Cita para cenar con un americano
El conde acarició la mejilla de la señorita Tarabotti con una de sus enormes manos, deslizó la otra hasta la curva de la espalda de la joven y la atrajo hacia su cuerpo con fuerza, sin dejar de besarla apasionadamente.
Alexia se apartó, escandalizada.
—¿Qué está usted…?
—Es la única forma de mantenerla en silencio —murmuró él, sujetándola por la barbilla con mayor firmeza y plantando sus labios sobre los de ella una vez más.
Aquel beso no se parecía a ninguno que Alexia hubiese experimentado antes. De hecho, hasta aquel mismo día, podía decirse que no había recibido demasiados, aparte de algunas aberraciones acaecidas en su juventud cuando algún que otro vividor había creído que una muchacha joven y de piel morena como ella solo podía ser una presa fácil. Entonces, la experiencia había sido torpe y, gracias a su sempiterna sombrilla, breve. Los besos de Lord Maccon, sin embargo, eran administrados con la soltura que solo da la experiencia. Quizás con tanto entusiasmo lo que pretendía era compensarla por el déficit que había padecido hasta la fecha en lo que a cuestiones amorosas se refiere. Y estaba haciendo un trabajo inmejorable, qué menos teniendo en cuenta los años, probablemente siglos, que había tenido para mejorar su técnica.
Puesto que aún se cubría con la chaqueta de Lord Maccon, Alexia tenía los brazos inmovilizados bajo el repentino abrazo del conde, quien disponía de total acceso a ella sin que nada se interpusiera en su camino. Aunque tampoco tenía intención de resistirse, pensó Alexia.
Al principio el beso fue suave y lento, algo sorprendente teniendo en cuenta la fuerza con la que la abrazaba, y también un tanto insatisfactorio. Alexia emitió un pequeño murmullo de frustración y se apretó contra el cuerpo del conde. Entonces el beso cambió, ganando en dureza y osadía, separando los labios de la joven con determinación. La señorita Tarabotti creyó intuir, no sin cierta sorpresa, la participación activa en el proceso de una lengua, aunque no estaba segura de ello. Por un momento bordearon el desastre, tan torpe se le antojó la nueva técnica, pero era aquel un músculo tan pasional, tan caliente… Su naturaleza preternatural, siempre pragmática, valoró la situación y decidió que bien podría aprender a adorar el sabor de aquel hombre: como una de esas costosas sopas francesas, oscura y rica al mismo tiempo. Arqueó la espalda contra su cuerpo. Su respiración era irregular, tal vez porque tenía la boca llena de besos. Justo cuando Alexia comenzaba a comprender el concepto de la lengua, a sentir un calor repentino y a saber que ya no necesitaba la chaqueta, Lord Maccon dejó de besarla, tiró de la prenda con fuerza y se centró en la zona del cuello.
No precisó ni de un segundo para pensar en ello. La señorita Tarabotti supo al instante que le encantaba aquella sensación. Se apretó aún más contra el cuerpo del conde, tan perdida en aquel mar de nuevas sensaciones que no se percató de que la mano izquierda de Lord Maccon, que hasta entonces descansaba plácidamente sobre la curva de su espalda, había descendido lentamente y, sin encontrar impedimento alguno en el polisón de la joven, formaba ahora una asociación íntima y muy reciente con su trasero.
Lord Maccon se movía con soltura sobre el cuerpo de Alexia. Sin dejar de besarle el cuello, apartó las cintas del sombrero a un lado para tener acceso a la nuca y le susurró al oído, desconcertado:
—¿Qué es ese aroma que siempre desprendes?
A la señorita Tarabotti le sorprendió la pregunta.
—Canela y vainilla —admitió—. Las utilizo en el agua con que me lavo el pelo. —Nunca había sido propensa al sonrojo, ni siquiera bajo las peores circunstancias, pero ahora sentía la piel extrañamente caliente.
El conde no respondió. Se limitó a seguir mordisqueándole el cuello.
Alexia apenas podía mantener la cabeza erguida; aun así, frunció el ceño, convencida de estar haciendo algo indebido. Puesto que, en aquel preciso instante, abrazarse apasionadamente con un par del reino en plena calle no se le antojaba en absoluto escandaloso, se dejó llevar por los besos, más incisivos e insistentes por momentos. Incluso se descubrió a sí misma fantaseando con la posibilidad de recibir un mordisco o dos. En respuesta, Lord Maccon hundió sus dientes humanos (puesto que, entregado como estaba a tan íntimas relaciones con una preternatural, no tenía otros) en la zona en la que el cuello se unía con el hombro.
Una marea de pequeñas descargas recorrió todo el cuerpo de Alexia, una sensación sin duda deliciosa, mejor que el té caliente en una fría mañana. La joven gimió y se frotó contra la imponente figura del conde, deleitándose con su enorme cuerpo de hombre lobo y apretando el cuello contra su cálida boca.
De pronto, alguien carraspeó junto a la pareja.
Lord Maccon aumentó la intensidad de sus mordiscos.
La señorita Tarabotti perdió el control de sus rodillas y dio gracias al cielo por tener una mano sobre el trasero en la que apoyarse.
—Disculpe, mi señor —insistió el recién llegado.
Lord Maccon dejó de morder el cuello de la señorita Tarabotti y se separó de ella apenas unos centímetros, distancia que a ambos se les antojó kilométrica. Sacudió la cabeza, miró asombrado a Alexia, apartó la mano de su trasero, se miró fijamente la mano como acusándola de tener vida propia y luego adoptó la expresión atormentada de quien siente vergüenza de sí mismo.
