Revelaciones sobre un plato de hígado troceado
—Mmm, no creo que sea una buena idea. —Lord Maccon empezaba a jadear.
—Ya basta —le reprendió la señorita Tarabotti—. Fuiste tú quien empezó todo esto.
—Y sería terrible para todos que lo terminara —dijo él—. O que lo terminaras tú, tanto da. —Pero no intentó apartarla de su regazo. En lugar de ello, pareció sentirse fascinado por el escote del vestido, que se había movido considerablemente durante sus ejercicios. Una mano enorme trazaba la línea del volante de encaje, de un lado a otro. Alexia se preguntó si Lord Maccon tenía algún tipo de interés especial por la moda femenina.
Mientras tanto, ella había tenido tiempo de ocuparse del pañuelo del conde, desabrocharle los botones del chaleco y luego los de la camisa.
—Creo que llevas demasiada ropa —se quejó Alexia.
Lord Maccon, que en otras circunstancias no podría haber estado más de acuerdo, ahora, en cambio, se sentía agradecido. Cada segundo que Alexia perdía desabrochando un botón equivalía a recuperar un ápice de cordura. Sabía que su capacidad de autocontrol estaba allí, en alguna parte, pero era incapaz de dar con ella. Apartó la mirada de las cumbres de tan hermosos pechos e intentó pensar en cosas especialmente desagradables, como verduras demasiado cocinadas y vino barato.
Alexia consiguió finalmente su objetivo: deshacerse de la ropa de Lord Maccon lo suficiente como para dejar al descubierto la parte superior de su pecho, hombros y cuello. Por el momento había dejado de besarlo, un hecho que el conde recibió como una bendición. Respiró aliviado y la miró a los ojos. La expresión de su rostro parecía más cercana a la curiosidad que a cualquier otro sentimiento.
Justo entonces Alexia se inclinó sobre él y empezó a mordisquearle el lóbulo de la oreja.
Lord Maccon se retorció y emitió un quejido más propio de un animal herido. Alexia concluyó que su experimento hasta entonces había cosechado un éxito sin precedentes. Y es que, al parecer, lo que es bueno para unos, bueno es también para los otros.
Decidió continuar con sus investigaciones: avanzar lentamente con pequeños besos garganta abajo y seguir por la clavícula hasta llegar al mismo punto en el que ella misma lucía una marca de color azulado. Una vez allí, le mordió. Con fuerza. Alexia nunca hacía nada a medias.
A punto estuvo Lord Maccon de caerse de la butaca.
Alexia aguantó, los dientes clavados en la carne. No quería abrir una herida, pero sí dejar una marca y, dada la condición sobrenatural del conde, tendría que esforzarse. Cualquier marca desaparecería en cuanto se rompiese el contacto entre ellos y él estuviese a salvo de la influencia preternatural de Alexia. Su piel tenía un sabor delicioso: a sal y carne, como una salsa. Dejó de morder y lamió delicadamente la marca rojiza con forma de media luna que acababa de grabar en él.
—Maldición —exclamó Lord Maccon entre jadeo y jadeo—. Tenemos que detener esto.
Alexia se arrimó al calor de su cuerpo.
—¿Por qué?
—Porque en cuestión de minutos ya no seré capaz de controlarme.
Alexia asintió.
—Supongo que sería lo más prudente. —Suspiró. Era como si llevara toda una vida haciendo siempre lo correcto.
Pronto, sin embargo, descubrieron que la decisión ya no estaba en sus manos. Algo sucedía en la casa, a juzgar por la conmoción procedente del vestíbulo de la casa.
—Vaya, yo nunca… —dijo la sorprendida voz de una mujer.
Pronto sus palabras recibieron una respuesta murmurada en forma de disculpa, cuyas palabras resultaban ininteligibles desde la sala de estar pero que parecían proceder de boca del mayordomo, Floote.
—¿En la sala de estar? —intervino de nuevo la desconocida—. Oh, ¿cómo dice? ¿En misión del ORA? Comprendo. Estoy segura de que… —La voz perdió intensidad hasta desvanecerse.
Alguien llamó a la puerta de la estancia.
La señorita Tarabotti se levantó rápidamente del regazo de Lord Maccon. Para su sorpresa, sus piernas parecían haber recuperado la movilidad. Se colocó el polisón y saltó en el sitio hasta que las capas de la falda ocuparon sus respectivas posiciones.
