Capítulo 14

El día se presentaba muy lúgubre. Todos los intentos para que el Papa Clemente V concediera el perdón a Jacques de Molay, vigésimo tercer y último Gran Maestre de la Orden del Temple, habían fracasado. La debilidad del Sumo Pontífice para enfrentarse al rey Felipe IV, apodado el Hermoso, era la causa de todo. El rey mandaba en la política y en la religión. Incluso había hecho trasladar la sede papal de Roma a Avignon. Nadie osaba contradecirle y la desgracia había caído sobre aquellos que habían defendido, durante más de dos siglos, a los peregrinos en Tierra Santa.

La razón era obvia. Los Caballeros Templarios habían amasado fama, respeto, poder y fortuna y en cambio las arcas del rey estaban casi vacías.

Declarar herejes a los miembros del Temple suponía apoderarse de todas sus posesiones, bienes y riquezas y eso era demasiado apetecible para ser despreciado por un rey ambicioso.

La mentira vertida sobre el comportamiento de esos Caballeros, acusándoles de haber rendido culto a Baphomet, había sido la piedra angular para sacarles de sus castillos y encarcelarles. Durante siete largos años, las negociaciones habían sido muchas pero todas inútiles ya que el rey exigía al Papa que se cumpliera la pena capital al haber obtenido su confesión por escrito. Una confesión lograda bajo tortura y mediante promesas incumplidas.

El sol comenzaba a despuntar tras los muros de la catedral de Notre Dame. Justo enfrente, en la plaza principal, se alzaban dos estacas sobre sendas piras de madera listas para ser prendidas y ejecutar al Gran Maestre Jacques de Molay y a su lugarteniente Geoffroy de Charnay.

—Debéis prepararos, mi señor —dijo Bertrand de Montagut al Gran Maestre.

—Gracias, fiel escudero. Habéis sido el único en desafiar y superar todas las trabas que os han puesto para permanecer a mi lado hasta el último momento.

—He tratado de hacer lo que mi conciencia me ha dictado en todo momento. Si me permitís quisiera daros un consejo, mi señor.

—Adelante, aunque en mi situación no sé si servirá de mucho.

—Mi señor, la madera de la pira de la hoguera ha sido impregnada con brea y con aceites para que prenda rápidamente. Procurad respirar y tragar mucho de ese humo. Eso hará que perdáis el conocimiento más pronto y que cuando las llamas se apoderen de vuestro cuerpo, Vos ya no sintáis nada.

—Siempre me has sido de gran ayuda, aunque hayas permanecido en un segundo plano. Gracias Bertrand, procuraré seguir tu consejo. Avisaré a Geoffroy para que haga lo mismo.

—Debo confesaros además, que ayer añadí una sustancia en las barricas de brea con la que embadurnarán las maderas. Les añadí un líquido verdoso obtenido de una receta muy antigua y secreta. Respirad fuerte, os embriagará rápidamente.

—Gracias de nuevo, Bertrand —dijo el Gran Maestre mientras rezaba arrodillado—. Lo haré. No obstante, espero tener tiempo de proclamar mi inocencia al mundo entero. Mi muerte ha de servir para destapar la infamia del rey y del Papa contra nuestra Orden.

—No temáis. Podréis hacerlo inmediatamente después de que os lean la sentencia firmada por el Papa.

—Ahora dejadme solo. Quiero pasar mis últimos momentos rezando para que los fundamentos que dieron origen a nuestra Orden y los secretos por los que han luchado tantos y tantos hombres de honor, perduren en el tiempo.

—Como Vos ordenéis, mi señor.

Hastings todavía recordaba aquellas horas de la madrugada del 18 de Marzo de 1314 con gran amargura.

Cuando el sol estaba en lo alto, les bajaron. Iban los dos con las manos atadas a la espalda. Los dos hombres parecían estar tranquilos cuando les ataron a las estacas y el representante de la Santa Sede, les leyó los cargos.

—Jacques de Molay y Geoffroy de Charnay. Se os acusa a ambos de herejía, de idolatría y de sodomía. Se os acusa por renegar de Jesús y por asegurar que es un falso profeta. Se os acusa de escupir a la cruz y de adorar a falsos ídolos. También se os acusa de homosexualidad y de daros besos obscenos.