Desgraciadamente, la señorita Tarabotti estaba demasiado ensimismada como para apreciar al detalle el inusual gesto de su, hasta hacía apenas unos segundos, amante.
Lord Maccon se recuperó con premura y produjo una retahíla de palabras malsonantes que ningún caballero, y de eso estaba segura la señorita Tarabotti, se atrevería a utilizar en compañía de una dama, por grave que fuese la provocación recibida. Acto seguido dio media vuelta y se colocó frente a ella, protegiendo a la joven y su aspecto desaliñado de la curiosidad ajena.
Alexia era plenamente consciente de que tenía que colocarse bien el sombrero, y el corpiño del vestido, y quizás también la caída del polisón, pero lo único que pudo hacer fue resguardarse contra la espalda de Lord Maccon.
—Randolph, podría haber escogido un momento más adecuado —dijo el conde a punto de perder el control.
El profesor Lyall esperaba de pie frente a su alfa, sin demasiada confianza en sí mismo, a juzgar por la expresión de su rostro.
—Posiblemente, pero se trata de un asunto importante para la manada.
Alexia observó al beta desde detrás del hombro del conde con los ojos abiertos como platos. Su corazón seguía haciendo locuras dentro de su pecho y todavía no había recuperado el control de las rodillas. Respiró hondo y puso toda su atención en seguir la conversación entre los dos caballeros.
—Buenas noches, señorita Tarabotti —saludó el profesor Lyall sin aparentar sorpresa alguna al descubrir el objeto de las atenciones amorosas de su superior.
—¿Yo a usted no le envié de viaje recientemente? —Lord Maccon, que ya había recuperado su mal humor habitual, parecía dispuesto a descargar sus frustraciones sobre su beta y no sobre la señorita Tarabotti, como acostumbraba a hacer.
Alexia decidió en aquel preciso instante que Lord Conall Maccon solo tenía dos posiciones de funcionamiento: molesto y excitado. ¿Con cuál de los dos prefería tratar Alexia a partir de entonces? Su cuerpo tenía poca vergüenza y mucho que decir al respecto, y Alexia escuchó atentamente sin abrir la boca ni una sola vez.
El profesor Lyall no esperó a que la señorita Tarabotti le devolviera el saludo. En su lugar, respondió a la pregunta de Lord Maccon.
—He descubierto un problema en Canterbury, lo suficientemente inusual como para traerme de vuelta a Londres sin necesidad de seguir mi camino.
—¿Y bien? —dijo Lord Maccon impaciente.
Alexia recuperó finalmente la cordura y se retocó el sombrero. Tiró de la línea del escote hasta el hombro y ahuecó la caída del polisón. Solo entonces fue consciente de que acababa de tomar parte en un prolongado acto de lascivia, cercano a las relaciones maritales, en plena calle ¡y con Lord Maccon! Deseó con todas sus fuerzas que los adoquines de la calle se desintegraran bajo sus pies y se la tragara la tierra. La temperatura de su rostro subió todavía más de lo que lo había hecho hacía escasos momentos, esta vez fruto de la más abyecta humillación. Aquella era, debía admitirlo, una sensación harto menos placentera.
Mientras la señorita Tarabotti contemplaba la combustión espontánea como alternativa a la vergüenza, el profesor continuó con sus explicaciones.
—Los solitarios estaban repartidos siguiendo la línea de la costa, cerca de Canterbury, siguiendo sus órdenes, ¿recuerda? Bien, pues han desaparecido todos menos uno, y también un número indeterminado de vampiros errantes.
Lord Maccon se sorprendió al escuchar la noticia.
Alexia se dio cuenta de que seguía pegada a su espalda y, de forma rápida, dio un paso a un lado. Finalmente había recuperado el control de las piernas.
Con un rugido de posesión, Lord Maccon rodeó la cintura de Alexia con un brazo y la apretó con fuerza contra su cuerpo.
—Curioso —dijo ella, tratando de ignorar el rugido y el brazo.
—¿Qué es lo que le parece curioso? —preguntó el conde con gesto serio. A pesar de la brusquedad de sus palabras, utilizó la mano que le quedaba libre para asegurar su abrigo sobre los hombros y alrededor del cuello de Alexia.
La señorita Tarabotti trató de ahuyentar tantas atenciones como quien espanta una mosca.
—Pare —se quejó.
Los brillantes ojos del profesor Lyall seguían la escena sin perder detalle. La expresión de su rostro no había cambiado un ápice, pero Alexia sospechaba que, por dentro, se estaba riendo de ellos a carcajadas.
—La doncella de la colmena de Westminster —explicó—, dijo exactamente lo mismo de los vampiros errantes de Londres. Al parecer, algunos llevan semanas desaparecidos, y parece ser que se trata de un número elevado. —Guardó silencio un instante—. ¿Y los hombres lobo solitarios de la ciudad? ¿Están todos localizados?
—No hay ninguno, aparte del deán, aunque él está más bien por encima de las manadas y no apartado de ellas. El castillo de Woolsey siempre ha mantenido una política muy estricta con los solitarios, y nos aseguramos de que se cumpla hasta la última letra —respondió el profesor Lyall con orgullo.
—El deán es aún más estricto que yo en estos temas —añadió Lord Maccon—. Ya sabe lo conservador que puede llegar a ser el Parlamento en la Sombra.
