Nuestra heroína recibe buenos consejos

—¡Maldición! —exclamó Lord Maccon al verla—. Señorita Tarabotti. ¿Qué he hecho para merecer el honor de su visita a tan temprana hora? Ni siquiera he tenido tiempo de tomar la segunda taza de té —dijo, esperando amenazante junto a la puerta de su despacho.

Alexia decidió ignorar tan desafortunado recibimiento y se deslizó en el interior de la estancia. Dicho deslizamiento, combinado con el hecho de que la puerta era bastante estrecha (cualidad difícilmente atribuible al pecho de Alexia, incluso bajo los rigores estilísticos del corsé), provocó un breve pero íntimo encuentro con el conde. La joven no pudo reprimir una mueca de disgusto al ver el estado repulsivo en el que se encontraba el despacho.

Había papeles por todas partes, amontonados en las esquinas y cubriendo por completo lo que antaño debió de ser un escritorio, algo difícil de determinar bajo las toneladas de documentos. Había también cilindros de metal grabado y pilas de tubos con, al parecer, idéntico contenido. Alexia se preguntó para qué necesitaba el conde aquel sistema de almacenaje de datos en metal; teniendo en cuenta la cantidad de cilindros, el archivo debía de ser considerable. Contó al menos seis tazas usadas con sus respectivos platos y una fuente cubierta con restos de carne cruda. La señorita Tarabotti había estado en aquel despacho una o dos veces con anterioridad y, aunque siempre le había parecido demasiado masculino para su gusto, nunca lo había encontrado tan antiestético.

—¡Dios mío! —exclamó, para acto seguido preguntar lo evidente—: ¿Dónde está el profesor Lyall?

Lord Maccon se frotó la cara con una mano, buscó desesperadamente la tetera más cercana y la apuró de un trago directamente del pitorro.

La señorita Tarabotti apartó la mirada de tan horrible visión. ¿Quién dijo que «acababan de ser civilizados»? Cerró los ojos un instante y consideró las posibilidades; debía de haber sido ella.

—Por favor, Lord Maccon —dijo, llevándose una mano al cuello—, utilice una taza. Hiere usted mi sensibilidad.

El conde soltó una carcajada.

—Mi querida señorita Tarabotti, si posee usted tal cosa, le aseguro que aún estoy por verla —respondió él, dejando la tetera sobre una mesa.

Alexia observó a Lord Maccon con mayor detenimiento. Algo no iba bien. El corazón le dio un vuelco dentro del pecho. El cabello del conde, de un intenso color caoba, estaba despeinado por la parte delantera, como si hubiera pasado las manos a través de él en repetidas ocasiones. Todo en él parecía más desaliñado que de costumbre. Bajo la tenue luz que iluminaba la estancia, Alexia creyó ver las puntas afiladas de sus caninos, un signo inconfundible de preocupación. Entornó los ojos cuanto pudo, tratando de confirmar sus sospechas y preguntándose cuánto debía de faltar para la luna llena. El malestar que manaba de aquellos ojos oscuros, expresivos incluso en su ausencia de alma, suavizó la mueca de desaprobación de Alexia tras el incidente con la tetera.

—Asuntos del ORA —dijo Lord Maccon presionándose el puente de la nariz con los dedos pulgar e índice, y dando por zanjado con aquellas tres palabras el enigma de la ausencia del profesor Lyall y el penoso estado de su despacho.

Alexia asintió.

—No esperaba encontrarle aquí, milord, de día. ¿No debería estar durmiendo a estas horas?

El hombre lobo negó con la cabeza.

—Puedo soportar la luz diurna durante algunos días seguidos, especialmente con semejante misterio entre manos. Ser alfa no es un mero título vacío de significado, ¿sabe? Podemos hacer cosas que los licántropos normales no pueden. Además, la reina Victoria siente curiosidad por el tema. —Además de enlace sobrenatural del ORA y macho alfa de la manada del Castillo de Woolsey, Lord Maccon también ocupaba el cargo de agente en el Parlamento en la Sombra de su majestad la reina Victoria.

—Tanto da, tiene usted un aspecto espantoso —dijo Alexia con franqueza.

—Vaya, gracias por preocuparse, señorita Tarabotti —respondió el conde, irguiéndose y abriendo los ojos de par en par para parecer más alerta.

—¿Se puede saber qué ha estado haciendo? —preguntó ella con su falta de tacto habitual.

—No he dormido desde que sufrió el ataque —respondió Lord Maccon.

Alexia se sonrojó imperceptiblemente.

—¿Preocupado por mi bienestar? Quién lo iba a decir, Lord Maccon. Su generosidad me conmueve.

—Apenas —replicó él—. Supervisando investigaciones, por lo general. Toda preocupación que le parezca intuir es por la posibilidad de que alguien más resulte herido. Usted sabe defenderse perfectamente.

La señorita Tarabotti se debatió entre la decepción por la absoluta falta de interés del conde en su seguridad y la confianza que este parecía haber depositado en sus habilidades.

Recogió un montón de cilindros metálicos de una silla y se sentó en ella. Con uno de ellos entre las manos, lo abrió y examinó su contenido con interés, alejándolo de las sombras para poder leer las anotaciones grabadas en su fría superficie.

—Registro de inscripción de vampiros errantes —leyó—. ¿Cree que el hombre que me atacó ayer por la noche puede estar inscrito en el registro?

