Capítulo 4
Mullhouse abrió los ojos y miró hacia los dígitos de color rojo del reloj digital de la televisión.
—Solo son las siete y treinta y seis. ¿Por qué siempre sucede algo que me impide dormir hasta la hora que yo había planificado? ¡Todavía faltan treinta y nueve minutos hasta las ocho y cuarto!
Kevin Mullhouse había cerrado las persianas pero no lo había hecho del todo y pudo ver como a través de los agujeros de las lamas se filtraban claramente unas tonalidades rojas y azules que parecían tener vida propia. Unos sonoros golpes en la puerta de su habitación le pusieron en sobre aviso de que algo tenía que haber sucedido. El temor se convirtió en realidad en cuanto abrió esa puerta.
—¿Kevin Mullhouse? —le preguntó un hombretón de unos cincuenta años que exhibía con toda naturalidad una placa dorada de la policía de Seattle en el bolsillo pectoral de su chaqueta.
—Sí, soy yo —contestó de una forma mecánica el presidente de la «NWC».
—Vístase. Le espero dentro de digamos quince minutos en la habitación ‘614’, en la sexta planta. No tarde, por favor.
—¿Ha ocurrido algo? ¿Qué es lo que ha pasado?
—Se lo explicaré todo cuando nos veamos en la «614». Le aconsejo que hasta entonces no haga usted ninguna tontería. Hasta luego.
El panzudo hombretón se dio media vuelta y enfiló sus pasos cansinos hacia los ascensores. Mullhouse se quedó inmóvil sin cerrar la puerta hasta que le vio desaparecer completamente tras la puerta del ascensor.
Ya dentro de su habitación su mente empezó a trabajar a destajo. ¡Quince minutos! ¡Solo quince minutos! ¿Tendré tiempo de ducharme? Creo que sí. ¡Que no haga ninguna tontería! ¿Qué clase de tontería espera que yo pueda hacer ahora? No, no voy a llamar a nadie. Quizás sea esa la tontería que él espera que yo haga. No he visto nada raro en el vestíbulo. La frialdad de la mirada de ese hombre me ha descolocado. Ni siquiera me ha dicho su nombre. Sólo he visto la placa. Las luces de colores siguen girando. Las veo reflejadas en el trozo de techo contiguo a la zona de las ventanas.
Las preguntas, las respuestas, los pensamientos, los presagios y las conjeturas se sucedían sin cesar en la cabeza de Mullhouse. No logró detener la máquina de su cerebro hasta que bajó a la sexta planta. Buscó la habitación 614 y, cuando la encontró, llamó golpeando tímidamente con sus nudillos. No se atrevió ni a tocar el timbre. La puerta se abrió y apareció de nuevo el hombretón barrigudo que había conocido tan sólo hacía un escaso cuarto de hora.
—Pase. Mi nombre es Christopher Fowler y soy inspector de la policía de Seattle. Departamento de homicidios —añadió de una forma intencionadamente pausada.
—¿Homicidios?
—Efectivamente —corroboró Fowler sin dar más explicaciones.
—¿Está intentando decirme que se ha producido un homicidio? ¿Dónde? ¿Quién es la víctima?
—No estoy intentando decirle nada. Más bien es todo lo contrario, señor Mullhouse. Lo que realmente pretendo es que usted me lo cuente todo a mí.
—¿Qué significa todo esto? ¿Acaso se me acusa de algo? ¿A qué viene ese tono? Yo no sé nada, me entiende. Yo no sé nada de nada —contestó Mullhouse visiblemente alterado.
—Le aconsejo que se tranquilice. No va a conseguir nada con esa actitud negativa y menos conmigo. Sabemos, según consta en el libro de reservas del hotel, que fue usted personalmente quien realizó la reserva de la habitación de la señorita Dorothy Shealton, ayer a última hora de la tarde. También nos han detallado concienzudamente la clase de encargos que usted solicitó y mandó comprar para ella. Vestidos, flores, lencería, fruta y un sinfín de cosas más. ¿Qué fue lo que sucedió Mullhouse? ¿Por qué la mató? ¿Acaso todo lo que usted planificó no fue suficiente para que ella acabara accediendo a sus propósitos? ¿Por eso la forzó? Y cuando ella continuó negándose, a pesar de todo lo que usted le había regalado, ¿fue entonces cuando usted perdió el control y tuvo que hacerlo? Quizás no le quedó otro remedio. Los pobres no saben agradecer los esfuerzos que ustedes, los ricos, hacen con ellos. Son unos desagradecidos. Explíquemelo todo Mullhouse. Se sentirá mejor. Una buena confesión a tiempo ahorra muchos quebraderos de cabeza. No tenemos porque complicar lo que parece tan obvio a primera vista. Ella le abrió la puerta a una persona conocida. La cerradura no está forzada en absoluto. Seguro que ella le dijo que se sentía muy halagada por sus atenciones, pero que no podía acceder a lo que usted le pedía. ¿A qué clase de perversión se negó Dorothy? —Fowler se paró durante cinco segundos y luego continuó—. ¿Para qué seguir haciendo conjeturas? Mejor será que me lo cuente usted. ¿Qué sucedió para que usted se ensañara con ella de una forma tan cruel y despiadada?