La señorita Tarabotti, que nada sabía al respecto, puesto que poco tenía que ver con el gobierno de Su Majestad la reina Victoria, asintió como si supiese exactamente de qué estaban hablando.
—Así que por un lado tenemos la inexplicable desaparición de un número elevado de vampiros y hombres lobo, y por el otro la repentina entrada en escena de otros vampiros, estos recién creados —concluyó Alexia, meditando sobre el dilema que tenían entre manos.
—Y alguien interesado en que también usted desaparezca —añadió Lord Maccon.
El profesor Lyall se mostró preocupado al conocer la noticia.
—¿Cómo?
A Alexia le conmovió tanta preocupación por parte del beta.
—Lo discutiremos más tarde —ordenó Lord Maccon—. Ahora mismo he de llevarla de vuelta a su casa o tendremos que lidiar con un problema añadido de muy distinta índole.
—¿Desea que los acompañe? —preguntó su segundo.
—¿En ese estado? No hará más que empeorar las cosas —se burló el conde.
Alexia se dio cuenta entonces de que el profesor Lyall vestía un abrigo largo hasta los pies y no llevaba ni sombrero ni zapatos. Observó la estampa con sumo interés: ¡si ni siquiera se había puesto unos pantalones! Escandalizada, se cubrió la boca con la mano.
—Será mejor que regrese cuanto antes al castillo —ordenó el conde.
El profesor Lyall asintió y, dando media vuelta, dobló la esquina de un edificio cercano y desapareció en la fría noche londinense, acompañado por el delicado sonido de sus pies desnudos sobre los adoquines. Un segundo más tarde, un lobo de pelaje claro, mirada inteligente y movimientos ágiles, con una capa prendida en la boca, apareció en el mismo punto por el que había desaparecido el beta, saludó a Alexia con una leve inclinación de cabeza y luego emprendió un trote sostenido calle abajo.
El resto de la noche fue, en comparación con lo vivido hasta entonces, falto de emociones. Encontraron frente a las puertas del Sangría un nutrido grupo de muchachos, dandis de primer orden de calzado lustroso y cuello almidonado, que se ofrecieron de inmediato a prestarles sus carruajes. Estaban tan ebrios y su afectación se le antojó tan inofensiva que Lord Maccon decidió aceptar la oferta. Acompañó a la señorita Tarabotti hasta la puerta de servicio de la residencia de los Loontwill, donde la dejó en manos de un preocupado Floote, sin que el resto de la familia supiese nada de sus peregrinaciones nocturnas. Una vez cumplida su misión, desapareció al doblar la esquina.
La señorita Tarabotti se puso el camisón y luego se asomó por la ventana. Allí abajo, en el callejón, montaba guardia un lobo de pelaje oscuro y manchas grises y doradas. A pesar de no estar del todo segura de lo que indicaba aquella presencia sobre su estilo de vida, Alexia durmió aquella noche sintiéndose inmensamente segura.
—¿Que Lord Maccon hizo qué? —exclamó Ivy Hisselpenny, dejando los guantes y la bolsa de mano con un sonoro golpe sobre una de las mesas del recibidor de los Loontwill.
La señorita Tarabotti condujo a su amiga hasta la sala de juegos.
—No levantes la voz, querida. Y, por favor, por lo que más quieras, quítate ese sombrero. Me está abrasando las retinas.
Ivy hizo lo que le pedía su amiga sin apartar los ojos de ella ni un instante. Estaba tan sorprendida ante la confesión de Alexia que el comentario despectivo de esta no había sido suficiente para que la joven se ofendiera.
Floote apareció con una bandeja cargada hasta los bordes y le arrancó el sombrero de la mano a la señorita Hisselpenny. Sostuvo el ofensivo artículo —de terciopelo púrpura cubierto con flores amarillas y una gallina de guinea disecada—, entre el pulgar y el índice y se retiró de la estancia. La señorita Tarabotti cerró la puerta firmemente tras él… y el sombrero.
La señora Loontwill y sus hermanas habían salido de compras y regresarían en cualquier momento. Ivy había necesitado horas para decidirse a acudir a su casa, y ahora Alexia esperaba tener el tiempo suficiente para desglosar hasta el último cotilleo de anoche sin interrupciones indeseadas.
Sirvió licor de frambuesa en dos pequeñas copas.
—¡Y bien! —insistió la señorita Hisselpenny, tomando asiento en una silla de mimbre y retocando un rizo de su oscura cabellera con aire ausente.
—Has oído bien —respondió Alexia pasándole a su amiga una de las copas—. He dicho que ayer por la noche Lord Maccon me besó.
La señorita Hisselpenny no probó la bebida, tan prodigiosa era su sorpresa. Para mayor seguridad, dejó la copa sobre una pequeña mesa auxiliar y se inclinó hacia delante tanto como le permitió su corsé.
—¿Dónde? —Guardó silencio un instante—. ¿Por qué? ¿Cómo? Creía que no te atraía lo más mínimo. —Frunció el ceño—. Y que tú a él tampoco.
La señorita Tarabotti tomó un sorbo de su copa, haciéndose de rogar. Cuánto le gustaba torturar a la pobre Ivy. Adoraba la expresión de ávida curiosidad del rostro de su amiga. Aunque, por otro lado, se moría de ganas de explicárselo todo.
La señorita Hisselpenny insistió.
—¿Qué pasó exactamente? Cuéntame hasta el último detalle. ¿Cómo ocurrió?