Lord Maccon, exasperado, se acercó a Alexia y le arrancó los cilindros de las manos con tanto ímpetu que estos cayeron al suelo con un estrépito ensordecedor. Maldijo su torpeza en voz alta. Sin embargo, por mucho que se esforzara en fingir fastidio por la visita de Alexia, el conde estaba secretamente encantado de tener a alguien con quien poder discutir sus teorías. Habitualmente, utilizaba a su beta para tales menesteres, pero con Lyall fuera de la ciudad, no le había quedado más remedio que recorrer su despacho de punta a punta hablando solo.

—Si lo está, no aparece en el de la ciudad de Londres.

—Podría venir de fuera de la capital —sugirió Alexia.

Lord Maccon se encogió de hombros.

—Ya sabe cómo son los vampiros con las cuestiones territoriales. Aun sin colmena ni ataduras, suelen quedarse en la zona en la que fueron metamorfoseados. Quizás viajó, pero ¿desde dónde y por qué? ¿Qué imperativo conseguiría alejar a un vampiro de su hábitat natural? Esa es la información que Lyall está recabando en estos momentos.

La señorita Tarabotti comprendió finalmente lo sucedido. El cuartel general del ORA estaba en el centro de Londres, pero la organización tenía oficinas repartidas por toda Inglaterra que se ocupaban de la vigilancia del resto del país. En el Siglo de las Luces, cuando los seres sobrenaturales finalmente habían superado la persecución y, en su lugar, recibido el reconocimiento del resto de la sociedad, lo que en su momento había nacido como una necesidad de control había dado paso a un medio para el entendimiento. El ORA, una criatura fruto de ese entendimiento, contrataba indistintamente a hombres lobo, vampiros y mortales, e incluso a uno que otro fantasma.

—Viajará en diligencia durante el día y en forma de lobo por la noche —prosiguió Lord Maccon—. Debería estar de vuelta antes de la luna llena con un informe sobre las seis ciudades más cercanas a Londres.

—¿El profesor Lyall empezó por Canterbury? —preguntó la señorita Tarabotti.

Lord Maccon dio media vuelta y la miró fijamente. Sus ojos eran más amarillos que dorados, y especialmente intensos bajo la tenue luz de la estancia.

—Odio cuando hace eso —gruñó.

—¿El qué, adivinar sus planes?

—No, hacer que parezca predecible.

Alexia sonrió.

—Canterbury es una ciudad portuaria y un importante destino de los buques que cruzan el canal. Si nuestro vampiro misterioso llegó de alguna parte, tuvo que ser desde allí. Pero usted no cree que proceda de fuera de Londres, ¿verdad?

Lord Maccon negó con la cabeza.

—No, tengo la sensación de que era de aquí. Olía a local. Todos los vampiros conservan el olor de su hacedor, especialmente cuando su transformación es reciente. Nuestro amiguito despedía el hedor a muerte de la colmena de Westminster.

La señorita Tarabotti parpadeó, sorprendida. En los libros de su padre nada se decía al respecto. ¿Un hombre lobo puede distinguir la procedencia de un vampiro solo por su olor? ¿Serán capaces también los vampiros de diferenciar a los hombres lobo según el clan al que pertenecen?

—¿Ha hablado con la reina de Westminster? —preguntó Alexia.

El conde asintió.

—Fui directamente a su residencia después de dejarla a usted por la noche. Niega cualquier asociación con el atacante. Es más, si la condesa Nadasdy conservase la capacidad de sorprenderse, juraría que vi incredulidad en su rostro al escuchar la noticia. Claro que tendría que fingir sorpresa si se hubiera atrevido a crear un nuevo vampiro sin pedir los permisos pertinentes. Pero la colmena suele mostrarse orgullosa de sus nuevas larvas. Organizan bailes, piden regalos a los asistentes, requieren la presencia de todos los zánganos, esa clase de extravagancias. El registro del ORA es parte de la ceremonia. Incluso invitan a los licántropos de la zona. Es una especie de provocación para la manada —continuó mostrando los dientes con desagrado—. Hace más de una década que no aumentamos nuestras filas. —Para nadie era un secreto lo difícil que resultaba crear nuevos seres sobrenaturales. Puesto que resultaba imposible determinar de antemano la cantidad de alma de la que un humano corriente disponía, el proceso se convertía en una suerte de ruleta rusa. Muchos zánganos y guardianes hacían el intento a edades tempranas para acompañar la inmortalidad con juventud eterna, de modo que las muertes resultaran aún más dramáticas. Por otro lado, el ORA sabía, al igual que la señorita Tarabotti, que un número reducido de sobrenaturales era la clave para mantener a toda la comunidad a salvo de posibles protestas y persecuciones. Cuando se mostraron ante el mundo por primera vez, los humanos habían superado sus temores más ancestrales al descubrir cuán escasos y únicos eran. Apenas once hombres lobo conformaban la manada de Lord Maccon, y en la colmena de Westminster ni siquiera alcanzaban esa cifra, aunque ambas comunidades eran increíblemente numerosas dada su naturaleza.

La señorita Tarabotti ladeó la cabeza.

—¿Qué otra opción queda, milord?

—Sospecho que hay una reina errante entre nosotros creando vampiros ilegalmente al margen de una colmena y de la autoridad del ORA.