Lord Maccon, más preocupado por el tiempo, se limitó a abrocharse los primeros botones de la camisa y los últimos del chaleco y la chaqueta. Sin embargo, fracasó estrepitosamente con el nudo del pañuelo.
—Espera, déjame a mí. —La señorita Tarabotti le hizo un gesto para que apartara las manos y le ató el pañuelo.
Mientras ella se entregaba al complicado nudo de su corbata, Lord Maccon intentó arreglarle el pelo con idénticos y nefastos resultados. Sus dedos rozaron suavemente el cardenal que Alexia lucía en el cuello.
—Siento lo del mordisco —se excusó de nuevo.
—¿Detecto en tus palabras una disculpa sincera? —preguntó Alexia mientras se peleaba con el nudo, pero con una sonrisa en los labios—. La marca no me molesta. Lo que me molesta es que yo no puedo hacerte lo mismo. —El mordisco que le había propinado hacía apenas unos minutos se había desvanecido en cuestión de segundos, mientras ella recomponía la caída de su falda. Luego añadió, porque Alexia nunca podía guardar silencio ni cuando más le convenía—: Los sentimientos que inspiras en mi, milord, son cuanto menos poco delicados. Deberías cejar en tu empeño inmediatamente.
El conde la miró a los ojos para comprobar la seriedad de sus palabras e, incapaz de determinar si bromeaba o no, optó por guardar silencio.
La señorita Tarabotti terminó con el nudo del pañuelo. El conde le había retocado el peinado para que al menos no se notaran los signos de lo que acababa de suceder entre ellos. Cruzó la estancia para abrir las cortinas y mirar por los enormes ventanales en busca de alguna pista sobre quién podía ser el misterioso visitante.
Quienquiera que fuese, siguió llamando a la puerta con insistencia, hasta que finalmente esta se abrió para dar paso a la más extraña de las parejas, la señorita Hisselpenny y el profesor Lyall.
Ivy no dejaba de hablar. Cuando vio a su amiga, corrió a su lado, excitada como un erizo con un sombrero chillón.
—Alexia, querida, ¿sabías que hay un licántropo del ORA merodeando en el recibidor de tu casa? Cuando he llegado para tomar el té, lo he sorprendido arrinconando a tu mayordomo con aire amenazante. Por un momento he temido que se enzarzaran en una pelea a puñetazos. ¿Por qué querría visitarte alguien así? ¿Y por qué Floote parecía tan decidido a no dejarle pasar? ¿Y por qué…? —No terminó la frase, puesto que, finalmente, había reparado en la presencia de Lord Maccon. Su sombrero, una pieza particularmente grande a rayas blancas y rojas y coronado por una pluma de avestruz amarilla, empezó a temblar descontrolado.
Lord Maccon no apartaba la mirada de su segundo al mando.
—Randolph, tiene un aspecto terrible. ¿Qué hace aquí? Le envié a casa.
El profesor Lyall observó el aspecto desaliñado de su alfa, preguntándose a qué atrocidades había sucumbido el pobre pañuelo. Entornó los ojos y se volvió hacia Alexia para comprobar el estado de su peinado, un tanto perjudicado. A pesar de lo evidente, Lyall había sido beta a las órdenes de tres alfas consecutivos y era un maestro en el arte de la discreción. En lugar de comentar o responder la pregunta de Lord Maccon, se acercó al conde y le susurró algo al oído con aire expeditivo.
La señorita Hisselpenny, mientras tanto, acababa de reparar en el estado deplorable del peinado de su amiga. Siempre atenta al menor de los detalles, instó a Alexia a que tomara asiento y ocupó el espacio contiguo en el pequeño sofá.
—¿Te encuentras bien? —Se quitó los guantes y comprobó la temperatura de su amiga con el dorso de la mano—. Estás muy caliente, querida. ¿Crees que podrías tener fiebre?
La señorita Tarabotti miró a Lord Maccon por entre sus abundantes pestañas.
—Es una forma de decirlo.
El profesor Lyall dejó de susurrar.
Lord Maccon se ruborizó. Algo había turbado la paz del momento.
—¿Que han hecho qué? —¿Es que acaso siempre está enfadado?
Susurros y más susurros.
—Pero ¡por los clavos del Santo Cristo! —exclamó el conde, siempre tan elocuente.
La señorita Hisselpenny reprimió un grito de indignación.