—Veamos, era una noche fría, aunque aún podía verse un último dirigible surcando los cielos. Floote me ayudó a salir por la puerta de atrás y…
—¡Alexia! —se quejó Ivy.
—Has dicho que querías saber hasta el último detalle.
Su amiga le dedicó una mirada severa.
Alexia sonrió.
—Al salir de la colmena de Westminster, alguien trató de secuestrarme.
—¡¿Qué?! —exclamó Ivy abriendo mucho la boca.
Alexia le ofreció galletas de un plato con la intención de mantener el suspense, pero la señorita Hisselpenny las rechazó con un gesto de impaciencia.
—¡Alexia, esto es una tortura!
—Dos hombres intentaron raptarme en un falso carruaje de alquiler cuando abandoné la residencia —explicó la señorita Tarabotti, cediendo a las exigencias de su amiga—. De hecho, pasé bastante miedo.
Ivy permaneció en silencio hasta que Alexia hubo desgranado hasta el último detalle del intento de abducción.
—Alexia, ¡deberías denunciar lo sucedido a la policía!
La señorita Tarabotti rellenó las copas de una licorera de cristal tallado.
—Lord Maccon es la policía o, mejor dicho, su equivalente al frente del ORA. Ha organizado un dispositivo de vigilancia por si vuelven a intentarlo.
Aquella noticia intrigó aún más a la señorita Hisselpenny.
—¿De veras? ¿Dónde?
Alexia guio a su amiga hasta la ventana y las dos jóvenes miraron por ella hacia la calle. Un hombre esperaba apoyado contra una farola en la esquina, sin apartar los ojos de la entrada de los Loontwill. Su aspecto dejaba mucho que desear: abrigo color canela hasta los pies y un ridículo sombrero de ala ancha. Parecía sacado de una timba de americanos.
—¡Y tú crees que mis sombreros son feos! —exclamó Ivy entre risas.
—Lo sé —asintió la señorita Tarabotti con fervor—. Pero ¿qué puedo hacer al respecto? Los hombres lobo carecen de sutileza.
—Ese hombre no parece Lord Maccon —dijo la señorita Hisselpenny tratando de distinguir los rasgos que se ocultaban bajo el sombrero. Apenas había visto al conde un puñado de veces, pero aun así…—. Demasiado bajo.
—Eso es porque no es él. Al parecer, se marchó esta mañana antes de que yo me levantara. Ese es su beta, el profesor Lyall, un ser superior en cuanto a modales se refiere. Según me ha dicho, Lord Maccon ha vuelto a su residencia para descansar unas horas. —Por el tono de la señorita Tarabotti, era evidente que le hubiese gustado conocer la noticia de boca del propio Lord Maccon—. La de ayer fue una noche intensa.
Ivy corrió de nuevo la cortina y se volvió hacia su amiga.
—Sí, claro, ¡eso parece con tantos besos! Algo que, permíteme que te recuerde, aún no me has explicado. Cuéntamelo todo. ¿Cómo fue? —La señorita Hisselpenny siempre había opinado que muchos de los libros de la biblioteca del padre de Alexia eran lecturas impropias para una señorita. Solía cubrirse las orejas y tararear en voz bien alta cada vez que la señorita Tarabotti mencionaba a su padre, aunque nunca lo suficientemente alta como para no poder escuchar las palabras de su amiga. Pero ahora que Alexia había vivido la experiencia en sus propias carnes, estaba demasiado intrigada para acordarse de la vergüenza.
—Me agarró, por decirlo de alguna manera. Creo que estaba hablando demasiado.
Ivy se mostró, cómo no, incrédula ante tan descabellada idea.
—Y lo siguiente que supe… —Alexia agitó la mano en el aire y guardó silencio.
—Sigue, sigue —la animó la señorita Hisselpenny, incapaz de soportar tanto misterio.
—Usó la lengua. Sentí calor y un cierto mareo, aunque no sé muy bien cómo expresarlo con palabras. —Se sentía extraña explicándole lo sucedido a Ivy, no por lo delicado del tema, sino porque hubiese preferido guardarse la sensación solo para ella.
Se había despertado aquella mañana preguntándose si sus recuerdos eran verdaderos. Solo cuando se descubrió un cardenal en la parte baja del cuello con forma de mordisco, decidió aceptar lo acontecido la noche anterior como real y no un extraño y retorcido sueño. No le quedó más remedio que escoger de entre todas las prendas de su armario un viejo vestido de paseo color azul marino y pizarra, una de las pocas piezas de su vestuario que tenía el cuello alto. Decidió que sería mejor no explicarle lo del cardenal a Ivy, más que nada porque, si lo hacía, también tendría que explicarle por qué Lord Maccon no había sido capaz de propinarle un mordisco de hombre lobo en condiciones.
Mientras, la señorita Hisselpenny se había sonrojado como una mariquita pero aun así quería saber más.
—¿Por qué crees que lo hizo?
—Tengo entendido que a menudo las lenguas toman parte activa en tales ejercicios.
Ivy no pensaba rendirse tan fácilmente.
—Ya sabes a qué me refiero. ¿Por qué besarte? ¡Y en un lugar público!
La señorita Tarabotti llevaba toda la mañana dándole vueltas a esa misma pregunta, hasta tal punto que durante el desayuno había guardado un silencio sepulcral poco habitual en ella. Afirmaciones de sus hermanas que apenas unas horas antes habrían merecido respuestas cortantes por su parte habían pasado, sin embargo, sin un solo murmullo. Había permanecido tan callada que incluso su madre, solícita, se había interesado por su estado de salud, a lo que Alexia había respondido que no se encontraba demasiado bien, librándose así de la expedición de compra de guantes que las mujeres de la familia habían planeado para aquella tarde.
