La última estancia

Con un movimiento rápido y ágil que hacía evidentes sus habilidades como humano, antes incluso de convertirse en hombre lobo, Lord Maccon rodeó a la señorita Tarabotti y, de espaldas al intruso, la protegió de él con su propio cuerpo. El mismo movimiento le había servido también para recoger el trozo de espejo roto del suelo, que ahora guardaba entre su cuerpo y el de Alexia, lejos de la mirada del señor Siemons.

—Bien, señorita Tarabotti —dijo el científico—, he de reconocer que ha hecho usted un trabajo excelente. Nunca pensé que podría ver a un licántropo en su forma humana en una noche de luna llena como la de hoy.

Alexia se sentó en el suelo y cubrió la desnudez de sus hombros con el corpiño del vestido, completamente abierto por detrás. Miró fijamente a Lord Maccon, que le devolvió una mirada carente de remordimientos.

—Señor Siemons —se limitó a decir Alexia.

El científico entró en la celda y Alexia pudo ver que tras él aguardaban al menos seis hombres más, cada uno de un tamaño distinto, aunque todos tendían hacia la vertiente más voluminosa del espectro. Al parecer, el señor Siemons no quería correr riesgo alguno en caso de que las habilidades preternaturales de la señorita Tarabotti resultaran ser una broma de mal gusto. Sin embargo, al no encontrar lobo alguno en la celda, clavó la mirada en la espalda de Lord Maccon con expresión ciertamente clínica.

—¿Su cerebro también recupera la cordura al igual que el cuerpo la forma humana, o sigue siendo básicamente un lobo por dentro? —preguntó el científico.

Alexia percibió las intenciones del conde en su mirada y en la forma en que sujetaba el trozo de espejo. De espaldas a la puerta, Lord Maccon no había reparado en el séquito que acompañaba al señor Siemons. Alexia sacudió la cabeza casi imperceptiblemente. El conde, atento al menor movimiento, captó el mensaje a la primera y esperó un momento más adecuado.

El señor Siemons se acercó a la pareja e, inclinándose por encima de ellos, hizo ademán de sujetar la cabeza del conde por el pelo para levantarla y así poder mirarle a la cara. Lord Maccon, haciendo gala de un humor bastante malicioso, gruñó e intentó morderle la mano como si aún fuese un lobo. El científico, sorprendido, retrocedió de nuevo hasta la puerta.

—He de decir —dijo finalmente sin apartar los ojos de Alexia—, que estoy impresionado. Tendremos que someter sus habilidades a un estudio extenso y minucioso, y hay varias pruebas que… —Guardó silencio un instante, pensativo—. ¿Está segura de que no puedo persuadirla para que se una a nuestra causa, la de la justicia y la seguridad? Ahora que ha experimentado el terror ante el ataque de un hombre lobo en sus propias carnes, ¡debe admitir que se trata de criaturas indiscutiblemente peligrosas! No son más que una plaga dispuesta a acabar con la raza humana. Nuestras investigaciones servirán para prevenir y proteger a la población de todo el Imperio de tan grave amenaza. Con sus habilidades, podríamos determinar nuevas vías de neutralización. ¿No se da cuenta de lo valiosa que sería para nosotros su colaboración? Solo tendría que participar en algunas pruebas físicas de vez en cuando.

Alexia no sabía muy bien qué decir. La frialdad con la que aquel hombre hablaba le provocaba una mezcla de asco y miedo. Porque allí estaba ella, acurrucada contra el cuerpo de un licántropo, un hombre al que aquel secuestrador, aquel verdugo se atrevía a llamar abominación; un hombre del que estaba, y la certeza del sentimiento no se le antojaba una sorpresa, perdidamente enamorada.

—Gracias por la amabilidad de su oferta… —empezó Alexia.

El científico la interrumpió.

—Su colaboración sería inestimable para nosotros, pero no es necesaria, señorita Tarabotti. Comprenda que haremos lo que tengamos que hacer.

—En ese caso actuaré de acuerdo con mi conciencia, no la suya —continuó Alexia con firmeza—. Su percepción de mi persona parece tan deformada como la de él. —Señaló a Lord Maccon con un gesto de la cabeza. El licántropo la miraba fijamente, como si tratara de convencerla solo con la mirada de que permaneciese en silencio. La lengua de la señorita Tarabotti, sin embargo, siempre había sido su mejor arma—. Nunca podría participar voluntariamente en sus horribles experimentos.

El señor Siemons esbozó una sonrisa pequeña y tensa, más propia de un psicópata. A continuación, se dio la vuelta y gritó algo en latín.

De pronto se hizo el silencio en la celda.

Junto a la puerta, científicos y matones empezaron a susurrar entre ellos, hasta que el autómata los apartó a un lado para acceder a la celda.

Lord Maccon vio la expresión de repulsión en la cara de la señorita Tarabotti, pero por el momento prefirió no darse la vuelta para comprobar qué la había causado. Permaneció de espaldas al grupo, mostrando lo mejor de sus posaderas a lo que allí estaba sucediendo y poniéndose cada vez más tenso mientras Alexia y el señor Siemons intercambiaban opiniones.

La señorita Tarabotti podía sentir el agravio del licántropo en cada milímetro en el que sus cuerpos estaban en contacto. Lo intuía en los músculos, en la forma en que se tensaban bajo la piel, a punto de romper a temblar como un perro tirando de su dueño.

Alexia supo lo que estaba a punto de suceder un segundo antes de que ocurriera.

Con un rápido movimiento, Lord Maccon se dio la vuelta y cargó empuñando el trozo de espejo. El señor Siemons, atento a las reacciones de Alexia y la aprensión que acababa de intuir en su rostro, se apartó a un lado.

