detalles. Los nombres de la señorita Tarabotti y Lord Akeldama, sin embargo, quedaron al margen de la noticia, así como la verdadera naturaleza de los experimentos.
Los diversos reportajes sumieron Londres en un fervor de especulaciones. La Royal Society se apresuró a negar cualquier relación con el Club Hypocras, pero el ORA inició un torbellino de operaciones encubiertas. Un buen número de científicos, algunos de fama y prestigio internacional, se encontraron de pronto sin patrocinadores, tuvieron que huir del país o acabaron directamente en la cárcel. Nadie explicó el origen de los pulpos.
El Club Hypocras cerró sus puertas definitivamente, y sus instalaciones fueron confiscadas por el gobierno y subastadas públicamente. Los afortunados fueron una joven pareja de East Duddage cuya ascensión en la escala social se debía a su éxito en la industria del orinal. La duquesa de Snodgrove, por su parte, creyó ver en todo aquel asunto un intento más diseñado con el propósito de acabar con el prestigio de su posición social. El hecho de que sus nuevos vecinos, fuesen adorables o no, procedieran de Duddage y además se dedicasen al comercio fue suficiente para provocarle un ataque de histeria tan alarmante que su esposo la envió de inmediato a una de sus propiedades en el campo, concretamente en Berkshire, por el bien de la salud colectiva. A continuación, vendió su residencia en Londres.
En cuanto a la señorita Tarabotti, lo peor de tan sórdido asunto fue que, a pesar de que tanto las instalaciones del club como la residencia de Lord Akeldama fueron registradas a fondo, los agentes del ORA no consiguieron recuperar su sombrilla favorita.
—Bah —se quejó a su prometido mientras paseaban por Hyde Park una tarde—. Me encantaba esa sombrilla.
Se cruzaron con un carruaje cargado de nobles, de los cuales uno o dos saludaron en su dirección. Lord Maccon se levantó el sombrero a modo de respuesta.
La sociedad londinense había aceptado, aunque muy a su pesar, que uno de sus solteros de oro más codiciados estuviese de pronto fuera del mercado, y encima para casarse con una auténtica don nadie. Uno o dos, al ver los gestos de saludo, incluso se acercaron para extender tímidas invitaciones de amistad para la joven Alexia. La señorita Tarabotti mejoró aún más su posición entre la aristocracia respondiendo a semejantes muestras de servilismo apuntando su afilada nariz hacia el cielo. La futura Lady Maccon era sin duda tan formidable como su prometido.
Lord Maccon sujetó el brazo de Alexia con aire tranquilizador.
—Haré que te fabriquen cien sombrillas, una para cada vestido.
Ella lo miró con las cejas arqueadas.
—Con la punta de plata, espero.
—Bueno, tendrás que reunirte con el deán varias veces por semana; quizás te venga bien la plata. Aunque no creo que te dé demasiados problemas.
Alexia, quien aún no había tenido la oportunidad de conocer a los otros miembros del Consejo en la Sombra y no lo haría hasta el día de su boda, miró a Lord Maccon con curiosidad.
—¿Realmente es tan apocado como dices?
—No. Simplemente carece de la formación necesaria.
—¿Para qué?
—Para enfrentarse a ti, amor mío —respondió el conde, suavizando el insulto con una muestra de cariño.
Alexia se atragantó con tanta gracia que Lord Maccon no tuvo más remedio que besarla allí mismo, en pleno Hyde Park, lo cual provocó un atragantamiento aún mayor y un beso aún más apasionado, todo girando una y otra vez en un círculo vicioso.
Como es evidente, el señor MacDougall había sido el responsable de la desaparición de la sombrilla. El pobre hombre se había evaporado de las mentes de todos, incluida Alexia, en cuanto la investigación sobre el Club Hypocras tocó a su fin. Se llevó la sombrilla consigo de vuelta a América, a modo de recuerdo. Se le había roto el corazón al leer el anuncio del compromiso de la señorita Tarabotti en la Gazette. Regresó a su mansión en Massachusetts y se entregó a sus investigaciones sobre el alma humana con vigor renovado y una actitud mucho más cautelosa. Unos años más tarde, se casó con una mujer de armas tomar y se dejó guiar por ella felizmente durante el resto de sus días.