Capítulo 11

Los tres permanecían todavía en la gruta. Carl Northon seguía repitiendo las frases grabadas que había pronunciado Tom, el día en que desapareció junto a Nelly. Al final repetía una y otra vez la conclusión final a la que había llegado Gina Hartford.

Esos seres viven dentro de los árboles.

—Ya tenemos dos incógnitas menos —dijo Hastings.

—¿A qué te refieres? —preguntó Elmore—. A que ese Tom y su compañera Nelly fueron, ¿cómo te lo podría decir yo? Eso es, fueron fagocitados por aquellos seres. No los encontraremos nunca más porque ya no existen ni ellos ni sus cuerpos. Sin embargo, todavía tenemos a dos elementos que pueden aparecer en escena en cualquier momento y eso me preocupa.

—¿Te refieres a Brad Murray y a Mike Kingston, los otros dos desaparecidos?

—Efectivamente. Esos dos pueden presentarse a Gina y le pueden crear dudas y problemas. Gina verá en ellos a sus compañeros pero realmente serán sus enemigos que trataran de acabar con ella.

—Tenemos que avisarla —dijo inmediatamente Northon.

—Eso no es el del todo necesario. Apostaría cien contra uno a que ella ya lo sabe —aseveró Hastings—. Lo que sí que deberíamos hacer es hablar con ella. Oye, Carl —continúo diciendo Patrick—, ahora que ya has visto el grafismo de los círculos, ¿con cuál de esos anillos circulares coincidían más los signos en vertical que visteis en las secuoyas?

—Sin duda eran trozos parciales de los signos del último de los anillos. ¿Cuándo nos vas a explicar el resto de significados? Sólo lo has hecho con el primero de ellos.

—Son agua pasada y ahora no es el momento de aburriros con eso. Ahora es momento de regresar cada uno a su casa. Habrá que pensar en montar algún circo que nos permita hablar con la doctora Gina Hartford de una forma que no comprometa su seguridad.

—Se me ocurre una idea —intervino Elmore—. Podríamos servirnos de la policía local de Seattle.

—¿De Fowler? —preguntó Hastings viendo la transformación que se había producido en la cara de Northon.

—De Fowler, no. Me refiero a su segundo. Creo que su nombre es Travis Kent y es muy distinto a su jefe.

—Pero Kent es la viva voz de su amo. Hace todo lo que él le pide.

—Repito que creo que Kent es otra clase de persona y por tanto de policía. A nosotros tres nos tienen muy controlados y a Diana también. Si detenemos a Kent, se interpretará como una respuesta a las provocaciones de Fowler. Todo parecerá indicar que hemos iniciado una guerra entre nosotros mismos. Eso les divertirá y espero que también les relaje y les despiste. No se fijarán en Kent cuando le soltemos después de que le hayamos enrolado en nuestras filas.

La idea no desagradó a Hastings. Con toda tranquilidad la fue madurando durante el camino de vuelta y al final le dio el visto bueno a su teórico jefe. No obstante le hizo una recomendación.

—Haz que parezca más una cosa personal tuya con ese cretino de Fowler, que algo oficial entre cuerpos policiales. No quiero tener problemas con la Agencia.

—Me parece bien —admitió Elmore—. Habrá que avisar a Diana.

—Hazlo si lo estimas conveniente. Ahora voy a dejar a Northon en su hotel. Después tengo que ir a equilibrar los efectivos del tablero.

—¿A qué te refieres? —preguntó Glenn.

—Nada. Son cosas mías —respondió Hastings, mientras descendía del coche de Elmore para coger el suyo.

Pasaban diez minutos de las cinco de la madrugada cuando Hastings entró en su apartamento. Bebió un poco de agua y se tumbó en la cama. Una cama que no había arreglado en las últimas dos semanas. Ese detalle sin embargo, no le inmutó en absoluto y tampoco se hizo el más mínimo propósito de remediarlo a corto plazo. Cerró los ojos y pensó en los tres signos del segundo anillo. Una rama de olivo, un rectángulo con un pequeño círculo en el centro que tenía la letra ‘N’, del que salían cuatro rayos flechados hacia las cuatro esquinas y un triángulo con fuego en el vértice superior simulando un volcán y con el número siete ‘VII’ en cifras romanas en su interior. Tenía que descansar pero mientras lo hacía podía volver a vivir aquellos terribles días en la Roma de la mitad del primer siglo de nuestra era.

—Decidme Dácio —le preguntó el César—. ¿Por qué me teme el pueblo? ¿Acaso no se comportó Calígula de manera mucho más cruel que yo? ¿Y mi tío Claudio? ¿No fue él quien cambió la ley del incesto para poder yacer con mi madre que era su sobrina carnal?