Todos estos cargos han sido admitidos y firmados por los dos. La condena que se os impone es la muerte en la hoguera purificadora de los pecados. ¡Qué Dios se apiade de vuestras almas!

—Proceded —dijo finalmente dirigiéndose a los verdugos que esperaban con dos antorchas encendidas.

Fue en ese momento cuando Jacques de Molay proclamó a gritos su inocencia y declaró que las confesiones habían sido obtenidas con tortura y con engaños. Después lanzó al aire sus últimas y premonitorias palabras. Unas palabras que por su importancia todavía retumbaban en los oídos de Hastings.

—¡Papa Clemente! ¡Rey Felipe! Os cito a los dos a que antes de un año, comparezcáis ante el tribunal de Dios para que recibáis vuestro castigo. ¡Malditos! ¡Malditos! Seréis todos malditos hasta la treceava generación de vuestras familias.

Hastings recordaba como Jacques de Molay había proclamado su maldición una y otra vez, hasta que su voz se apagó para siempre.

También recordaba cómo esta maldición se había cumplido por completo. El Papa Clemente V falleció el 20 de Abril de 1314, fruto de un ahogo por sofocación. Apenas había pasado un mes desde que el gran Maestre pronunciara sus palabras. El rey Felipe IV murió en la noche del 26 al 27 de Noviembre del mismo año, debido a un ictus cerebral. Sus tres hijos varones fallecieron en los doce años siguientes sin haber dejado descendencia masculina.

Patrick Hastings colocó sobre la mesa la fotografía ampliada del grafismo. La mesa estaba tan desordenada como el resto del apartamento. Apartó con el brazo los vasos sucios y las servilletas del papel usadas para dejar un espacio libre para la foto.

Su mirada se centró en el tercer anillo circular. Allí estaban los cinco signos encadenados en un orden perfecto. El primer signo eran dos llaves cruzadas que simbolizaban el poder otorgado a Pedro y a todos sus sucesores, al habérseles entregado con ellas, la custodia del reino de los cielos. El segundo signo era la cruz templaria que había identificado Gina. Era la cruz que lucían todos los Caballeros de la Orden en su pecho. La relación entre esos dos primeros signos estaba muy clara, ya que había sido el Papa Urbano II el gran impulsor de la creación de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo, como se la llamó en un principio, bajo el mando de su primer Gran Maestre, Hugues de Payns.

El tercer signo emanaba del segundo ya que era la representación del escudo de armas de último Gran Maestre templario. Un escudo dividido en cuatro cuadrantes con la cruz templaria en el superior izquierdo y en el inferior derecho y la barra ancha inclinada hacia abajo en los otros dos, como signo de identificación del apellido de la familia «de Molay».

El cuarto signo de esta tercera corona circular era la clave de todo. Dos puntas de flecha superpuestas y enfrentadas entre sí, simulando una cabeza humana, barbuda y con cuernos de carnero, definía el signo que permitió que el rey Felipe IV con la sumisión, la complacencia y la debilidad del Papa Clemente V, acabara con la Orden del Temple.

La condición del carácter y la firme convicción de los Caballeros Templarios en su causa también ayudaron. Los Templarios eran monjes guerreros y poseían una formación muy superior al resto de la población e incluso de la propia nobleza. Habían desarrollado en el interior de la Orden un eficiente y sofisticado sistema bancario, en el que depositaban y gestionaban las numerosas donaciones que recibían y que habían logrado que fueran libres de impuestos. El continuo contacto con el Islam les llevó a amalgamar creencias paganas con las cristianas, dando lugar a un concepto de religión propia. Ellos fueron los primeros en admitir y profesar culto a las Vírgenes negras. Por último, sus utópicas convicciones les llevaron a iniciar un camino sinárquico que pudiera englobar a cristianos, judíos y musulmanes, sustituyendo a todas las religiones existentes por una sola, en un destino espiritual conjunto. Por eso crearon sus propios símbolos y uno de los principales fue esa cabeza con barba y cuernos, a la que algunos de forma totalmente intencionada, identificaron con el diablo y le llamaron Baphomet.

Sin embargo, esa figura tenía un significado muy diferente para los Caballeros del Temple. Habían sido ellos los que habían recibido el encargo de guardar la reliquia más preciada del cristianismo, el sudario de Cristo, conocida en aquellos tiempos como el Madylion.

