Nuestra heroína ignora los buenos consejos recibidos
Alexia descubrió, avergonzada, que la única forma de salir de su casa era haciéndolo a escondidas. Poco conseguiría si le decía a su madre que debía visitar a una conocida en una colmena de vampiros a aquellas horas de la noche. Floote, a pesar de estar en contra, demostró ser el mejor aliado de Alexia y sus transgresiones. Había sido ayuda de cámara de Alessandro Tarabotti antes de que la joven fuese siquiera una minúscula arruga en los ojos de tan extravagante caballero y, como tal, sus conocimientos iban más allá del noble arte de la mayordomía, incluyendo, entre otras nobles artes, la organización de fechorías. Acompañó a su «joven señora», convenientemente ataviada con la vieja capa de una criada, hasta la entrada de servicio en la parte trasera de la casa, y la metió en un coche de alquiler, manteniendo en todo momento un firme aunque siempre competente silencio.
El carruaje avanzó traqueteando por las oscuras calles de Londres. La señorita Tarabotti, a pesar de lo elaborado de su peinado y la delicada belleza de su sombrero, bajó la ventanilla y asomó la cabeza en la noche londinense. La luna, en cuarto creciente, aún no había remontado por encima de los tejados. Un poco más arriba, Alexia creyó intuir la silueta solitaria de un dirigible aprovechando la oscuridad para pasar revista a las estrellas y las luces de la ciudad antes de recibir una última carga de pasajeros. Por primera vez, Alexia no envidió a quienes iban a montar en él. Hacía frío y a aquella altura la temperatura debía de ser poco menos que insoportable. Nada nuevo: Londres no era precisamente conocida por la calidez de sus atardeceres. Se estremeció y cerró la ventana.
El carruaje se detuvo en una de las calles más de moda de la ciudad, aunque raramente frecuentada por el particular círculo de amistades de la señorita Tarabotti. Imaginando que la visita sería breve, Alexia pagó al cochero para que la esperara y subió corriendo la escalera de entrada sujetando bien alto la falda a cuadros verdes y grises de su mejor vestido de cortesía.
Una joven sirvienta abrió la puerta principal y le dio la bienvenida con una reverencia. Era casi demasiado bella, con el pelo rubio ceniza y unos ojos enormes de color violeta, pulcra y elegante como un penique nuevo con su vestido negro y su delantal blanco.
—¿Señoguita Tagabotti? —preguntó con un marcado acento francés.
Alexia asintió mientras alisaba la falda de su vestido con el propósito de deshacerse de las arrugas del trayecto.
—La condesa la está espegando. Pog aquí.
La doncella la guio por un largo pasillo. Se movía con la gracia de una bailarina, con movimientos líquidos y bamboleantes. A su lado, Alexia se sentía grande, oscura y sin gracia alguna.
La casa era fiel a su estilo, aunque quizás un tanto más lujosa que la mayoría, y repleta de todas las novedades que uno pudiese imaginar. La señorita Tarabotti no pudo evitar compararla con el palacete de la duquesa de Snodgrove. En aquella casa la opulencia estaba más presente, aunque no necesitara mostrarse abiertamente; simplemente existía. Las alfombras, en distintos tonos de rojo que armonizaban a la perfección, eran suaves y muy gruesas, con toda probabilidad importadas directamente del imperio otomano trescientos años antes. Las paredes estaban cubiertas con auténticas obras de arte. Algunas eran antiguas, otras más contemporáneas, con las firmas de sus autores plasmadas en los márgenes. Alexia conocía algunas por los anuncios de las galerías en los periódicos. Los muebles, de madera de caoba, servían como pedestal para una amplia colección de estatuas: bustos romanos en mármol rosado, dioses egipcios cubiertos de lapislázuli y piezas modernas en granito y ónix. Al doblar una esquina, la señorita Tarabotti se encontró con otro enorme pasillo flanqueado por brillantes máquinas, dispuestas con la misma intención artística e idéntico cuidado que las estatuas. Allí estaba el primer motor de vapor de la historia y, a su lado, una monorueda de plata y oro; y, se preguntó Alexia sin apenas contener la emoción, ¿era eso el modelo del motor de la máquina analítica de Babbage? Todo estaba perfectamente limpio y había sido escogido con el mayor de los cuidados; cada objeto ocupaba el espacio que le había sido otorgado con una dignidad encomiable. Era más impresionante que cualquier museo que Alexia hubiera visitado, y eso que le encantaban. Por todas partes había zánganos, todos atractivos y perfectamente ataviados, haciendo recados de día y ocupándose de entretener a la colmena por la noche. También ellos eran obras de arte, vestidos con una elegancia solo a la altura de la del resto de la casa y escogidos entre lo mejor.
Alexia, sin embargo, carecía del alma necesaria para apreciar tales sutilezas. Eso sí, entendía el concepto de estilo a las mil maravillas, y sabía que allí abundaba.
Tanta perfección provocó que se pusiera nerviosa. Alisó la falda de su vestido sin apenas darse cuenta, preocupada por si alguien consideraba su atuendo demasiado sencillo. Luego se irguió cuanto pudo. Una simple solterona como ella no podía competir de ninguna manera con tanta grandeza; debía sacar partido de sus puntos fuertes. Sacó pecho sin que se notara y respiró profundamente.
La doncella francesa abrió las puertas de una gran sala de dibujo de par en par y la invitó a entrar. Luego dio media vuelta y desapareció por donde habían venido balanceando las caderas de un lado al otro, sus pasos amortiguados por las gruesas alfombras rojas.
—¡Ah, señorita Tarabotti! Bienvenida a la colmena de Westminster.
La mujer que acababa de saludar a Alexia no era en absoluto lo que esperaba: de corta estatura, rolliza y de aspecto agradable, con las mejillas rosadas y un intenso brillo en el azul de sus ojos. En conjunto, parecía una pastorcilla sacada de un cuadro renacentista. Alexia miró a su alrededor en busca de su rebaño. Allí estaban, más o menos.
—¿Condesa Nadasdy? —preguntó cautelosa.
—La misma, querida. Y este es Lord Ambrose. Por allí tiene al doctor Caedes. Ese caballero de ahí es Su Excelencia el duque de Hematol, y ya conoce a la señorita Dair —respondió la condesa gesticulando a su alrededor. Sus movimientos eran al mismo tiempo contritos y llenos de gracia, estudiados y articulados con el cuidado que un lingüista dedica al habla de una lengua extranjera.
Aparte de la señorita Dair, que no dejaba de sonreír desde el sofá, nadie parecía especialmente emocionado con la visita. La señorita Dair también era el único zángano presente, y es que Alexia estaba segura de que los otros tres eran vampiros. No había tenido el placer de conocerlos en ningún acto social, aunque sí había oído hablar de las investigaciones del doctor Caedes durante sus actividades académicas más audaces.
—Encantada de conocerles —dijo Alexia educadamente.