Al mismo tiempo, el autómata dio un paso adelante y a un lado, dispuesto a abalanzarse sobre la señorita Tarabotti.

Sorprendido en pleno avance e impedido por la necesidad de mantener el contacto físico con ella, Lord Maccon no pudo prepararse para golpear al autómata con suficiente rapidez.

Alexia, por su parte, no tenía los movimientos tan restringidos como el licántropo. Tan pronto como el horrible autómata se acercó a ella, gritó con todas sus fuerzas y trató de golpearlo, segura de que perecería víctima del pánico si aquella imitación repulsiva de un humano conseguía tocarla.

A pesar de la aversión, el autómata sujetó a la señorita Tarabotti por las axilas con sus frías manos sin uñas y la levantó a pulso. El monstruo tenía una fuerza descomunal. Alexia empezó a repartir patadas a diestro y siniestro y, aunque algunas alcanzaron su objetivo, la criatura apenas se inmutó. La sujetó con fuerza y se la cargó sobre el hombro.

Lord Maccon se volvió hacia ella, pero la combinación entre su propio ataque y el del autómata había resultado en la ausencia de contacto entre ellos. Alexia, colgando boca abajo del hombro del autómata, pudo ver la expresión de pánico en el rostro del licántropo entre la maraña de su propia cabellera y el brillo de algo afilado. En un último acto racional, Lord Maccon lanzó el trozo de espejo contra la parte baja de la espalda del autómata, justo por debajo de donde ella colgaba.

—¡Se está transformando! —gritó el señor Siemons, retirándose a toda prisa de la celda seguido de cerca por el autómata y una combativa Alexia colgando de su hombro—. ¡Neutralizadlo! ¡Deprisa! —ordenó a los hombres que esperaban junto a la puerta.

La señorita Tarabotti sintió pena por ellos, puesto que nada sabían de la rapidez con la que se producía el cambio. Ella misma había afirmado que se tardaba una hora en devolver a un licántropo a su forma humana, de modo que probablemente daban por sentado que ese era el tiempo necesario para transformarse de nuevo. Deseó que aquello proporcionara a Lord Maccon algún tipo de ventaja sobre sus oponentes, una auténtica bendición ahora que los instintos animales del conde se habían apoderado de él, poniendo a todos, incluso a ella misma, en peligro.

Mientras avanzaban a toda velocidad por el pasillo, la señorita Tarabotti oyó un potente rugido, seguido de un sonido seco y húmedo y los gritos de horror de varios hombres al mismo tiempo. Le impresionó la desesperación de sus voces, tanto que dejó de gritar y se concentró en intentar que el autómata la soltara. Golpeó y dio patadas con un vigor más propio de un animal. Desgraciadamente para ella, el brazo de la criatura era como una barra de hierro alrededor de su cintura. No sabía de qué estaba hecha aquella monstruosidad, pero imaginó que tal vez fuese hierro.

Fuera cual fuese la superestructura esquelética del Homunculus simulacrum, estaba recubierta por una capa abundante de una materia esponjosa parecida a la carne. La señorita Tarabotti abandonó todo intento de escapatoria y observó detenidamente el trozo de espejo que se hundía en la espalda de la criatura, por cuya herida se vertía un extraño y oscuro líquido viscoso. De pronto, comprendió que Lord Maccon tenía razón. Aquel ser estaba henchido de sangre: vieja, negra y sucia. ¿Qué clase de extraña obsesión, pensó Alexia, tenían aquellos científicos con la sangre? ¿A qué respondía la insistencia de Lord Maccon en herir al autómata? De pronto lo supo. Necesita un rastro que seguir. Nunca funcionará, pensó. No sangra lo suficiente como para dejar un rastro de gotas de sangre tras de sí.

Tratando de pensar en ello lo menos posible, alargó el brazo hasta el trozo de espejo que sobresalía de la carne macilenta del autómata y se abrió su propia carne por la parte interna del brazo con un extremo afilado. De la herida manó un torrente de sangre de un rojo brillante y saludable, que se precipitó al suelo formando pequeñas gotas sobre la moqueta. Se preguntó si también su sangre olería a canela y vainilla para el potente olfato de Lord Maccon.

Nadie se percató de la treta. El autómata, siguiendo de cerca a su amo, la llevó de vuelta a través de la sala de recepción del club y hacia las cámaras de las máquinas. Pasaron junto a las estancias que la señorita Tarabotti había visitado en el breve paseo por las instalaciones del club y siguieron avanzando en dirección a zonas que hasta entonces no le había estado permitido ver y el origen de aquellos horribles gritos de dolor.

Finalmente llegaron al final del pasillo. Alexia consiguió revolverse lo suficiente como para leer un pequeño trozo de papel pegado en un lado de la puerta, en el que se podía leer en caligrafía negra y limpia, flanqueado a ambos lados por la imagen grabada de un pulpo, CÁMARA DE EXANGUINACIÓN.

La señorita Tarabotti no pudo ver nada del interior de la estancia desde su posición hasta que el señor Siemons dio algunas instrucciones en aquel latín indescifrable y el autómata, siempre obediente, la dejó en el suelo. Alexia se apartó de la criatura de un salto con la agilidad de una gacela en horas bajas. El autómata, por su parte, la sujetó por los brazos y tiró de ella hasta inmovilizarla convenientemente.

Alexia sintió un estremecimiento de aversión. Poco importaba que hubiese cargado el peso de su cuerpo a lo largo del club, su piel seguía estremeciéndose horrorizada cada vez que el monstruo la tocaba.

Se tragó la bilis, respiró hondo y trató de calmarse. Cuando finalmente consiguió reunir un cierto equilibrio, se apartó el pelo de la cara y miró a su alrededor.