La Sábana Santa se guardaba en un lugar secreto. Permanecía cuidadosamente doblada dejando únicamente a la vista la cara de Cristo con la maltrecha corona de espinas todavía clavada en ella.

Ese era el verdadero significado del símbolo de los Templarios. Sin embargo, habían prometido silencio y lo guardaban celosamente. Los miembros de la Orden del Temple, en su contacto con los judíos, habían tenido también acceso a los secretos de la Cábala, habiendo desarrollado de esta forma unos conocimientos ocultos que quedarían reflejados en sus símbolos y rituales.

Las dos puntas de flecha superpuestas formaban también tres letras del alfabeto hebreo, la «Y», la «H» y la «V» y esas tres letras debidamente enlazadas formaban la palabra Yahvé.

Era por lo tanto el símbolo de Dios.

Hastings recordó a aquellos hombres como unos verdaderos luchadores frente al inmovilismo anquilosado de la Iglesia.

La defensa de sus convicciones les llevó de cabeza al quinto signo del anillo, el fuego. El Gran Maestre y su segundo murieron en la hoguera por orden de otro Papa, lo que cerraba y enlazaba de nuevo con el primer signo del tercer anillo.

Una vez más, los intentos de unión entre religiones habían fracasado al representar un peligro demasiado elevado para los seres superiores y estos habían decidido cambiar una vez más la unión por la confrontación.

Más que un «divide y vencerás», ellos aplicaban la versión del «divide, confronta y seguirás teniendo el control».

Hastings sintió más que nunca la necesidad de descifrar el séptimo signo del cuarto y último anillo. Las cuatro ‘w’ eran la clave.

A varios kilómetros de distancia, UtlerZ había establecido una nueva comunicación con MerakB.

—Todavía no lo ha descubierto —dijo el jefe—. No hay ningún indicio de que lo haya hecho.

—¿Por qué hemos de esperar a que lo descubra? —preguntó MerakB.

—Esa es precisamente la parte secreta y no revelada de nuestro plan. Debes tener paciencia y estar preparado en el lugar que ya conoces. Cuando nuestro viejo amigo descifre el verdadero significado del cuarto anillo, sus acciones van a desencadenar, sin que él se lo proponga, el comienzo del verdadero plan. En ese momento recibirás las instrucciones oportunas. No antes.

MerakB volvió a sentirse fascinado por la capacidad de liderazgo de su jefe. Estaba dispuesto a hacer todo lo que le ordenara. Estaba dispuesto a dar su vida por él si fuese necesario.

Gina Hartford no separaba su vista de la fotografía del grafismo. Desde que ayer Patrick se lo pidiera, no había dejado de estudiarlo. A su condición de científica se le unía la pasión que sentía por la numerología. Y los números no dejaban de ser también símbolos. Ella sostenía la teoría de que todo era explicable, representable y solucionable mediante el valor de los números.

Comenzó a mirarlo con ojos de matemática. Procuró abstraerse del significado de los símbolos para centrase en los números que estos le ofrecían. Lo estuvo contemplando fijamente durante más de dos horas y tomaba notas continuamente de todo lo que se le venía a la cabeza.

Cuando consideró que se había terminado el tiempo para la observación, apartó la fotografía de su vista y comenzó a leer y a repasar las notas que había ido tomando.

Mientras lo hacía se mesó los cabellos y se rascó la cabeza. Después comenzó a realizar movimientos circulares con los dos hombros a la vez para desentumecerlos. Estaba nerviosa pero se sentía totalmente relajada. De su interior surgió la necesidad de hablar con Hastings. Utilizó para ello el sistema directo que estaba instalado en la cueva. Patrick contestó de inmediato.

—¿Sucede algo?

—Nada en especial. Sólo que tengo necesidad de hablar contigo.

—¿A solas?

—Preferentemente. Aunque si deseas venir acompañado del caballito saltarín, pues tú mismo.

—¿No te cae bien Diana, verdad?

—Tengo la sensación de que esa mujer nos esconde algo y todavía no tengo claro si eso es o no es importante.

—¿Has descubierto algo?

—Muy poco. He tomado un montón de anotaciones. Las ideas se me agolpan en la cabeza pero no logran concretarse en nada consistente. Mi única conclusión ha sido que el medallón central y los cuatro anillos circulares suman cinco en total y que el cinco es un número primo. Como ves, necesito discutir mis notas con alguien que actúe un poco como un sacacorchos.