Miró a Ivy sin apenas ver a su amiga.
—Debo concluir que su único propósito fue mantenerme callada. No se me ocurre ninguna otra razón. Como tú muy bien has dicho, no nos agradamos mutuamente lo más mínimo, y así ha sido desde el día en que se sentó sobre aquel pobre erizo y me culpó a mí. —Pero la voz de la señorita Tarabotti ya no destilaba la misma convicción de antaño.
Pronto descubrió Alexia que aquel no parecía ser el caso. Aquella misma noche, en una multitudinaria cena en la mansión de Lord Blingchester, Lord Maccon evitó de forma activa cualquier posibilidad de dirigirse a ella. La señorita Tarabotti apenas pudo disimular su enfado, y es que había escogido su atuendo con un cuidado especial. Dada la aparente parcialidad del conde para con su físico, Alexia se había decantado por un vestido de noche de un rosa intenso, con un decolletage especialmente pronunciado y lo último en polisones de tamaño reducido. Se había peinado de forma que el pelo le cubría un lado del cuello, tapando la marca del mordisco, para lo cual había necesitado horas con las tenacillas. Incluso su madre había comentado lo hermosa que estaba para ser una simple solterona.
—No hay nada que podamos hacer con la nariz, claro está, pero por lo demás estás bastante encomiable, querida —le había dicho mientras se empolvaba su minúsculo espécimen en forma de botón. Felicity había añadido que el color del vestido era muy adecuado para la complexión de Alexia, con un tono de voz que implicaba que cualquier color que complementara el color cetrino de la piel de su hermana era poco menos que un milagro de primer orden.
Todo en vano. Si Alexia se hubiese vestido como una vagabunda, Lord Maccon ni siquiera se habría dado cuenta. La saludó con un frío «Señorita Tarabotti» y luego pareció quedarse sin palabras. No había ignorado su presencia ni implicado nada que pudiese afectar al estatus social de la joven; simplemente, no tenía nada que decirle. Nada en absoluto. En toda la velada. Alexia deseó poder recuperar su condición de casi enemigos.
Imaginó que el conde se arrepentía de haberla besado y que, con su comportamiento, esperaba que ella se olvidara de lo sucedido. Sabía que aquella sería la respuesta de cualquier chica de buena familia, pero había disfrutado tanto de la experiencia que se negaba a hacer lo que se esperaba de ella. Decidió, sin embargo, que todas las sensaciones agradables habían sido unilaterales y que lo único que Lord Maccon sentía ahora era un deseo palpable de no volver a verla nunca más. Hasta que eso no sucediera, la trataría con la más dolorosa de las correcciones.
Y bien, pensó la señorita Tarabotti, ¿qué esperaba? No era más que una solterona sin alma, carente de sutileza y mucho menos de gracia. Lord Maccon, por su parte, era par del reino, alfa de su manada, dueño de una cantidad nada desdeñable de propiedades y, por qué no decirlo, un hombre impresionante. A pesar de las atenciones que había dedicado a su apariencia, y del hecho que esa misma tarde ante el espejo se había visto pasablemente bella, Alexia se sentía ahora totalmente inadecuada.
Debía aceptar que Lord Maccon le estaba insinuando, con la mejor de las habilidades, una clara negativa. Y con una educación rallante con la agonía. Durante los aperitivos, el conde lo había dispuesto todo para poder encontrarse con ella, aunque luego no tenía nada que decirle. Dicho comportamiento solo podía significar una cosa, y era que se sentía avergonzado por lo que había hecho. Si apenas podía sostener la mirada en dirección a Alexia…
La señorita Tarabotti toleró tan ridículo comportamiento durante media hora y luego pasó de la confusión y la infelicidad al más mastodóntico de los enfados. Tampoco es que Alexia necesitara demasiada provocación. Temperamento italiano, solía decir su madre. Ella, a diferencia de Lord Maccon, no sentía la necesidad de mostrarse especialmente educada.
A partir de ese momento, cada vez que Lord Maccon entraba en una estancia, la señorita Tarabotti la abandonaba inmediatamente. Cuando él avanzaba decidido entre la multitud hacia ella, Alexia huía sigilosamente y se unía a la conversación más cercana, que casi siempre versaba sobre temas banales como el último perfume llegado de París, pero que también implicaba la participación de varias jóvenes casaderas, motivo por el cual Lord Maccon se veía obligado a retirarse. Cuando tomaba asiento, lo hacía siempre entre dos sillas que estuviesen previamente ocupadas, y ponía especial cuidado en no quedarse sola o permanecer en una esquina solitaria de la estancia.
Cuando llegó la hora de la cena, la tarjeta que marcaba el lugar de Lord Maccon en la mesa, originalmente cerca de la suya, había migrado como por arte de magia al extremo opuesto de la mesa. Allí había pasado el conde el resto de la velada, hablando con una joven señorita Wibbley sobre una sucesión de temas a cual más frívolo.