Por su parte, la señorita Tarabotti, que empezaba a acostumbrarse a la procacidad del conde, no pudo evitar reírse ante la expresión de asombro de su amiga.
El conde se dirigió al perchero, se puso el sombrero sin demasiados miramientos y, tras una ristra de improperios a cual más creativo, todos ellos del tipo visceral, abandonó la estancia a paso ligero.
El profesor Lyall sacudió la cabeza con resignación y chasqueó la lengua.
—Imagínese mostrarse en público con el pañuelo en semejante estado.
El pañuelo en cuestión, acompañado de su correspondiente cabeza, reapareció en la puerta de la estancia.
—Vigílela, Randolph. En cuanto llegue a la oficina, enviaré a Haverbink para que lo releve. Cuando llegue, por lo que más quiera, váyase a casa y duerma. Hoy tendremos una noche larga.
—Sí, señor —asintió el profesor Lyall.
Lord Maccon volvió a desaparecer, y esta vez sí pudieron oír el sonido del carruaje del castillo de Woolsey emprender un trote desbocado calle abajo.
La señorita Tarabotti se sintió abandonada, afligida y no del todo indigna ante las miradas de compasión que Ivy le dedicaba. ¿Qué tenían de malo sus besos que siempre provocaban la huida en estampida del conde de Woolsey?
El profesor Lyall, que al parecer no se sentía muy cómodo, se quitó el sombrero y el abrigo y los colgó en la percha que el Lord Palabrotas acababa de dejar libre.
Luego procedió a revisar la estancia. Alexia desconocía qué buscaba exactamente, pero, fuera lo que fuese, al parecer no lograba dar con ello. Los Loontwill se enorgullecían de estar siempre a la última, y su sala de estar, donde solían recibir a las visitas, no podía ser menos. Había muebles por todas partes, entre ellos un piano de pared que ninguna de las mujeres de la casa sabía tocar, y también numerosas mesillas decoradas con manteles bordados y repletas de daguerrotipos de todo tipo, botellas de cristal con modelos de dirigibles suspendidos en su interior y otras baratijas. Mientras llevaba a cabo su investigación, el profesor Lyall evitó todo contacto con la luz del sol. De moda desde que la clase sobrenatural reveló su existencia varios siglos atrás, las pesadas cortinas de terciopelo filtraban una pequeña cantidad de luz diurna, que el beta evitaba con una meticulosidad harto puntillosa.
La señorita Tarabotti imaginó que el profesor debía de estar realmente cansado para sentir los efectos nocivos del sol. Los licántropos más longevos podían soportar varios días despiertos durante las horas de luz. El profesor estaba al límite de su resistencia, o quizás era otra dolencia la que sufría.
Las señoritas Tarabotti y Hisselpenny observaron con curiosidad mientras el amable licántropo recorría la estancia. Revisó el revés de las insípidas acuarelas de Felicity y miró bajo la infame butaca orejera. Alexia se puso colorada al pensar en la butaca y lo que en ella había sucedido recientemente. ¿De veras había sido tan descarada? Qué vergüenza.
—Siéntese, profesor —dijo la señorita Tarabotti cuando el silencio se hizo demasiado incómodo—. Parece usted un muerto en vida. Nos está mareando con tantos paseítos de aquí para allá.
El profesor Lyall respondió con una sonrisa desganada, pero obedeció la orden. Se acomodó en una pequeña silla auxiliar estilo Chippendale que previamente había arrastrado hasta el punto más oscuro de la estancia: el rincón junto al piano.
—¿Deberíamos pedir que nos sirvan el té? —preguntó la señorita Hisselpenny, preocupada por el aspecto enfermizo del licántropo y por la evidente condición febril de su amiga hasta el punto de obviar todo sentido de la propiedad.
La señorita Tarabotti se sorprendió de la cantidad de recursos de que disponía su amiga.
—Una idea excelente.
Ivy se acercó a la puerta de la sala para llamar a Floote, quien apareció de pronto como por arte de magia sin necesidad de ser avisado.
—La señorita Alexia no se encuentra muy bien y aquí el caballero…
De pronto Alexia se horrorizó ante su propia falta de modales.
—¡Ivy! ¿Quieres decir con eso que no os he presentado? Y yo que creía que os conocíais. Si habéis entrado juntos.
La señorita Hisselpenny se volvió hacia su amiga.