La estancia albergaba seis plataformas metálicas de idéntico tamaño y forma, fijadas al suelo y formando tres grupos de dos. Cada plataforma, del tamaño de un hombre de complexión generosa, estaba equipada con una plétora de métodos de sujeción de distintos materiales. Dos jóvenes científicos, ataviados con batas de color gris y un par de optifocales cada uno, se paseaban de un lado a otro haciendo comprobaciones. Sujetaban cuadernos forrados de piel en los que anotaban observaciones de muy distinta índole ayudándose de unas delgadas barras de grafito envueltas en piel de oveja. También había un hombre mayor, de la edad del señor Siemons. Vestía un horrible traje de tweed y un pañuelo atado a modo de corbata con tal despreocupación que casi constituía un pecado tan grave como el que se derivaba de sus acciones. Llevaba también un par de optifocales, pero más grandes y elaboradas que las que Alexia había visto hasta entonces. Los tres hombres dejaron sus quehaceres por un instante cuando la pequeña comitiva entró en la estancia, sus tres pares de ojos deformados hasta la elefantiasis por el efecto del cristal de aumento. Pronto retomaron su trabajo, paseándose incansablemente entre las figuras inertes de dos hombres que descansaban en una de las parejas de plataformas, uno de ellos atado con una cuerda de sisal y el otro…

Alexia gritó presa del horror y el nerviosismo. El otro hombre vestía un extravagante abrigo de terciopelo color ciruela manchado de sangre y un chaleco de satén a cuadros escoceses malva y verde turquesa roto por varios puntos. También él estaba sujeto a la plataforma con una cuerda, pero le habían atravesado las manos y los pies con estacas de madera. Dichas estacas estaban atornilladas a la plataforma sobre la que descansaba. Alexia no sabía si su inmovilidad se debía al dolor o a que ya no era capaz de controlar los movimientos de su cuerpo.

La señorita Tarabotti corrió hacia su amigo, pero el autómata la detuvo antes de que pudiese llegar hasta él. Mejor, se dijo Alexia, porque si tocaba a Lord Akeldama en semejante estado, sus habilidades preternaturales podrían provocarle una muerte instantánea. Solo su fuerza sobrenatural lo mantenía con vida; si es que seguía vivo, claro está.

—¡Malditos… —dijo volviéndose hacia el señor Siemons en busca de la palabra que mejor describiese a aquellos que se hacían llamar científicos—… malditos filisteos! ¿Qué le han hecho?

No solo lo habían atado y clavado a la plataforma, sino que también lo habían conectado a una de aquellas máquinas infernales. Una de las mangas de su hermoso abrigo había desaparecido, al igual que la camisa que se escondía debajo, y bajo su piel asomaba un grueso tubo de metal. El tubo estaba conectado a una extraña máquina de vapor de la que salía otro tubo de idénticas dimensiones que discurría hasta la otra plataforma y desaparecía bajo la piel del segundo hombre, un humano sin duda a juzgar por el tono de su piel y el color rosado de sus mejillas, a pesar de que también él permanecía inmóvil.

—¿Por dónde vamos, Cecil? —preguntó el señor Siemons a uno de los científicos de bata gris, ignorando por completo a la señorita Tarabotti.

—Ya casi hemos terminado, señor. Creemos que no se equivocaba con la edad. Todo funciona mucho mejor que en otros procedimientos anteriores.

—¿Y la aplicación de corriente eléctrica? —insistió el señor Siemons frotándose las patillas.

El hombre comprobó algo en su cuaderno, manipulando el enfoque de sus optifocales para ver con más claridad.

—Según lo planeado, señor, según lo planeado.

El señor Siemons se frotó las manos, encantado por las buenas noticias.

—Excelente, excelente. Será mejor que no moleste al doctor Neebs; parece muy concentrado. Sé lo mucho que se implica en su trabajo.

—Estamos intentando moderar la intensidad de la descarga, señor. El doctor Neebs cree que así alargaremos el tiempo de vida de los receptores —explicó el segundo científico, levantando la mirada de las palancas que sobresalían del costado de una de las máquinas.

—Una idea fascinante y un enfoque muy interesante. Procedan, por favor, procedan. No me hagan caso. Solo he venido a traer un nuevo espécimen. —Dio media vuelta y señaló en dirección a la señorita Tarabotti.

—Muy bien, señor. En ese caso, seguiré tomando notas —intervino el primer científico, que retomó lo que había estado haciendo antes de la llegada del grupo sin ni siquiera mirarla.

Alexia clavó la mirada en los ojos del señor Siemons.

—Creo que ya sé —dijo con un tono de voz calmado pero no por ello menos serio—, quién es el monstruo aquí. Lo que está haciendo va más allá que cualquier acción pasada o futura de vampiros o licántropos. Está profanando la creación, no únicamente con esto —señaló con el pulgar al autómata, que aún la sujetaba entre sus brazos—, sino también con eso. —Esta vez señaló la máquina cuyos tubos metálicos se introducían hambrientos en el cuerpo inerte de su querido amigo. Era como si aquel horrible engendro mecánico bebiera de él, más sediento de sangre que cualquier vampiro que Alexia hubiese visto en toda su vida—. Usted, señor Siemons, es la auténtica abominación, no ellos.

El señor Siemons dio un paso al frente y le cruzó la cara con una sonora bofetada. El sonido, brusco y seco, captó la atención del doctor Neebs, que levantó la mirada de su trabajo. Sin embargo, nadie dijo ni una sola palabra y los tres científicos volvieron inmediatamente a sus respectivas ocupaciones.