—Muchas gracias. Me siento muy halagado con esa definición. ¿Vas a añadirla a mi repertorio de secuestrador, poeta y ya no sé qué más?

—Prometo hacerlo, pero sólo si te lo mereces.

—Vendré esta noche. Recibirás la señal convenida para que desbloquees la entrada.

—¿Vendrás solo? —peguntó ella sin estar muy segura de cuál era el alcance de su pregunta.

—Todavía no lo sé.

—Ah, antes de que cortemos. Se me olvidaba decirte que le he dado mil vueltas a esas cuatro «w» y lo único que han logrado recordarme es a una serpiente. Lo siento —dijo Gina antes de accionar el botón de cerrar la comunicación.

Christopher Fowler había aceptado a regañadientes las condiciones que le había hecho llegar Travis Kent. Se había visto obligado a hacerlo, pero él sabía que la aceptación era sólo temporal. En realidad, en él, todo siempre había sido sólo temporal desde el día en que, cuando tenía doce años, mataron a su hermano que sólo era tres años mayor que él, durante una reyerta de bandas callejeras que sucedió estando él presente.

Desde aquel día, Fowler sintió un rechazo total por los hechos consumados. Pasó a odiar todo aquello que supusiera que era una manipulación y una imposición. Su desprecio por la vida le llevó a realizar actos heroicos formando parte ya de la policía, que si se los hubiera pensado dos veces, seguro que no los habría hecho.

¿Y ahora iba él a amedrentarse por un par de mequetrefes almidonados? La respuesta obvia era que no. Él iba a seguir jugando y recogiendo sus cartas hasta que pudiera jugarlas todas como un auténtico vencedor.

Esos pretenciosos se iban a enterar de quién era él. Sobre todo ese altanero de Hastings que se hacía pasar por adivino. Y si la información que le había llegado era cierta, él iba a ser el último en reír.

Las últimas palabras que Gina había pronunciado, sin ninguna importancia aparente, justo antes de cortar la comunicación, tenían muy pensativo a Hastings. No sabía cómo tenía que interpretarlas. ¿Había sido una referencia casual? ¿Conocía ella algo de su relación con la serpiente? Lo cierto es que después de algunos minutos de incertidumbre, se decidió por no considerarlas nada más que como una referencia afortunada por su parte.

No obstante, eso le llevó a recordar otra de sus existencias anteriores. Había pensado muchas veces en ella y quizás la tenía considerada como la más enriquecedora de todas.

Muchas habían sido las leyendas generadas y cimentadas alrededor de su personalidad que habían logrado perdurar hasta la época actual y que se referían a sus años de contacto con el pueblo azteca y el pueblo maya. Unas lo habían hecho con mayor fortuna que otras pero casi todas habían llegado deformadas y manipuladas, de una forma más o menos intencionada, según fuera el origen de su procedencia.

Él había cumplido con la misión que se le había encargado. Había enseñado a aquellos hombres a labrar los metales y a trabajar la orfebrería. Les había transmitido también sus exactos y avanzados conocimientos de astrología para que pudieran corregir sus pequeños errores de concepción. Se había quedado muy impresionado por la capacidad de absorción que tenían aquellos pueblos para asimilar sus enseñanzas.

Los pocos libros indígenas que se salvaron de la quema que realizaron los españoles cuando llegaron al Nuevo Mundo, relatan la presencia de un hombre alto, rubio y barbado que llegó a través del mar y de los cielos para enseñarles todo lo que él sabía y para predecirles la llegada de otros muchos.

Su paso por las dos culturas fue efímero y ambas lo elevaron a la categoría divina cuando desapareció de ellas con más o menos mitología de por medio.

Los aztecas le llamaron Quetzalcoátl.

Los mayas le pusieron el nombre de Kukulkan.

En ambos idiomas el significado era el mismo. Los dos nombres definían a una ‘Serpiente Emplumada’ que subió a los cielos para convertirse en su estrella y en su guía.

Gina se alegró cuando le vio llegar solo. Recordaba las únicas horas que habían pasado a solas cuando él la salvó del secuestro. Era cierto que lo había hecho con otro secuestro, pero ahora este lance lo recordaba como algo dulce e idílico. El comportamiento de Hastings con ella había sido el más exquisito que nunca le habían dedicado en toda su vida. Una existencia que justo hacía unos pocos días, acababa de estrenar el número tres en las decenas de su casillero.