—El pueblo no os entiende, querido César. Vos sois demasiado inteligente para ellos. Deberíais mostraros más magnánimo. Vuestro pueblo tiembla al oír el nombre de Nerón.

—La culpa la tienen esos malditos cristianos. Su falsa religión se extiende como una plaga.

—El Senado también está en vuestra contra. No podéis gobernar teniendo a todos enfrentados a Vos.

—La semana próxima me iré de vacaciones a Anzio. Allí nací, ¿lo sabíais? Desde allí prepararé algo que me hará recuperar la estima de la parte del pueblo fiel que realmente me merece. Aquí en Roma hace demasiado calor.

—Dejaos aconsejar de nuevo por Séneca. Él os podrá guiar con sus consejos y su experiencia.

—Séneca es un traidor desagradecido. Me ha abandonado.

—Os ha donado toda su fortuna.

—Esa fortuna era mía. Yo le he pagado de forma generosa durante los últimos diez años por unos servicios que al final no han dado el fruto esperado.

—Creo que os equivocáis César.

—Yo nunca me equivoco Dácio. No vuelvas a decirlo si en verdad aprecias tu vida.

La imagen de aquel hombre de mediana estatura con el pelo rubio y los ojos extremadamente claros, que sólo tenían un ligero tinte azul, le exasperó de la misma manera que lo había hecho en aquel mes de Julio del año 64. La frialdad extrema con la que había mandado asesinar a Británico, su hermanastro adoptivo y luego a su propia madre Agripina, definía de forma clara la crueldad con la que Nerón tomaba y revestía todas sus decisiones.

Hastings recordó los esfuerzos que había hecho para disuadirle de sus alocados propósitos. Pero el César era demasiado terco y poderoso. No le hizo ningún caso y empezó a tramar una estratagema para liquidar al Senado, ejecutando a los miembros que se mostraban más críticos con su persona.

Pero ocurrió un desgraciado hecho que hizo que Nerón cambiase por completo su estrategia y también la dirección de sus acusaciones de culpabilidad. El diecinueve de ese mismo mes de Julio, un feroz incendió asoló tres de los once barrios de Roma y Nerón regresó de inmediato de sus vacaciones en Anzio. Se colocó al mando de las labores de extinción y comenzó a reconstruir casas en terrenos de su propiedad para los que habían perdido la suya. Eso le hizo ganar algo de popularidad. Después culpó de todo lo sucedido a los cristianos. Mandó ejecutar de forma cruel a miles de ellos y comenzó la persecución de los mismos. De esta forma recuperó otra pequeña parte de la mucha estima que él exigía a todos los súbditos de su Imperio hacia su persona.

Hastings recordaba aquello como una nueva derrota. Un nuevo intento de religión monoteísta había sido sofocado. Los interesados defensores del politeísmo habían vuelto a vencer al igual que lo habían hecho trece siglos antes en Egipto.

Pero él, en la persona del romano Dácio, todavía no había terminado con su misión.

Desde su cama en el apartamento de Seattle, centró de nuevo sus pensamientos en el recuerdo de aquella época llena de convulsiones y de intrigas en el Imperio Romano.

—La situación se hace insostenible, Dácio.

—Lo sé, César.

—El pueblo es un gran desagradecido. No ha entendido que yo soy un poeta y un músico que gusta de degustar los placeres y las dulzuras del arte en estado puro.

—Roma no os ha perdonado lo que hicisteis con Séneca.

—Ordené su suicidio porque descubrí que estaba confabulado con Cayo Pisón. Ellos dos y otros más estaban conspirando para asesinarme. Por eso mandé confiscar los bienes de todos los senadores que no me han sido leales.

—¿Y eso incluía que violaran a sus mujeres e hijas y que degollaran a sus primogénitos varones, antes de matarles a ellos? Creo, César, que vuestra manera de concebir el arte, es a veces muy difícil de entender.

—¿Qué noticias me traes hoy? —preguntó Nerón para cambiar el signo de la conversación.

—Hoy os soy portador de una noticia que va a terminar con todos vuestros males y preocupaciones, César. El Senado en pleno ha votado contra Vos y os ha destituido del trono. Os ordena que preparéis vuestro suicidio en el plazo de dos días.

—Sabéis de sobras que yo sólo soy un artista y que voy a ser totalmente incapaz de hacerlo por mí mismo.

—Esa es la razón por la que he permanecido siempre a vuestro lado, César. Os ayudaré en todo lo que necesitéis para que podáis cumplir con toda puntualidad la orden que habéis recibido del Senado.