Alexia retrocedió un paso, refugiándose en la gélida inmovilidad del autómata. Inmediatamente recordó dónde estaba y se apartó del engendro de un salto, tratando de ver a través de las lágrimas que le inundaban los ojos. Cuando finalmente recobró la visión, descubrió horrorizada que el señor Siemons había recobrado aquella sonrisa tensa y metálica de psicópata.

—Protocolo, señorita Tarabotti —le dijo, para añadir a continuación algo en latín.

El autómata arrastró a Alexia hasta una de las plataformas que aún quedaban libres. Uno de los científicos, el más joven de todos, dejó a un lado lo que se traía entre manos y se acercó para atarla a la plataforma mientras la criatura la mantenía inmóvil. El señor Siemons también ayudó en el proceso, atándole de manos y pies con tanta fuerza que la señorita Tarabotti supo al instante que la sangre dejaría de correr por sus extremidades. De los costados de la plataforma colgaban unos gruesos grilletes de sólido metal aparentemente bañado en plata, y también alguna de aquellas horribles estacas de madera, aunque los científicos allí presentes no parecían de la opinión que Alexia necesitara de medidas tan extremas.

—Traed a un nuevo destinatario —ordenó el señor Siemons en cuanto Alexia estuvo convenientemente atada. El joven de la bata gris asintió, dejó su libreta de piel en un pequeño estante, se quitó las optifocales y abandonó la estancia.

El autómata se colocó frente a la puerta cerrada; un centinela silencioso con el rostro de cera.

Alexia ladeó la cabeza. Podía ver a Lord Akeldama a su izquierda, todavía en silencio y sin moverse de su plataforma. El científico de más edad, el doctor Neebs, había completado su trabajo y estaba conectando otra máquina a la de los tubos. El nuevo aparato era un motor de capacidad reducida, lleno de palancas y ruedas dentadas. En el centro había una jarra de cristal con dos placas de metal, una a cada lado.

El científico de bata gris se acercó al grupo y accionó una manivela unida a la caja de aquel extraño invento.

De pronto se escuchó un estruendo seco y un rayo de una blancura extraordinaria recorrió el tubo unido al brazo de Lord Akeldama hasta penetrar en su cuerpo. El vampiro se retorció con todas sus fuerzas, tirando sin querer de las estacas de madera y empalándose aún más. Abrió los ojos de par en par y dejó escapar un desgarrador grito de dolor.

El científico joven, que seguía accionando la manivela con una mano, tiró de una pequeña palanca con la otra; el rayo de luz pasó por la máquina y, recorriendo el tubo en sentido contrario, se introdujo en el brazo del humano sujeto en la otra plataforma junto a Lord Akeldama y que parecía sumido en un profundo coma.

También él abrió los ojos. Al igual que Lord Akeldama, gritó y su cuerpo se agitó víctima de las convulsiones. El científico joven dejó de accionar la manivela y la corriente eléctrica —puesto que, en opinión de Alexia, de eso se trataba— se disipó inmediatamente. Ignorando por completo a Lord Akeldama, que se había desplomado de nuevo sobre la plataforma con los ojos cerrados, hundido, demacrado y envejecido repentinamente, el señor Siemons, el doctor Neebs y el joven de la bata gris se arremolinaron alrededor del compañero de plataforma del vampiro. El doctor Neebs le tomó el pulso y luego comprobó el estado de las pupilas a través de los gruesos cristales de sus optifocales. El objeto de estudio, mientras tanto, no movía ni un solo pelo.

De pronto, rompió a llorar como un niño después de un berrinche, sin una sola lágrima, solo sollozos breves y entrecortados. Hasta el último músculo de su cuerpo estaba alerta, las extremidades rígidas, los ojos a punto de salirse de las órbitas. Los tres científicos retrocedieron al unísono, pero sin apartar la mirada de él para no perderse detalle.

—Ah, allá va —dijo el señor Siemons satisfecho.

—Sí, sí —asintió el doctor Neebs, dando una palmada para, acto seguido, frotarse las manos con avidez—. ¡Perfecto!

El joven de la bata gris no dejaba de tomar notas en su cuaderno de piel.

—Un resultado mucho más rápido y eficiente, doctor Neebs. Le felicito y escribiré un informe ciertamente favorable al respecto —dijo el señor Siemons, sonriendo y pasándose la lengua por los labios.

El doctor Neebs no podía estar más orgulloso.

—Se lo agradezco, señor Siemons. Sin embargo, sigue preocupándome la intensidad de la corriente. No se imagina cuánto me complacería dirigir la transferencia de almas con mayor precisión.

El señor Siemons se volvió hacia Lord Akeldama.

—¿Cree que aún le quedará algo de alma?

—Difícil de determinar teniendo en cuenta la edad del sujeto —sugirió el doctor Neebs—, pero quizás…

De pronto llamaron a la puerta.

—¡Soy yo, señor! —gritó una voz desde el otro lado.

—Expósitas —dijo el señor Siemons.

El autómata dio media vuelta y abrió la puerta.

Allí estaban el otro científico y el señor MacDougall, cargando entre los dos el cuerpo de un hombre envuelto firmemente con una larga pieza de lino y convertido en una momia del antiguo Egipto.

Al ver a la señorita Tarabotti atada a una de las plataformas, el señor MacDougall dejó caer su parte del cuerpo y corrió junto a ella.

—Buenas noches, señor MacDougall —dijo Alexia a modo de saludo—. He de decir que sus amigos, aquí presentes, no me merecen la mejor de las opiniones. Su comportamiento es… —se detuvo un instante en busca de la palabra adecuada—… indecoroso.