Aquello no fue impedimento para que la señorita Tarabotti, a medio mundo de distancia (¡ocho sillas ni más ni menos!), se las arreglara para escuchar la conversación. Su propia pareja en la mesa, un científico cuyo campo de investigación había logrado cierta aceptación social, era justo el tipo de persona junto al que Alexia siempre esperaba sentarse. De hecho, su habilidad para conversar amigablemente con lo más granado de la intelectualidad de la gran urbe era el motivo principal por el que una solterona como ella seguía recibiendo invitaciones para los actos sociales más diversos. Aquella noche, por desgracia, Alexia no se sentía en plenitud de facultades para asistir al pobre caballero en sus deficiencias conversacionales.
—Buenas noches. MacDougall. Y usted es la señorita Tarabotti, ¿verdad? —fue su movimiento de apertura.
Santo Dios, pensó Alexia, un americano. Sin embargo, se limitó a asentir educadamente.
La cena empezó con un surtido variado de pequeñas ostras sobre hielo con crema de limón. La señorita Tarabotti, que siempre había sido de la opinión de que las ostras crudas se parecían considerablemente al excremento nasal, apartó el plato de ofensivos moluscos y observó, refugiada bajo sus largas pestañas, cómo Lord Maccon consumía no menos de doce.
—¿No es el suyo una especie de nombre italiano? —preguntó tímidamente el científico.
La señorita Tarabotti, que siempre había sobrellevado su herencia italiana con mucha más vergüenza que su falta de alma, consideró que aquel era un tema de conversación demasiado pobre, especialmente para un americano.
—Mi padre —admitió—, era de origen italiano. Me temo que aún no se ha descubierto la cura. —Guardó silencio un instante—. Aunque él sí murió.
El señor MacDougall, sin saber qué responder, ocultó su desconcierto tras una risa nerviosa.
—No dejaría atrás a su fantasma, espero.
Alexia arrugó la nariz.
—No tenía suficiente alma para ello. —Ni suficiente ni ninguna, pensó Alexia. Las tendencias preternaturales se propagaban con facilidad. Ella misma era quien era a causa de la ausencia de alma de su padre. El planeta debería, en teoría al menos, acabar invadido por sus semejantes. Pero el ORA, o mejor dicho, Lord Maccon, pensó Alexia con una mueca de disgusto, le había dicho que existían muy pocos ejemplares para llevar a cabo semejante tarea, por no mencionar el hecho de que los preternaturales solían tener vidas más bien fugaces.
Otra risa nerviosa de su compañero de mesa.
—Le parecerá extraño que alguien como yo enfoque su interés académico en el estado del alma humana, aunque solo sea por un instante.
La señorita Tarabotti solo escuchaba a medias. En el otro extremo de la mesa, la señorita Wibbley comentaba las vicisitudes de uno de sus primos terceros, que de pronto había decidido dedicarse al mundo de la horticultura. Su familia, como es evidente, no confiaba en que tales inclinaciones tuviesen un resultado satisfactorio. Lord Maccon, después de mirar una o dos veces hacia Alexia y su científico, observaba ahora a su vacua acompañante con una expresión en el rostro entre el afecto y la tolerancia y peligrosamente sentado cerca de ella.
—Yo centraría el estudio —continuó el señor MacDougall a la desesperada—, en el peso y las dimensiones del alma humana.
La señorita Tarabotti observó miserablemente su plato de bullabesa, sabrosa como la que más, y es que los Blingchester contaban con un magnífico chef francés entre los miembros de su servicio.
—¿Cómo —preguntó Alexia, sin interés alguno—, podría hacerse tal cosa?
El científico parecía atrapado; al parecer, aquel aspecto de su trabajo no era apropiado como tema de conversación para una velada como aquella.
La señorita Tarabotti estaba intrigada. Dejó la cuchara a un lado, signo inequívoco de su inquietud (en caso contrario, ni siquiera se plantearía la posibilidad de no terminarse la sopa), y observó a su compañero de mesa con gesto interrogatorio. El señor MacDougall era un hombre joven aunque ligeramente rollizo, adornado con unos maltrechos anteojos y entradas en el pelo que anticipaban a todas luces una retirada inminente. Tanta atención por parte de Alexia, y tan repentina, pareció desconcertarlo.
—Podríamos decir que aún me quedan algunos flecos por recortar —balbuceó—, pero ya he dibujado algunos esquemas.
Llegó el primer plato y con él la salvación del señor MacDougall, quien, gracias a la intervención de un lucio empanado y su salsa de pimienta negra y romero, no tuvo que elaborar su teoría para su inquieta compañera de mesa.
La señorita Tarabotti probó un bocado de su plato mientras observaba el batir de pestañas con el que la señorita Wibbley agasajaba a un encantado Lord Maccon. Alexia conocía aquella maniobra a la perfección, puesto que ella misma la había aprendido de su amiga Ivy. Aquello la enfureció, tanto que apartó el plato de pescado a un lado.
—¿Y cómo enfocaríais semejante estudio? —insistió.
—Había pensado utilizar una escala Fairbanks grande, modificada con soportes para sostener un catre del tamaño de un hombre —explicó el señor MacDougall.
—¿Qué haríais con eso? ¿Pesar a alguien, acabar con su vida y volver a pesarlo?
—¡Por favor, señorita Tarabotti! ¡No hay motivo para ser tan crudos! Aún no he trabajado en los detalles —respondió el señor MacDougall con el rostro ligeramente demacrado.
Alexia se apiadó del pobre americano y decidió tomar rumbos más teóricos.
—¿Y por qué ese interés en particular y no otro?
—«Las emociones del alma son esencias formulables. Es por ello que el estudio del alma debe formar parte de las ciencias de la naturaleza».
La señorita Tarabotti no parecía impresionada.