Alexia tragó saliva.

—¿Dentro del territorio de la colmena de Westminster?

El conde asintió.

—Y con sangre descendiente de la condesa Nadasdy.

—La condesa debe de estar furiosa.

—Por decirlo de algún modo, mi querida señorita Tarabotti. Como reina, su deber es insistir en que su amigo el homicida procedía de fuera de Londres. No comprende el olor que desprende la sangre. Lyall identificó el cuerpo sin atisbo de duda, y le avalan una experiencia de generaciones con la colmena de Westminster y el mejor olfato de todo el clan. ¿Sabía que Lyall lleva más tiempo que yo con la manada de Woolsey?

Alexia asintió. Todo Londres sabía que Lord Maccon llevaba poco tiempo como conde. Se preguntó por qué el profesor Lyall no se había presentado él mismo para alfa. Observó detenidamente a Lord Maccon, evaluó su figura musculada y su porte autoritario e imponente y de pronto supo por qué. El profesor Lyall no era cobarde, pero idiota tampoco.

—Podría haberse tratado de un descendiente directo de una hija de la condesa Nadasdy —continuó el alfa—, pero, según Lyall, la condesa no ha sido capaz de transformar a una sola mujer en toda su vida como vampiro, algo que al parecer la entristece.

La señorita Tarabotti frunció el ceño.

—Tenéis un auténtico misterio en vuestras manos. Solo una reina vampira puede tener descendencia, y, sin embargo, aquí estamos, con un vampiro recién transformado y ningún hacedor cerca. O la nariz del profesor Lyall miente o es la lengua de la condesa quien lo hace. —Lo cual explicaría el aspecto demacrado de Lord Maccon: nada podía ser peor que licántropos y vampiros con objetivos cruzados, especialmente en una investigación como aquella—. Esperemos que el profesor Lyall consiga algunas respuestas.

Lord Maccon accionó la campanilla del té.

—Por supuesto. Y ahora dejemos de hablar de mis problemas. Quizás deberíamos centrarnos en el motivo de vuestra visita a tan intempestivas horas.

Alexia, que estaba curioseando entre un montón de papeleo que había recogido del suelo, agitó una de las hojas metálicas en dirección al conde.

—Él es el motivo.

Lord Maccon le quitó el trozo de metal de la mano, lo miró y resopló molesto.

—¿Por qué insiste en asociarse con esa criatura?

La señorita Tarabotti se alisó la falda con las manos, colocando el dobladillo de tela plisada cuidadosamente sobre sus botas.

—Me gusta Lord Akeldama.

El rostro del conde pasó del cansancio a la palidez en cuestión de segundos.

—¡Por todos los santos! ¿Con qué malas artes la ha engatusado? Maldito renacuajo, le patearé su esmirriado trasero hasta hacerlo trizas.

—Sospecho que disfrutaría de ello —murmuró Alexia, consciente de cuán poco conocía sobre los gustos de su amigo. El licántropo no la oyó, o quizás prefirió no hacerlo. Recorrió el despacho de un lado a otro con cierto aire de magnificencia, mostrando, ahora sí, el perfil letal de su dentadura.

La señorita Tarabotti se puso en pie, avanzó hasta Lord Maccon y lo sujetó por la muñeca. Los dientes del hombre lobo desaparecieron al instante y el amarillo de sus ojos dio paso a un marrón ambarino, probablemente su color original años antes de recibir el mordisco que lo había convertido en hombre lobo. Perdió también algo de la frondosidad de su pelo, aunque ni un ápice de su altura ni de su nivel de enfado. Alexia recordó entonces el consejo de Lord Akeldama acerca de sus armas de mujer y colocó la otra mano sobre la primera, acariciando levemente el antebrazo del conde.

Las palabras se agolpaban en su mente. Quería decirle: No se comporte como un idiota. Lo que salió por su boca, sin embargo, sonó muy diferente:

—Necesitaba el consejo de Lord Akeldama. No quería molestarle a usted con preguntas triviales. —Como si alguna vez se hubiese planteado la posibilidad de pedirle ayuda voluntariamente. Al fin y al cabo, estaba allí bajo coacción. Abrió sus hermosos ojos castaños de par en par, inclinó la cabeza de forma que el ángulo minimizara el tamaño de su nariz y, con gesto suplicante, hizo aletear las pestañas, y las de Alexia eran realmente largas. También sus cejas eran abundantes, pero Lord Maccon parecía más interesado en las primeras que repelido por las segundas.

El conde cubrió la mano de Alexia con la suya. La joven sintió de pronto una calidez agradable en la piel y descubrió, sorprendida, que sus rodillas, víctimas de tanta proximidad, se negaban a seguir aguantando su peso. ¡Basta!, les ordenó. ¿Qué debía decir ahora? Ah, sí: No sea estúpido. Y luego: Necesitaba ayuda con un vampiro, así que acudí a uno en busca de ayuda. No, eso no. ¿Qué diría Ivy en mi lugar? Ah, sí.

—Estaba tan desconcertada, ¿sabe? Ayer tuve un encuentro con un zángano en el parque y la condesa Nadasdy ha solicitado mi presencia esta misma noche.