—Gracias Dácio. Siempre me he preguntado por qué estabas conmigo y por qué yo no te había hecho cortar la cabeza en las numerosas ocasiones en la que lo has merecido. Hoy tus palabras son la respuesta a todas mis preguntas.

—Pedidme todo lo que necesitéis, César.

El emperador Lucio Domicio Claudio Nerón César Augusto, más conocido entre la corte por Nerón Claudio César Druso Germánico, apareció sin vida en sus aposentos el nueve de junio del año 68. Tenía una daga clavada en el cuello. Le faltaban seis días para cumplir los treinta años y medio.

Tras su muerte, nunca más se volvió a ver a Dácio, su viejo y fiel criado por la ciudad de las siete colinas. El fiel sirviente del César desapareció sin dejar rastro alguno.

Las legiones de Hispania y de Germania que se habían sublevado contra el César al no percibir el dinero de sus pagas, calmaron su rebelión al recibir con suma alegría la noticia de la muerte del dictador.

Galba, un díscolo general de las legiones hispánicas que era mucho más célebre por su conocida y declarada homosexualidad que por sus éxitos militares, fue nombrado sucesor de Nerón. La dinastía de «Julia Claudia» con dieciocho césares había llegado a su fin. El declive de la supremacía de Roma empezaba su inmutable andadura.

Hastings recordó la cobardía de aquel hombre en el momento de quitarse su propia vida. Una cobardía que contrastaba con la facilidad de la que había hecho gala, cuando había decidido acabar con la de sus víctimas. Entre ellas se contaban cristianos, senadores, militares o simplemente gente del pueblo llano, a la que se divertía apuñalando en bares y burdeles cuando se disfrazaba y salía a la calle en plena noche.

También pasaron por su cabeza algunas de las numerosas leyendas que a través del tiempo se habían montado alrededor de la figura de Nerón. Muchas de ellas tenían un trasfondo de verdad fundamentada en su conocida crueldad. Otras sin embargo, eran fruto de la inventiva y la necesidad de buscar razones para embrutecer y envilecer todavía más, a una personalidad ya de por sí muy polémica, llegando incluso, a relacionarla con la predicción apocalíptica del número de la bestia. Se había constatado que la suma del valor de las letras de su nombre en hebreo, NRWN QSR, era el tan llevado y manido ‘666’.

Las tres figuras del segundo anillo retrataban a la perfección lo que había sucedido en una simbiosis perfecta. La decisión de representar los signos dentro de los anillos no era un hecho casual. De esta forma se conseguía una sucesión y una individualización que hubiera sido muy difícil de reflejar de otra forma. También quedaba claro que todo el grafismo formaba parte de un mismo todo.

En el primero de ellos la imagen del rostro de la reina Nefertiti y el signo que definía a Aton sostenían una dependencia mutua y era muy difícil establecer un orden de prioridad entre ellos. Lo mismo sucedía en el segundo. La rama de olivo representaba de una forma muy clara a los cristianos de la primera época. El rectángulo con el círculo en su centro era el signo del poder romano simbolizado en el scutum de sus ejércitos con el umbo central haciendo una referencia inequívoca a Nerón. Por último, la figura del volcán se tenía que interpretar como una montaña o una colina ardiendo. El número siete en su interior indicaba que eran siete las colinas que ardían y por lo tanto centraba la acción en Roma, la ciudad de las siete colinas. Teniendo en cuenta que el incendio fue la causa que desencadenó el comienzo de las persecuciones de los cristianos, el círculo nos conducía de nuevo a la rama de olivo.

Y aunque tanto el primer como el segundo anillo habían representado sendas luchas del politeísmo contra el monoteísmo con el primero como único vencedor en ambos casos, no era esa la lectura que se tenía que hacer de los hechos porque eso sólo había sido el pretexto. La auténtica razón de todo continuaba siendo el manejo del control total de la situación global por parte de los seres superiores.

Cuando estos pensaban que surgía un movimiento que podía crecer hasta convertirse en problema o en algo peligroso para ellos, tomaban la decisión de abortarlo. Y si estos movimientos o fenómenos eran más de uno, lo más inteligente era enfrentarlos entre sí. Y esto es lo que habían hecho en ambos casos. De esta forma se destruían y se debilitaban entre ellos. Era como obtener dos piezas por el precio de una sola y con el coste mínimo.

Hastings intentó descansar de nuevo. Esta vez puso la mente en blanco y lo logró.

Un pitido agudo y un led rojo que parpadeaba en su reloj de pulsera le despertaron. Era la señal de que las fuerzas del tablero se acababan de igualar. Amos Williamson y su ocupante habían pasado a formar parte de la historia de los atentados con coche bomba. El fuego les había calcinado por completo.