Los presentes compartieron los obligados murmullos de cualquier reunión social.
Lord Ambrose era un hombre alto y muy atractivo, con el aire romántico que cualquier joven esperaría en un vampiro: oscuro, melancólico y arrogante, de facciones angulosas y ojos profundos y llenos de secretos. El doctor Caedes era igualmente alto pero delgado como un palo, con una calva incipiente cuyo avance había sido detenido por la metamorfosis. Llevaba consigo una maleta de doctor, aunque Alexia sabía por sus lecturas que eran sus trabajos como ingeniero, y no como médico, los que le habían abierto las puertas de la Royal Society. El último miembro de la colmena, el duque de Hematol, era anodino al estilo del profesor Lyall. En consecuencia, Alexia lo observó con cautela y mucho respeto.
—Si no le importa, querida, ¿puedo darle la mano? —La reina de Westminster avanzó hacia ella con los movimientos suaves a la par que abruptos propios de su condición de vampira.
A Alexia aquel acercamiento la cogió por sorpresa.
De cerca, la condesa Nadasdy parecía menos jovial, y es que se hacía evidente que sus mejillas rosadas eran producto del artificio y no de los rayos del sol. Bajo capas y más capas de cremas y polvos, su piel era de un color blanco ceniciento y sus ojos no despedían destello alguno. Brillaban como el cristal oscuro que los astrónomos utilizaban para examinar el sol.
La señorita Tarabotti retrocedió un paso.
—Debemos confirmar su estado —insistió la reina sin dejar de avanzar.
La condesa sujetó a Alexia por la muñeca. Su mano, aunque diminuta, poseía una fuerza difícil de creer. En el momento exacto en que sus pieles entraron en contacto, gran parte de la dureza de la reina se desvaneció y la señorita Tarabotti se preguntó si alguna vez, hacía mucho, mucho tiempo, la condesa Nadasdy fue realmente una simple pastorcilla.
La vampira le devolvió la mirada con una sonrisa en los labios y ni un solo colmillo.
—Me opongo firmemente a la acción que acabáis de realizar, mi reina, y quisiera dejar constancia ante el resto de la colmena que no estoy de acuerdo con el enfoque que habéis escogido para esta situación —se quejó Lord Ambrose.
Alexia no sabía si su enfado se debía a su condición de preternatural o bien era fruto del efecto físico que acababa de provocar en su reina.
La condesa Nadasdy le soltó la muñeca y sus colmillos reaparecieron al instante. Eran largos y finos como espinas, con la punta retorcida como un anzuelo. De pronto, con un movimiento rápido como el rayo, la reina rasgó el aire a su lado con unas uñas afiladas como cuchillas y dibujó una línea larga y roja en el rostro de Lord Ambrose.
—Te has extralimitado en tus funciones, hijo de mi sangre.
Lord Ambrose inclinó su oscura testa, la herida superficial de su mejilla curándose por momentos.
—Perdonadme, mi reina, pero me preocupa vuestra seguridad.
—Razón por la cual eres mi praetoriani. —En un cambio de humor más que repentino, la condesa Nadasdy alargó un brazo y acarició el rostro de Lord Ambrose donde hacía apenas unos segundos había rasgado la piel con sus afiladas uñas.
—Lo que dice es cierto, mi reina. Permitís que una chupa-almas os ponga la mano encima y, una vez sois mortal, lo único que se necesita es una herida de cierta gravedad —intervino el doctor Caedes. Tenía una voz aguda y difusa que recordaba al sonido de un enjambre de avispas.
Para sorpresa de Alexia, la condesa no golpeó el rostro del doctor Caedes, sino que sonrió, mostrando sus afilados dientes rematados en forma de anzuelo. Alexia se preguntó si se los habrían limado hasta conseguir aquella peculiar forma.
—Y, sin embargo, esta joven no hace nada más amenazante que estar aquí de pie, frente a nosotros. Sois demasiado jóvenes para recordar qué reside en los miembros de su especie.
—Lo recordamos muy bien —intervino el duque de Hematol. Su voz parecía más calmada que la de los otros dos, pero también más maliciosa en su cadencia, suave y sibilante como el vapor de una tetera hirviendo.
La reina enlazó su brazo con el de Alexia y respiró profundamente, como si tratara de identificar el hedor que desprendía la joven y que solo ella percibía.
—Las mujeres preternaturales nunca fueron un peligro para nosotros; los hombres sí. —Se volvió hacia Alexia y le susurró en tono conspirador—: Hombres, cuánto disfrutan de la caza, ¿verdad?
—No es su habilidad para matar lo que me preocupa. Más bien lo contrario —dijo el duque en voz baja.
—En cuyo caso seréis vosotros, caballeros, los encargados de evitar el peligro, no yo —replicó la condesa.
Lord Ambrose se rio descaradamente al captar la ironía de su reina.
—Ustedes me han pedido que venga —intervino Alexia entornando los ojos—. No tengo intención de imponer mi presencia, pero tampoco permitiré que me hagan sentir incómoda. —Tiró de su brazo con fuerza hasta romper el vínculo que la unía a la condesa y luego dio media vuelta dispuesta a abandonar la estancia.
—¡Espere! —exclamó la reina.
La señorita Tarabotti siguió avanzando decidida hacia la puerta, ignorando el nudo que le atenazaba la garganta. De modo que así se sentía un animalillo preso en medio de un nido de serpientes. Avanzó hasta que algo le cortó el paso: Lord Ambrose, que se había escurrido con la rapidez propia de un vampiro para evitar su partida, le sonreía burlón desde las alturas, terrible a la par que bello. Alexia decidió que prefería la corpulencia de Lord Maccon: tosco y un tanto desaliñado.
—¡Haga el favor de apartarse de mi camino, caballero! —exclamó la señorita Tarabotti arrepintiéndose de no llevar consigo su sombrilla favorita. ¿Cómo podía ser tan incauta? Aquel individuo estaba pidiendo a gritos una buena estocada en sus partes nobles.
La señorita Dair se puso en pie y se acercó a ella, toda ella rizos dorados y ojos azules y preocupados.
—Por favor, señorita Tarabotti, no se vaya todavía. Solo hay algo más omnipresente que su genio: su memoria. —Se volvió hacia Lord Ambrose y le dedicó una mirada asesina. Luego sujetó a Alexia por el codo y la acompañó amablemente hasta una silla.
La señorita Tarabotti consintió a las súplicas de la actriz y tomó asiento entre el suave susurro del tafetán gris y verde de su falda, sintiéndose aún más en desventaja hasta que la reina se acomodó en otra silla frente a la suya.
La señorita Dair hizo sonar una campanilla y la bella doncella de ojos violetas apareció por la puerta.
—Té, por favor, Angelique.
La joven desapareció para regresar unos instantes después empujando un carrito de té cargado de delicias, desde sándwiches de pepino hasta piel de limón caramelizada, pepinillos en vinagre o Battenberg.
