Una invitación inesperada
La señorita Tarabotti solía mantener su ausencia de alma en secreto, incluso ante su propia familia. En honor a la verdad, hemos de aclarar que no estaba muerta; era un ser humano como cualquier otro, sintiente y dotado de la capacidad de respirar, pero le faltaba algo. Ni su familia, ni los miembros de los círculos sociales que solía frecuentar, advirtieron jamás que le faltara algo. La señorita Tarabotti era para ellos una solterona más, cuya desafortunada condición resultaba de la combinación de una personalidad dominante, una piel excesivamente oscura y unos rasgos faciales demasiado marcados. Alexia nunca se había tomado la molestia de explicar sus carencias a las masas mal informadas. Se trataba de una cuestión tan vergonzante para ella como el hecho de que su padre fuese italiano y estuviese muerto. Bueno, casi.
Entre las masas mal informadas podían contarse a los miembros de su familia, todos ellos especializados en el noble arte de la inoportunidad y la ausencia de inteligencia.
—¡Cómo es posible! —Felicity Loontwill agitó furiosa un ejemplar del Morning Post frente a la congregación reunida alrededor de la mesa del desayuno. Su padre, el muy honorable señor Loontwill, terrateniente para más señas, no se molestó en apartar la mirada de la tostada y el huevo que agonizaban en su plato. Su hermana Evylin, sin embargo, sí lo hizo, y su madre preguntó: «¿Qué sucede, hija mía?», entre sorbo y sorbo de su infusión medicinal de cebada.
Felicity señaló un pasaje de la sección de sociedad del periódico.
—¡Aquí dice que anoche, durante el baile, hubo un incidente particularmente espantoso! ¿Sabíais algo de un incidente? ¡Yo no recuerdo ningún incidente!
Alexia frunció el ceño. Creía que la intención de Lord Maccon era correr un tupido velo y mantener lo sucedido lejos de la sección de sociedad de los periódicos. Se negaba a reconocer que un elevado número de personas la habían visto junto al cadáver del vampiro y que, por tanto, la consecución de dicha intención se convertía en algo prácticamente imposible. Al fin y al cabo, la pretendida especialidad del conde era llevar a cabo numerosos imposibles antes de que saliera el sol.
—Al parecer alguien murió —continuó Felicity—. Su nombre no se ha hecho público, pero era un muerto de verdad, ¡y yo me lo he perdido! Una joven descubrió el cadáver en la biblioteca y se desmayó del disgusto. Pobre criatura, tener que presenciar algo tan terrible.
Evylin, la más joven de las hermanas, chasqueó la lengua en señal de apoyo y luego se dispuso a servirse del tarro de mermelada de grosella.
—¿Dice quién era la joven?
Felicity se frotó la nariz delicadamente y continuó leyendo.
—Desgraciadamente, no.
Alexia arqueó las cejas y bebió de su té en silencio, algo extraño en ella. Su sabor le arrancó una mueca de la cara; observó la taza con los ojos entornados y acto seguido alargó el brazo para coger la leche.
Evylin extendía la mermelada sobre su tostada con especial esmero, intentando que la fina capa de grosella tuviera un grosor perfecto.
—¡Qué fastidio! Me encantaría conocer todos los detalles. Parece sacado de una novela gótica. ¿Algún otro detalle interesante?
—El artículo continúa con un repaso más extenso del baile. Santo Dios, el autor incluso critica a la duquesa de Snodgrove por no ofrecer refrigerios a los invitados.
—Y no le falta razón —convino Evylin—, incluso en el de los Almack había comida, aunque solo fueran unos tristes sándwiches insípidos. Es bastante improbable que el duque no pueda permitirse el gasto.
—Cierto, cierto, querida —asintió la señora Loontwill.
—Escrito por «anónimo» —leyó Felicity bajo el titular—. Ni un solo comentario de los atuendos de los asistentes. Vaya, es lo que yo llamo una actuación bastante pobre. Si ni siquiera nos menciona a Evylin o a mí.
Las jóvenes Loontwill eran bastante populares en los periódicos, en parte por la espectacularidad de sus armarios y en parte por el considerable número de pretendientes que habían conseguido reunir entre ambas. Toda la familia, a excepción de Alexia, gozaba inmensamente de dicha popularidad y no parecía importarles si lo que se escribía sobre ellos no siempre les era favorable.
Evylin parecía molesta, hasta el punto de que entre sus cejas perfectamente arqueadas asomó una diminuta arruga.
—Me puse mi nuevo vestido color guisante con los detalles en rosa lirio de agua solo para que hablaran de él.
Alexia apenas pudo contener una mueca de horror. Prefería no pensar en aquel vestido. Tenía tantos volantes…
Tanto Felicity como Evylin, ambas consecuencias desafortunadas del segundo matrimonio de la señora Loontwill, eran notablemente distintas a su medio hermana mayor. Nadie que acabara de conocer a las tres jóvenes diría que compartían algo en común. Aparte de la ausencia de sangre italiana y de la rotundidad indiscutible de sus almas, Felicity y Evylin eran mujeres bastante bellas: rubias, pálidas e insípidas, de ojos azules y labios de coral. Desgraciadamente, y al igual que su madre, su individualidad no iba mucho más allá de una belleza moderada. La conversación del desayuno no estaba, por tanto, destinada a alcanzar el calibre intelectual al que Alexia aspiraba. Sin embargo, aquel día la joven escuchó complacida mientras la conversación evolucionaba hacia asuntos más mundanos que el asesinato.
—Es todo lo que dice del baile. —Felicity guardó silencio un instante y su atención se concentró en los anuncios sociales—. Esto es muy interesante. La sala de té que hay cerca de la calle Bond ha decidido abrir sus puertas hasta las dos de la madrugada para cultivar y acomodar a nueva clientela sobrenatural. ¿Qué será lo próximo? ¿Servir carne cruda y copas de sangre como norma? ¿Crees que deberíamos seguir frecuentando el local, mamá?
La señora Loontwill levantó de nuevo la vista de su infusión de limón y cebada.
—No veo qué daño podría hacernos, querida.
—Algunos de los mejores inversores se mueven en esos ambientes, perla mía —intervino el señor Loontwill—. Se me ocurren sitios peores en los que cazar pretendientes para las niñas.
—De verdad, papá —le reprendió Evylin—, haces que mamá parezca una mujer lobo desmandada.
La señora Loontwill observó a su esposo con un destello de sospecha en la mirada.
—No habrás estado frecuentando el Claret o el Sangría estas últimas noches, ¿verdad? —Hablaba como si Londres hubiese caído en manos sobrenaturales y su marido confraternizara con todos ellos.
El señor Loontwill trató de reconducir la conversación como pudo.
—Por supuesto que no, perla mía, solo voy al Boodles. Sabes que prefiero mi propio club a uno de esos sobrenaturales.
—Hablando de clubes de caballeros —interrumpió Felicity, aún inmersa en el periódico—, la semana pasada abrió uno nuevo en Mayfair. Es para intelectuales, filósofos, científicos y otros especímenes de la misma ralea. Se hace llamar el Club Hypocras. Qué absurdo. ¿Por qué habrían de necesitar un club propio? ¿No es eso para lo que sirven los museos? —Buscó la dirección del local y frunció el ceño—. Y, sin embargo, se trata de una localización muy de moda —continuó, mostrando la página del periódico a su madre—. ¿No es la puerta contigua a la residencia del duque de Snodgrove?
—Tienes razón, querida —asintió la señora Loontwill—. Estoy segura de que un grupo de científicos yendo y viniendo a todas horas del día afectará a la respetabilidad del barrio. La duquesa debe de estar muy enojada con semejante ocurrencia. Tenía intención de enviarle una tarjeta de agradecimiento esta misma tarde, aunque probablemente será mejor que la visite en persona. Como amiga, es mi obligación interesarme por su situación emocional cuanto antes.