Eso distrajo definitivamente la atención de Lord Maccon de sus recientes intenciones homicidas hacia Lord Akeldama. Se negaba a analizar el origen de la vehemencia que se apoderaba de él cada vez que alguien le recordaba la amistad que unía a Alexia con el vampiro. Lord Akeldama hacía gala de una educación exquisita y, aunque era algo superficial, siempre mantenía sus asuntos y los de sus zánganos en perfecto orden. Demasiado perfecto, quizás. Era normal que Alexia sintiese afecto por aquel hombre, a pesar de que la idea fuera suficiente para hacerle enseñar los dientes de nuevo. Lord Maccon sacudió la cabeza dispuesto a centrarse en la imagen, también turbadora aunque de forma bien distinta, de Alexia Tarabotti y la condesa Nadasdy juntas en la misma estancia.

Guio a Alexia hasta un pequeño sofá y tomaron asiento, con un leve crujido, sobre los mapas del tránsito aéreo que descansaban en él.

—Empiece por el principio —le ordenó.

La señorita Tarabotti comenzó con Felicity leyendo el periódico en voz alta, siguió con el paseo con Ivy y el encuentro con la señorita Dair, y terminó con la perspectiva de Lord Akeldama sobre la situación.

—Ya ve —añadió al ver que el conde se había puesto tenso al escuchar el nombre del vampiro—, fue él quien sugirió que viniera a verle.

—¿Qué?

—Si he de ir a la colmena yo sola, me conviene conocer todos los detalles posibles. La mayoría de los enfrentamientos entre sobrenaturales son por la información. Si la condesa Nadasdy quiere algo de mí, será mejor que sepa de qué se trata y si soy capaz de proporcionárselo.

Lord Maccon se puso en pie de un salto, ligeramente alterado, y pronunció las palabras que nunca debería haber pronunciado.

—¡Le prohíbo que vaya! —No tenía ni la menor idea de qué tenía aquella mujer en particular para hacerle perder el sentido del decoro verbal, pero ya era demasiado tarde: las fatídicas palabras habían salido de su boca.

La señorita Tarabotti también se puso en pie, furiosa, su pecho agitándose al compás de la respiración.

—¡No tiene derecho a prohibírmelo!

El conde la cogió por las muñecas con la fuerza de unos grilletes.

—Estoy al frente del ORA, por si no lo recuerda. Los preternaturales también están bajo mi jurisdicción.

—Pero se nos permite el mismo grado de libertad que a los sobrenaturales, ¿verdad? Integración social incluida, entre otros derechos. La condesa únicamente ha solicitado mi presencia esta noche, nada más.

—¡Alexia! —gruñó Lord Maccon presa de la frustración.

La señorita Tarabotti comprendió que el uso de su nombre de pila solo podía indicar un cierto grado de irritación por parte del conde.

El hombre lobo respiró hondo, tratando de recobrar la calma. Y no funcionó, porque estaba demasiado cerca de Alexia. Los vampiros olían a sangre rancia y antiguos linajes; sus compañeros licántropos a pelo animal y noches húmedas. ¿Y los humanos? Incluso estando prohibida la caza, a pesar de los años que llevaba pasando las noches de luna llena bajo siete candados, los humanos seguían oliendo a comida. Pero el olor de Alexia era algo distinto, algo… que no era carne. Su aroma era cálido, dulce y especiado, como una pasta italiana pasada de moda cuya forma no lograba procesar pero con un sabor que jamás olvidaría ni dejaría de anhelar el resto de su vida.

El conde se inclinó sobre ella y Alexia reaccionó cómo debía: ahuyentándolo a golpes como quien espanta una mosca insistente.

—¡Lord Maccon! ¡Olvida usted quién es!

Lo cual no dejaba de ser, pensó Lord Maccon, exactamente el problema. Soltó las muñecas de Alexia y sintió cómo regresaba el hombre lobo, la fuerza y los sentidos aumentados que había recibido a cambio de una muerte temprana hacía ya unas cuantas décadas.

—La colmena no confiará en usted, señorita Tarabotti. Debe entenderlo: ven en usted a su enemigo natural. ¿Está al corriente de los últimos descubrimientos científicos? —Rebuscó entre las pilas de documentos de su mesa hasta encontrar un pequeño panfleto de noticias semanal. El artículo de portada rezaba «El teorema del contrapeso aplicado a la investigación hortícola».

Alexia parpadeó con fuerza, sin acabar de comprender. Le dio la vuelta al panfleto: publicado por Grupo Hypocras. Aquel dato tampoco resultó ser de ayuda. Por supuesto que conocía el teorema del contrapeso. De hecho, sus principios le parecían, en general, bastante interesantes.

—El contrapeso es la teoría científica según la cual toda fuerza tiene su opuesto de forma innata. Por ejemplo, cualquier veneno natural tiene un antídoto también natural, que normalmente puede encontrarse en las proximidades. Algo parecido al alivio que proporcionan las hojas de ortiga machacadas para el picor que la propia ortiga produce. ¿Qué tiene que ver eso conmigo?

—Los vampiros creen que los preternaturales son su contrapeso natural. Que su propósito elemental es neutralizarlos.

Ahora fue Alexia la que no pudo contener la risa.

—¡Absurdo!