—Nos hemos encontrado en la entrada, pero nadie nos ha presentado formalmente. Discúlpeme, Floote —continuó, dirigiéndose de nuevo al mayordomo—. ¿Qué estaba diciendo?
—¿Té? —sugirió Floote, siempre tan eficaz—. ¿Algo más para acompañar?
—¿Tenemos hígado? —preguntó Alexia desde el sofá.
—¿Hígado, señorita? Tendría que consultarlo con el cocinero.
—En caso que tengamos, dígale que lo trocee y lo sirva crudo. —Miró al profesor Lyall en busca de su beneplácito, y este asintió agradecido.
Tanto Ivy como Floote se horrorizaron ante semejante demanda, pero nada podían hacer contra los deseos de Alexia. Al fin y al cabo, y mientras los Loontwill no regresaran, aquel era el hogar de la señorita Tarabotti y en él se cumplía con su voluntad.
—Y unos sándwiches de mermelada —añadió Alexia con firmeza. Ahora que Lord Maccon ya no estaba en el edificio, había recuperado parte de su aplomo habitual, que en su caso solía manifestarse en forma de hambre.
—A sus órdenes, señorita —respondió Floote, y abandonó la sala de estar.
Finalmente, Alexia pudo hacer las presentaciones oportunas.
—Profesor Lyall, le presento a la señorita Hisselpenny, mi amiga más querida. Ivy, este es el profesor Randolph Lyall, segundo al mando del castillo de Woolsey y consejero de protocolo, según tengo entendido.
Lyall se puso de pie e hizo una reverencia, e Ivy hizo lo propio desde la puerta. Una vez finalizadas las formalidades, ambos regresaron a sus asientos.
—Profesor, ¿puede decirme qué ha ocurrido? ¿Por qué Lord Maccon ha tenido que marcharse con tanta prisa? —La señorita Tarabotti se inclinó hacia delante y fijó la mirada en las sombras. Le resultaba difícil leer la expresión de su rostro en aquellas condiciones, lo cual suponía una ventaja para él.
—Me temo que no, señorita Tarabotti. Asuntos del ORA. No se preocupe, el conde se ocupará de ello tan pronto como pueda.
Alexia se acomodó en el sofá, cogió uno de los cojines rosados y bordados con cintas que en él descansaban y se dedicó a tirar de una de las borlas con aire distraído.
—En ese caso, me gustaría saber si puedo hacerle una pregunta sobre protocolo.
La señorita Hisselpenny abrió los ojos como platos y desplegó el abanico. Aquel brillo en los ojos de Alexia solo podía significar que su amiga se disponía a formular una pregunta como poco sorprendente. ¿Había estado leyendo los libros de su padre otra vez? Ivy se estremeció ante semejante posibilidad. Siempre había sabido que de aquellos horribles manuscritos no podía venir nada bueno.
El profesor Lyall, sorprendido ante el cambio de tema, miró a la señorita Tarabotti algo incómodo.
—Ah, ¿es un secreto? —preguntó Alexia. Uno nunca podía estar seguro cuando se trataba de seres sobrenaturales. Sabía de la existencia de conceptos como protocolo y etiqueta de manada, pero a veces la única forma de conocer tales costumbres era a través de la sabiduría popular, puesto que los interesados nunca hablaban de ello en público. Era cierto que los hombres lobo estaban más integrados en la vida diaria que los vampiros, pero, aun así, la mejor manera de conocerlos era siendo uno de ellos. Al fin y al cabo, sus tradiciones eran mucho más antiguas que las de los humanos.
El profesor Lyall se encogió de hombros con elegancia.
—No necesariamente. Debo advertirle, sin embargo, que las leyes de la manada a menudo son bastante directas y no por necesidad pensadas para los oídos de una joven de la delicadeza de la señorita Hisselpenny.
Alexia le respondió con una sonrisa.
—¿A diferencia de mí? —preguntó, acorralando al licántropo.
El profesor Lyall no era un hombre con el que se pudiera jugar.
—Mi querida señorita Tarabotti, si algo le sobra a usted es resistencia.
Ivy, colorada hasta las orejas, desplegó el abanico y empezó a agitarlo con fuerza para refrescarse la cara. Era una pieza de seda china de color rojo con encaje amarillo en los bordes, y hacía juego con el horrible sombrero que Ivy había escogido para la ocasión. Alexia puso los ojos en blanco. ¿Acaso el dudoso gusto de su amiga se estaba extendiendo al resto de sus accesorios?