—Señorita Tarabotti, no sabe cuánto lo siento. —El americano juntó las manos en una pequeña bola mientras revoloteaba a su alrededor—. Si hubiese sabido qué era usted el día en que nos conocimos, podría haber evitado esto. Hubiese tomado las precauciones necesarias. Habría… —Se tapó la boca con los puños, sacudiendo la cabeza en un exceso de emoción.

Alexia intentó esbozar una sonrisa. Pobre hombre, pensó. Debe de ser duro ser siempre tan débil.

—Señor MacDougall —intervino el señor Siemons, interrumpiendo su pequeño tête-à-tête—. Ya sabe lo que nos jugamos aquí. Su amiga se niega a colaborar voluntariamente, de modo que no nos queda otro remedio. Puede quedarse para observar el proceso, pero debe comportarse y no interferir en el procedimiento.

—Pero, señor —protestó el americano—, ¿no le parece que antes debería comprobar el alcance de sus habilidades? ¿Tomar algunas notas, formular una hipótesis, abordar el tema desde una perspectiva más científica? Sabemos tan poco acerca del llamado estado preternatural… ¿No debería mostrarse más cauto? Si la señorita Tarabotti es un ejemplar único, como usted mantiene, no veo cómo puede permitirse riesgos innecesarios con respecto a su bienestar.

El señor Siemons levantó una mano en alto con gesto autoritario.

—Solo vamos a realizar un procedimiento preliminar. Los vampiros llaman a los de su especie «desalmados». Si nuestras predicciones son correctas, no tendremos que aplicarle electricidad para reanimarla. No tiene alma, ¿recuerda?

—Pero ¿y si mi teoría resulta ser cierta y la suya no? —El señor MacDougall no podía ocultar su preocupación. Le temblaban las manos y tenía la frente empapada en sudor.

El señor Siemons esbozó una sonrisa maliciosa.

—Esperemos por el bien de su amiga que no sea así. —Se dio la vuelta y repartió órdenes entre sus compatriotas—. Prepárenla para la exanguinación. Analicemos el verdadero alcance de las capacidades de esta mujer. Doctor Neebs, si ha terminado con ese sujeto…

El doctor Neebs asintió.

—Por el momento. Cecil, continúe con la monitorización del proceso. Notifíqueme inmediatamente la aparición de cualquier protuberancia dental. —Empezó a moverse de un lado a otro, desconectando las máquinas entre sí y luego a Lord Akeldama de su compañero de fatigas, arrancando los tubos de sus respectivos brazos sin apenas inmutarse. Alexia observó horrorizada cómo el agujero resultante en la carne del vampiro no se cerraba ni mostraba signos de regeneración.

Desgraciadamente, ya no tenía tiempo para preocuparse por Lord Akeldama, puesto que la máquina se dirigía hacia ella. El doctor Neebs se inclinó sobre su brazo empuñando un cuchillo muy afilado. Rasgó la tela de la manga y palpó la parte interna del codo con la punta de los dedos en busca de una vena. Mientras tanto, el señor MacDougall no dejaba de murmurar palabras inconexas, aunque no hacía nada por ayudarla. De hecho, retrocedió tímidamente y apartó la mirada como si temiese presenciar lo que allí estaba a punto de suceder. Alexia luchó inútilmente contra las ataduras que la mantenían sujeta a la mesa.

El doctor Neebs graduó sus optifocales y se dispuso a realizar la incisión.

De pronto, un estruendo terrible hizo temblar las paredes de la estancia.

Algo grande, pesado y furioso golpeó la puerta por fuera con tanta fuerza que a punto estuvo de tirar al suelo al autómata que montaba guardia frente a esta.

—¿Qué demonios es eso? —exclamó el doctor Neebs con la punta de la hoja sobre la piel de Alexia.

La puerta volvió a temblar.

—Resistirá —dijo el señor Siemons, confiado.

Pero a la tercera embestida, la puerta empezó a ceder.

El doctor Neebs empuñó en alto el cuchillo con el que se disponía a abrir una vía en el brazo de Alexia y adoptó una posición defensiva. Uno de los jóvenes de bata gris empezó a gritar; el otro corrió de un lado a otro, buscando desesperadamente un arma entre la parafernalia que abarrotaba la sala.

—Cecil, ¡cálmese! —exclamó el señor Siemons—. ¡Le digo que resistirá! —Obviamente, trataba de convencerse a sí mismo tanto como a los demás.

—Señor MacDougall —susurró Alexia entre tanto alboroto—, ¿cree que tal vez podría hacer algo para desatarme?

El americano, temblando, la miró como si no comprendiese lo que le estaba diciendo.

Finalmente la puerta cedió con un estrépito terrible, y a través de los fragmentos de madera apareció un enorme lobo. Tenía la cara cubierta de sangre y de sus enormes y afilados colmillos colgaban dos hilos de saliva de color rosado. El resto de su pelaje era negro con manchas doradas y marrones. Los ojos, fijos en los de la señorita Tarabotti, eran de un amarillo intenso, carentes de cualquier rastro de humanidad.

Lord Maccon bien podía pesar más de ochenta kilos, de los cuales una buena parte era músculo, dato que Alexia podía corroborar por experiencia propia. Se trataba, por tanto, de un lobo muy grande y fuerte, furioso, hambriento y dominado por el influjo de la luna.

El licántropo entró en la cámara de exanguinación como una tormenta de zarpas y colmillos, dispuesto a destrozar todo lo que se interpusiera en su camino, incluidos los científicos. De repente, la estancia se llenó de gritos y pánico y sangre por todas partes.

La señorita Tarabotti, horrorizada, apartó la mirada todo lo que las ataduras le permitieron.

—Señor MacDougall —insistió—, por favor, desáteme. Puedo acabar con todo esto. —Pero el americano, temblando de miedo, se había refugiado en una esquina de la sala y no apartaba los ojos del lobo ni un segundo—. ¡Oh! —exclamó Alexia, presa de la frustración—. ¡Desáteme ahora mismo, ridículo, que es usted un ridículo!