—¡Qué horror! —intervino Alexia, incapaz de contenerse ni un segundo más—. Gente pensando, con sus cerebros, y ni más ni menos que en la puerta de al lado. Oh, menuda parodia.
—Iré contigo, mamá —dijo Evylin.
La señora Loontwill sonrió a la menor de sus hijas, ignorando por completo a la mayor. Felicity siguió leyendo.
—La última moda en París son los cinturones anchos en colores que provoquen un efecto contraste. Lamentable. Por supuesto que a ti, Evylin, te quedarán estupendos, pero con mi figura…
Desgraciadamente, y a pesar de la invasión de científicos, la oportunidad de regocijarse de la desgracia de un amigo y la inminencia de la nueva moda en cinturones, la madre de Alexia seguía pensando en el hombre fallecido durante el baile de los Snodgrove.
—Anoche desapareciste durante un buen rato, Alexia. No nos estás ocultando nada importante, ¿verdad, querida?
Alexia le dedicó a su madre la mirada más neutra de su repertorio.
—Tuve un pequeño altercado con Lord Maccon. —Haz que sigan otro rastro, se dijo Alexia.
Aquello llamó la atención de todos los presentes, incluso de su padre adoptivo. El señor Loontwill raramente se molestaba en participar en las conversaciones familiares, y es que con las Loontwill presentes se hacía difícil poder meter baza, de modo que solía dejar que la conversación del desayuno fluyera a su alrededor como el agua sobre las hojas de té, prestando apenas atención al proceso. Pero también era un hombre con sentido común, y el anuncio de Alexia despertó un repentino interés en él. Cierto era que el conde de Woolsey era también un hombre lobo, pero su fortuna era por todos conocida, al igual que sus contactos.
La señora Loontwill palideció y suavizó notablemente el tono de su voz.
—No le habrás dicho alguna inconveniencia al conde, ¿verdad, querida?
Alexia repasó mentalmente el encuentro con Lord Maccon.
—No en el sentido estricto de la palabra.
La señora Loontwill dejó a un lado su copa de agua de cebada y se sirvió una taza de té con gesto tembloroso.
—Oh, Dios mío —musitó con apenas un hilo de voz.
La madre de Alexia nunca había conseguido comprender a su hija mayor. La había aparcado en una estantería con la intención de mantenerla alejada de los problemas, aunque en realidad había conseguido con ello otorgarle un grado de libertad que no dejaba de crecer día a día. El tiempo le había quitado la razón; era evidente que debería haberle buscado un esposo. Ahora todos debían cargar con las consecuencias y soportar sus excentricidades, que parecían empeorar con el paso de los años.
—Me he despertado esta mañana pensando en todas las groserías que podría haberle dicho y no le dije —añadió Alexia malhumorada—. Eso sí es un verdadero fastidio.
El señor Loontwill suspiró.
—De hecho —continuó Alexia colocando una mano sobre la mesa—, creo que pasaré el resto de la mañana dando un paseo por el parque. Mis nervios no están como deberían después de semejante encuentro. —No se estaba refiriendo de forma taimada, como es evidente, al ataque del vampiro. La señorita Tarabotti no era una de esas jóvenes de condición frágil; en realidad, era exactamente lo opuesto. Más de un caballero se había escaldado el gaznate en su compañía como quien toma un trago de coñac cuando lo que se espera es la dulzura de un zumo de frutas. No, la alteración de su equilibrio nervioso era consecuencia del enfado que aún sentía por culpa del conde de Woolsey. Ya estaba furiosa a su salida de la biblioteca, y desde entonces se había pasado la noche en vela, resoplando de impotencia y debatiéndose entre sentimientos encontrados.
—Espera un momento, ¿qué sucedió? —preguntó Evylin—. Alexia, ¡debes contárnoslo! ¿Cómo pudiste encontrarte con Lord Maccon en el baile si nosotras no lo vimos por ninguna parte? No estaba en la lista de invitados, lo vi con mis propios ojos por encima del hombro del lacayo de los Snodgrove.
—Evy, dime que no hiciste tal cosa —intervino Felicity, genuinamente anonadada.
Alexia ignoró las preguntas de su hermana y abandonó el salón del desayuno en busca de su chal favorito. La señora Loontwill podría haber tratado de impedírselo, pero bien sabía que el esfuerzo hubiese sido en balde. Conseguir información de Alexia sin que ella se mostrase propensa a compartirla era como extraer sangre de un fantasma, de modo que la señora Loontwill optó por buscar la mano de su marido y apretarla a modo de consuelo.
—No te preocupes, Herbert. Creo que a Lord Maccon no le desagrada la tosquedad de Alexia. Al menos nunca la ha reprendido en público por ello. Podemos considerarnos afortunados.
El señor Loontwill asintió.
—Tal vez un hombre lobo de edad tan avanzada encuentre refrescante su ausencia de modales —sugirió con un hilo de esperanza.
Su esposa aplaudió tanto optimismo con una afectuosa palmadita en el hombro. Sabía de las dosis ingentes de paciencia que su marido necesitaba para tolerar el comportamiento de la mayor de sus tres hijas. ¿En qué había estado pensando cuando se le ocurrió casarse con un italiano? Lo cierto era que por aquel entonces ella era muy joven y Alessandro Tarabotti muy apuesto. Pero había algo más en Alexia, una independencia inquietante de la que la señora Loontwill no podía culpar únicamente a su primer marido, y, como es evidente, se negaba también a asumir su parte de culpa. Fuera lo que fuese, aquel era el carácter de Alexia desde su nacimiento, siempre llena de lógica, razones y palabras afiladas. La señora Loontwill lamentó, y no era la primera vez que lo hacía, que su hija no hubiese nacido varón; la vida de todos hubiera sido mucho más fácil.
En circunstancias normales, un paseo por Hyde Park era la clase de actividad que una joven soltera de buena familia no debía hacer sin la compañía de su señora madre y, a ser posible, por la presencia de una o dos acompañantes más, todas mujeres y de edades respetables. La señorita Tarabotti sentía que su condición de solterona la eximía de tales exigencias, y es que aquel había sido su estado perpetuo desde que tenía uso de razón. En sus momentos más amargos, Alexia sentía que había nacido siendo ya una solterona. La señora Loontwill ni siquiera se había molestado en invertir ni un penique en la puesta de largo de la mayor de sus hijas ni en procurarle la agenda social propia de una joven de su edad. «Ciertamente, querida», le había dicho su madre con la mayor de las condescendencias, «con esa nariz y ese tono de piel, no tiene sentido alguno que nos gastemos el dinero. Debo pensar en tus hermanas». De modo que Alexia, cuya nariz no era tan grande ni su piel tan bronceada, había sido apartada de la carrera social a la tierna edad de quince años. Y no es que codiciara la carga que un marido suponía, aunque sí le hubiese gustado saber que podría hacerse con uno si alguna vez cambiaba de opinión. A Alexia le gustaba bailar, y no le hubiera importado asistir al menos a una de aquellas reuniones sociales en calidad de joven casadera, y no siempre verse relegada a la oscuridad de las bibliotecas. Por aquel entonces ya asistía a los bailes de la bulliciosa Londres únicamente como acompañante de sus hermanas, y las bibliotecas abundaban. Sin embargo, seguir soltera a su edad también significaba que podía salir a pasear por Hyde Park sin su madre, y solo los más conservadores tendrían algo que objetar al respecto. Por suerte, dichos conservadores, como los colaboradores del Morning Post, no tenían el placer de conocer el nombre de la señorita Alexia Tarabotti.
Dicho esto, y con las duras palabras de Lord Maccon aún resonando en sus oídos, Alexia no se sentía con ánimos de salir a pasear sola, a pesar de que era media mañana y un sol que poco tenía que ver con lo sobrenatural brillaba con inusitada fuerza. De modo que cogió su sombrilla favorita con una mano, para protegerse del sol, y a Ivy Hisselpenny con la otra, para hacer lo propio ante el peculiar sentido de la sensibilidad de Lord Maccon.