—Aristóteles —dijo.
El científico estaba encantado.
—¿Lee griego?
—Leo traducciones del griego —respondió Alexia tajante, tratando de no alentar un interés ya por entonces evidente.
—Bien, pues si pudiésemos adivinar la sustancia de la que está hecha el alma, podríamos medirla basándonos en su contenido. De este modo sabríamos, antes de la muerte, si una persona puede soportar la transformación en sobrenatural o no. Imagine las vidas que podrían salvarse.
Alexia se preguntó cuánto pesaría ella en una balanza como aquella. ¿Nada? Sin duda sería una experiencia nueva.
—¿Es ese el motivo por el cual ha venido a Inglaterra? ¿Por la integración social de la que gozan aquí tanto vampiros como hombres lobo?
El científico negó con la cabeza.
—Las cosas tampoco nos van tan mal al otro lado del charco, pero no, estoy aquí para dar una ponencia. La Royal Society me ha invitado a la inauguración de su nuevo club para caballeros, el Hypocras. ¿Ha oído hablar de él?
La señorita Tarabotti estaba segura de que sí, pero no lograba recordar cuándo ni ningún otro detalle al respecto, de modo que se limitó a asentir.
El servicio retiró el pescado y sirvió el plato principal de la noche: costillas de ternera en su salsa con verduras de temporada.
Al otro lado de la mesa, la compañera de velada de Lord Maccon dejó escapar una risa cristalina.
—La señorita Wibbley es muy atractiva, ¿no le parece? —preguntó Alexia de forma inesperada. Luego empujó las costillas de su plato, de pie sobre la porcelana para su presentación, hasta tumbarlas y hundió el cuchillo en ellas sin remordimiento alguno.
El americano, siendo americano como era, miró hacia la chica en cuestión sin molestarse en disimularlo.
—Prefiero a las señoritas con el pelo oscuro y un poco más de personalidad —respondió, sonrojándose y sin apartar la mirada del plato.
Muy a su pesar, Alexia estaba encantada, tanto que en aquel preciso instante decidió que ya había perdido demasiado tiempo sufriendo por Lord Maccon, por no hablar de la deliciosa comida que había rechazado. Se dispuso, pues, a dedicarle el resto de la velada al pobre señor MacDougall, una decisión que el susodicho pareció recibir debatiéndose entre el terror y el deleite.
La señorita Tarabotti, siempre dispuesta a mostrar sus tendencias más literatas en público, se entregó a un acalorado intercambio de impresiones con el joven científico, en el que se tocaron muchos temas y todos ellos muy variados. Dejando el pesaje de almas para otra ocasión, la ensalada trajo consigo las innovaciones más recientes en distintos modelos de motor. La fruta y los bombones fueron recibidos con una sesuda diatriba sobre la correspondencia fisiológica entre la fenomenología mental y la referente al comportamiento, y cómo esta podía influir en la dinámica de una colmena de vampiros. Para cuando el café hizo acto de presencia, esta vez en la sala de dibujo de la residencia, el señor MacDougall ya había solicitado permiso para ponerse en contacto con la señorita Tarabotti al día siguiente, con respuesta afirmativa. Lord Maccon había adquirido el aspecto amenazador de una tormenta, y la señorita Wibbley ya no parecía capaz de distraerle. Alexia, sin embargo, nada supo del disgusto del licántropo; las nuevas técnicas en la captura de reflejos evanescentes le parecían demasiado fascinantes.
La señorita Tarabotti abandonó la fiesta sintiéndose rechazada por el conde, pero sabiendo que, al día siguiente, podría retomar tan interesante conversación con el señor MacDougall. También estaba contenta consigo misma, convencida de que, a pesar de que el comportamiento de Lord Maccon ciertamente la había afectado, no había dado muestras de ello, ni a él ni a ningún otro de los presentes.
Lord Conall Maccon, conde de Woolsey, recorría su despacho de un lado a otro como, bueno, como un lobo enjaulado.
—No entiendo a qué está jugando —refunfuñó entre dientes. Su aspecto era más desaliñado que de costumbre, algo que contrastaba poderosamente con el hecho de que aún vistiera en traje de gala, puesto que acababa de regresar de la recepción de los Blingchester. Llevaba el pañuelo completamente arrugado, como si alguien lo hubiese estado toqueteando.
El profesor Lyall, sentado frente a su pequeño escritorio en una esquina de la estancia, asomó la cabeza tras un montón de cilindros metálicos y apartó una pila de piezas de cera para constatar, no sin cierta tristeza, que su alfa era un caso perdido en lo que a moda se refiere y que, al parecer, idéntico era su rumbo en la arena del amor.
Como casi todos los hombres lobo, solía trabajar de noche, de modo que para Lord Maccon la cena de los Blingchester había sido su desayuno.
—La colmena de Westminster nos ha informado de una nueva desaparición —dijo el profesor Lyall—. Al menos esta vez nos lo han comunicado. No deja de ser curioso que lo hayan descubierto antes que nosotros; no creía que les importaran tanto las actividades de sus errantes.
Lord Maccon no prestaba atención a su segundo.
—¡Condenada mujer, me ha ignorado por completo! Se ha pasado toda la noche tonteando con un científico, americano para más señas. ¿Puede haber algo peor que eso? —exclamó el conde con un marcado acento escocés.
El profesor Lyall cedió ante la evidencia de que, por el momento, su alfa no parecía muy dispuesto para el trabajo.