Donde las súplicas habían fallado, las órdenes funcionaron a las mil maravillas. Aquellas palabras fueron suficientes para traspasar la barrera del terror. Sumido en un trance, el americano forcejeó con las ataduras hasta aflojarlas, y ella misma se deshizo de las que la ataban por los tobillos. Rápidamente, se deslizó hasta el borde de la plataforma, lista para entrar en acción.

De pronto una frase en latín sonó por encima del estrépito de la carnicería, y el autómata se puso inmediatamente en movimiento.

Para cuando Alexia tocó el suelo —y necesitó unos segundos para que la sangre le llegara de nuevo a los pies—, el autómata y el lobo se habían enzarzado en una lucha encarnizada frente a la puerta. Los restos del doctor Neebs y sus dos ayudantes yacían esparcidos por el suelo, flotando en pequeños charcos de sangre, piezas de las optifocales del doctor y entrañas.

La señorita Tarabotti concentró todas sus energías en no marearse ni perder el sentido. El hedor de la carnicería era espantoso: una mezcla de carne fresca y cobre fundido.

El señor Siemons seguía ileso; mientras su criatura luchaba contra la bestia sobrenatural, él se dio la vuelta en busca de Alexia.

Recogió el cuchillo del doctor Neebs del suelo, se abalanzó sobre ella con una velocidad impropia de un sujeto tan bien alimentado y, antes de que ella tuviese tiempo de reaccionar, le puso la hoja en el cuello.

—No se mueva, señorita Tarabotti. Usted tampoco, señor MacDougall. Quédese donde está.

El hombre lobo había conseguido cerrar sus enormes fauces sobre la garganta del autómata y parecía especialmente entregado a la tarea de decapitarlo, sin demasiado éxito puesto que los huesos de la criatura estaban hechos de una sustancia muy dura, incluso para los colmillos de un licántropo. La cabeza seguía en su sitio, tambaleándose pero intacta, y de las heridas del cuello no dejaba de manar sangre, espesa y oscura, que manchaba de rojo el hocico del lobo. La criatura sobrenatural estornudó y soltó la presa.

El señor Siemons avanzó poco a poco hacia la puerta, bloqueada en su mayor parte por las dos bestias. Se refugió detrás de la señorita Tarabotti, sin apartar la hoja de su cuello e intentando abordar el acercamiento lateralmente.

La enorme cabeza del licántropo se volvió hacia ellos y los labios desaparecieron dejando al descubierto una poderosa hilera de dientes.

El señor Siemons, sorprendido por el gesto del lobo, retrocedió un paso, con tan mala suerte que la cuchilla atravesó las primeras capas de piel del cuello de Alexia, arrancándole una exclamación de dolor.

El lobo olisqueó el aire y sus hermosos ojos amarillos se estrecharon hasta convertirse en dos finas líneas. Toda su atención estaba centrada en Alexia y el señor Siemons.

El autómata cargó desde detrás y se abalanzó sobre el cuello de la bestia con la intención de asfixiarla.

—¡Pod todoz loz zantoz, eztoy hambriento! —ceceó una voz desconocida. Olvidado por todos, la mitad humana del experimento con Lord Akeldama se levantó de su plataforma. Dos colmillos largos y perfectamente formados asomaban entre sus labios y no dejaba de mirar a su alrededor con una sola idea en la cabeza. Sus ojos revolotearon de un lado a otro, descartando a Lord Akeldama, al hombre lobo y al autómata, pero deteniéndose en la señorita Tarabotti y el señor Siemons antes de clavarse en el manjar más accesible de la sala: el señor MacDougall.

El americano, arrinconado en una esquina, gritó horrorizado al ver cómo el vampiro recién nacido saltaba por encima del cuerpo de Lord Akeldama y recorría el espacio que los separaba con la rapidez y la agilidad propia de un sobrenatural.

Alexia no tenía tiempo para más, puesto que su atención volvía a concentrarse en los sucesos de la puerta. Oyó el grito del señor MacDougall de nuevo, seguido del ruido sordo de la pelea.

El hombre lobo intentaba deshacerse del autómata, pero el engendro estaba firmemente sujeto a su cuello y no tenía intención de soltarlo. Con la atención del lobo centrada en la pelea, la pareja de luchadores dejó parte de la puerta destrozada al descubierto, ocasión que el señor Siemons aprovechó para dirigirse hacia allí empujando a Alexia delante de él.

La señorita Tarabotti deseó por enésima vez poder disponer de su sombrilla. Como no se puede tener todo en esta vida, tuvo que conformarse con el segundo mejor plan de acción: le propinó un codazo al señor Siemons en las costillas mientras le pisaba el empeine con el tacón de las botas.

El señor Siemons gritó de dolor y, sorprendido por lo inesperado del ataque, la soltó.

Alexia se apartó de él con una exclamación de triunfo, atrayendo así la atención del hombre lobo, que se volvió hacia ella al oír el sonido de su voz.

El señor Siemons, que era un hombre de un pragmatismo intachable, prefería preservar su propia seguridad a la de los demás, de modo que le propinó un empujón a Alexia y abandonó la estancia a toda prisa, llamando a sus colegas científicos por los pasillos entre gritos y exclamaciones.

El autómata, por su parte, seguía peleando, las manos cada vez más firmes alrededor del cuello del licántropo.

Alexia no sabía qué hacer. Sabía que Lord Maccon tenía más posibilidades si permanecía en su forma de lobo. Sin embargo, el conde avanzaba hacia ella, olfateando el aire e ignorando los intentos del autómata por estrangularlo. Si quería que sobreviviese, Alexia no debía permitir que la tocara.