La señorita Ivy Hisselpenny era una amiga muy querida por Alexia Tarabotti. Se conocían desde hacía tiempo, el suficiente para traspasar al territorio fortificado de la familiaridad. Es por ello que, cuando Alexia se puso en contacto con su amiga para averiguar si le apetecía dar un paseo con ella, Ivy supo que el ejercicio no era más que el brillo superficial del encuentro.
Ivy Hisselpenny era la desafortunada víctima de unas circunstancias que la definían como bella pero no demasiado, acomodada pero no más de lo necesario. Además, sufría de una terrible propensión a llevar sombreros extremadamente absurdos, peculiaridad que Alexia soportaba como buenamente podía. En términos generales, sin embargo, esta consideraba a su amiga una compañera tranquila y agradable, siempre dispuesta a acompañarla en uno de sus numerosos paseos.
Ivy, a su vez, había encontrado en Alexia a una joven inteligente y comprensiva, en ocasiones demasiado directa para su propia sensibilidad, aunque siempre leal y amable hasta en la más compleja de las circunstancias.
Con el tiempo, Ivy había aprendido a reírse de la brusquedad de Alexia, y esta, a su vez, había comprendido finalmente que uno no siempre debe fijarse en el tocado de su amiga. Así las cosas, una vez descubierta la manera de obviar los aspectos más negativos de la personalidad de la otra, las dos jóvenes establecieron las bases de una hermosa amistad de la que beneficiarse mutuamente. La conversación de aquel día en Hyde Park reflejaba a la perfección su peculiar forma de comunicarse.
—Ivy, querida mía —dijo la señorita Tarabotti al ver aparecer a su amiga—, ¡no sabes cuánto me alegro de que hayas encontrado tiempo para pasear conmigo! Tu sombrero es espantoso, por cierto. Espero que no pagaras mucho por él.
—¡Alexia! Siempre tan antipática, criticando mis complementos de esa manera. ¿Por qué no debería tener tiempo para pasear esta mañana? Sabes que los jueves nunca tengo nada mejor que hacer. Los jueves son siempre tan fastidiosos, ¿no te parece? —respondió la señorita Hisselpenny.
—Nada me gustaría más que me llevaras contigo de compras —replicó Alexia—. Evitaríamos muchas desgracias. ¿Por qué los jueves deberían ser diferentes a cualquier otro día?
Y así sucesivamente.
El día había amanecido apacible. Las dos jóvenes caminaban cogidas del brazo, acompañadas por el suave susurro de la tela de sus faldas y disfrutando de la libertad de movimientos que sus nuevos polisones, más pequeños y manejables, les otorgaban. Según los rumores, en Francia algunas mujeres ya prescindían de tan aparatoso complemento, aunque aquella escandalosa moda aún no había llegado a Londres. Ivy y Alexia se cubrían bajo sus sombrillas, aunque, como Alexia solía decir, el esfuerzo, en su caso, era en vano. ¿Por qué, oh, por qué la palidez al estilo de los vampiros tenía que dominar con tanta fuerza el mundo de la moda? Siguieron avanzando, perfilando una estampa del todo favorecedora: Ivy en muselina color crema y rosa, y Alexia en su vestido favorito para salir a pasear, azul con los bordes de terciopelo. Ambos vestidos lucían volantes plisados, pliegues y múltiples capas de encaje a los que solo las más estilosas podían aspirar. Si la señorita Hisselpenny llevaba por casualidad demasiados adornos, se debía únicamente a un exceso de entrega y no a la falta de ella.
Hyde Park estaba repleto de transeúntes, en parte por la benevolencia del tiempo y en parte por la última moda en elaborados vestidos para el paseo. Numerosos caballeros se tocaron el ala del sombrero en su dirección a modo de saludo, molestando a Alexia con constantes interrupciones y adulando a Ivy con tantas atenciones.
—De verdad —se lamentó la señorita Tarabotti—, ¿qué ha poseído a la gente esta mañana? Cualquiera diría que estamos coleccionando propuestas de matrimonio.
—¡Alexia! Quizás tú te consideres fuera del mercado —protestó su amiga, sonriendo tímidamente a un caballero a lomos de un hermoso caballo pardo—, pero yo me niego a aceptar tan injurioso destino.
La señorita Tarabotti disimuló una risita.
—Lo cual me recuerda, ¿cómo fue anoche el baile de la duquesa? —A Ivy le encantaban los cotilleos. Su familia se acercaba peligrosamente al estatus de clase media, y por ello solo recibían invitaciones para los bailes más populares, de modo que Ivy tenía que confiar en Alexia para ponerse al día de los detalles que no se publicaban en el Morning Post. Desgraciadamente para ella, su querida amiga no era la fuente más locuaz ni la más fiable—. ¿Fue tan perfecto como se esperaba de los Snodgrove? ¿Quién asistió? ¿Cómo eran los vestidos de las damas?
Alexia puso los ojos en blanco.
—Ivy, por favor, las preguntas de una en una.
—De acuerdo. ¿Te lo pasaste bien?
—Ni un ápice. ¿Puedes creer que no ofrecieron nada para comer? ¡Solo ponche! Me vi obligada a retirarme a la biblioteca y ordenar té al personal de la casa —explicó Alexia haciendo girar la sombrilla, presa de la inquietud.
Ivy parecía sorprendida.
—¡No te atreverías!
La señorita Tarabotti arqueó sus delicadas cejas negras.
—Por supuesto que sí. No puedes imaginarte el escándalo resultante. Y por si fuera poco, Lord Maccon volvió a hacer acto de presencia.
La señorita Hisselpenny se detuvo en seco para observar de cerca el rostro de su amiga. Las facciones de Alexia expresaban únicamente aburrimiento, pero había algo en la forma en que siempre hablaba del conde de Woolsey que hacía tiempo había despertado las sospechas de Ivy. Decidió, sin embargo, jugar la carta de la simpatía.
—Vaya, querida, ¿tan horrible fue? —En privado, Ivy consideraba a Lord Maccon un caballero enteramente respetable para ser un hombre lobo, aunque también era muy… en fin, demasiado para su ideal de caballero. Su corpulencia la asustaba, aunque siempre se comportara con suma corrección en público. Podían decirse muchas cosas de un hombre que vestía chaquetas de los mejores sastres de la ciudad, incluso aunque se convirtiera en una bestia feroz una vez al mes.
Alexia soltó un bufido.
—Bah, no más de lo habitual. Imagino que tendrá algo que ver con lo de ser un alfa. Está demasiado acostumbrado a que siempre obedezcan sus órdenes. Me pone de muy mal humor. —Hizo una pausa—. Un vampiro me atacó anoche.
Ivy fingió un desmayo y Alexia tuvo que mantener a su amiga en pie sujetándola por el brazo.
—Deja de ser tan dramática —le dijo—. No hay nadie importante por los alrededores dispuesto a recogerte del suelo.
—Santo Dios, Alexia —exclamó Ivy con vehemencia tras recuperarse del falso desmayo—. ¿Cómo te las ingenias para meterte siempre en problemas?
Alexia se encogió de hombros y reanudó el paso, esta vez más deprisa para que Ivy tuviese que trotar unos pasos antes de alcanzarla.
—¿Qué hiciste? —preguntó Ivy, resuelta a conocer la verdad.
—Golpearlo con mi sombrilla, por supuesto.
—¡No puede ser!
—En toda la coronilla, y volvería a hacerlo sin dudar un instante, como también lo haría ante cualquier ataque, fuese de procedencia sobrenatural o no. Se me echó encima, sin presentaciones, ¡sin nada! —La señorita Tarabotti empezaba a sentirse ligeramente a la defensiva.
—Pero, Alexia, golpear a un vampiro no es la forma más correcta de proceder, ¡con o sin sombrilla!