Mullhouse estaba bloqueado. No era capaz de asimilar y de procesar el alud de acusaciones que el inspector ya daba como rigurosamente ciertas. Intentó rehacerse y recobrar el porte y la postura que eran innatas en él y en su forma de comportamiento.
—Inspector Fowler, ya que usted lo tiene todo tan claro, comprenderá que yo lo sea todavía un poco más. En estos momentos no tengo claro si usted me está acusando formalmente de algo o no lo está haciendo. Le ruego que se defina y en el caso de que su respuesta sea afirmativa, no responderé a ninguna de sus preguntas sin que esté presente mi abogado. Si su respuesta por el contrario es negativa, y eso significa que no tiene usted cargos contra mí, le diré que esta no es forma de sacar información y le pediré que me deje marchar. Hoy va a ser un día muy complicado y tengo mucho trabajo y muchas cosas que hacer.
Las palabras de Mullhouse rebotaron en Fowler, como si nunca hubieran sido pronunciadas. El inspector pasó de ellas y continuó actuando ignorando todas las advertencias del Presidente del Consejo de la «Nature World Corporation».
—¿Cómo debo llamarle a usted? ¿Señor Mullhouse? ¿Doctor Mullhouse? ¿Presidente Mullhouse? —preguntó Fowler con un cierto retintín.
—Conoce mi nombre de sobras. Como quiera dirigirse a mí, es sólo cosa suya —contestó Mullhouse con algo de desprecio.
—Señor Mullhouse —dijo el inspector arrastrando y recreándose en la pronunciación de la palabra señor—. Esto no es un interrogatorio. Es sólo un intercambio de información. Usted me explica primero todo lo que sabe, o dicho de otro modo, usted me cuenta todo lo que sucedió y luego yo le explico hasta donde pueda, quiera o considere oportuno. Es un buen trato para comenzar. Ya tendremos tiempo para las acusaciones formales. Ahora cuénteme usted lo que sucedió ayer desde que llegaron al hotel.
—No fue ayer cuando llegamos al hotel. Tuvimos una larga reunión y acabamos tarde, muy tarde. Debían ser más de las dos de la madrugada cuando lo hicimos. Vinimos todos juntos y a pie. Las oficinas de la «NWC» quedan muy cerca de aquí. Calculo que a unos escasos cien metros. Después de pasar por Recepción, cada uno se dirigió a su habitación. Yo me fui a la mía e intenté dormir. No he salido de ella en toda la noche. He abierto la puerta por primera vez esta mañana cuando usted ha llamado a ella. Después me he duchado y he venido aquí. El resto ya lo sabe. Ahora quisiera que me explicase lo que le ha pasado a Dorothy. Naturalmente hasta donde usted crea que puede hacerlo.
Fowler clavó la vista en los ojos de Mullhouse. La mirada rezumaba una mezcla de desafío y de intimidación. Mullhouse trató de aguantarla pero pronto se dio cuenta de que hacerlo no tenía ningún objeto y que además no conducía a nada ni a ningún sitio donde él deseara llegar. Fowler, naturalmente, lo interpretó de forma distinta y volvió a las andadas.
—En estos momentos están revisando su habitación, señor Mullhouse. Espero tener muy pronto el inventario completo de todo su contenido.
—No tiene usted ningún derecho. No me ha mostrado ninguna autorización judicial para hacerlo.
—No se confunda, Mullhouse. La habitación del hotel no es su casa. Tengo la autorización de la Dirección del hotel y eso me basta y me es suficiente. ¿Acaso teme usted que encontremos algo?
—¡Otra vez! —exclamó Mullhouse, totalmente exasperado y fuera de sí por el comportamiento del inspector—. Presente cargos contra mí y léame mis derechos o le ruego que me deje marchar.
—En esta vida no todo es de un blanco o de un negro absoluto. Existen una infinidad de tonalidades grises. Usted debería saberlo, Mullhouse.