La condesa Nadasdy sirvió el té. Alexia tomó el suyo con leche, la señorita Dair con limón y los vampiros con una cucharadita de sangre, aún caliente y servida en una delicada jarra de cristal. Alexia intentó no pensar en la identidad del donante, hasta que su lado más científico decidió reflexionar sobre la posibilidad de que aquella sangre fuese preternatural y no humana. ¿Sería tóxica o simplemente los convertiría en humanos durante un corto espacio de tiempo?
Alexia y la señorita Dair probaron la comida, a pesar de que nadie más en la estancia se molestó en tomar parte en el pequeño festín. A diferencia de Lord Akeldama, aquellos vampiros no apreciaban el sabor de los alimentos ni se sentían obligados a fingir interés por pura cortesía. Alexia se sintió extraña comiendo cuando su anfitriona no lo hacía. Sin embargo, ella no era de las que rechazan un buen refrigerio, y el té, como todo lo demás en aquella casa, era de la mejor calidad. Procedió sin prisas, bebiendo lentamente de una hermosa taza de porcelana azul y blanca e incluso tomándose la licencia de repetir.
La condesa Nadasdy esperó hasta que la señorita Tarabotti hubo devorado medio sándwich de pepino para reanudar la conversación. Hablaron de temas superficiales, neutros: una nueva obra que se representaba en el West End, la última exposición, la proximidad de la luna llena, una fecha en la que los vampiros podían tomarse el día libre puesto que los licántropos no tenían más remedio que ausentarse.
—He oído que ha abierto un nuevo club cerca de la residencia de los Snodgrove —dijo la señorita Tarabotti dejándose llevar por el espíritu lúdico de la conversación.
La condesa Nadasdy se rio.
—Tengo entendido que la duquesa está que echa chispas. Al parecer, el club ha rebajado la reputación del barrio. Debería considerarse afortunada; si quiere saber mi opinión, podría ser mucho peor.
—Podría ser Boodles —intervino la señorita Dair entre risas, imaginando la vergüenza de la duquesa al saber su vecindario infestado día y noche de hacendados.
—O, escándalo entre escándalos —añadió el duque—, podría tratarse de Claret. —El club que daba cobijo a la comunidad de licántropos de la ciudad.
Los vampiros celebraron la ocurrencia con sonoras carcajadas y una falta de decoro cuanto menos espeluznante.
La señorita Tarabotti decidió en aquel preciso instante que no le agradaba lo más mínimo el duque de Hematol.
—A propósito de la duquesa de Snodgrove —la reina recondujo la conversación con astucia hacia el tema por el que había solicitado la presencia de Alexia—, ¿qué ocurrió hace dos noches en el baile que se celebró en su residencia, señorita Tarabotti?
Alexia dejó la taza sobre su plato con sumo cuidado y devolvió ambas piezas al carrito de té del que habían salido.
—Los periódicos han descrito el incidente con todo detalle.
—Excepto que en ninguno de ellos se mencionaba su nombre —intervino Lord Ambrose.
—Como tampoco se mencionaba la condición sobrenatural del joven finado —añadió el doctor Caedes.
—Ni que fue usted la ejecutora del ataque mortal. —La condesa Nadasdy se reclinó en su silla con una ligera sonrisa iluminando su mullido y agradable rostro, una sonrisa que parecía fuera de lugar, con sus cuatro colmillos y las marcas de los dientes grabadas en sus carnosos labios.
La señorita Tarabotti se cruzó de brazos.
—Parece que están ustedes muy bien informados. ¿Para qué me necesitan entonces?
Nadie respondió.
—Fue un accidente —murmuró Alexia, relajando su postura defensiva. Dio un bocado al Battenberg sin apenas apreciar su sabor, un insulto para el pobre pastel, normalmente delicioso y merecedor de los más altos elogios: grueso bizcocho con mermelada casera y cubierto de pasta de almendras caramelizadas. Aquel, sin embargo, se le antojó a Alexia seco y la pasta de almendras arenosa.
—La causa de la muerte fue una estacada limpia en el corazón —corrigió el doctor Caedes.
Alexia enseguida se puso a la defensiva.
—Demasiado limpia: apenas sangró. No me ataquen a traición con acusaciones falsas, mis muy venerables anfitriones. No fui yo quien lo dejó al borde de la inanición. —Nadie en su sano juicio describiría a la señorita Tarabotti como una persona tímida. Cuando se sentía atacada, devolvía los golpes con todas sus fuerzas. Tal vez su actitud era fruto de su preternaturalidad, o quizás no era más que una tendencia absurda a la terquedad. Habló con decisión y aplomo, como quien trata de hacerse entender ante un niño en plena rabieta—. Ese vampiro ha sido víctima de la negligencia de alguna colmena. Ni siquiera había recibido la formación suficiente durante la fase de larva como para reconocer mi auténtica naturaleza. —Si sus sillas hubiesen estado más cerca, Alexia habría hundido el dedo índice en el esternón de la reina siguiendo el ritmo de sus palabras. Atrévete a arañarme, pensó Alexia. ¡Cuánto me gustaría verlo!, se jactó mentalmente, aunque tuvo que conformarse con fruncir el ceño.
La condesa Nadasdy parecía sorprendida ante tan repentino cambio en el rumbo de la conversación.
—¡No era uno de los míos! —exclamó a la defensiva.
La señorita Tarabotti se puso en pie, con la espalda bien recta y encantada, por una vez en su vida, de superar en altura a todos los allí presentes, a excepción de Lord Ambrose y el doctor Caedes.
—¿Por qué juega conmigo de esta manera? Lord Maccon dijo que podía olerse el rastro de su linaje en el cuerpo sin vida del vampiro. Usted misma o uno de los suyos tuvo que ser el responsable de su transformación. No tiene derecho a cargarme a mí con sus imprudencias y su ineptitud para salvaguardar sus propios intereses, sobre todo cuando lo único que hice fue actuar en defensa propia. —Levantó una mano en alto, anticipándose a una posible interrupción—. Es cierto que poseo mecanismos de defensa más avanzados que la mayoría de los humanos, pero insisto, no soy yo quien ha descuidado las necesidades de su colmena.
—Estás yendo demasiado lejos, chupa-almas —intervino Lord Ambrose enseñando los colmillos.
La señorita Dair se puso en pie de un salto y se cubrió la boca con la mano, escandalizada ante semejante falta de delicadeza. Tenía los ojos abiertos como platos y su mirada iba de Alexia a la condesa Nadasdy como un conejo asustado.