Alexia suspiró, aunque para sus adentros reconoció que estaba de acuerdo con su amiga. No eran muchos los vampiros que frecuentaban la distinguida sociedad londinense, nunca lo habían sido, pero las pocas colmenas que sí lo hacían contaban entre sus filas con políticos, terratenientes y nobles de rancio abolengo. Ir dando palizas de forma indiscriminada entre tales eminencias equivalía al suicidio social.
—Esto es un escándalo —continuó la señorita Hisselpenny—. ¿Qué será lo siguiente, Alexia? ¿Cargar contra la Cámara de los Lores en plena noche y cubrir de mermelada a los miembros sobrenaturales en plena sesión?
Alexia no pudo reprimir una risa tonta ante la imaginación desbocada de su amiga.
—¡Oh, no, te estoy dando ideas! —exclamó esta, llevándose una de sus enguantadas manos a la frente—. ¿Qué pasó exactamente?
Alexia le explicó lo sucedido.
—¿Está muerto? —preguntó la señorita Hisselpenny, al borde del desmayo.
—¡Fue un accidente! —insistió la señorita Tarabotti, sujetando el brazo de su amiga con mayor firmeza.
—¿Eras tú la persona de la que hablaban en el Morning Post? ¿La joven que encontró el cuerpo sin vida de un hombre anoche, durante el baile de la duquesa de Snodgrove? —preguntó Ivy, incapaz de contener la emoción.
Alexia asintió.
—Bueno, al menos Lord Maccon se ha encargado de silenciar lo sucedido adecuadamente. No se mencionaba tu nombre ni el de tu familia —dijo la joven Hisselpenny, aliviada por la suerte de su amiga.
—Ni el hecho de que el finado fuese un vampiro, gracias a Dios. ¿Puedes imaginar la reacción de mi madre? —añadió Alexia, encomendándose a los cielos.
—O el efecto negativo que algo así podría suponer para tus posibilidades de encontrar marido, ¡sola en una biblioteca con la única compañía de un vampiro muerto!
Alexia hizo saber a su amiga con una simple mirada su opinión exacta sobre aquel comentario. La señorita Hisselpenny continuó como si nada.
—¿Eres consciente de que estás en deuda con Lord Maccon?
La señorita Tarabotti esbozó el gesto de quien acaba de tragarse una anguila viva.
—No opino lo mismo, Ivy. Al fin y al cabo es parte de su trabajo mantener este tipo de sucesos en secreto: Primer Secretario a cargo del Enlace Sobrenatural-natural en el área de Londres y sus alrededores, o lo que diga el cartel de su puerta en las oficinas del ORA. No estoy, por tanto, en deuda alguna con un hombre que no hacía más que cumplir con su deber cívico. Además, sabiendo lo que sé de la dinámica social del clan Woolsey, me atrevo a afirmar que ha sido el profesor Lyall el encargado de ocuparse de la prensa, y no Lord Maccon.
Ivy pensó que su amiga no daba al conde el crédito que este se merecía. Que Alexia fuese inmune a sus encantos no significaba que el resto del mundo comulgara ante semejante indiferencia. Lord Maccon era escocés, eso era innegable, pero había sido alfa durante los últimos ¿qué, veinte años? No era mucho tiempo para el estándar sobrenatural, pero sí el suficiente para la sociedad diurna, menos propensa a la discriminación gratuita. Los rumores sobre cómo había vencido a su predecesor al frente del clan Woolsey eran de sobra conocidos. Decían las malas lenguas que el enfrentamiento había sido demasiado duro para los estándares modernos, aunque perfectamente legal bajo el protocolo de la manada. El anterior conde, sin embargo, era conocido por sus maneras depravadas y su falta absoluta de educación y decoro. Que Lord Maccon apareciera de la nada y lo eliminara, por muy draconianos que sus métodos resultaran ser, había dejado a la sociedad de Londres en parte sorprendida y en parte encantada. Lo cierto era que muchos alfas y muchas reinas vampiras obtenían y ostentaban el poder gracias a las mismas artes que el común de los mortales: dinero, posición social y política. Para Lord Maccon todo aquello había sido entonces una novedad, pero, veinte años después, se le daba mejor que a la mayoría. Ivy era lo suficientemente joven como para sentirse impresionada, pero también era una mujer inteligente que no se obsesionaba con los orígenes norteños del conde.
—Opino que eres terriblemente dura con el conde, Alexia —dijo Ivy, mientras las dos jóvenes tomaban un camino secundario que las alejara del paseo principal.
—No puedo evitarlo —respondió la señorita Tarabotti—. Nunca me ha gustado ese hombre.
—Eso dices siempre —convino la señorita Hisselpenny.
Bordearon un pequeño bosque de abedules hasta detenerse junto a un hermoso prado cubierto de hierba, abierto al cielo y alejado del bullicio del parque, en el que una empresa de dirigibles había establecido su base recientemente. Sus naves seguían el modelo de Giffard, impulsadas a vapor por hélices Lome, lo último y más nuevo en viajes de placer. Las clases más pudientes habían conquistado el cielo con entusiasmo, hasta tal punto que volar había estado muy cerca de eclipsar el pasatiempo favorito de la aristocracia: la caza. Las naves eran artilugios dignos de ser vistos, algo a lo que Alexia era especialmente aficionada. Esperaba con ansia el día en que pudiera montar en una y comprobar con sus propios ojos las que, según los que ya habían disfrutado del viaje, eran las mejores vistas de Londres, por no mencionar el excelente té que, según los rumores, se servía a bordo.
Las dos jóvenes observaron extasiadas el descenso de uno de los dirigibles que se disponía a tomar tierra. Desde la distancia, la nave parecía poco más que un globo extrañamente ovalado y frágil del que colgaba una cesta. De cerca, sin embargo, uno podía intuir el entramado metálico que reforzaba la estructura del globo hasta hacerlo semirrígido y las proporciones de la cesta, más cercanas a las de una barcaza de tamaño medio, con el emblema de la compañía Giffard pintado en blanco y negro en los laterales y suspendida del globo por mil cables. El dirigible maniobró hacia el prado y, ante la mirada atónita de las dos amigas, detuvo el movimiento de sus hélices hasta posarse suavemente en el suelo.
—Vivimos tiempos extraordinarios —comentó Alexia con un brillo emocionado en los ojos ante tan espectaculares vistas.
Ivy no parecía tan impresionada.
—No es natural que el hombre domine el cielo.
Alexia chasqueó la lengua, molesta por el comentario de su amiga.
—Ivy, ¿por qué tienes que ser siempre tan antigua? Vivimos en la era de los inventos milagrosos y de la ciencia extraordinaria. El funcionamiento de esos chismes es fascinante. Solo los cálculos para el despegue son…
Una voz dulce y femenina interrumpió sus palabras.
Ivy suspiró aliviada; cualquier cosa antes que soportar una vez más el galimatías intelectualoide de su amiga. Ambas se dieron la vuelta, dando la espalda al dirigible y a sus milagros tecnológicos, Alexia muy a su pesar, Ivy presta y feliz de poder hacerlo, para encontrarse cara a cara con un espectáculo de un estilo enteramente distinto.
La voz procedía de lo alto de un fabuloso carruaje descubierto que se había detenido detrás de nuestras amigas sin que ninguna de ellas se diera cuenta. El transporte era de alguien cuanto menos ambicioso: sin cubierta y, por tanto, peligroso, raramente conducido por una mujer. Y, sin embargo, allí estaba ella, sentada tras una ristra de corceles negros perfectamente coordinados, rubia y ligeramente entrada en carnes, luciendo una sonrisa amistosa a modo de presentación. Todo parecía fuera de lugar, desde la señorita, ataviada con un vestido vespertino de té de un favorecedor rosa ceniciento, adornado en color burdeos, en lugar del traje de paseo más apropiado para la ocasión, hasta la montura, rebosante de energía y más adecuada quizás para tirar del carruaje de uno de esos dandis corintios que aparecían en los libros de la escritora Georgette Heyer. Tenía una expresión agradable en el rostro, enmarcado por una perfecta melena de tirabuzones que pendían dulcemente a cada uno de sus movimientos, a pesar de lo cual sujetaba las riendas del carruaje con mano firme.