La señorita Hisselpenny recobró parte de su aplomo, al parecer gracias a la intervención de su abanico.
—Por favor —insistió—, no os abstengáis innecesariamente por mi culpa.
La señorita Tarabotti sonrió con aprobación y le dio unas palmaditas en el antebrazo a su amiga antes de volverse de nuevo hacia el profesor Lyall en su oscura esquina de la habitación.
—¿Le parece que vaya al grano, profesor? El comportamiento de Lord Maccon ha sido altamente desconcertante últimamente. Ha acometido diversas… —guardó silencio un instante en busca de las palabras exactas—, incursiones ciertamente interesantes hacia mi persona. Todo empezó, como sin duda usted mismo pudo comprobar, la otra noche en plena calle.
—¡Oh, mi pobre Alexia! —exclamó la señorita Hisselpenny, horrorizada—. ¡No querrás decir con eso que alguien os observaba!
La señorita Tarabotti rechazó la preocupación de su amiga.
—Únicamente el profesor Lyall, aquí presente, al menos que yo me diera cuenta, y él es la discreción personificada.
—No quisiera ser grosero, señorita Tarabotti —intervino el profesor, a pesar del cumplido—, pero su duda acerca del protocolo de la manada es…
Alexia tomó aire.
—A eso voy. Debe entender, profesor Lyall, que para mí esto resulta de lo más incómodo. Permítame que aborde el tema de forma indirecta.
—Nada más lejos de mis intenciones que pedirle franqueza, precisamente a usted, señorita Tarabotti —respondió el licántropo en un tono de voz que a Alexia se le antojó rallante con el sarcasmo.
—Sí, bueno, tanto da —continuó ella resoplando—. Ayer mismo por la noche, en una cena a la que ambos asistimos, Lord Maccon me dio a entender con su comportamiento que lo sucedido en plena calle hacía apenas unas horas había sido… un error.
La señorita Hisselpenny apenas pudo contener la sorpresa.
—¡Oh! —exclamó—. ¡Cómo se atreve!
—Ivy —la interrumpió la señorita Tarabotti no sin cierta dureza—, permíteme que termine mi historia antes de juzgar a Lord Maccon a la ligera. Eso, al fin y al cabo, es privilegio mío. —De algún modo, Alexia no podía soportar la idea de que su amiga del alma pensara mal del conde—. Esta tarde —continuó—, al regresar a casa, me lo encontré esperándome en esta misma estancia y, al parecer, ha vuelto a cambiar de idea. Cada vez estoy más confundida. —Clavó la mirada en el pobre beta—. ¡Y no soy de las que aprecian esta clase de indecisiones! —exclamó, deshaciéndose del cojín que sostenía sobre su regazo.
—¿Ha vuelto a complicarlo todo? —preguntó el profesor.
Floote apareció con la bandeja del té. A falta de un protocolo más apropiado, había ordenado que se sirviera el hígado crudo en un plato de cristal tallado de los que solían utilizar para el helado. Al profesor Lyall no pareció importarle la presentación; devoró la carne con avidez y delicadeza al mismo tiempo, ayudándose de una pequeña cuchara de cobre.
Floote sirvió el té y desapareció nuevamente por donde había venido.
La señorita Tarabotti llegó al fin al quid de la cuestión.
—¿Por qué ayer por la noche me trató con altanería y hoy, sin embargo, se muestra tan solícito conmigo? ¿Tiene algo que ver con las formas de la manada? —preguntó, y acto seguido tomó un sorbo de té, tratando de disimular su nerviosismo.
Lyall se acabó el hígado, dejó el plato vacío encima del piano y observó detenidamente a la señorita Tarabotti.
—¿Diríais que inicialmente Lord Maccon dejó su interés por usted bien claro? —preguntó.
—Bueno —respondió ella—, nos conocemos desde hace años. Antes del incidente en la calle, diría que su actitud era más bien apática.
El profesor Lyall soltó una carcajada.
—Usted no escuchó ninguno de sus comentarios después de cada uno de sus encuentros. De todas formas, me refería más recientemente.
Alexia dejó la taza sobre una mesita auxiliar y empezó a gesticular acompañando sus palabras. Era una de las pocas costumbres italianas que se había colado en su repertorio, a pesar de que apenas había conocido a su padre.