La señorita Tarabotti ignoró a Lord Ambrose, propósito harto difícil puesto que una parte de su cerebro, la que se identificaba más con el papel de presa, no dejaba de repetirle que saliese corriendo y se resguardara detrás de la chaise lounge. Necesitó echar mano de toda su valentía para reprimir el instinto. Al fin y al cabo, eran los preternaturales quienes daban caza a los vampiros y no al revés. Técnicamente, Lord Ambrose era su presa por derecho. ¡Debería ser él quien se escondiese temblando detrás del sofá! Se inclinó hacia la reina por encima del carrito de té con la esperanza de resultar tan amenazante como Lord Maccon, aunque sospechaba que su precioso vestido a cuadros grises y verdes y el amplio polisón mitigaban levemente el deseado efecto.
Con fingida indiferencia, Alexia clavó el tenedor en un pedazo de Battenberg con una fuerza innecesaria. El metal chocó contra la superficie del plato, provocando un sobresalto a la pobre señorita Dair.
—Tiene razón en algo, señorita Tarabotti. Esto es problema nuestro —dijo la reina—, asuntos de la colmena. No debería usted verse envuelta, al igual que el ORA, aunque sospecho que seguirán interfiriendo. Al menos hasta que averigüemos qué está pasando. ¡Los licántropos deberían mantener sus sucias narices alejadas de nuestros asuntos!
La señorita Tarabotti se sorprendió ante la indiscreción de la reina.
—De modo que no es la primera vez que desaparece un vampiro.
La condesa Nadasdy la observó con una sonrisa en los labios.
—Cuanta más información posean en el ORA, más sencillo será descubrir qué está sucediendo y por qué.
—Son asuntos de la colmena; el Registro nada tiene que ver en esto —insistió la reina, negándose a añadir nada más.
—No si hay vampiros errantes vagando por las calles de Londres ajenos a la autoridad de cualquier colmena. En ese caso, sí concierne al ORA. ¿Acaso pretende volver a la Edad Media, cuando los humanos les temían y los preternaturales se ocupaban de darles caza? La comunidad vampírica ha de obrar bajo el control del gobierno, aunque solo sea en apariencia. Usted y yo lo sabemos. ¡Todos los que estamos en esta sala deberíamos saberlo! —dijo Alexia con firmeza.
—¡Errantes! No me hable de ellos; salvajes y desagradables, del primero al último. —La condesa Nadasdy se mordió el labio, un gesto extrañamente adorable viniendo de una de las criaturas inmortales más longevas de toda Inglaterra.
Ante tan evidente signo de confusión, Alexia comprendió finalmente lo que estaba ocurriendo. La reina tenía miedo. Al igual que Lord Akeldama, quería conocer hasta el último detalle de todo lo que sucedía en su territorio. Siglos de experiencia coloreaban cada nueva ocurrencia con la pátina gris de lo previsible. Aquello, sin embargo, era algo nuevo y, por tanto, ajeno a su comprensión. Y a los vampiros no les gustaban las sorpresas.
—Explíquese, explíquese, haga el favor —dijo la señorita Tarabotti conteniendo el tono de su voz. Había funcionado con Lord Maccon; quizás el truco para tratar con seres sobrenaturales no era más que jugar el papel de sumiso—. ¿Cuántos ha habido?
—Mi reina, sed cautelosa —intervino el duque de Hematol.
La condesa Nadasdy suspiró y paseó la mirada entre los tres vampiros presentes en la estancia.
—Tres en las últimas dos semanas —dijo finalmente—. Conseguimos atrapar a dos. No saben nada de la etiqueta propia de los vampiros, están confusos y desorientados y, a pesar de nuestros esfuerzos, suelen morir en pocos días. Como tú misma has dicho, nada saben de la amenaza de lo preternatural, ni del respeto debido a la reina de una colmena, ni de la oficina del potentado. Han oído hablar del ORA y sus leyes de registro. Es como si se hubiesen materializado de la nada, completamente formados, en mitad de las calles de Londres, como Atenea salida de la cabeza de Zeus.
—Atenea era la diosa de la guerra —apuntó Alexia con nerviosismo.
—En todos mis siglos de vida, nunca he presenciado algo semejante. En esta pequeña isla había colmenas mucho antes de que los humanos fueran capaces de gobernar sus futuros. El sistema feudal tomaba como modelo las dinámicas de colmenas y manadas. El Imperio Romano tomó sus formas de organización y eficiencia de nosotros. La estructura de una colmena es mucho más que una simple institución social. Se basa en el instinto sobrenatural. Ningún vampiro nace fuera de ella porque solo la reina puede otorgar el don de la metamorfosis, y esa precisamente ha sido nuestra mayor fuerza, el control de los engendros, aunque también nuestro punto más débil —dijo la condesa mirándose las diminutas manos.
La señorita Tarabotti escuchó sus palabras en silencio, sin apartar la mirada del rostro de la reina. La condesa Nadasdy estaba asustada, cierto, pero en su miedo se adivinaba el destello sinuoso de la ambición. ¡Crear vampiros sin una reina! La colmena ansiaba descubrir cómo para aprender la técnica. Una tecnología así era más de lo que cualquier vampiro podía desear, y una de las razones por las que invertían verdaderas fortunas en la ciencia moderna. Todas las máquinas que Alexia había visto en la entrada no eran solo para el disfrute de los invitados. La colmena contaba entre sus filas con un elevado número de zánganos que dedicaban sus días a la invención de nuevos aparatos. Se rumoreaba incluso que Westminster poseía acciones en la compañía de dirigibles Giffard. Pero su verdadero objetivo, el sueño dorado que durante tantos años habían perseguido, no era otro que la posibilidad de crear seres sobrenaturales sin necesidad de morder. Un auténtico milagro, sin duda.
—¿Cuál será su próximo movimiento? —quiso saber la señorita Tarabotti.
—Ya está hecho. Involucrar a una preternatural en los asuntos de la colmena.
—El potentado no compartirá vuestra decisión —dijo el duque de Hematol, más resignado que molesto. Al fin y al cabo, su obligación no era otra que apoyar a la reina en sus decisiones.
El potentado ostentaba el honor de ser consejero de Su Majestad la reina Victoria, y era una suerte de primer ministro pero solo en aquellas cuestiones relacionadas con la comunidad vampírica. Solía tratarse de un errante con importantes contactos en la política, elegido mediante el voto de todas las colmenas del Reino Unido, y servía hasta que otro vampiro más cualificado que él se presentaba al puesto. Era la única vía mediante la cual un errante podía aspirar a ocupar un puesto de relevancia entre sus congéneres. El potentado actual ocupaba su puesto desde que la reina Isabel I asumió el trono de Inglaterra. Se decía que, para la reina Victoria, sus consejos eran de un valor incalculable y, según las malas lenguas, gran parte del éxito del Imperio Británico se debía a sus habilidades. Claro que también se decía lo mismo del deán, el consejero licántropo de Su Majestad, un solitario que llevaba casi tanto tiempo al servicio de la reina como el potentado, encargado básicamente de asuntos militares y ajeno a las luchas de poder en el seno de las manadas. Las dos figuras, potentado y deán, estaban por encima de cualquiera de sus semejantes y cumplían la función de nexos de valor incalculable con el común de los mortales. Sin embargo, al igual que tantos otros forasteros en buenas relaciones con el poder establecido, tendían a olvidar sus raíces revolucionarias y ponerse del lado del gobierno, aunque el potentado, en última instancia, siempre acababa obedeciendo la voluntad de las colmenas.