—¿Qué tal te sienta la soledad?

—Eres toda una mujer independiente.

—No tanto. Ahora mismo dependo de ti y del resto del equipo. Mi vida corre peligro y no puedo defenderme yo sola. Necesito vuestra ayuda.

—Y yo necesito la tuya. ¿Qué más has averiguado?

—Ya te dije que he concretado muy poco. Muchas anotaciones pero casi ninguna conclusión.

—No te des tan rápidamente por fracasada. Tu reflexión sobre que el número «5» es un número primo, me ha ofrecido la posibilidad de tener una nueva visión del grafismo.

—Eso lo dices sólo para complacerme.

—Todo lo contrario. Lo digo para incitarte a que me digas más conclusiones por banales que estas te puedan parecer.

—No te creo Hastings. Demuéstrame primero que lo que me dices es verdad. ¡Pero si sólo te faltaba un signo por descifrar!

—Y todavía no lo he descifrado. Sin embargo, tu número primo ha hecho que me dé cuenta de que el grafismo sólo contiene números primos.

—Explícate.

—El medallón central contiene un solo signo y «1» es el primer número que puede considerarse como primo. El primero de los anillos circulares contiene sólo dos signos y «2» es también un número primo. En el segundo anillo hay tres signos. Cinco en el tercero y siete en el último. Pues bien, «3», «5», y «7» son los siguientes números primos. Tú me has hecho ver que el grafismo son cinco conjuntos formados por los cinco primeros números primos. Otra vez el «5». Tu número primo.

—Yo por mi parte los sumé todos y vi que el resultado era dieciocho. No supe encontrarle relación y eso me desanimó.

—Cometiste un error que es muy lógico que lo cometieras. El medallón central no forma realmente parte de las historias que se reflejan en él. Es sólo una referencia común que hilvana los cuatro anillos circulares. Si descartas ese signo que, en realidad y por sí solo, es un conjunto de tres signos, la suma que nos interesa nos vuelve a ofrecer otro número primo. El «17» —explicó Hastings.

—Estoy comenzando a sentir que me embarga la emoción. Empiezo a encontrar sentido a ese galimatías de grafismo. Por favor Patrick, cuéntame hasta donde puedas el significado de cada uno de los anillos.

—Eso nos va llevar tiempo.

—Tenemos toda la noche —contestó ella.

—Como tú quieras —acabó aceptando Hastings y comenzó por el significado del medallón central.

Hastings habló durante una hora y media. Durante esos noventa minutos en los que el protagonismo se repartió entre Nefertiti, Nerón y Jacques de Molay sólo fue interrumpido una sola vez por Gina cuando esta le preguntó.

—¿Me equivoco si creo que el cuerpo de Nefertiti no se ha encontrado nunca?

—No. No te equivocas —había contestado él muy satisfecho.

Después de esa única interrupción, Patrick había podido continuar hasta el fin de su relato.

Cuando terminó, se dio cuenta de que Gina había ido tomando notas durante todo el tiempo.

—¿Qué dicen tus notas?

—Si tenemos en cuenta que el medallón central es atemporal y nos centramos en los tres anillos circulares que nos han hablado del pasado vemos que el primero sucede en el siglo catorce antes de Cristo. El segundo tiene lugar en el siglo primero y el tercero otra vez en el catorce, pero esta vez, después de Cristo. Si sumamos «14» más «1» más «14» nos da «29».

—Y el «29» es otro número primo con la particularidad de que si además sumo los dos dígitos que lo componen, me da como resultado «11» que también es otro número primo —asintió Patrick.

—Y si consideramos el episodio del siglo «14» antes de Cristo con valor negativo. El resultado de la suma anterior es entonces igual a «1».

—Que ya hemos dicho antes que es el primer número que se puede considerar como primo. ¿Qué más?

—Por lo que yo he podido entender de tus contadas referencias y cortas alusiones al cuarto anillo y analizando la situación en la que me encuentro, o mejor dicho, que nos encontramos, he de entender que lo que está descrito en él sucederá en el siglo «21». ¿Estoy en lo cierto?

—Sí.

—Bien. En este caso, si hacemos la resta entre el siglo «21» del cuarto anillo y el «14» del tercero, el resultado es «7».