—¿Qué pretende usted decirme con esta burda y pobre lección de policromía?
—Pues que no pienso hacer ni una cosa ni la otra. Voy a seguir haciéndole preguntas y creo que sería bueno que usted se decidiera por fin a contestarlas. Reconozco que no puedo impedir que usted salga por esa puerta —dijo mirando a la puerta de salida—. Sin embargo, le advierto que si lo hace iré a por usted. Si es verdad que usted no tiene nada que ver con el asesinato de la señorita Shealton, no debería usted tener ningún inconveniente en contestar a mis preguntas, ¿no le parece?
Mullhouse decidió ceder. Él sabía que esto era un mal trago que tenía que pasar. Sería mejor no ofrecer una imagen de rechazo frontal. No quería dar la impresión de que ocultaba algo.
—De acuerdo, inspector Fowler, pregúnteme usted. Estoy a su disposición.
El hombretón sonrió satisfecho por el resultado de su estrategia. Siempre utilizaba este sistema que además llevaba su propia marca de distinción. Lo había acuñado él solo, año atrás año. Casi podría decirse que lo había ido formando día tras día y minuto tras minuto. Fowler estaba muy seguro de su método y por eso seguía poniéndolo en práctica. Sin pensarlo y en un acto puramente reflejo, entrelazó los dedos de sus manos unos con los otros. Acto seguido, y sin separar las manos, volvió sus blancas palmas hacia Mullhouse. Era otra de sus costumbres que le permitía dominar el tempo de la situación a su antojo. Normalmente, este gesto creaba un cierto desconcierto en sus interlocutores y él lo aprovechaba para soltar un nuevo zarpazo antes de que el interrogado hubiera sido capaz de construirse una firme defensa.
—¿Qué motivo hizo que usted decidiera reservar habitación para la señorita Shealton ayer a última hora?
—Ya le he explicado que ayer tuvimos una reunión complicada. Desde el principio imaginé que podía alargarse pero no tanto. Cuando constaté que acabaríamos muy tarde, me decidí a reservarla.
—¿Por qué no ordenó que la reservara ella misma? ¿No lo había hecho ya con las otras trece?
—De buenas a primeras, ella no habría aceptado. Hubiera perdido tiempo en convencerla y no lo tenía. Actué a hechos consumados. Llamé personalmente al encargado de Recepción y le di las órdenes que creí oportunas. No tardé ni dos minutos en todo ello.
—¿Qué le ordenó en concreto? Dígame lo más exactamente posible cuáles fueron sus instrucciones.
—La reserva de la suite y la compra de algunas ropas para que Dorothy se sintiera protegida y a gusto.
—¿Protegida? ¿De qué? ¿O de quién?
—De ella misma —respondió Mullhouse—. Dorothy era muy exigente con su imagen. Nunca hubiera consentido vestir la misma ropa que había llevado el día anterior.
—Yo mismo he visto el contenido del armario, Mullhouse. Usted no mandó comprarle ropa para un solo día. El armario estaba lleno. Había de todo y si me apura le diré que había mucho de todo.
—Ya se lo he dicho. Fue para que se sintiera a gusto y libre para poder elegir lo que se iba a poner al día siguiente.
—¿Quién pagó todo eso?
—Todos los gastos y reservas se cargaron, como de costumbre, a la «Nature World Corporation» como gastos de representación.
—¿Qué es exactamente la «Nature World»?
—Es una sociedad que canaliza las donaciones privadas de entidades o personas, que la mayoría de las veces permanecen en el anonimato, hacia investigaciones que pretenden un bien o un beneficio de carácter público.
—Si yo lo dijera de otra forma y con un lenguaje menos culto, ¿cree usted que podría decirse que a través de ustedes se blanquea un montón de dinero negro que sirve luego, entre otras muchas cosas, para que ustedes puedan vivir a cuerpo de rey?
—No voy a discutir eso con usted. En el poco tiempo que hace desde que le conozco, ya me he dado cuenta de que usted tiende siempre a simplificarlo todo de una forma que, cuanto menos, podría calificarse de exagerada.
Fowler no ocultó un gesto de disgusto por el comentario que acababa de oír. Ese Mullhouse se creía muy listo, demasiado listo. Sin embargo, el refrán decía que al final el pez siempre moría por la boca y él tenía todavía tiempo. Más del que Mullhouse podía llegar a imaginarse.