—Sea justo, milord. Fue usted quien la ignoró a ella primero.
—¡Pues claro que la ignoré! Es su responsabilidad acercarse a mí en semejante coyuntura. Yo mostré mi interés inicial sin dejar lugar a dudas.
Silencio.
—La besé —se explicó el conde, ofendido.
—Mmm, sí, le recuerdo que tuve el dudoso placer de presenciarlo. Demasiado, ejem, público a mi parecer, si me permite la licencia —dijo Lyall, mientras afilaba la punta de su pluma con una pequeña hoja de cobre que sobresalía de la pata de sus optifocales.
—¡Y bien! ¿Por qué no ha hecho nada al respecto? —quiso saber el alfa.
—¿Se refiere a algo como golpearle en sus partes nobles con esa sombrilla letal que siempre lleva encima? Yo, en su lugar, tendría mucho cuidado. Estoy casi seguro de que ha reforzado la punta con plata.
Lord Maccon parecía al borde del colapso nervioso.
—Me refiero a intentar hablar conmigo, o quizás no decir nada y sacarme de allí a rastras… —El conde parecía absorto en sus pensamientos—. Y llevarme a un lugar oscuro y apartado y… —De pronto, se sacudió como un perro mojado—. Pero no. En lugar de eso, me ha ignorado. Ni una sola palabra. Creo que me gustaba más cuando me gritaba. —Guardó silencio y luego asintió con la cabeza—. No lo creo, estoy convencido.
El profesor Lyall suspiró, dejó la pluma en el tintero, concentró toda su atención en su jefe e intentó explicarse. Normalmente, Lord Maccon no era tan obtuso.
—Alexia Tarabotti no va a comportarse de acuerdo a la dinámica de una manada. Usted está llevando a cabo el ritual de cortejo tradicional para las hembras alfa. Quizás para usted sea algo instintivo, pero son tiempos modernos estos en los que vivimos y muchas cosas han cambiado.
—Esa mujer —sentenció Lord Maccon—, es, sin lugar a dudas, alfa y, con toda certeza, hembra.
—Pero no licántropo. —La voz del profesor Lyall era irritantemente sosegada.
Lord Maccon, que hasta aquel momento había actuado dejándose llevar únicamente por su instinto, se mostró de pronto cabizbajo.
—¿He enfocado esta situación desde el ángulo equivocado?
El profesor Lyall recordó los orígenes de su alfa. Lord Maccon no era un licántropo especialmente joven, pero gran parte de su vida como tal la había pasado en un pueblo de las montañas escocesas en el que apenas habían oído hablar del progreso. Para los londinenses, las tierras del norte eran un lugar propio de bárbaros. Poco se interesaban las manadas de aquellas regiones por las sutilezas de una vida social que no les era propia. Los hombres lobo de las Highlands tenían fama de cometer actos atroces y altamente injustificados, como presentarse en la mesa ataviados con una simple bata de boatiné. Lyall se estremeció ante el delicioso horror de semejante idea.
—Sí, me atrevo a decir que se ha comportado de forma equivocada. Le sugiero que se disculpe con la joven y se arrastre cuanto sea necesario —dijo el beta. La expresión de su rostro seguía siendo amable, pero algo brillaba en sus ojos. Su alfa no encontraría simpatía alguna en ellos.
Lord Maccon se irguió cuan alto era. Aunque Lyall no hubiese estado sentado, como era el caso, la altura del conde habría sido suficiente para superar con creces la de su segundo.
—¡Yo no me arrastro ante nadie!
—Se pueden aprender muchas cosas a lo largo de la vida, algunas de ellas muy interesantes —le aconsejó el profesor Lyall, ajeno a la actitud agresiva del conde.
Lord Maccon se negaba a dar el brazo a torcer.
—Bueno, en ese caso será mejor que se olvide de ella —dijo el profesor Lyall encogiéndose de hombros—. De todas formas, nunca he entendido su interés por la chica, y estoy seguro de que el deán tendría mucho que decir sobre la relación ilícita entre un hombre lobo y una preternatural, más allá de su error con la señorita Tarabotti. —Estaba provocando a su alfa, quizás sin demasiado tiento.
Lord Maccon se puso rojo como un tomate. Lo cierto era que ni él mismo comprendía su interés por ella. Había algo en Alexia Tarabotti que le resultaba irresistible. Tal vez era la curva de su cuello o la sonrisa que asomaba tímidamente en sus labios cuando discutían, como si le gritara simplemente por diversión. En opinión de Lord Maccon, nada era peor que una mujer tímida. A menudo recordaba con melancolía a aquellas muchachas recias y fornidas de las Highlands que había conocido durante su juventud. Alexia, y esa era su impresión, se adaptaría sin problemas al frío de Escocia, a sus rocas y a sus telas a cuadros. ¿Era aquella la fuente de tanta fascinación? ¿Alexia vestida a cuadros escoceses? Su mente llevó la imagen uno o dos pasos más allá, quitándole la ropa primero e imaginándola tumbada sobre ella.
Se dejó caer sobre la silla de su escritorio con un suspiro. Durante media hora nadie dijo ni una sola palabra; nada perturbó la quietud de la noche más allá del murmullo de las hojas al pasar, el tintineo de las planchas de metal y un sorbo de té de vez en cuando.
Finalmente, Lord Maccon levantó la cabeza.
—¿Que me arrastre, dice?
Lyall ni siquiera apartó la mirada del último informe sobre desapariciones que estaba revisando.
—Arrástrese, señor.