—Borra la palabra de su frente, mi querido tulipán —susurró una voz grave.

Alexia miró a su alrededor. Lord Akeldama, aún pálido y demacrado por el dolor, había levantado la cabeza de la plataforma y observaba la brutalidad del enfrentamiento con los ojos vidriosos.

La señorita Tarabotti suspiró aliviada. ¡Lord Akeldama estaba vivo! Aunque no comprendía lo que intentaba decirle.

—La palabra —insistió el vampiro con la voz rota por el sufrimiento—, en la frente del Homunculus simulacrum. Bórrala. —Y se desplomó de nuevo sobre la plataforma, exhausto.

La señorita Tarabotti se apartó a un lado y, posicionándose convenientemente, estiró una mano y frotó con ella la piel macilenta del autómata, reprimiendo un estremecimiento de repugnancia. Erró el movimiento, puesto que lo único que consiguió fue que la palabra VIXI se convirtiera en VIX.

Fue más que suficiente. El cuerpo del autómata se quedó rígido y sus manos se relajaron lo suficiente como para que el lobo consiguiese escapar de la presa. La criatura seguía moviéndose, pero ahora lo hacía con cierta dificultad.

El licántropo concentró entonces toda su atención en la señorita Tarabotti.

Antes de que la bestia tuviese tiempo de abalanzarse sobre ella, Alexia hizo lo propio y le rodeó el cuello con ambos brazos.

El cambio se le antojó menos terrible la segunda vez. O quizás ya empezaba a acostumbrarse a ello. El pelo desapareció bajo sus manos y los huesos, la piel y la carne mutaron su forma hasta que lo único que quedó entre los brazos de la joven fue el cuerpo glorioso y completamente desnudo de Lord Maccon, tosiendo y escupiendo con una mueca de asco en la cara.

—Este autómata sabe horrible —se quejó, limpiándose la cara con el dorso de la mano, aunque en realidad lo que consiguió fue mancharse toda la cara de sangre.

La señorita Tarabotti prefirió guardarse para sí misma la parte del festín con los científicos como plato principal y se limitó a limpiarle la cara con la falda del vestido, que de todas formas ya no tenía remedio.

Los ojos leonados del conde se fijaron en los suyos y Alexia comprobó aliviada que lo único que quedaba en ellos era una mirada repleta de inteligencia.

—¿Estás herida? —le preguntó, acariciándole la cara y resiguiendo la línea de su perfil hacia abajo hasta detenerse sobre la herida del cuello. Sus ojos, a pesar de que seguía en contacto con ella, recobraron parte del color amarillo del animal—. Acabaré con ese bastardo —susurró con la tranquilidad de quien en realidad apenas puede contener su ira—. Le arrancaré hasta el último hueso del cuello y se los sacaré uno a uno por la nariz.

Alexia le hizo callar, impaciente.

—No es tan profundo. —Pero se acurrucó aún más contra su cuerpo y dejó escapar un suspiro tembloroso que ni siquiera había sido consciente de estar reteniendo.

La mano de Lord Maccon, temblando por la ira contenida, prosiguió con el examen de las heridas. Acarició suavemente los cardenales que ya empezaban a aparecer en la parte superior del torso de Alexia y continuó bajando hasta la herida del brazo.

—Los nórdicos tenían razón: hay hombres que solo merecen ser despellejados por la espalda y que su enemigo devore su corazón.

—No seas desagradable —se quejó el objeto de sus atenciones—. Además, esto me lo he hecho yo sola.

—¿Cómo?

Alexia se encogió de hombros, tratando de restarle importancia al asunto.

—Necesitabas un rastro que seguir.

—Menuda tontería —respondió él afectuosamente.

—Ha funcionado, ¿verdad?

La presa del conde se hizo más insistente por un instante. Atrayendo el cuerpo de la joven contra su desnudez, la besó apasionadamente, con una mezcla de lengua y dientes profundamente erótica e igualmente desesperada. La besó como si de ello dependiese la subsistencia de Alexia, a quien la intimidad del momento se le antojó mucho peor que mostrar los tobillos en público. Sin embargo, se apretujó contra su cuerpo y abrió la boca con avidez.

—No sabéis cómo odio romper la magia del momento, mis pequeños tortolitos, pero si tuvieseis un momento para liberarme… —dijo una voz procedente de un punto indeterminado de la estancia, interrumpiendo el abrazo de la pareja—. Por cierto, todavía no habéis terminado el trabajo.

Lord Maccon levantó la cabeza y miró a su alrededor, parpadeando como si acabara de despertar de un sueño: mitad pesadilla, mitad fantasía erótica.

La señorita Tarabotti se incorporó de forma que el único punto de unión entre ambos fue su mano en la enorme zarpa del conde, suficiente por el momento, por no decir preternaturalmente eficiente.

Lord Akeldama seguía inmóvil sobre la plataforma. En el espacio que se abría entre él y el punto en el que los científicos habían retenido a Alexia, el señor MacDougall seguía forcejeando con el vampiro recién creado.

—Por todos los santos —exclamó la señorita Tarabotti—, ¡sigue vivo! —Nadie, ni siquiera ella misma, supo si se refería al señor MacDougall o al vampiro de reciente creación. Las fuerzas de ambos estaban muy igualadas, uno por la falta de costumbre y el otro por la urgencia de seguir con vida.

—Y bien, mi amor —dijo Alexia con una audacia poco común en ella—, ¿crees que deberíamos hacer algo?

El conde dio un paso al frente, pero acto seguido se detuvo en seco y la observó desde lo alto.

—¿Lo soy?