Las dos amigas no conocían a la recién llegada, de modo que, dando por sentado que aquello no era más que una clara confusión de identidades, se dispusieron a retomar sus observaciones cuando la joven habló de nuevo.
—¿Tengo el placer de dirigirme a la señorita Tarabotti?
Ivy y Alexia se miraron. Se trataba de algo tan excepcional, en medio del parque, junto al aeródromo y sin presentaciones previas, que Alexia respondió sin apenas ser consciente de ello.
—Sí, soy yo. Encantada.
—Bonito día para volar, ¿no creen? —respondió la joven apuntando con la fusta hacia el dirigible, que había completado ya la maniobra de aterrizaje y se disponía a desembarcar a los pasajeros.
—Sí, lo es —asintió Alexia tajante, desconcertada por el descaro y la familiaridad con la que aquella mujer se dirigía a ella—, ¿nos conocemos?
La joven dejó escapar una risita dulce y cristalina.
—Soy Mabel Dair, y ahora ya podemos decir que sí.
Alexia decidió que debía tratarse de una original.
—Encantada de conocerla —respondió con cautela—. Señorita Dair, permítame que le presente a la señorita Ivy Hisselpenny.
Ivy inclinó levemente la cabeza a modo de saludo, tirando al mismo tiempo de la manga aterciopelada de su amiga.
—La actriz —le susurró al oído—. ¡Sabes a quién me refiero! Oh, quiero decir, Alexia, que deberías saberlo.
La señorita Tarabotti, que nada sabía de actrices, supuso que su amiga estaba en lo cierto.
—Oh —exclamó sin acabar de comprender, y luego añadió, dirigiéndose a su amiga—: ¿Deberíamos hablar con una actriz en medio de Hyde Park? —Miró disimuladamente hacia los pasajeros del dirigible, recién desembarcados en tierra. Nadie parecía interesado en aquel extraño encuentro.
La señorita Hisselpenny disimuló una sonrisa tras una de sus enguantadas manos.
—Y esto lo dice la mujer que anoche accidentalmente —se detuvo un instante en busca de la palabra adecuada—, asombrilló a un hombre. Permíteme decir que hablar con una actriz en público es la menor de tus preocupaciones.
Los brillantes ojos azules de la señorita Dair no perdieron detalle de aquel intercambio.
—Ese incidente, queridas mías —intervino tras una sonora carcajada—, es precisamente la razón de tan descortés encuentro.
Alexia e Ivy se sorprendieron al ver que la señorita Dair conocía la naturaleza de sus cuchicheos.
—Deben perdonar mi descaro y esta intrusión en sus confidencias más privadas.
—¿Debemos? —se preguntó Alexia en un susurro.
Ivy le dio un codazo a su amiga en las costillas.
—Verán —explicó la señorita Dair finalmente—, mi señora querría encontrarse con usted, señorita Tarabotti.
—¿Su señora?
La actriz asintió y los tirabuzones de su melena hicieron lo propio.
—Oh, soy consciente de que normalmente no se fijan en los más osados entre los artistas. Las actrices, y esa es mi impresión, suelen convertirse en guardianes, puesto que los hombres lobo sienten mayor interés por las artes escénicas.
La señorita Tarabotti supo entonces lo que estaba pasando allí.
—¡Santo Dios, es usted un zángano!
Mabel Dair asintió con una sonrisa en los labios. No solo lucía tirabuzones, sino que también tenía hoyuelos en las mejillas.
Alexia seguía profundamente confundida. Los zánganos eran sirvientes y compañeros de los vampiros, para quienes trabajaban atraídos por la promesa de la tan ansiada inmortalidad. Los escogidos, sin embargo, raramente procedían de los estratos más notorios de la sociedad. La comunidad vampírica prefería reclutar sus almas tras las bambalinas: pintores, poetas, escultores y otros bohemios. La vertiente más ostentosa de la creatividad —actores, cantantes de ópera y bailarines de ballet— era territorio licántropo. Como es evidente, tanto unos como otros preferían la compañía de artistas, puesto que la posibilidad de encontrar individuos con un exceso de alma entre estos era mayor y, por tanto, también lo eran las posibilidades de sobrevivir a la metamorfosis. Que un vampiro escogiese a una actriz era, cuanto menos, algo inusual.
—¡Pero si es usted una mujer! —objetó, escandalizada, la señorita Hisselpenny. Un hecho aún más conocido sobre zánganos y guardianes era que solían ser hombres. Las mujeres tenían menos posibilidades de sobrevivir. Nadie sabía el porqué, aunque la comunidad científica insistía en la constitución más débil de la mujer.
La actriz sonrió.
—No todos los zánganos ansían la vida eterna, ¿sabe? Algunos simplemente disfrutamos del patronazgo. Yo misma no tengo interés alguno en convertirme en sobrenatural, y, aun así, mi señora me mantiene de muchas otras maneras. Lo cual me recuerda el motivo de esta conversación: ¿está usted libre esta noche, señorita Tarabotti?
Alexia se recuperó finalmente de su asombro y frunció el ceño. No tenía planes concretos, pero tampoco quería meterse en una colmena de vampiros sin informarse antes.
—Desgraciadamente, esta noche no estoy disponible —respondió con firmeza, al tiempo que decidía enviar su tarjeta de inmediato a Lord Akeldama solicitando su presencia para la cena. Quizás él podría informarla de algunas de las actividades de la colmena local. A Lord Akeldama le gustaban los pañuelos perfumados y los corbatines de color rosa, casi tanto como estar bien informado.
—¿Mañana por la noche, entonces? —insistió la actriz, esperanzada. Aquella petición debía de ser particularmente importante para su señora.
Alexia asintió con la cabeza. La gran pluma que caía en cascada de su sombrero de fieltro le acarició la nuca.
—¿Adónde debo acudir?
La señorita Dair se inclinó desde el pescante de su carruaje, manteniendo las riendas de sus caballos con firmeza, y entregó a Alexia un pequeño sobre lacado.
—Debo pedirle que no comparta la dirección con nadie. Mis disculpas, señorita Hisselpenny. Estoy segura de que comprende lo delicado de la situación.
Ivy levantó las manos en alto y se sonrojó delicadamente.
—No se preocupe, señorita Dair. Todo este asunto nada tiene que ver conmigo. —Incluso Ivy sabía que era mejor no interesarse por los asuntos de una colmena.
—¿A quién debo dirigirme? —preguntó la señorita Tarabotti, haciendo girar el sobre entre sus manos pero sin abrirlo.
—A la condesa Nadasdy.
Aquel era un nombre que Alexia conocía. Se decía de la condesa Nadasdy que era una de los vampiros más longevos sobre la faz de la tierra, que su belleza era espectacular, su crueldad inimaginable y sus modales exquisitos. Era la reina de la Colmena de Westminster. Ciertamente, Lord Maccon había aprendido las reglas del juego social y las utilizaba con aplomo, pero la condesa Nadasdy las había inventado.
La señorita Tarabotti observó largo y tendido a la joven actriz que esperaba su respuesta.
—Tiene usted una profundidad que se me escapa, señorita Dair. —Alexia no tenía por qué saber muchas de las cosas que sucedían en el círculo más cercano a la condesa Nadasdy, pero lo cierto era que leía demasiado. Muchos de los libros de la biblioteca de los Loontwill procedían de la colección personal de su padre. Alessandro Tarabotti había sentido una más que evidente inclinación por la literatura de temática sobrenatural, de modo que Alexia poseía una visión bastante clara de lo que ocurría en el interior de una colmena de vampiros. La señorita Dair debía de ser mucho más que unos rizos perfectos, dos hoyuelos adorables y un precioso vestido rosa.
La señorita Dair inclinó sus rizos hacia las dos amigas.