—El potentado no es una reina. Estamos hablando de asuntos de la colmena, no de política —respondió la condesa Nadasdy con firmeza.
—Tanto da, ha de ser informado de lo que está sucediendo —insistió el duque, pasándose una mano por su pelo cada vez más escaso.
—¿Por qué? —quiso saber Lord Ambrose, claramente partidario de guardar silencio. Era evidente que se oponía a la participación de Alexia, así como a la idea de involucrar a un político en todo aquello.
La señorita Dair carraspeó delicadamente.
—Caballeros, creo estar en lo cierto cuando digo que esta discusión puede esperar —dijo, señalando a la señorita Tarabotti, a quien todos parecían haber olvidado, con un gesto de la cabeza.
Alexia estaba devorando el tercer trozo de Battenberg tratando de mostrarse inteligente, todo al mismo tiempo.
El doctor Caedes dio media vuelta y fijó su fría mirada en la joven.
—Usted —dijo en tono acusatorio—, nos traerá problemas. Siempre ocurre lo mismo con los preternaturales. Tenga cuidado con esa pandilla de aulladores con los que no deja de mostrarse en público. Los hombres lobo también tienen asuntos de los que ocuparse. ¿Es consciente de ello?
—Y, por supuesto, ustedes los chupasangres son todo dulzura y comprensión, a quienes solo les interesa mi bienestar —replicó Alexia eliminando las migas del bizcocho de su falda con aire distraído.
—¡Qué joven más intrépida! Si está intentando hacer un chiste —intervino Lord Ambrose con intención de ridiculizarla.
La señorita Tarabotti se puso en pie para despedirse de los presentes con una leve inclinación de cabeza. Los intercambios de palabras empezaban a parecerle demasiado groseros, hasta el punto que, si las cosas seguían por esos derroteros, pronto se haría necesario pasar a la acción. Y como Alexia prefería atenerse a las palabras, aquel le pareció un buen momento para abandonar la pequeña reunión.
—Gracias por la invitación. Ha sido una velada deliciosa —dijo, sonriendo con la esperanza de infundir cierto temor—. Muy… —se detuvo, deliberando, escogiendo las palabras exactas—… educativa.
La señorita Dair se volvió hacia su reina y, ante un gesto de esta, hizo sonar una campanilla que se escondía tras unas gruesas cortinas de terciopelo. La hermosa doncella rubia apareció en la puerta, y la señorita Tarabotti la siguió sin ni siquiera darse la vuelta, sintiéndose como si acabara de escapar de las fauces de una temible bestia.
Estaba descendiendo los últimos escalones que la separaban de la calle cuando alguien la sujetó con fuerza por el brazo. La adorable Angelique era mucho más fuerte de lo que aparentaba. No se trataba de fuerza sobrenatural, puesto que la joven era poco más que un zángano más dentro de la colmena.
—¿Sí? —preguntó la señorita Tarabotti, intentando mostrarse educada.
—¿Pegtenese usted al OGA? —preguntó la doncella con sus hermosos ojos violeta abiertos de par en par.
Alexia no estaba muy segura de qué contestar. No quería mentir, puesto que su nombramiento no era oficial. ¡Al diablo con Lord Maccon y sus arcaicos principios!
—No soy un agente oficial, pero…
—¿Podguía llevagles un mensaje, vegdad?
La señorita Tarabotti asintió y se inclinó hacia ella, en parte para mostrar su interés, en parte para aliviar el dolor que le estaba provocando la joven en el brazo. Mañana, pensó, estaré cubierta de cardenales.
—Dígame.
Angelique miró a su alrededor.
—Dígaselo. Dígales, pog favog, que busquen a los egantes desapaguesidos. Mi señog es uno de ellos. Desapaguesió la semana pasada. ¡Puf! —Chasqueó los dedos—. Así, como si nada. Me tgajegon a la colmena pogque soy bonita y hago bien mi tgabajo, pego la condesa apenas me tolega. Sin la pgotecsión de mi señog, no sé cuánto tiempo podgué aguantag.
La señorita Tarabotti no tenía la menor idea de a qué se refería la doncella. Lord Akeldama le dijo en cierta ocasión que las tensiones políticas dentro de la colmena harían palidecer al gobierno británico, tanto al diurno como al nocturno. Comenzaba a comprender la verdad que se encerraba en aquellas palabras.
—Mmm, no sé si la sigo.
—Pog favog, inténtelo.
Bueno, pensó Alexia, no me hará ningún daño intentarlo.
—¿Intentar qué, exactamente?
—Descubguig adónde han ido los egantes, y también de dónde vienen los nuevos. —Al parecer, a Angelique le gustaba escuchar tras las puertas.
La señorita Tarabotti parpadeó, intentando no perderse en la conversación.
—¿Han desaparecido vampiros y otros se han materializado de la nada? ¿Está segura de que no se trata de los mismos con, no sé, varias capas de maquillaje y horribles camisas para que parezca que son nuevas larvas?
—No, señoguita —respondió la doncella, censurando la broma con una mirada reprobatoria.
—No, imagino que no tendrían tan poco gusto, ni siquiera disfrazados. —Alexia suspiró, asintiendo con la cabeza—. Está bien, lo intentaré. —El mundo era, sin duda, cada día más confuso, y si la colmena no sabía qué estaba ocurriendo, y el ORA aún menos, ¿qué podía hacer ella para tratar de comprender la situación?
La doncella pareció quedarse satisfecha con su respuesta. Era evidente que no compartía las reservas de Alexia. Le soltó el brazo y desapareció en las profundidades de la residencia, cerrando la enorme puerta de entrada tras ella.
Alexia, con el ceño fruncido, acabó de bajar los escalones y se dirigió hacia el carruaje que la esperaba. No se percató de que no era el mismo coche con el que había llegado hasta allí, y tampoco lo conducía el mismo cochero.
Sin embargo, de lo que sí se dio cuenta de inmediato fue de que ya había alguien sentado en su interior.
—Oh, ¡santo Dios! Le pido disculpas. Creí que este coche estaba disponible —le dijo la señorita Tarabotti al individuo de complexión generosa que esperaba sentado en la penumbra—. Le pedí al conductor que me esperase, y aquí está usted, exactamente en el mismo lugar, con la puerta del coche abierta. No he prestado atención. Lo siento. Yo…
El rostro del hombre estaba en penumbra, sus facciones ocultas bajo un sombrero de ala ancha. Al parecer no tenía nada que decir. Ni un saludo, ni unas palabras de agradecimiento por las disculpas pedidas; nada. Ni siquiera se molestó en llevarse la mano al sombrero para saludar a la desconocida que acababa de colarse en su carruaje.