—Los vampiros tienen una gran memoria, querida. Más incluso que los licántropos, puesto que nosotros luchamos demasiado a menudo contra nuestros semejantes y morimos jóvenes. Cuando los seres sobrenaturales nos refugiamos en la noche y empezamos a cazar humanos, sus ancestros preternaturales fueron los encargados de darnos caza. Una forma de equilibrio, cierto, aunque indudablemente violenta. Los vampiros siempre la odiarán, tanto como la temerán los vampiros. Con los hombres lobo es distinto. Para nosotros, la metamorfosis es en parte una maldición que nos condena a prisión una vez al mes para salvaguardar la seguridad de quienes nos rodean. Algunos de los nuestros ven a los preternaturales como una cura contra la maldición de la luna llena. Circulan historias sobre licántropos que se convirtieron en mascotas de terceros y abatieron a sus semejantes como pago por el contacto de un preternatural —explicó Lord Maccon con una mueca de asco en la cara—. Todo esto se comprende mejor desde que la Era de la Razón trajo consigo el concepto del alma mesurada y la Iglesia de Inglaterra rompió con Roma. Pero la nueva ciencia, como en este teorema, reaviva viejos recuerdos en los vampiros. No en vano llamaban a los preternaturales chupa-almas. Usted es la única de su especie registrada en el área de Londres. Y acaba de matar a un vampiro.

La señorita Tarabotti había perdido la sonrisa.

—Ya he aceptado la invitación de la condesa Nadasdy. Rechazarla ahora sería una falta de educación imperdonable.

—¿Por qué tiene que hacerlo todo tan difícil? —preguntó Lord Maccon exasperado.

Alexia sonrió.

—¿Será porque no tengo alma?

—¡Lo que no tiene es juicio alguno! —la corrigió el conde.

—Sea como fuere —continuó Alexia poniéndose en pie—, alguien tiene que descubrir qué está sucediendo. Si la colmena sabe algo del vampiro muerto, descubriré de qué se trata. Lord Akeldama dijo que querían saber qué información tengo en mi poder, o bien porque saben mucho o bien porque no saben nada. Debo averiguar cuál es el caso.

—Otra vez Lord Akeldama.

—Sus consejos son fiables y mi compañía es para él un verdadero descanso.

Aquellas palabras sorprendieron al licántropo.

—De todo ha de haber en la viña del Señor. Otra excentricidad de las suyas.

La señorita Tarabotti, ofendida, recogió su sombrilla de latón y se dispuso a abandonar la estancia cuando Lord Maccon la retuvo con una pregunta.

—¿Por qué sentís tanta curiosidad por esta cuestión? ¿Por qué insistís en involucraros?

—Porque alguien ha muerto y ha sido por la acción de mi propia mano —respondió ella con tristeza—. Bueno, en realidad de mi sombrilla.

Lord Maccon suspiró. Quizás algún día, en el futuro, saldría vencedor de una conversación con tan extraordinaria mujer, pero evidentemente aún no había llegado su día.

—¿Ha traído su carruaje? —preguntó, admitiendo la derrota al hacerlo.

—Alquilaré uno, no se preocupe.

El conde de Woolsey recogió su abrigo y su sombrero con aire decidido.

—Abajo espera mi carruaje. Al menos permítame que la acompañe a casa.

La señorita Tarabotti sintió que le había negado suficientes concesiones para una sola mañana.

—Si insiste, milord —aceptó—. Pero debo pedirle que me deje a unos metros de mi casa. Mi madre, como imaginará, nada sabe acerca de mi interés en este tema.

—Por no mencionar la conmoción que podríamos causarle si la viera apearse de mi carruaje sin un acompañante. Y no queremos comprometer su reputación de ninguna manera, ¿verdad? —preguntó Lord Maccon, visiblemente irritado ante la idea.

La señorita Tarabotti, que creía comprender el razonamiento que se escondía tras aquellas palabras, no pudo reprimir una carcajada.

—Mi señor, no creerá que estoy interesada en usted.

—¿Y por qué debería ser esa una idea divertida?

A Alexia le brillaban los ojos, tal era su regocijo.

—Soy una solterona, aparcada hace ya tiempo, y usted es pescado fresco. ¡Menuda ocurrencia!

Lord Maccon salió del despacho arrastrándola detrás de él.

—No comprendo por qué os parece tan divertido —murmuró entre dientes—. De todos modos, se acerca más a mi edad que la mayoría de esas chicas a las que califican de incomparables y que las matronas de la alta sociedad insisten en lanzarme encima.

La señorita Tarabotti dejó escapar otra risita cantarina.

—Oh, mi señor, es usted tan gracioso… ¿Qué edad tiene? ¿Doscientos años? Como si tener ocho o diez años más que la moneda de cambio habitual en el mercado del matrimonio importase bajo tales circunstancias. Qué disparate tan delicioso —concluyó palmeándole el brazo en señal de aprobación.

Lord Maccon se detuvo, molesto por la falta de respeto que por ellos como pareja mostraba Alexia. De pronto se dio cuenta de cuán ridícula era la conversación que estaban manteniendo y lo peligrosa que se había vuelto. Recuperó entonces parte de la astucia londinense que tanto le había costado ganarse y selló sus labios con determinación, no sin decirse antes que con «acercarse a su edad» no se refería a los años sino al entendimiento. Qué temeroso por su parte plantearse semejantes cuestiones. ¿Qué le pasaba hoy? Apenas soportaba a Alexia Tarabotti, a pesar de que sus deliciosos ojos castaños brillaban cuando se reía, y olía bien, y tenía una figura particularmente espléndida.