El teléfono móvil que el inspector llevaba colgado del cinturón de sus pantalones comenzó a sonar. Fowler se separó unos metros de Mullhouse y se acomodó el auricular a su oreja izquierda. No dijo nada. Sólo escuchó y colgó. Era la información que necesitaba. Travis Kent tenía el don del oportunismo. Su segundo era mucho más que un simple acompañante. Era su mano derecha y su confidente. Por eso hacía más de doce años que lo mantenía a su lado.
Travis también estaba contento trabajando al lado de Fowler. Con él lo había aprendido todo y por eso nunca había pedido ni el traslado ni ningún ascenso que pudiera apartarle de su jefe.
Fowler volvió sobre sus pasos. Travis acababa de facilitarle la información que él esperaba justo en el preciso y precioso instante en que la necesitaba. Travis era sencillamente un monstruo que para él tenía la etiqueta de insustituible.
—Se sorprenderá usted pero todavía no tengo decidido cómo dirigirme a usted. ¿Qué le parecería, alpinista Mullhouse?
—¿Cómo?
—El registro de su habitación ha conllevado un importante y relevante descubrimiento. Dígame, ¿qué hacía una escalera de cuerda en su armario? ¿Acostumbra usted a llevar siempre una consigo?
—¿De qué está hablando?
—La terraza de la suite de la señorita Shealton está justo debajo de la suya, Mullhouse. Además la forma en pirámide del edificio hace que las terrazas de la última planta queden amparadas por las de la penúltima. Estas salen más que las del piso superior y eso produce una sensación de seguridad que elimina el peligro de caída al vacío y por lo tanto la sensación de vértigo. ¿Padece usted de vértigo, doctor Mullhouse?
—No tengo vértigo y ya le declaro que en mi juventud practiqué el alpinismo durante varios años. Prefiero decírselo ahora antes de que lo descubra y empiece usted a formarse más castillos de arena de los estrictamente necesarios.
—Muchas gracias pero eso ya lo sabía. Acaban de informarme de que era usted muy bueno. Me han dicho que intentó en un par de veces un «K2», ¿no es verdad?
—Efectivamente, aunque muy a mi pesar tengo que reconocer que en ninguna de las dos ocasiones llegué a coronar la cima. Oiga inspector, son ya más de las nueve de la mañana y a las diez en punto tengo una reunión muy importante. Es cierto que el punto de reunión está muy cerca de aquí, pero me gustaría prepararla antes. Le agradecería que si, como parece, ya lo sabe todo de mí, me deje usted marchar. Ya sabrá que no soy un asesino.
—No se preocupe por la reunión porque de momento nadie va a asistir a ella. Al menos hasta que yo haya terminado con todos ustedes. Todos los demás están retenidos en sus habitaciones. Cada uno en la suya y sin teléfono. Yo también he cursado las instrucciones oportunas al servicio de telefonía del hotel para que corte la comunicación tanto interna como externa en todas esas habitaciones.
—Eso es ilegal.
—Eso es precaución —rebatió Fowler—. Se ha cometido un homicidio. ¿Ya lo ha olvidado?
—Oiga Fowler, su oficio siempre me ha merecido el mayor de los respetos pero en esta ocasión.
—Pero en esta ocasión mi oficio le afecta a usted directamente y por eso —interrumpió Fowler—. Por eso ya no le merece lo mismo, ¿no es eso?
—No, no es eso.
—Mire Mullhouse, déjeme que le haga una pequeña confesión. Si fuera por mí ya le habría detenido. Sin embargo, en esta ocasión sólo estoy cumpliendo muy a mi pesar, las órdenes que he recibido. No sé lo que hacen ustedes en esa empresa, la «Nature no sé qué más».
—«Nature World Corporation» —puntualizó Mullhouse.
—Bien, se llame como se llame, deben de hacer algo que escapa a nuestras atribuciones ya que el asunto ha pasado a manos de los federales.
—¿A manos del «FBI»?
—En efecto. En los minutos que pasaron desde que yo llamé a su puerta hasta que usted llamó a la mía, recibí órdenes expresas de retenerles a todos y eso es lo que he hecho. Debo confesarle sin embargo, que esperaba tener el caso resuelto antes de que llegaran esos buitres carroñeros.
—¿Se refiere al «FBI»?
—Me refiero a quién quiero y en la forma que quiero. ¿De acuerdo? Es usted quien pone nombre y apellido a mis comentarios, no yo. Yo no tengo por qué confirmarlos ni desmentirlos. Ha tenido usted suerte de que yo no me encargue de este caso. Ha tenido usted mucha suerte.