—Vaya —dijo la señorita Tarabotti, molesta por su falta de cortesía—, será mejor que me vaya.
Se dio la vuelta dispuesta a apearse, pero el conductor ya se había bajado del pescante y esperaba de pie en la calle, bloqueando la puerta del carruaje. Sus rasgos eran perfectamente visibles. Una lámpara de gas cercana le iluminaba la cara con su cálida luz, tenue y aterciopelada. Alexia retrocedió presa del pánico. ¡Ese rostro! Era como la copia en cera de algo no enteramente humano, liso y pálido, sin manchas ni cicatrices, y sin un solo pelo. Llevaba cuatro letras escritas con una sustancia oscura y pegajosa en la frente: VIXI. ¡Y esos ojos! Oscuros y extrañamente ausentes, tan vacíos y faltos de expresión que era como si nada se escondiese detrás de ellos. Era aquel un hombre que observaba el mundo sin pestañear, aunque al mismo tiempo evitaba mirar lo que le rodeaba de forma directa.
La señorita Tarabotti se apartó con una mueca de asco en la cara. La aparición se inclinó hacia ella, cerró la puerta del coche y luego tiró de la maneta para cerrarla por fuera. Solo entonces algo cambió en la expresión de su rostro. Sus labios se tensaron lentamente hasta dibujar una sonrisa, reptando sobre sus cerúleas mejillas como el aceite al verterse sobre el agua. En lugar de dientes, tenía la boca llena de cuadrados blancos y perfectos. Alexia estaba segura de que aquella sonrisa atormentaría sus horas de descanso durante años.
El hombre de cera desapareció de la ventanilla para, supuestamente, subirse al pescante, puesto que, unos segundos más tarde, el coche se puso en marcha entre crujidos y traqueteos en dirección a algún lugar desconocido que Alexia preferiría no tener que visitar.
Cogió la maneta de la puerta y tiró de ella sin resultado. Luego apoyó un hombro contra la madera y empujó con todas las fuerzas que pudo reunir. Nada.
—Querida —dijo el desconocido—, no hay motivo para reaccionar de este modo. —Su rostro permanecía aún en la penumbra, aunque se había inclinado hacia delante para acercarse a ella. Un extraño olor flotaba en el ambiente, dulce como la trementina aunque en absoluto agradable.
La señorita Tarabotti estornudó.
—Solo queremos saber quién es usted y qué asuntos la han llevado a la colmena de Westminster. No se preocupe, no sentirá dolor. —Y con estas palabras se abalanzó sobre ella, sosteniendo en una mano un pañuelo empapado, al parecer la fuente de tan desagradable olor.
Alexia no era muy dada a los accesos de histeria. Sin embargo, tampoco era de las que permanecían inmóviles cuando las circunstancias requerían pasar a la acción, de modo que gritó con todas sus fuerzas. Fue uno de esos gritos agudos y sostenidos que solo una mujer aterrorizada o la mejor de las actrices son capaces de emitir. Su voz abandonó el carruaje como si este no tuviera paredes y acuchilló salvajemente la tranquila noche londinense, ahogando a su paso el repiqueteo insistente de los caballos sobre los adoquines de la ciudad, haciendo temblar las ventanas emplomadas de las mejores residencias y provocando que más de un gato callejero levantase la cabeza del suelo, debidamente impresionado.
Al mismo tiempo, la señorita Tarabotti apoyó la espalda contra la puerta cerrada y se dispuso a utilizar la que, a falta de su querida sombrilla, resultaba ser la mejor defensa posible: una buena patada. Aquel día había escogido sus botas favoritas de caminar, con el tacón de madera en forma de reloj de arena, que la hacían demasiado alta para los estrictos dictados de la moda pero con las que, al mismo tiempo, se sentía casi elegante. Casualmente, también eran las botas más afiladas de todo su vestuario, tanto que su madre había tildado la compra de escandalosamente francesa. Alexia apuntó uno de los tacones hacia la rótula del desconocido y se dispuso a asestar su mejor golpe.
—¡No tiene por qué hacer eso! —exclamó este esquivando el ataque en el último instante.
La señorita Tarabotti no sabía si la objeción era por la patada o por el grito, de modo que decidió repetir ambas manifestaciones. El desconocido parecía tener problemas con las numerosas capas de tela y volantes del vestido de Alexia, las cuales formaban una barrera especialmente eficaz en el reducido espacio del carruaje. Desgraciadamente, los movimientos de Alexia también se veían restringidos. Se apoyó de nuevo en la puerta del carruaje y embistió, acompañada por el susurro de la tela de su falda.
A pesar de sus esfuerzos, el pañuelo del desconocido estaba cada más vez más cerca de su rostro. Mareada, giró la cabeza a un lado. El olor dulzón que lo impregnaba era casi insoportable. Sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
El tiempo se detuvo. Alexia se preguntó qué había hecho para ofender a los cielos y recibir el ataque de dos desconocidos en el reducido espacio de una semana.
De pronto, justo cuando creía que ya no le quedaba esperanza alguna y estaba a punto de sucumbir a los dulces efluvios del pañuelo, un ruido inesperado llegó a sus oídos, un estruendo fruto de la recién difundida teoría de la evolución para helar la sangre del género humano. Un rugido profundo y dilatado que hizo temblar el aire, la sangre y la carne, todo al mismo tiempo. Era el grito del depredador en el instante exacto en que la presa aún no había muerto pero su muerte estaba cerca. En el caso que nos ocupa, le siguió el impacto seco de algo que golpeó el frontal del carruaje con tanta fuerza que casi hizo perder el equilibrio a los dos que peleaban en su interior.
El coche, que había ganado velocidad con el paso de los minutos, se detuvo en seco. Alexia oyó el relincho aterrorizado del caballo que tiraba de él, seguido del sonido seco de los enganches al romperse y el repiqueteo atropellado de los cascos del animal adentrándose en la noche londinense.
Otro golpe, esta vez carne contra madera. El coche se estremeció de nuevo.
El agresor de la señorita Tarabotti perdió el interés por el lance en el que se encontraba inmerso. Apartó el pañuelo, bajó la ventanilla y sacó la cabeza.
—¿Qué está pasando ahí fuera? —preguntó, volviéndose hacia el pescante del coche.
No recibió respuesta.
La señorita Tarabotti le propinó un puntapié en la parte trasera de la rodilla. El desconocido se dio la vuelta, la cogió por la bota y tiró de ella con todas sus fuerzas.
Alexia se desplomó contra la puerta. De poco le sirvieron las múltiples capas de tela del vestido y el corsé; la maneta se hundió dolorosamente en su carne.