Guio a su visita por el pasillo, decidido a meterla en el carruaje y deshacerse de ella tan pronto como fuese posible.

El profesor Randolph Lyall era profesor de nada en particular y de múltiples materias a grandes rasgos. Una de esas generalidades era un estudio a largo plazo del comportamiento típico de un humano al presenciar la transformación de un hombre lobo. De sus investigaciones al respecto había aprendido que era mejor recuperar la forma humana lejos del común de los mortales, a poder ser en la esquina de un callejón oscuro donde la única persona que pudiera presenciar la transformación estuviese loca o borracha.

A pesar de que la población de Londres y sus alrededores, y de las Islas Británicas en general, había aprendido a aceptar la presencia de licántropos en sus vidas, encontrarse cara a cara con uno en plena conversión era algo completamente distinto. Al profesor Lyall se le daba bastante bien el proceso; era gracioso y elegante a pesar del dolor. Los miembros más jóvenes de la manada eran propensos al exceso de convulsiones y giros espinales, y en ocasiones a algún gemido que otro. El profesor Lyall, sin embargo, pasaba de una forma a otra con una suavidad pasmosa, a pesar de que el cambio no era, en origen, algo natural. No había destellos, ni humo, ni nada mágico en ello; solo carne, piel y huesos recolocándose, suficiente para inducir a la mayoría de los humanos a un acceso de gritos e histeria en toda regla, sobre todo gritos.

El profesor Lyall llegó a las oficinas del ORA en Canterbury en forma de lobo momentos antes de que despuntara el alba. Su aspecto animal era pulcro en su indefinición, parecido al chaleco favorito del profesor: el pelaje del mismo rubio cobrizo que su cabello pero con un brillo oscuro en la cara y el cuello. No era especialmente grande, básicamente porque tampoco lo era en su forma humana, y los principios básicos de la conservación de la masa eran de aplicación general, se fuese sobrenatural o no. Los hombres lobo debían atenerse a las leyes de la física como todos los demás.

El cambio apenas duró unos segundos: el pelaje se retiró hasta convertirse en cabello, los huesos se rompieron para volver a soldarse de cuadrúpedo a bípedo, y el amarillo pálido de sus ojos se fundió hasta crear un agradable color castaño. En cuanto hubo recuperado su forma humana, se echó por los hombros la capa que había cargado en las fauces durante todo el trayecto. Acto seguido, abandonó el callejón sin que nadie se percatase de la llegada de un licántropo a las calles de Canterbury.

Esperó apoyado en la puerta principal de las oficinas, cabeceando a ratos, hasta que la mañana trajo consigo al primer oficinista de turno.

—¿Quién es usted? —quiso saber el hombre.

El profesor Lyall se apartó de la puerta para que el empleado pudiese abrirla.

—¿Y bien? —insistió, cortándole el paso cuando el profesor se disponía a seguirlo al interior del edificio.

Lyall le enseñó los caninos. No era un truco sencillo a plena luz del día, pero el profesor había vivido suficientes años como licántropo como para hacer que lo pareciese.

—Beta del Castillo Woolsey, agente del ORA. ¿Quién está a cargo del registro de vampiros de esta oficina?

El hombre, impertérrito ante la demostración de Lyall, respondió sin inmutarse.

—George Greemes. Llegará sobre las nueve. El guardarropa está al fondo del pasillo. ¿Quiere que envíe al chico de los recados al carnicero cuando llegue?

El profesor Lyall se puso en marcha en la dirección indicada.

—Sí, hágalo; tres docenas de salchichas, si es tan amable. No es necesario cocinarlas.

Muchas oficinas del ORA almacenaban ropa de recambio en el guardarropa, cuyo concepto arquitectónico había mutado con el paso de sucesivas generaciones de hombres lobo. Algunas piezas podían calificarse de decentes, aunque ninguna se adaptara por completo al gusto del profesor Lyall. Los chalecos, por supuesto, eran harina de otro costal: ninguno valía la pena. Una vez ataviado con lo mejor de tan improvisado armario y saciado de salchichas, el profesor se instaló cómodamente en un otomano, dispuesto a echarse un sueñecito más que necesario. Despertó justo antes de que dieran las nueve, sintiéndose mucho más humano, o todo lo humano que le era sobrenaturalmente posible.

George Greemes era un agente del ORA en activo a pesar de su condición de humano. Formaba pareja profesional con un fantasma que compensaba cualquier posible desventaja, pero que, por razones más que evidentes, no empezaba a trabajar hasta la puesta de sol. Por consiguiente, Greemes estaba acostumbrado a largas jornadas de papeleo y no tantas emociones, de modo que no se alegró al descubrir que el profesor Lyall le estaba esperando.

—¿Quién ha dicho que era? —preguntó Greemes al entrar en su despacho y encontrarse a Lyall cómodamente instalado. Se quitó el sombrero de copa baja y lo tiró encima de un recipiente lleno de lo que parecían ser las vísceras metálicas de varios relojes de pared.

—Profesor Randolph Lyall, segundo de a bordo del Castillo de Woolsey y administrador asistente de relaciones sobrenaturales en la central de Londres —respondió Lyall con aire altivo.