—Bueno, sí —respondió, extendiendo los dedos de las manos—, aunque no con especial decisión. Sé que soy demasiado mayor para una relación amorosa a largo plazo, especialmente con un caballero de la posición de Lord Maccon, pero si me estaba ofreciendo estatus de guardiana, ¿no debería informarme debidamente? ¿Y no es algo imposible para… —Se volvió hacia su amiga, que nada sabía de su condición de preternatural. Ni siquiera sabía de la existencia de los de su especie—… para alguien tan falto de creatividad como yo convertirse en guardiana? No sé qué pensar. Me niego a considerar la posibilidad de que sus insinuaciones formen parte del cortejo. De modo que, cuando ayer por la noche volvió a ignorarme, di por sentado que lo ocurrido en la calle no había sido más que un error de proporciones colosales.
El profesor Lyall suspiró de nuevo.
—Sí, eso. ¿Cómo decirlo con delicadeza? Me temo que mi estimado alfa piensa en usted instintivamente, sin hacer uso de la lógica, y la percibe como una hembra alfa de licántropo.
La señorita Hisselpenny frunció el ceño.
—¿Eso es un cumplido?
Viendo el plato vacío, la señorita Tarabotti sirvió una taza de té para el profesor. Lyall tomó un sorbo con delicadeza, arqueando las cejas tras el borde de la taza.
—¿Para un macho alfa? Sí. Para el común de los mortales, sospecho que no especialmente. Pero todo tiene su explicación.
—Por favor, continúe —le rogó la señorita Tarabotti, intrigada.
Lyall continuó.
—Se negaba a admitir su interés por usted, incluso a sí mismo, de modo que sus instintos se hicieron cargo de la situación.
La señorita Tarabotti, en cuya mente los instintos de Lord Maccon le instaban a cometer atrocidades tales como cargarse su cuerpo al hombro y desaparecer en las profundidades de la noche, volvió a la realidad de un salto.
—¿Y?
—¿Es un problema de control? —intervino la señorita Hisselpenny, buscando la aprobación del profesor con la mirada.
—Muy perceptiva, señorita Hisselpenny. —El profesor asintió sinceramente sorprendido por la sagacidad de la joven, a lo que Ivy respondió sonrojándose de nuevo.
La señorita Tarabotti, por su parte, empezaba a entenderlo todo.
—Durante la cena, ¿esperaba que fuera yo quien rompiese el hielo? —La idea le pareció tan sorprendente que casi se le escapó una carcajada—. ¡Pero si estaba tonteando con otra! ¡Con una… Wibbley, ni más ni menos!
El profesor Lyall asintió.
—E intentando captar su atención al hacerlo, obligándola a mostrar interés, indicar su objetivo o imponer su condición de hembra dominante. Preferiblemente las tres cosas a la vez.
Tanto Alexia como la señorita Hisselpenny guardaron silencio, asombradas ante lo que acababan de oír, la primera de ellas, eso sí, menos horrorizada que inquieta. Al fin y al cabo, ¿no acababa de descubrir en aquella misma estancia la profundidad de su propio interés en equiparar la dinámica macho-hembra? Imaginó que si podía morder a Lord Maccon en el cuello y mortificarse por su propia imposibilidad para dejar una marca, bien podía declarar su interés por él en público.
—En el protocolo de la manada, lo llamamos el Baile de la Perra —explicó el profesor Lyall—. Usted es, y perdóneme si la ofendo, sencillamente demasiado alfa.
—Yo no soy alfa —protestó la señorita Tarabotti, poniéndose en pie y recorriendo la sala de estar de un lado a otro. Era evidente que la biblioteca de su padre le había fallado por completo en lo que a las sutilezas y hábitos de apareamiento de los licántropos se refería.
Lyall la miró —manos en las caderas, cuerpo rotundo, decisión y firmeza— y sonrió.
—No hay muchas mujeres licántropo, señorita Tarabotti. El Baile de la Perra hace referencia a las relaciones dentro de la manada: la elección de la hembra.
La señorita Hisselpenny aún guardaba silencio, horrorizada. La mera idea era totalmente ajena a su educación.
Alexia meditó un instante sobre ello y descubrió que le gustaba la idea. Siempre había admirado secretamente la posición dominante de las reinas vampiras; desconocía que los licántropos tuviesen algo parecido. ¿Pueden las hembras alfa, se preguntó Alexia, imponer su voluntad por encima de la de los machos en otras áreas distintas al romance?
—¿Por qué? —preguntó.