—Empieza a resultarme molesta —rugió su asaltante tirando de la bota hacia el techo. Alexia, saltando sobre una pierna y luchando con valentía por no perder el equilibrio, gritó de nuevo, esta vez más de rabia e indignación que de miedo.
Como si respondiese a sus plegarias, la puerta contra la que estaba apoyada se abrió.
La señorita Tarabotti cayó de espaldas, agitando brazos y piernas y sin poder reprimir un grito de alarma. Aterrizó con un «pof» sobre algo sólido pero suficientemente carnoso como para frenar la caída.
Tomó una bocanada del rancio aire londinense y luego tosió. Bueno, al menos no era cloroformo. Nunca antes había estado en presencia de dicho producto químico puesto que hacía poco que circulaba entre las más altas eminencias de la profesión médica, pero estaba convencida de que era lo que saturaba el horrible pañuelo de su atacante.
El mullido colchón sobre el que había aterrizado se retorció y gruñó bajo sus posaderas.
—¡Santo Dios, mujer! Haga el favor de levantarse.
La señorita Tarabotti no era un peso pluma precisamente. No se avergonzaba de disfrutar de la comida, con bastante regularidad y siempre de la más sabrosa. Mantenía la figura gracias al ejercicio, no sufriendo los rigores de una dieta estricta. Pero Lord Maccon, porque era él quien no dejaba de retorcerse, era un hombre muy fuerte y debería de haber sido capaz de levantarla fácilmente. Sin embargo, algo le impedía conseguirlo. Necesitó una cantidad de tiempo excesiva para un hombre de su corpulencia, aún cuando tan íntimo contacto con una preternatural cancelaba por completo su fuerza sobrehumana.
Por norma general, Lord Maccon prefería a las mujeres voluptuosas. Le gustaba que hubiese algo de carne a la que agarrarse y en la que, por qué no, poder hincar el diente. Su voz, tajante como siempre, contradijo la amabilidad de sus manos al apartar las generosas curvas de Alexia de su cuerpo para comprobar su estado.
—¿Está herida, señorita Tarabotti?
—¿Aparte de en mi dignidad? —Alexia sospechaba que los cuidados de Lord Maccon excedían lo estrictamente necesario en tales circunstancias, pero prefería dejarse llevar por las sensaciones en secreto. Al fin y al cabo, ¿con cuánta frecuencia recibía una solterona empedernida como ella las atenciones de un conde del prestigio de Lord Maccon? Hacía mejor aprovechándose de la situación. Su atrevimiento la hizo sonreír, mientras se preguntaba quién se aprovechaba de quién.
Finalmente, el conde consiguió izarla hasta que estuvo sentada. Luego salió de debajo de ella rodando y se puso en pie, haciendo lo propio con ella sin demasiadas ceremonias.
—Lord Maccon —dijo la señorita Tarabotti—, ¿por qué será que cuando está usted cerca siempre acabo en las posturas más indiscretas?
El conde arqueó una de sus sofisticadas cejas.
—El día que nos conocimos, creo que fui yo quien acabó dándose un revolcón de lo más inapropiado.
—Como ya le he dicho en repetidas ocasiones —respondió Alexia mientras se alisaba el vestido—, no dejé el erizo allí a propósito. ¿Cómo iba a saber que usted se sentaría encima de la pobre criatura? —Levantó la mirada de la falda y apenas pudo reprimir una exclamación de sorpresa—. ¡Tiene sangre por toda la cara!
Lord Maccon se limpió la cara con la manga de la chaqueta como un niño travieso que acaba de ser descubierto con la cara llena de mermelada, pero nada dijo al respecto. En su lugar, señaló con un dedo acusador hacia el carruaje y gruñó.
—¿Ve lo que ha hecho? ¡Se ha escapado!
Alexia no vio nada porque no había nada que ver en el interior del coche. Su atacante había aprovechado la confusión para huir.
—Yo no he hecho nada. Ha sido usted quien ha abierto la puerta. Yo me he limitado a caerme. Un hombre me estaba atacando con un pañuelo mojado. ¿Qué esperaba que hiciera?
Lord Maccon poco podía decir ante tan extravagante defensa.
—¿Un pañuelo mojado? —repitió.
La señorita Tarabotti cruzó los brazos y asintió muy seria. Luego, siguiendo una línea de actuación igualmente típica en ella, decidió pasar al ataque. No tenía la menor idea de qué tenía Lord Maccon para que siempre estuviese tan predispuesta a revolverse, pero siguió sus impulsos, tal vez envalentonada por su sangre italiana.
—¡Espere un momento! ¿Cómo me ha encontrado? ¿Me estaba siguiendo?
Lord Maccon fue listo y decidió poner su mejor cara de corderito degollado, si es que un hombre lobo era capaz de tal cosa.
—No me fío de los vampiros ni de sus colmenas —murmuró entre dientes, como si fuese una excusa—. Le dije que no viniese. ¿No se lo dije? Pues bien, ya ve lo que ha pasado.
—Pues ha de saber que he estado perfectamente a salvo dentro de esa colmena. Ha sido al abandonarla cuando las cosas han empezado a —sacudió una mano en el aire—, achisparse.
—¡Exacto! —exclamó el conde—. Debería volver a casa, quedarse allí y no volver a salir en la vida.
Lo dijo tan serio que Alexia no pudo hacer otra cosa que reírse.
—¿Me ha estado esperando todo este rato? —Levantó la vista hacia la luna, que había superado ya tres cuartas partes de su tamaño. Entonces recordó la sangre en la boca del conde y ató cabos—. Esta noche es muy fría, ¿debo asumir que estaba en forma de lobo?
Lord Maccon se cruzó de brazos y entornó los ojos.
—¿Cómo ha podido transformarse y vestirse tan rápido? He escuchado perfectamente su grito de guerra; ya no podía ser humano en ese momento del enfrentamiento. —La señorita Tarabotti tenía una idea bastante clara del funcionamiento de un hombre lobo, aunque nunca había presenciado la transformación del conde. De hecho, no había presenciado ninguna, más allá de los detallados dibujos que ilustraban los libros de su padre. Y, sin embargo, allí estaba el conde, con su frac y su sombrero de copa, el pelo alborotado y los ojos hambrientos y amarillos, nada fuera de lugar salvo unas cuantas gotas de sangre.
Lord Maccon sonrió con orgullo, como un estudiante después de traducir su primera frase de latín con éxito. En lugar de responder a la pregunta, hizo algo horrible: se transformó en lobo, pero solo la cabeza, y gruñó. Era un espectáculo cuanto menos bizarro: el acto en sí mismo (una extraña mezcla de carne y huesos rotos, ambos desagradables en apariencia y sonido), y la estampa de un caballero ataviado con la indumentaria perfecta y una cabeza igualmente perfecta asomando entre los pliegues de un pañuelo de seda gris anudado al cuello.
—Bastante desagradable —dijo la señorita Tarabotti, intrigada. Se acercó a él y le puso una mano en el hombro para que se viese obligado a recuperar su forma humana—. ¿Cualquier hombre lobo puede hacerlo o es exclusivo del alfa?