—¿No es usted un tanto esmirriado para ser el beta de alguien tan sustancial como Lord Maccon? —Quiso saber el agente del ORA pasándose la mano por las largas patillas, como si quisiera comprobar que seguían allí, pegadas a su rostro.

Lyall suspiró. Su complexión, más bien delgada, solía generar reacciones como aquella bastante a menudo. Lord Maccon era tan voluminoso, tan impresionante, que la gente esperaba de su segundo como mínimo la misma corpulencia y no menos porte. Pocos comprendían que el clan se beneficiaba al tener un hombre siempre en el candelero y otro que raramente salía a la luz pública, y el profesor no estaba por la labor de arrojar luz sobre su ignorancia.

—Por fortuna para mí —respondió Lyall—, no he sido llamado a cumplir mi cometido dentro del clan únicamente gracias a mi físico. Pocos son los que osan retar a Lord Maccon, y los que lo hacen, pierden. No obstante, conseguí el rango de beta cumpliendo con el protocolo de la manada. Quizás no parezca especialmente fornido, pero poseo otras cualidades tanto o más importantes.

Greemes suspiró.

—¿Qué quiere saber? La ciudad carece de manada propia, de modo que debe de estar aquí para atender algún asunto del ORA.

Lyall asintió.

—Existe una colmena oficial en Canterbury, ¿correcto? —No esperó a escuchar la respuesta—. ¿La reina ha informado recientemente de alguna nueva incorporación? ¿Alguna fiesta para celebrar el evento?

—¡Por supuesto que no! La colmena de Canterbury es antigua y siempre ha procedido con extrema dignidad. Son poco dados a exhibiciones públicas de esa calaña —respondió Greemes ligeramente ofendido.

—¿Algo más fuera de lo común? ¿Algún vampiro aparecido de la nada sin que exista un informe de su metamorfosis ni los permisos pertinentes? ¿Algo por el estilo? —preguntó el profesor Lyall con una expresión neutra en el rostro, a pesar de que sus ojos castaños no se apartaban de su interlocutor ni un instante.

Greemes parecía molesto.

—Ha de saber que nuestra colmena local siempre se ha comportado de forma adecuada; ni una sola aberración en la historia reciente. Aquí los vampiros suelen actuar con cautela. La sobrenaturalidad no es algo sencillo de llevar en una ciudad portuaria como esta, tan atropellada y cambiante. Nuestra colmena suele producir ejemplares extremadamente cuidadosos, por no mencionar que el constante trasiego de marineros atrae a una cantidad considerable de prostitutas dispuestas a vender su sangre a cambio de dinero. La colmena es la menor de nuestras preocupaciones en lo que a asuntos del ORA se refiere. Tengo la suerte de tener un trabajo sin complicaciones, gracias a Dios.

—¿Qué me dice de elementos errantes sin registrar? —insistió Lyall, que se negaba a dar el tema por zanjado.

Greemes se puso en pie y caminó hasta una caja de madera llena de documentos que en algún momento había contenido botellas de vino. Hojeó el contenido, deteniéndose aquí y allá para leer una entrada.

—Tuvimos uno hace unos cinco años. La reina le obligó a registrarse y desde entonces no hemos tenido ningún problema.

Lyall asintió. Se puso el sombrero que le habían prestado y se dio la vuelta, listo para irse. Tenía una diligencia que coger con destino a Brighton.

Greemes, mientras devolvía el fajo de documentos a su caja, continuó murmurando entre dientes.

—Claro que hace tiempo que no sé nada de los errantes registrados.

El profesor Lyall se detuvo en seco junto a la puerta.

—¿Qué ha dicho?

—Han desaparecido.

Lyall se quitó el sombrero.

—¿Lo ha notificado debidamente en el censo de este año?

Greemes negó con la cabeza.

—Envié un informe a Londres la pasada primavera. ¿No lo han leído?

El profesor Lyall miró fijamente a su interlocutor.

—Es evidente que no. Dígame, ¿qué tiene que decir la reina de la colmena local al respecto?

Greemes arqueó las cejas.

—¿Qué le importan a ella los errantes que pueda haber en su territorio más allá de que, cuando no están, las cosas son más fáciles para su progenie?

El profesor frunció el ceño.

—¿Cuántos han desaparecido?

Greemes levantó la vista al cielo, las cejas aún arqueadas.

—Todos.

Lyall apretó los dientes. Los vampiros estaban tan unidos a su territorio que les era imposible alejarse de él durante demasiado tiempo. Tanto Greemes como él mismo sabían que un errante desaparecido equivalía, sin apenas margen de error, a un errante muerto. Necesitó de toda su pericia para disimular la profunda irritación que sentía. Quizás no fuese del interés de la colmena de la ciudad, pero se trataba sin duda de información importante, y el ORA debería haberla recibido de inmediato. Muchos de los problemas de la comunidad vampírica tenían que ver con sus miembros errantes, al igual que los de los hombres lobo solían implicar a licántropos solitarios. El profesor Lyall decidió que lo mejor sería buscarle a Greemes un nuevo destino. Su comportamiento apestaba a zángano en la etapa inicial de fascinación por los antiguos misterios de lo sobrenatural. A nadie beneficiaría tener a un hombre a cargo de las relaciones con los vampiros claramente dispuesto a alinearse con ellos.