—Tiene que ser así, teniendo en cuenta que ellas son pocas y nosotros muchos —explicó el profesor—. No está permitido luchar por una hembra. Los hombres lobo raramente viven más de uno o dos siglos, y siempre es por culpa de las batallas internas. Las leyes son estrictas al respecto, y es el deán en persona quien se ocupa de que se cumplan. La elección es siempre de la mujer, en cada paso del baile.
—Así que lord Maccon esperaba que fuese yo quien se acercara. —La señorita Tarabotti reparó por primera vez en lo difícil que debía de ser para los sobrenaturales más longevos adaptarse a las normas siempre cambiantes de la sociedad victoriana. Lord Maccon siempre parecía tenerlo todo por la mano, tanto que a ella ni siquiera se le había ocurrido la posibilidad de que todo aquel malentendido no fuera más que fruto de un desafortunado error—. ¿Qué me dice de su conducta de hoy?
La señorita Hisselpenny reprimió una exclamación de sorpresa.
—¿Qué ha hecho? —preguntó, temblando deliciosamente de horror.
La señorita Tarabotti le prometió contarle los detalles más tarde, aunque esta vez no podría revelarle hasta el último detalle. Las cosas entre ellos habían progresado demasiado para alguien de la sensibilidad de Ivy. Si solo mirar la butaca era suficiente para que Alexia se sonrojara, un recuento detallado de lo sucedido podría ser demasiado para su querida amiga.
El profesor Lyall tosió, en opinión de la señorita Tarabotti para contener la risa.
—Eso tal vez haya sido culpa mía. Hablé con él muy seriamente, recordándole que la tratara como una joven moderna y no una licántropo.
—Mmm —dijo la señorita Tarabotti sin apartar la mirada de la butaca—, ¿quizás demasiado moderna?
Las cejas del profesor Lyall describieron un arco ascendente hasta lo alto de su frente. Se inclinó hacia ella, sacando parte del cuerpo de las sombras.
—Alexia —intervino la señorita Hisselpenny muy seria—, debes obligarlo a que aclare sus intenciones contigo. Si persiste en esa clase de comportamiento, podría acabar provocando un escándalo de proporciones considerables.
La señorita Tarabotti pensó en su condición de preternatural y en su padre, quien antes de contraer matrimonio había sido un donjuán más que reputado. Ni te lo imaginas, estuvo a punto de responder.
—Quiero decir que no basta con pensarlo, hay que decirlo en voz alta —continuó Ivy—. ¿Qué pasaría si su intención fuese ofrecerte carte blanche? —Tenía los ojos abiertos de par en par y en ellos brillaba un destello de comprensión. Ivy era lo suficientemente inteligente como para saber cuáles eran las perspectivas de Alexia, le gustaran estas o no. Y, siendo prácticos, una boda con alguien de la posición social de Lord Maccon no formaba parte de ellas, por muy romántica que fuera su imaginación.
Alexia sabía que la intención de Ivy no era la de ser cruel, pero, aun así, no pudo evitar sentirse herida por las palabras de su amiga. Asintió, desanimada.
—Me niego a creer que las intenciones de mi señor sean, cuanto menos, honorables —intervino el profesor Lyall, afectado por la repentina tristeza en los ojos de Alexia.
—Es usted muy amable, profesor —dijo ella—. Y, sin embargo, siento que tengo frente a mí un gran dilema: responder según el protocolo de la manada —guardó silencio unos segundos al ver la mirada horrorizada de Ivy—, o arruinar mi reputación y condenarme a la ruina y al ostracismo. O negarlo todo y seguir con mi vida como hasta ahora.
La señorita Hisselpenny tomó la mano de su amiga entre las suyas y la apretó con afecto. Alexia le devolvió el gesto y luego habló como si tratara de convencerse a sí misma. Y es que, al fin y al cabo, no tenía alma, lo cual la convertía en un ser conmovedoramente práctico.
—La mía no es precisamente una vida llena de penurias. Tengo buena salud y nunca me ha faltado de nada. Quizás no sea útil para mi familia ni me sienta querida entre ellos, pero nunca antes había sufrido tanto. Y tengo mis libros. —Guardó silencio, consciente de pronto de lo cerca que estaba de la autocompasión.
El profesor Lyall y la señorita Hisselpenny intercambiaron miradas y entre ellos sucedió algo, un pacto silencioso con el propósito de… Ivy aún no sabía de qué, pero, cualquiera que fuese el futuro, la señorita Hisselpenny estaría encantada de tener al profesor Lyall de su parte.