Lord Maccon se sintió un tanto insultado por la naturalidad con la que Alexia asumió el control de su transformación.
—Alfa —admitió—. Y la edad. Aquellos de nosotros que tenemos más años controlamos mejor el cambio. Se conoce como la Forma de Anubis, por los viejos tiempos. —De nuevo en su forma humana como consecuencia del contacto con Alexia, el conde pareció registrar los alrededores bajo una nueva mirada. La huida del carruaje y su repentina detención los había llevado hasta una zona residencial de Londres, no tan cotizada como el barrio de la colmena pero no tan malo como podría haber sido.
—Debería llevarla a casa —dijo Lord Maccon mirando a su alrededor. Cogió la mano de Alexia que descansaba en su hombro, se la puso sobre el antebrazo y empezó a andar calle abajo a paso ligero—. El Sangría está a unas manzanas de aquí. Deberíamos poder conseguir un coche desde allí a estas horas de la noche.
—¿Y cree usted que es buena idea que un hombre lobo y una preternatural se planten en la puerta del club para vampiros más conocido de Londres en busca de transporte?
—Calle, calle —dijo Lord Maccon, ofendido por la falta de confianza de la joven en su habilidad para protegerla.
—En ese caso, imagino que no querrá saber lo que he averiguado en la colmena, ¿verdad? —preguntó la señorita Tarabotti.
—Imagino que se muere por contármelo —respondió él con un suspiro.
Alexia asintió, tirando de las mangas de su chaqueta. La noche era fría y ella se había vestido para ir del carruaje a casa, no para dar un paseo nocturno.
—La condesa parecía una reina muy particular —empezó Alexia.
—No habrá dejado que su apariencia la engañe, ¿verdad? Es muy vieja, no especialmente agradable y solo se interesa por sí misma. —Se quitó la chaqueta y cubrió los hombros de Alexia con ella.
—Está asustada. Han tenido tres apariciones inexplicables dentro de su territorio en las últimas dos semanas —dijo la señorita Tarabotti, acomodándose bajo el peso de la chaqueta. Era de una de las mejores sastrerías de Bond Street, fabricada con una mezcla de sedas y con un corte perfecto, aunque olía a hierba fresca. A Alexia le gustó el detalle.
Lord Maccon hizo un comentario muy grosero, y probablemente cierto, sobre la ascendencia de la condesa Nadasdy.
—Entonces, ¿no informó al ORA? —preguntó Alexia fingiendo no saber nada del tema.
Lord Maccon emitió un gruñido grave y amenazante.
—¡No, por supuesto que no!
La señorita Tarabotti asintió y observó al conde con aire inocente, imitando a Ivy lo mejor que pudo. Era más difícil de lo que uno podía imaginar.
—La condesa me ha dado su permiso, eso sí, tácito, para involucrar al gobierno en esta ocasión. —Flap, flap, flap. Pestañas.
Dicha afirmación, unida al batir de pestañas, parecieron molestar aún más a Lord Maccon.
—¡Como si fuese decisión suya! Debería habernos informado desde buen principio.
La señorita Tarabotti puso una mano conciliadora sobre su brazo.
—Parecía triste y muy asustada, aunque jamás admitiría en público que no sabe cómo enfrentarse al problema. Al parecer, la colmena consiguió atrapar a dos de los errantes misteriosos, pero murieron al poco tiempo.
Por la expresión de Lord Maccon, el conde no creía capaz a un vampiro de acabar con los de su propia especie.
Alexia continuó.
—Los recién llegados parecen completamente nuevos. Según la reina, cuando llegan no saben nada de costumbres, leyes ni política.
Lord Maccon caminó en silencio, procesando la información. Odiaba tener que admitirlo, pero la señorita Tarabotti había conseguido averiguar, sin que nadie la ayudase, más sobre lo que estaba pasando que ninguno de sus agentes. Sentía… ¿Qué era aquella sensación exactamente? ¿Admiración? Le costaba creerlo.
—¿Y quiere saber algo más que no conocen? —preguntó Alexia, nerviosa.
De pronto el estado de confusión del conde se hizo evidente en su rostro. Ahora miraba a Alexia como si la joven se hubiese convertido en algo que poco tenía que ver con ella.
—Parece ser que está mejor informada que ninguno de nosotros —respondió el conde.
La señorita Tarabotti, sabiéndose observada, primero se atusó el pelo y luego respondió su propia pregunta.
—No saben nada de mí.
Lord Maccon asintió.
—ORA, manadas y colmenas tratan de mantener las identidades de los preternaturales en secreto. Si esos vampiros sufren la metamorfosis lejos de una colmena, no tienen por qué saber de la existencia de los de su especie.
De pronto Alexia recordó algo y se detuvo en seco.
—Ese hombre dijo que quería saber quién soy.
—¿Qué hombre?
—El del pañuelo.
Lord Maccon gruñó.
—Así que era a usted a quien buscaban, ¡maldita sea! Creí que buscaban a un zángano o un vampiro cualquiera y que usted abandonó la colmena en el momento equivocado. ¿Es consciente de que volverán a intentarlo?
Alexia clavó los ojos en los del conde y se tapó aún más con la chaqueta.
—Supongo que no debo darles otra oportunidad.
Lord Maccon estaba pensando exactamente lo mismo. Se acercó más a ella, estrechando el nexo que unía sus brazos, y siguió avanzando en dirección al Sangría en busca de luz y compañía, y lejos de las calles secundarias por las que caminaban.
—Tendré que ponerle vigilancia.
La señorita Tarabotti no pudo reprimir una risita.
—¿Y qué pasará cuando haya luna llena?
—El ORA tiene agentes de día y también vampiros, además de hombres lobo.
Alexia recuperó de pronto su actitud más altiva.
—No dejaré que un extraño siga cada uno de mis pasos, gracias. Usted, por supuesto, quizás incluso el profesor Lyall, pero otros…
Lord Maccon sonrió estúpidamente al escuchar el orden de prioridades de la joven. Su compañía bien merecía un «por supuesto». Lo que Alexia dijo a continuación, sin embargo, borró la sonrisa de su rostro.
—¿Y si lo organizo todo para pasar la próxima luna llena con Lord Akeldama?
El conde la fulminó con la mirada.
—Estoy seguro de que le sería de gran ayuda en una pelea. Podría halagar sin piedad a todos sus agresores hasta arrancarles una promesa de sumisión.
La señorita Tarabotti sonrió.
—¿Sabe? La intensa aversión que siente por mi querido amigo vampiro podría confundirse con celos si la idea no resultase de lo más absurda. Ahora escúcheme, milord. Si me deja…
Lord Maccon se soltó del brazo de Alexia, detuvo el paso, se dio la vuelta y, para sorpresa de la joven, la besó en los labios.