Se levantó y se duchó. Justo en el momento de salir de la ducha, recibió una llamada telefónica. Era Glenn Elmore.

—Patrick, ¿te has enterado ya de la noticia?

—¿Qué ha pasado?

—Se han cargado a otro miembro del Consejo de la «NWC». El coche de Amos Williamson, ese que también era periodista, ha saltado por los aires cuando ha accionado el contacto de puesta en marcha. Cuando han logrado sofocar el fuego y le han sacado del interior del coche su cuerpo estaba reducido a una mezcla de cenizas y de carbón. ¿Cuándo se detendrá toda esta locura?

—Solo acabará cuando alguien gane la partida.

Al oír el tono de la contestación de Hastings, Glenn Elmore cayó en la cuenta del comentario de la noche anterior y rápidamente le preguntó a su compañero.

—¿No tendrás tú nada que ver en la muerte de Amos Williamson, verdad?

—Con la muerte de Amos Williamson, nada en absoluto. Amos murió hace días. El que ha muerto esta mañana nos equilibra la partida.

—¿Qué me estás pretendiendo decir con toda esta maraña de comentarios teledirigidos? —preguntó Elmore.

—Solo lo que tú seas capaz de interpretar en mis palabras. Te aseguro que nada más —sentenció Hastings—. Cambiemos de tema. ¿Cómo va la operación Kentucky? —preguntó haciendo hincapié en el Kent de la primera parte de la palabra.

—Nada nuevo todavía. Me ha llamado Northon. Ha oído la noticia y está otra vez acojonado.

—Mejor. Eso le hará estar en tensión y le mantendrá alerta. Déjale así. No creo que vayan a por él, todavía.

—Se nota que está sufriendo.

—Sufrir, dignifica.

—Estás muy sarcástico esta mañana.

—No lo creas. Yo pienso que sólo estoy expectante. Necesito hablar con quién tú ya sabes y necesito hacerlo con urgencia.

—Voy a ver lo que puedo hacer. ¿Cuándo nos vemos?

—Calculo que sobre el mediodía. Ahora tengo algunas cosas que hacer y la primera de todas es coger una toalla y secarme. Estoy poniendo un suelo de pena y además voy a coger una pulmonía. Acababa de salir de la ducha cuando me has llamado.

—Ok. Hasta entonces.

La comprobación del primer juego de chips binarios colocados en las cercanías de la casa de Amos Williamson no aportó mucha información a Hastings. Tan sólo pudo conocer que el ocupante que se había metido en el cuerpo del científico periodista era ZimbaK y que su interlocutor en la conversación interceptada ayer había sido MerakB. No recordaba haber tenido ningún encuentro anterior con el ya desaparecido ZimbaK. En cambio recordaba haber coincidido con MerakB en varias ocasiones, entre ellas, las dos reflejadas en los dos primeros anillos circulares.

Se colocó una gorra y unas gafas oscuras y salió en busca del segundo juego de chips binarios. Esta pareja de chips habría recogido también la intensidad de la explosión del coche y aunque, a priori, el dato no tenía excesiva relevancia, le iba a servir para poder comparar en el futuro.

Patrick Hastings no tuvo ninguna dificultad en hacerse con el segundo par de chips. La zona de la explosión continuaba acordonada por la policía pero las farolas en las que él las había colocado, estaban fuera de esa zona protegida. Además, su presencia no fue ni siquiera apercibida por nadie ya que una gran cantidad de curiosos merodeaba por el lugar sin otro norte que el del propio morbo por lo acontecido hacía poco más de dos horas. Hastings se confundió entre ellos.

La codificación de las señales binarias recogidas por los segundos chips, puso inmediatamente al descubierto una situación de carácter extremadamente grave. Gina Hartford había sido localizada y MerakB le ordenaba a ZimbaK que la secuestrara.

Pensaban aprovechar el momento de desconcierto que le iba a producir el cruzarse con su antiguo y desparecido compañero Mike Kingston, durante su ejercicio diario de footing matinal.

Lo cierto era que Hastings, sin saberlo, había abortado la operación de rapto de la doctora. Había sido un golpe de suerte que sin embargo, sólo había logrado retrasar el hecho en sí porque estaba claro que lo iban a intentar de nuevo. Por si eso no fuera ya un lastre muy negativo, cabía la posibilidad de que la eliminación de ZimbaK fuera interpretada como un hecho conocido y preparado de antemano. Eso podría endurecer todavía más las condiciones de la partida.