A pesar de la ira, Lyall esbozó un gesto de despedida con la cabeza hacia tan repulsivo personaje y se dirigió hacia el pasillo sin dejar de darle vueltas al asunto.

Un extraño caballero le esperaba en el guardarropa, un hombre al que Lyall nunca había visto antes pero que olía a pelo animal y a noches bajo la lluvia.

El desconocido sujetaba con ambas manos un bombín marrón a la altura del pecho, como si fuese un escudo. Cuando vio al beta, hizo un gesto con la cabeza que poco tenía de saludo y mucho de excusa para mostrar el lateral del cuello en señal de obediencia.

Lyall habló primero.

Los juegos de dominación entre los miembros de una misma manada podían parecer complicados a ojos de un desconocido, pero pocos lobos superaban al profesor Lyall en rango en toda Inglaterra, y él los conocía a todos por su cara o por su olor. El hombre que tenía delante no era uno de ellos, de modo que era él quien controlaba la situación.

—Esta oficina no tiene licántropos en plantilla —dijo con dureza.

—No, señor. No trabajo para el ORA, señor. En esta ciudad no hay manada, como su eminencia bien sabe. Estamos bajo la jurisdicción de su amo.

Lyall asintió y se cruzó de brazos.

—Sin embargo, usted no es uno de los cachorros del castillo de Woolsey. De lo contrario lo sabría.

—No, señor. No pertenezco a ninguna manada, señor.

Los labios de Lyall se contrajeron, dejando a la vista sus afilados colmillos.

—Un solitario —gruñó, sintiendo que el pelo del cuello se le erizaba. Los solitarios eran individuos peligrosos: animales apartados del seno de una comunidad cuya estructura social los mantenía a salvo y bajo control. Los enfrentamientos por el puesto de alfa siempre se producían dentro de la manada y siguiendo las líneas oficiales; la ascensión al poder de Conall Maccon había sido la excepción que confirma la regla. Las peleas, sin embargo, la violencia y los festines de carne humana, o cualquier otra clase de carnicería ilógica y sin sentido, respondían a la forma de proceder de los solitarios, mucho más numerosos que los vampiros errantes, y también más peligrosos.

El solitario, ante el gruñido de Lyall, sujetó el sombrero con todas sus fuerzas y agachó la cabeza. Si en lugar de humano hubiera adoptado su forma de lobo, tendría la cola escondida entre las patas.

—Sí, señor. He estado montando guardia frente a la oficina a la espera de que el alfa de Woolsey enviara a uno de sus hombres para investigar. Mi guardián me informó de su llegada. Pensé que sería mejor personarme en las oficinas yo mismo y averiguar si necesitáis un informe oficial de lo que está sucediendo aquí, señor. Tengo edad suficiente para soportar la luz del día durante un rato.

—Estoy aquí para tratar temas de vampiros, no de hombres lobo —admitió Lyall, impaciente por ir al grano.

El hombre se mostró genuinamente sorprendido.

—¿Señor?

Lyall no estaba acostumbrado a la falta de información. No sabía qué estaba pasando y tampoco le gustaba saberse en desventaja, sobre todo en presencia de un solitario.

—¡Informe! —ladró.

El hombre se irguió cuanto pudo, tratando de no acobardarse ante el tono imperativo del beta. A diferencia de George Greemes, él no dudaba de las habilidades pugilísticas del profesor Lyall.

—Han cesado, señor.

—¿Qué es lo que ha cesado? —preguntó Lyall con un ligero timbre asesino en la voz.

El hombre tragó saliva sin dejar de retorcer el sombrero que tenía entre las manos. El profesor empezaba a sospechar que el pobre bombín no sobreviviría a aquel encuentro.

—¡Las desapariciones, señor!

Lyall apenas pudo contenerse.

—¡Eso ya lo sé! Acabo de saberlo por Greemes.

El hombre parecía confundido.

—Pero Greemes está del lado de los vampiros.

—Sí, ¿y…?

—Los desaparecidos son todos hombres lobo, señor. Como ya sabrá, nuestro alfa nos ordenó que nos repartiéramos por la costa, lejos de las calles de Londres. Además, aquí siempre estamos ocupados luchando contra los piratas en lugar de entre nosotros.

—¿Y?

—Pensé que lo sabía, señor. Que las desapariciones eran decisión de nuestro alfa. Llevamos meses así.

—Creyó que Lord Maccon había ordenado una limpieza, ¿no es así?

—A las manadas no les gustan los solitarios, señor. Lord Maccon lleva poco tiempo en el puesto y necesita reforzar su autoridad.

El profesor Lyall nada podía objetar ante semejante razonamiento.

—He de ponerme en camino —dijo—. Si las desapariciones empiezan de nuevo, háganoslo saber inmediatamente.

El hombre se aclaró la garganta.

—No puedo hacer eso, señor. Mis disculpas, señor.

Lyall lo observó con mirada severa.

El hombre deslizó un dedo bajo el pañuelo que llevaba al cuello y tiró de él hasta dejar al descubierto dos dedos de piel.

—Lo siento, señor, pero soy el único que queda.

El profesor Lyall sintió un escalofrío que le puso el vello de punta.

En lugar de seguir su camino hacia Brighton, cogió la primera diligencia de regreso a Londres.