—No importa lo que digan las columnas de cotilleos de los periódicos. La condesa Nadasdy es una gran ama. —Su sonrisa era ligeramente extraña—. Si es que le gustan esa clase de cosas. Ha sido un placer conocerlas, señoritas. —Tiró de las riendas y con gesto firme puso a los corceles en movimiento. El carruaje se puso en marcha con un salto brusco, pero la señorita Dair mantuvo la posición sin moverse un ápice. Instantes más tarde ya había desaparecido, trotando alegremente por el sendero hasta desaparecer tras el pequeño bosque de abedules.
Las dos amigas siguieron los pasos del carruaje. De pronto, el dirigible y su parafernalia tecnológica habían perdido todo su atractivo, eclipsados por los acontecimientos futuros, mucho más excitantes. Avanzaron con paso lento, conversando en voz baja, mientras Alexia hacía girar el sobre entre sus manos.
La excursión por Hyde Park había surtido el efecto deseado sobre el estado de ánimo de Alexia. La ira hacia Lord Maccon había desaparecido y ahora, en su lugar, únicamente había aprensión.
Ivy estaba pálida. Bueno, en realidad, no mucho más de lo que solía estarlo.
—¿Sabes qué es? —preguntó finalmente señalando el sobre con el que su amiga no dejaba de juguetear.
La señorita Tarabotti tragó saliva.
—Por supuesto que lo sé —respondió con un hilo de voz tan débil que Ivy no la oyó.
—Es la dirección real de una colmena, Alexia. Eso solo puede significar dos cosas: quieren reclutarte o, por el contrario, chuparte hasta la última gota de sangre. Ningún humano tiene acceso a esa clase de información, a menos que sea un zángano.
Alexia parecía incómoda.
—¡Lo sé! —Se preguntaba cómo reaccionaría la colmena ante la presencia de un preternatural. No con demasiada amabilidad, de eso estaba segura. Se mordió el labio inferior—. Debo hablar con Lord Akeldama.
La señorita Hisselpenny pareció preocuparse aún más, si es que tal cosa era posible.
—Oh, ¿es necesario? Es tan extravagante…
Extravagante era una palabra muy adecuada para describir a Lord Akeldama. Alexia no temía la extravagancia más de lo que temía a los vampiros, algo que jugaba a su favor, puesto que Lord Akeldama era ambas cosas.
El vampiro hizo su entrada en la estancia balanceándose sobre unos tacones de ocho centímetros, adornados con sendas hebillas de oro y rubíes.
—Mi querida, querida Alexia. —Lord Akeldama había adoptado el uso del nombre de pila de Alexia el mismo día en que se habían conocido. Entonces le había asegurado que sabía que serían amigos y que, por tanto, no tenía sentido seguir prevaricando—. ¡Querida! —También solía hablar en cursiva—. Qué perfecto, qué delicioso, qué gratificante que me hayas invitado a cenar. Querida.
La señorita Tarabotti sonrió. Era imposible no hacerlo en presencia de Lord Akeldama, tan absurdos eran siempre sus atuendos. Además de los tacones, vestía polainas a cuadros amarillos, bombachos de satén dorado, chaleco a rayas naranjas y amarillas y una chaqueta para la ocasión de fino brocado rosa. El pañuelo caía sobre su pecho como una esponjosa cascada naranja, amarilla y rosa de la mejor seda china, apenas contenida por un magnífico alfiler con un enorme rubí incrustado. Su rostro, de facciones siempre etéreas, estaba cubierto por una capa de polvos tan abundante como innecesaria, puesto que su tez ya era de por sí pálida. Dos círculos de colorete rosa decoraban sus mejillas como si fuese una marioneta. Lucía también un monóculo de oro, a pesar de que, como todos los vampiros, gozaba de una visión perfecta.
Con suma elegancia, tomó asiento frente a Alexia, al otro lado de una pequeña mesa perfectamente dispuesta para la cena.
Para desesperación de su madre, la señorita Tarabotti había insistido en recibirle en casa, a solas en su salón de dibujo privado. Alexia trató de convencerla de que la supuesta incapacidad de los vampiros para entrar en residencias ajenas sin ser invitados no era más que un mito basado en la obsesión colectiva por la etiqueta social, pero su madre se negó a creer sus palabras. Tras algunos exabruptos histéricos, en su mayoría de escasa importancia, la señora Loontwill cambió de parecer. Consciente de que el encuentro tendría lugar tanto con su beneplácito como sin él, cogió a sus hijas menores y a su marido de la mano y partieron raudos a casa de Lady Blingchester a pasar el resto de la velada jugando a las cartas. La señora Loontwill era especialista en la teoría de lo que no se ve no puede hacerte daño, en especial cuando se trataba de Alexia y lo sobrenatural.
De modo que Alexia tenía la casa para ella sola, y únicamente Floote, el sufrido mayordomo de los Loontwill, presenció la llegada de Lord Akeldama. El vampiro no pudo disimular cierto malestar al respecto, y es que tanto dramatismo en el asiento y tanta gracia en el posado bien merecían una audiencia mucho más numerosa.
Lord Akeldama extrajo un pañuelo perfumado del bolsillo y azotó alegremente el hombro de la señorita Tarabotti con él.
—He oído, mi pequeña y dulce ciruela, que ayer fuiste una chica muy, muy mala en el baile de la duquesa.
Lord Akeldama podía parecer y actuar como un bufón arrogante, pero lo cierto era que poseía una de las mentes más afiladas de todo Londres. El Morning Post pagaría la mitad de sus ingresos semanales por la clase de información a la que el vampiro parecía tener acceso en cualquier momento de la noche. Según las sospechas de Alexia, Lord Akeldama habría introducido zánganos entre los sirvientes de cada casa importante, y fantasmas espías en los edificios de las instituciones públicas más importantes.
La señorita Tarabotti se negaba a darle la satisfacción de preguntar cómo conocía lo sucedido la noche anterior, de modo que se limitó a esbozar la más enigmática de las sonrisas y servir sendas copas de champán.
Lord Akeldama jamás bebía otra cosa, a excepción, claro está, de cuando bebía sangre. De acuerdo con las malas lenguas, suya era la afirmación según la cual la mejor bebida era la unión de ambos líquidos, una mezcla que él mismo había bautizado con el nombre de Sorbete Rosa.
—Entonces, ¿sabe por qué le he invitado? —preguntó Alexia mientras le ofrecía un aperitivo de queso.
Lord Akeldama sacudió una mano con la muñeca muerta antes de tomar el aperitivo y morder la punta.
—La razón, mi querida niña, es que me has invitado porque no soportas estar sin mi compañía ni un solo segundo más. Y que me arranquen el alma si el motivo es cualquier otro.
La señorita Tarabotti le hizo un gesto al mayordomo. Floote le dedicó una mirada de leve desaprobación y abandonó la estancia en busca del primer plato.
—Ese es el motivo exacto de la invitación, naturalmente, y estoy segura de que usted también me ha echado de menos, puesto que no nos hemos visto en siglos. Estoy segura de que su visita nada tiene que ver con una ávida curiosidad por saber cómo me las ingenié para matar a un vampiro ayer por la noche —respondió Alexia dulcemente.
Lord Akeldama levantó una mano.
—Un momento, querida. —Se llevó la mano a un bolsillo del chaleco y extrajo un pequeño objeto puntiagudo formado por algo parecido a dos horquillas clavadas en un cristal tallado. Golpeó la primera con la uña del dedo pulgar, esperó un momento y repitió el proceso con la segunda. El artilugio emitía un sonido disonante y rasgado, como el zumbido de dos abejas discutiendo, que parecía amplificarse por efecto del cristal. Colocó el objeto con sumo cuidado en el centro de la mesa, donde continuó con su zumbido discordante. De momento no parecía del todo irritante, pero prometía serlo en breve.
—Uno se acostumbra enseguida —explicó Lord Akeldama a modo de disculpa.
—¿Qué es eso? —preguntó Alexia.
—Esa pequeña gema es un disruptor de resonancias armónicas de auditorio. Uno de mis chicos lo trajo de París recientemente. Encantador, ¿no te parece?