—¿Si eres qué? —preguntó ella, devolviéndole la mirada a través de la maraña en la que se había convertido su hermosa melena y fingiendo cierta confusión, puesto que no tenía intención de ponerle las cosas fáciles.

—Tu amor.

—Bueno, digamos que eres un hombre lobo escocés, que estás desnudo y cubierto de sangre, y que aun así sigo cogida a tu mano.

El conde suspiró aliviado.

—Bien, al menos eso lo tenemos.

Se acercaron al señor MacDougall y al vampiro, que seguían enfrascados en su particular lucha. Alexia no estaba segura de poder revertir el estado de dos sobrenaturales al mismo tiempo, pero estaba dispuesta a intentarlo.

—Disculpe —dijo, y sujetó al vampiro por el hombro. Sorprendido, el hombre se volvió hacia aquella nueva amenaza, pero sus colmillos ya habían desaparecido.

La señorita Tarabotti le sonrió, mientras Lord Maccon lo sujetaba por la oreja como a un niño travieso antes de que tuviese tiempo de abalanzarse sobre ella.

—No tan rápido —le dijo—, incluso los vampiros recién nacidos pueden escoger únicamente a víctimas que deseen serlo. —Soltó la oreja y con la misma mano le propinó un puñetazo en la mandíbula con tanta fuerza que el hombre se desplomó inconsciente en el suelo.

—¿Estará así mucho rato? —preguntó Alexia, refiriéndose al vampiro. Ya no lo estaba tocando, de modo que la recuperación sería más rápida.

—Unos minutos —dijo Lord Maccon con su tono más profesional.

El señor MacDougall, sangrando débilmente de las pequeñas heridas que el vampiro le había hecho en el cuello, se volvió hacia sus salvadores.

—¿Le importaría atarlo? No parece mal chico y yo solo tengo una mano libre —le dijo Lord Maccon al americano, tirándole un trozo de cuerda de una de las plataformas.

—¿Quién es usted? —preguntó el señor MacDougall, mirando al conde de arriba abajo y deteniéndose luego en la mano que seguía unida a la de Alexia.

—Señor MacDougall —intervino ella—, sus preguntas tendrán que esperar.

El americano asintió sumiso y empezó a atar al vampiro.

—Mi amor. —Alexia miró a Lord Maccon. Se le antojó mucho más sencillo decir aquellas palabras por segunda vez, aunque seguían pareciéndole demasiado atrevidas—. ¿Podrías ayudar a Lord Akeldama? Está tan débil que prefiero no arriesgarme a tocarlo.

Lord Maccon evitó comentar que cada vez que lo llamaba «mi amor», estaba dispuesto a hacer lo que fuera por ella.

Ambos se acercaron a la plataforma en la que descansaba Lord Akeldama, aún cogidos de la mano.

—Hola, princesa —le dijo Lord Maccon al vampiro—. Esta vez sí que te has metido en un buen lío, ¿no crees?

Lord Akeldama miró al licántropo de arriba abajo.

—Mi querido y desnudo muchacho, no creo que seas el más indicado para hablar. Y no es que me moleste, claro está.

Lord Maccon se sonrojó de tal manera que el rubor se extendió por el cuello hasta teñirle la parte superior del torso, una reacción que a Alexia se le antojó adorable.

Sin mediar más palabra, el conde desató a Lord Akeldama y, con todo el cuidado del que fue capaz, extrajo las estacas de manos y pies. El vampiro permaneció inmóvil y en silencio durante unos minutos.

La señorita Tarabotti estaba preocupada. Las heridas del vampiro deberían curarse por sí solas y, sin embargo, allí seguían, cuatro enormes agujeros negruzcos de los que ni siquiera manaba sangre.

—Mi querida florecilla —dijo el vampiro finalmente, examinando a Lord Maccon con ojos cansados a la par que llenos de admiración—, menudo banquete. Nunca me han gustado especialmente, pero he de reconocer que este licántropo está muy bien equipado, ¿no te parece?

—Ni se le ocurra acercarse a él —le advirtió la señorita Tarabotti con las cejas arqueadas.

—Humanos —se rio el vampiro, intentando moverse—, siempre tan posesivos.

—No está bien —comentó Lord Maccon.

—Muy observador, Lord Obvio.

La señorita Tarabotti observó las heridas del vampiro con mayor detenimiento, sin atreverse a tocarlo. Deseaba desesperadamente poder abrazar a su amigo y consolarlo, pero sabía que si sus cuerpos entraban en contacto, Lord Akeldama moriría. Ya estaba al borde de la muerte, y regresar a su forma humana no haría más que acelerar el proceso.

—Está seco —observó Alexia.

—Sí —asintió el vampiro—, se lo ha bebido todo él. —Señaló con la barbilla hacia el lugar en el que yacía el nuevo vampiro bajo los atentos cuidados del señor MacDougall.

—Supongo que podría hacerle una donación —sugirió Lord Maccon, algo dubitativo—. ¿Funcionaría? Quiero decir, ¿hasta qué punto me convierte en humano el contacto con una preternatural?

Lord Akeldama negó con la cabeza con un movimiento apenas perceptible.

—No tendría suficiente. Podría funcionar, pero también te mataría.

De pronto Lord Maccon sintió que algo tiraba de él, arrastrando a Alexia consigo. Dos manos se habían cerrado alrededor de su garganta y apretaban con una fuerza sobrehumana. Los dedos de aquellas manos carecían de uñas.

El autómata se había arrastrado desde el otro extremo de la estancia, lenta aunque inexorablemente, e intentaba cumplir la última orden que había recibido: matar a Lord Maccon. Y esta vez, con el conde en su forma humana, tenía muchas posibilidades de lograrlo.