Floote apareció por la puerta.
—Ha venido un tal señor Haverbink a verla, señorita Tarabotti.
El señor Haverbink entró en la estancia y cerró la puerta tras él.
—Perdone que no me levante —se excusó el profesor—. Llevo demasiados días sin dormir.
—No se preocupe, señor. —Haverbink era un hombre de una corpulencia extraordinaria y, a juzgar por su indumentaria, de origen humilde y clase trabajadora. Lo que su forma de hablar, tan delicada y correcta, ponía en duda, su físico se ocupaba de demostrarlo. Parecía pertenecer a esa extraña clase de granjeros que, cuando los bueyes se desplomaban víctimas del cansancio, cogen el arado, lo atan a su cuerpo y terminan de arar los campos a mano.
Las señoritas allí presentes jamás habían visto tantos músculos en un solo cuerpo. Solo el cuello tenía el diámetro de un árbol.
El profesor Lyall se ocupó de las presentaciones.
—Señoritas, el señor Haverbink. Señor Haverbink, esta es la señorita Hisselpenny y esta otra la señorita Tarabotti, la persona a quien ha de vigilar.
—¡Oh! —exclamó Ivy—. ¿Es usted del ORA?
El señor Haverbink asintió afable.
—Sí, señorita.
—Pero usted no es… —Alexia no estaba muy segura de cómo lo sabía, pero lo cierto era que aquel hombre no pertenecía a ninguna especie sobrenatural. Tal vez fuera por lo relajado que parecía a plena luz del día, o por su aspecto de hombre normal y corriente. También carecía del exceso de dramatismo propio de aquellos que tenían demasiada alma.
—¿Un hombre lobo? No, señorita. Tampoco me interesa convertirme en guardián, de modo que esa es una decisión que no tengo intención de tomar nunca. Eso sí, me he enfrentado a uno o dos contrincantes en el cuadrilátero, no se preocupe por eso. Además, el jefe no cree que tengamos problemas, al menos no durante el día.
El profesor Lyall se puso en pie lentamente. Parecía cansado y tenía el rostro pálido y demacrado. El señor Haverbink se volvió hacia él, solícito.
—Os pido disculpas, señor, pero su Señoría me ha ordenado que le acompañe hasta el carruaje y me asegure de que parte hacia el castillo. Él tiene la situación bajo control en las oficinas.
El profesor Lyall, al borde de la extenuación, se dirigió titubeante hacia la puerta.
El señor Haverbink, todo músculos, seguramente hubiese preferido levantar al beta en brazos y llevarlo él mismo hasta el carruaje, aliviando al licántropo de su angustia. Pero, en un claro signo de que tenía experiencia previa trabajando con los del género sobrenatural, prefirió respetar la voluntad de su superior y ni siquiera hizo ademán de ofrecerle un brazo al que asirse.
Cortés hasta el último instante, el profesor Lyall recogió su sombrero y su abrigo, se los puso y se despidió con una reverencia desde la puerta de la sala de estar. Alexia y Ivy temieron que se cayera de bruces, pero el licántropo se irguió y consiguió llegar primero a la puerta de entrada de los Loontwill y luego al carruaje del castillo de Woolsey con apenas un par de traspiés aquí y allá.
El señor Haverbink se aseguró de que llegara sano y salvo a su transporte y luego volvió a la sala de estar.
—Si me necesitan, estaré frente a la casa, junto a aquella farola —le dijo a la señorita Tarabotti—. Estaré de servicio hasta la puesta del sol; a partir de ese momento, habrá tres vampiros en rotación toda la noche. Su Señoría no quiere arriesgarse, no después de lo que ha sucedido.
A pesar de que se morían de curiosidad, tanto Alexia como Ivy prefirieron no acosar al hombre con preguntas. Si el profesor Lyall no les había dicho nada acerca de qué urgencia se había llevado al conde tan de repente, él tampoco se mostraría comunicativo.
El señor Haverbink hizo una reverencia, marcando hasta el último de los músculos de su espalda, y abandonó la estancia con paso decidido. La señorita Hisselpenny resopló mientras agitaba su abanico.
—Ah, la campiña, qué paisaje nos espera allí… —citó.
—Ivy —dijo la señorita Tarabotti entre risas—, lo que acabas de decir es cuanto menos malvado. Bravo.