—Sí, pero ¿qué hace? —quiso saber Alexia.
—En esta estancia no mucho, pero si alguien intenta escuchar lo que aquí sucede desde lejos con, digamos, una trompetilla u otro dispositivo de escucha, crea una suerte de sonido parecido a un grito que provoca un terrible dolor de cabeza. Lo he comprobado.
—Extraordinario —dijo Alexia, impresionada a su pesar—, ¿vamos a hablar de algo que otra gente podría querer escuchar?
—Bueno, estábamos discutiendo sobre cómo te las ingeniaste para matar a un vampiro, ¿cierto? Y, puesto que yo sé exactamente cómo lo hiciste, pétalo mío, tal vez no quieras que el resto del mundo también lo sepa.
—Oh, ¿de veras? ¿Y cómo lo hice? —inquirió Alexia, ofendida.
Lord Akeldama no pudo contener la risa, mostrando una colección de colmillos particularmente blancos y afilados.
—Oh, princesa. —Con uno de esos movimientos que solo los mejores atletas o los seres sobrenaturales eran capaces de ejecutar, cogió la mano de Alexia. Sus colmillos desaparecieron al instante, la belleza de su rostro se tornó ligeramente afeminada y la fuerza abandonó sus extremidades—. Lo hiciste así.
Alexia asintió. Lord Akeldama había necesitado cuatro encuentros para deducir su condición de preternatural. Vivía al margen de las colmenas y, en consecuencia, nunca había sido oficialmente informado de su existencia, algo que para él era una mácula vergonzosa en su larga carrera como fisgón. La única excusa posible ante semejante error era que, mientras los hombres preternaturales eran escasos, su versión femenina apenas existía. Lord Akeldama sencillamente no había calibrado la posibilidad de encontrarse con una en forma de solterona asertiva en exceso, enredada en el grueso de la sociedad londinense y acompañada por dos hermanas ridículas y una madre más ridícula aún. Desde aquel día, aprovechaba cualquier ocasión para recordar la naturaleza única de su amiga cogiéndole la mano o el brazo siempre que tenía oportunidad.
En aquella ocasión, le acarició la mano cariñosamente, sin que mediase atracción alguna en el movimiento.
—Mi dulce niña —le había dicho una vez—, no corres más riesgo a ese respecto del que corres ante un posible mordisco por mi parte, siendo ambas opciones igualmente imposibles. En el segundo caso, porque no poseo el equipamiento necesario si te toco; en el primero, eres tú a quien le falta algo. —La biblioteca de su padre se había ocupado de resolver las incógnitas restantes. Alessandro Tarabotti había tenido una vida llena de viajes y aventuras antes del matrimonio, y coleccionaba libros de todos los rincones del Imperio, algunos de ellos llenos de ilustraciones ciertamente fascinantes. Al parecer, sentía auténtica pasión por los estudios sobre pueblos primitivos, que dieron como resultado una extensa colección de documentos que alentarían a la mismísima Evylin a entrar en una biblioteca, en caso de que conociera su existencia. Por suerte, la familia Loontwill al completo era de la opinión que si algo no se originaba en la sección de cotilleos del Morning Post, no merecía la pena leerlo. En consecuencia, Alexia sabía más de los designios de la carne que cualquier otra solterona inglesa, y lo suficiente para no molestarse con los pequeños gestos de afecto de Lord Akeldama.
—No imaginas el descanso que encuentro en el milagro de tu compañía —le había dicho el vampiro la primera vez que posó su mano en ella—. Es como haberse pasado la vida nadando en las aguas cálidas de una bañera y de pronto zambullirse en un gélido arroyo de montaña. Intenso pero bueno para el alma. —Se encogió de hombros—. Me gusta sentirme mortal de nuevo, aunque solo sea un momento y en tu gloriosa presencia. —La señorita Tarabotti le había dado permiso para que le cogiera la mano siempre que así lo deseara, siempre que fuese en la más estricta privacidad.
Alexia tomó un sorbo de champán.
—El vampiro de anoche no conocía mi existencia —explicó—. Se abalanzó sobre mí, directo al cuello, y de pronto perdió los colmillos. Creía que, a estas alturas, la mayoría de los suyos lo sabían. Al menos los del ORA me siguen la pista de cerca. Lord Maccon apareció enseguida, muy pronto incluso para él.
Lord Akeldama asintió y su cabello reflejó la suave luz de una vela cercana. Los Loontwill habían instalado los últimos avances en luces de gas, pero Alexia prefería la cera de abeja, a menos que fuera para leer. A la luz de las velas, el cabello de Lord Akeldama despedía un brillo dorado tan intenso como el de las hebillas de sus zapatos. Para el imaginario popular, los vampiros eran seres oscuros y ligeramente atormentados; Lord Akeldama era la antítesis de tales expectativas. Llevaba el pelo largo y recogido en una coleta baja, siguiendo un estilo que hacía siglos que había pasado de moda. Levantó la mirada hasta encontrarse con la de Alexia, y su rostro parecía serio y antiguo, ajeno a lo absurdo de su atuendo.
—Todos te conocen, perla mía. Las cuatro colmenas oficiales informan a sus larvas justo tras la metamorfosis de la presencia de una chupa-almas en Londres.
La señorita Tarabotti no pudo reprimir una mueca de disgusto. Lord Akeldama solía ser cuidadoso con el uso de aquel término, pues conocía el poco apego que Alexia sentía por él. El vampiro había sido el primero en utilizarlo en su presencia, la noche en que finalmente había descubierto la verdadera naturaleza de su amiga. Por primera vez en su larga vida, la sorpresa del hallazgo hizo temblar los cimientos de un carisma cultivado a lo largo de los siglos. La señorita Tarabotti, naturalmente, no se había ofendido al ser calificada de chupa-almas, y desde aquel día Lord Akeldama había obviado su uso, excepto para aclarar algún punto. Y aquella noche, bajo la luz de las velas, tenía algún punto por aclarar.
Floote llegó con la sopa, una deliciosa crema de berros y pepino. Lord Akeldama no se nutría del consumo de alimentos, pero sí apreciaba su sabor. A diferencia de sus congéneres más repulsivos, prefería no entregarse a la conocida costumbre instaurada por los vampiros de la antigua Roma, de modo que no había necesidad de pedir un cubo para la purga. Se limitaba a probar los distintos platos y dejar el resto para los sirvientes. No tenía sentido desperdiciar una buena sopa, y aquella ciertamente lo era. Muchas cosas podían decirse de los Loontwill, en su mayoría negativas, pero si de algo no podían ser acusados era de frugalidad. Incluso Alexia, a pesar de su condición de soltera empedernida, recibía una asignación lo bastante cuantiosa como para poder vestir a la última moda, aunque ella prefería ceñirse a los dictados de una tendencia en concreto hasta sus últimas consecuencias. La pobre no podía evitarlo. A su elección de vestuario siempre le faltaba alma. Ajenos a semejante desgracia, la extravagancia de los Loontwill incluía la contratación de un buen cocinero al servicio de la familia.
Floote abandonó discretamente la estancia en busca del segundo plato.
Alexia retiró la mano de la de su amigo e, incapaz de fingir por más tiempo, se dispuso a ir al grano.
—Lord Akeldama, dígame qué está pasando. ¿Quién era el vampiro que me atacó anoche? ¿Cómo podía no conocerme? Ni siquiera sabía qué soy, como si nadie le hubiese informado de la existencia de los preternaturales. Sé perfectamente que el ORA mantiene nuestra existencia al margen de la opinión pública, pero los clanes y las colmenas son informados como norma.
Lord Akeldama se inclinó sobre la mesa y volvió a golpear las horquillas del resonador.