—Otro más de nuestros queridos números primos —dijo él.

—Y si hacemos lo mismo entre el tercero y el segundo anillo el resultado de restar «14» menos «1» ¿es? —preguntó ella.

—«13». Asombroso. ¡De nuevo otro número primo!

—Patrick, ¿qué interpretación le das a tanto número primo? ¿Qué significa todo eso exactamente?

—Mi explicación se decanta por lo siguiente. Los números primos son números puros porque no provienen de ningún otro. Eso les concede el carácter de ser originales y también de ser independientes en sí mismos. Es la misma característica que tienen los tres sucesos relatados en los anillos circulares. Creo que esta es la interpretación correcta. Aunque por otra parte, es también evidente que después todo está relacionado entre sí. Quizás el conjunto nos está ofreciendo un mensaje global que no acabamos de entender.

—Antes de que llegaras, y sin haberme dado cuenta de que todos eran números primos, he estado jugando con ellos. Ya sabes, con combinaciones, sumas, multiplicaciones, divisiones y después buscando relaciones entre ellas. Pues bien, casi sin darme cuenta he llagado a un punto en donde lo que he obtenido me ha asustado. Si quieres, te lo cuento.

—Adelante —confirmó Hastings.

—He realizado la multiplicación de todas las cantidades de signos que hay en cada anillo, incluido el medallón. Aunque es evidente que si no lo hubiera incluido, el resultado que habría obtenido hubiera sido el mismo.

—Es verdad. Multiplicar por uno no cambia nada —aceptó Hastings muy metido en el tema.

—El resultado de multiplicar «1» por «2» por «3» por «5» y por «7» nos da «210». Aparentemente este número nos dice muy poco, pero si lo observas más atentamente, ves que tiene tres dígitos y que la suma de ellos es también «3». Por otra parte el número de episodios relatados en los anillos que ya han pasado son también tres. Y el número «3» indica plenitud.

—Exacto —corroboró Patrick—. De la misma forma que el número «7» indica perfección.

—Correcto —asintió Gina—. Pues bien, si realizamos la multiplicación de «210» por «3», obtenemos el número «630», que tampoco parece indicarnos mucha cosa.

—Es verdad, ese número tampoco me sugiere nada que pueda considerar especial.

—A mí tampoco me lo ha hecho en un principio —continuó explicando Gina—. Pero se me ha quedado retenido en la memoria. Poco después me he visto asaltada por la vena mística. Ya sabes, aquello de que no hay bien sin mal, que no existe la luz sin la oscuridad, que el silencio es la confirmación del sonido, que no hay monedas de una sola cara, que cada anverso tiene un reverso y en ese momento, en mi cerebro el «630» ha encontrado a su contrario, el que se obtiene invirtiendo el orden de sus cifras, o sea el «036».

—¿Y? —preguntó Hastings que no veía donde quería ir a parar Gina.

—Volvamos de nuevo a la mística. Pienso que del mismo modo que la cara y la cruz son las dos partes intrínsecas e indivisibles de la misma moneda, lo que nos forman el «630» y el «036», si los sumamos, es el temido «666».

—El número de la bestia —exclamó Hastings.

—Exacto. El número «6», al no llegar a «7», indica y es signo de imperfección. Y por lo tanto, «tres seises» nos definen la «plenitud de la imperfección». Dicho de otro modo, el «666» tiene el significado de la imperfección total o también del Mal. Ya te he dicho que cuando antes he llegado a él, me he asustado mucho. ¿Crees que eso tiene significado?

—Es muy posible. Todos los hechos relatados en los anillos tienen algo que ver con la religión y el diablo es también una parte de ella.

—Tengo mucho miedo, Patrick.

—El miedo nos paraliza el pensamiento. No nos deja pensar ni discurrir. El miedo es lo último que podemos permitirnos tener. Esto es un reto y los retos no se ganan si dejamos de pensar. Hoy, aunque todavía no hayamos descifrado el séptimo signo, hemos avanzado mucho. Vamos a dormir.

—¿Te quedas aquí, conmigo?

—Sí, dormiré en aquel rincón. Un par o tres almohadones me bastarán —dijo él.

—Como prefieras —aceptó ella con una mezcla de alegría y decepción—. Te sentirás mejor si coges tres almohadones. Recuerda que el «3» es número de la plenitud —añadió.