Las últimas palabras de Christopher Fowler quedaron medio ahogadas por el timbre de la puerta. Fuera quien fuera el que llamaba, lo hacía con la insistencia del que se sabe amo y dominador de la situación y que no tiene ningún tipo de recato en demostrarlo.
Fowler abrió la puerta.
Un hombre y una mujer se identificaron con sus credenciales. A Fowler no le hizo falta hacerlo ya que aún llevaba colgando la placa dorada del bolsillo de la americana.
—¿Inspector Fowler? —preguntó el hombre recién llegado a la habitación ‘614’.
—Yo mismo —contestó simulando amabilidad el hombretón de la policía de Seattle, mientras que interiormente soltaba una retahíla de improperios al estilo de ¿Quién coño más podría ser yo? ¿Será tarugo el creído este? ¿Y esa dónde se cree que va? Con una cara así yo ya me habría hecho monja. O mejor pensado puta, que se gana más dinero con ello.
Los dos federales se presentaron.
—Soy Glenn Elmore y pertenezco al Departamento de Homicidios Especiales —dijo el hombre tendiendo la mano hacia Fowler.
—Y mi nombre es Diana Farrell. Soy doctora en Medicina y estoy en la Sección de Análisis científico y forense.
—¿Homicidios Especiales? —preguntó Fowler de forma socarrona—. ¿Acaso todas las víctimas de asesinato no son todas iguales? ¿Existen vidas que valen más que otras? ¿Hay homicidios que se apellidan ahora especiales? —añadió en clara demostración de sus palpables diferencias con los métodos usados por los federales.
—¿Quién es usted? —preguntó Elmore a Mullhouse.
—Soy Kevin Mullhouse, Presidente del Consejo de la «Nature World Corporation» —contestó presentándose.
—¿Dónde está el resto de consejeros? Le di órdenes de que los retuviera a todos, Fowler.
—Cada uno en su habitación. Sin posibilidad de comunicarse entre ellos, tal y como usted ordenó. Aquí están sus teléfonos móviles. Se los quité como medida de precaución.
—Yo sólo le pedí que los retuviera, no le dije nada de incomunicarlos. ¿Ha interrogado usted a Kevin Mullhouse? También le dije que no lo hiciera.
—No, no le he interrogado. Me ha parecido una persona muy interesante y sólo hemos estado intercambiando opiniones y pareceres. ¿No es cierto, Mullhouse? —preguntó Fowler dirigiéndole una mirada que no había visto hasta entonces.
—En cierto modo podríamos decir que así fue —contestó Mullhouse al saberse y sentirse liberado del perro de presa de la policía de Seattle.
—Doctor Mullhouse, tengo entendido que sus oficinas no están lejos. ¿Es eso cierto?
—Están a menos de cien metros de aquí. Están justo en la esquina del bloque contiguo.
—Bien, suba a ver al resto de miembros del Consejo e infórmeles de que les veré a todos a las doce en punto en sus oficinas. Vayan ustedes allí. Les pido discreción. Cuanta más mejor. Por nuestra parte yo quiero que primero la doctora Farrell examine el cadáver. Respecto a usted inspector Fowler, sólo me queda darle las gracias por su colaboración.
—Estaremos esperándoles en la Sala de Juntas —dijo Mullhouse al salir de la habitación.
—¿Es eso todo? —preguntó Fowler.
—¿Todo? Eso sólo acaba de empezar —contestó Glenn Elmore.
Mullhouse se cruzó con Travis Kent en el vestíbulo de la última planta. No le conocía pero no se extrañó de su presencia porque le pudo ver una placa de características exactamente iguales a la que le había estado torturando durante las dos horas últimas.
En ese mismo instante, dos de los consejeros se comunicaban entre ellos por un sistema que nada tenía que ver con los sistemas conocidos de la telecomunicación.
—Mullhouse ha recibido la orden de convocarnos a todos a las doce del mediodía —comunicó uno de ellos.
—Ya sabes lo que hay que hacer —contestó el otro.
—¿Se ha averiguado ya el paradero donde está escondida la doctora Gina Hartford?
—Todavía no. Ya sabes que estos cuerpos humanos tienen muchas ventajas pero también limitaciones importantes.
—A Northon le tenemos controlado pero no podemos hacerle nada hasta que nos lleve hasta ella. Es más listo de lo que supusimos en un principio.
—No te preocupes por ese. Ya le llegará su momento. Procura ganarte la confianza de Mullhouse. Él es el plan «B».
—De acuerdo, MerakB.
—Cómo me gusta sentirme llamado por mi verdadero nombre. Hasta ahora mismo, UtlerZ.