—Mi querida y joven amiga, esa, y no otra, es la verdadera cuestión. Desgraciadamente para ti, y puesto que has eliminado al individuo en cuestión, cada facción sobrenatural interesada en el tema empieza a creer que solo tú conoces las respuestas a esas mismas preguntas. Son muchas las especulaciones, y los vampiros somos seres recelosos por naturaleza. Algunos mantienen que tú misma, o, el ORA, quizás los dos, estáis ocultando información a las colmenas intencionadamente. —Sonrió, todo colmillos, y tomó un sorbo de su copa de champán.
Alexia se recostó sobre el respaldo de su silla y suspiró.
—Bueno, al menos eso explica tanto interés por invitarme.
Lord Akeldama no se movió un ápice, aunque pareció erguirse en su silla.
—¿Invitarte? ¿Quién te ha hecho llegar una invitación, mi querida petunia en flor?
—La condesa Nadasdy.
Lord Akeldama se incorporó de un salto, esta vez de manera bien visible. Su pañuelo en forma de cascada tembló sobre su pecho, presa de la agitación.
—La reina de la colmena de Westminster —siseó a través de una ristra inacabable de colmillos—. Se me ocurren varios términos con los que describirla, querida, pero mi educación me impide exteriorizarlos en presencia de una señorita.
Floote entró en la estancia con el plato de pescado, un simple filete de lenguado aderezado con tomillo y limón. Observó sorprendido el extraño dispositivo que descansaba sobre la mesa y luego a un Lord Akeldama inusualmente perturbado. Alexia, intuyendo que su fiel mayordomo tenía intención de quedarse en la estancia para proteger a su señor, le hizo un gesto imperceptible con la cabeza para que los dejara solos.
La señorita Tarabotti estudió el rostro de Lord Akeldama detenidamente. Su amigo era un vampiro errante, ajeno a las normas y las restricciones de una colmena, una elección extraña y poco común entre los de su especie. Se necesitaba mucha fuerza psicológica y también física para separarse de una colmena. Una vez conseguida la autonomía, los errantes tendían a perder ligeramente la cabeza y decantarse por la vertiente más excéntrica de la aceptabilidad social. En deferencia a su propia condición, Lord Akeldama mantenía siempre todos sus papeles en orden y se preocupaba por estar al día en los listados oficiales del ORA. En su caso, sin embargo, ser errante también significaba tener algunos prejuicios contra las colmenas.
El vampiro probó el pescado, pero su delicioso sabor no pareció mejorar ni un ápice su mal humor. Apartó el plato a un lado y se recostó en su silla, golpeando insistentemente uno de sus caros zapatos contra el otro.
—¿No le gusta la reina de Westminster? —preguntó Alexia con su mejor gesto de inocencia.
Lord Akeldama se sumió en los recuerdos de un pasado lejano. Parecía afectado y sus muñecas habían perdido toda su fuerza.
—La reina, mi querido narciso, la reina de Westminster y yo… hemos tenido nuestras diferencias. Tengo la penosa impresión de que me encuentra ligeramente… —guardó silencio, como si buscara la palabra adecuada—… extravagante.
La señorita Tarabotti observó detenidamente a su amigo, evaluando el significado de sus palabras y del sentido que parecía esconderse tras ellas.
—Y yo que creía que era a usted a quien no le agradaba la condesa Nadasdy.
—Mi querida niña, ¿quién te ha dicho eso?
Alexia se entregó a la ingesta de su plato de pescado, claro indicativo de que no tenía intención de revelar sus fuentes. Una vez terminado, se produjo un instante de silencio mientras Floote retiraba los restos y servía el plato principal: una deliciosa combinación de carne de cerdo troceada, compota de manzana y pequeñas patatas asadas. Cuando el mayordomo abandonó la estancia, la señorita Tarabotti decidió hacer a su invitado la pregunta crucial para la que lo había invitado.
—¿Qué cree que quiere la condesa de mí?
Lord Akeldama entornó los ojos e, ignorando por completo la carne, se dedicó a juguetear con el alfiler de rubí con el que sujetaba su pañuelo.
—A mi parecer, existen dos posibilidades: o sabe exactamente qué sucedió anoche en el baile y quiere sobornarte para que guardes silencio, o no tiene ni idea de la identidad del vampiro o de qué hacía este en su territorio y cree que tú sí.
—En cualquier caso, me convendría estar mejor informada de lo que lo estoy —convino la señorita Tarabotti antes de morder una pequeña patata recubierta de mantequilla.
El vampiro asintió.
—¿Está seguro de que no sabe nada más? —insistió Alexia.
—Mi querida niña, ¿quién crees que soy? ¿Lord Maccon, tal vez? —Levantó la copa de champán y la hizo girar sujetándola por la base, observando ausente las pequeñas burbujas—. Y no es mala idea, mi dulce tesoro. ¿Por qué no acudir a los licántropos? Probablemente conozcan algunos de los detalles más relevantes de todo este embrollo. Lord Maccon, como miembro del ORA, los conocerá todos.
Alexia trató de aparentar indiferencia.
—Pero como guardián de los secretos del ORA, también es el menos indicado para revelar los detalles más cruciales.
Lord Akeldama dejó escapar una risa afectada, más propia del artificio que de la diversión más genuina.
—Entonces, dulce Alexia, no tendrás más remedio que utilizar tu arsenal de artimañas femeninas contra él. Desde que tengo uso de razón, y créeme cuando te digo que han pasado ya algunos años, los hombres lobo siempre han sucumbido a las artes del sexo amable. —Arqueó las cejas, consciente de que su físico era el de un joven de no más de veintitrés años, su edad real en el momento de la transformación—. Pobres bestias, siempre a merced de las mujeres, a pesar incluso de su exceso de brutalidad —continuó, estremeciéndose con lascivia—. Lord Maccon especialmente. Tan grande y tan rudo —añadió, emitiendo un discreto gruñido.
La señorita Tarabotti no pudo reprimir una risita. Nada era más divertido que ver a un vampiro tratando de emular las maneras de un hombre lobo.
—Te recomiendo que le hagas una visita mañana mismo, antes de tu encuentro con la reina de Westminster. —Lord Akeldama se inclinó sobre la mesa y cogió a Alexia por la muñeca. Los colmillos desaparecieron al instante y sus ojos brillaron con la energía marchita de su verdadera edad, dato que Alexia nunca había conseguido sonsacarle. «Querida», solía decirle, «un vampiro, al igual que una dama, nunca revela su verdadera edad». Pero lo cierto era que Lord Akeldama le había hablado en detalle de los días oscuros previos al anuncio de la existencia de lo sobrenatural. Antes de que las colmenas y los clanes se diesen a conocer en las Islas Británicas. Antes de la prestigiosa revolución en la ciencia y la filosofía que su aparición había desencadenado, conocida como Renacimiento para el común de los británicos y Siglo de las Luces para los vampiros. Los sobrenaturales se referían al periodo anterior como Edad Media por razones más que evidentes, y es que habían pasado décadas escondidos bajo el protector manto de la noche. Se necesitaba mucha paciencia y unas cuantas botellas de champán para conseguir que Lord Akeldama hablara de ello. Aun así, según sus explicaciones y los cálculos de Alexia, su amigo tenía no menos de cuatrocientos años.
Observó al vampiro con detenimiento. ¿Era miedo el destello que veía en sus ojos?
—Mi querida paloma —dijo él, y su rostro denotaba una seriedad sentida—, no sé qué está sucediendo. ¡Ignorante de mí! Por favor, ten mucho cuidado.
La señorita Tarabotti conocía la verdadera causa de su inquietud: Lord Akeldama no tenía la menor idea de qué estaba pasando. Durante años, se había acostumbrado a guardarse un as en la manga en cualquier asunto político mínimamente importante. Disponía siempre de la información antes que nadie y, sin embargo, en aquel preciso instante, estaba tan perplejo como ella.
—Prométeme —continuó—, que intentarás sonsacar información a Lord Maccon antes de poner un solo pie en esa colmena.
Alexia sonrió.
—¿Para vuestro mayor entendimiento?
El vampiro sacudió su rubia testa.
—No, querida, para el vuestro.