El resto de la conversación del segundo grupo de chips, no revelaba ningún hecho significativo a excepción de tres nombres más. El primero UtlerZ, el inseparable compañero de MerakB y que parecía ser el jefe del equipo. Y después ParoxM y EjbotD, dos nombres completamente desconocidos para Hastings. La indicación exacta del punto del asalto a Gina Hartford estaba establecida en grados de deriva geográfica desde lo que ellos consideraban su punto ‘cero’.

Hastings abrió el ordenador y lo desconectó de la red. Acto seguido cogió un disco duro externo y lo conectó por cable al procesador central. Cargó los mapas necesarios y calculó el punto exacto según las derivas interceptadas.

El lugar calculado correspondía a una pequeña área boscosa que estaba situada frente al hotel Rialton Palace en las afueras de la ciudad.

Hastings estudió la zona palmo a palmo, ampliando virtualmente la visión de la misma. Analizando las suposiciones más lógicas, la que tomaba cuerpo con más facilidad era la de considerar que volverían a intentarlo mañana de la misma forma y bajo la misma e idéntica estrategia.

Decidió actuar en solitario. Llamó a Elmore y le contó una excusa que ya sabía que no se iba a creer pero sobre la que tampoco iba a preguntar. Era un hecho convenido de antemano entre ellos que no dejaba lugar a muchas interpretaciones pero que revestía de mucha complejidad a quien quisiera analizarlo. Elmore le entendió a la perfección y realizó el papel que su compañero se esperaba. Hastings se sentía satisfecho al comprobar que se podía confiar en él.

Se dirigió al armario y colocó todo lo que necesitaba en una bolsa de deporte de color verde. Después cogió el coche y condujo hasta el refugio del desierto. Una vez que hubo llegado allí, realizó todos los preparativos pertinentes que precisaba para llevar a cabo su plan y esperó a que llegara la noche. Amparado en la oscuridad que ofrecía la luna nueva, salió de la cueva y se dirigió a la zona boscosa en la que Hastings suponía que iba a repetirse el intento de secuestro.

Cuando llegó, examinó los árboles y localizó el que buscaba. Entonces encaminó sus pasos hacia el hotel. Entró vestido con camisa y corbata. Iba corriendo y sudando abundantemente. La recepcionista le atendió entre sorprendida y temerosa porque era el turno nocturno y estaba sola. Ella no quería problemas. Hastings intentó tranquilizarla y le pidió permiso para utilizar los servicios de la planta del hotel. La recepcionista se lo concedió y él simulando estar apremiado por una incontenible necesidad fisiológica, le dio las gracias sin detenerse.

Entró en los servicios y se encerró en uno de los excusados. Abrió el pequeño macuto que llevaba en la cintura y que había rescatado de la bolsa de deporte verde antes de dejarla perfectamente escondida en la zona boscosa. Sacó un pequeño transmisor, lo activó y luego lo colocó adosado a la tubería de desagüe general que había localizado en el techo. Acto seguido se alisó el pantalón y salió de los servicios. Al pasar de nuevo por delante de la recepcionista, le dio las gracias de nuevo. La empleada del hotel se sintió muy aliviada cuando comprobó que el visitante abandonaba el hotel.

Hastings volvió a internase en el bosque y activó otros dos sensores para la recepción de señales. A partir de ese momento, la triangulación ya se encontraba totalmente operativa y cualquier actividad que se produjera en el hotel, por pequeña que esta fuera, iba a quedar detectada y procesada por él. Por otra parte, también tenía dominados todos los movimientos de la zona boscosa. Se sentó y esperó.

Gracias a sus especiales facultades, Hastings ya había averiguado la habitación en la que se encontraba Gina Hartford. Sin embargo, como no conocía su rostro, tenía que esperar a que el transmisor del desagüe detectase actividad en su habitación, para ponerse entonces a vigilar la puerta del hotel.

Se cambió de ropa y se enfundó ropa deportiva. Después se colocó unos auriculares que estaban conectados a los receptores y volvió a sentarse. Por precaución y para ahorrase sobresaltos inoportunos, había dejado el móvil en la gruta del desierto.

El sol apareció por el horizonte a las siete y veintidós minutos. Cinco minutos después, el árbol identificado por Hastings denotó una primera actividad de muy baja intensidad. A las siete y cuarenta y cuatro minutos se recibió la primera señal de movimiento de agua en el apartamento de Gina Hartford. Tres minutos después, se detectó la presencia de un coche a una milla de distancia en la zona este del bosque. A las ocho menos dos minutos, una figura femenina vistiendo ropa deportiva y unos auriculares de diadema, apareció en la puerta del hotel. Casi inmediatamente, el árbol identificado por Hastings entró en actividad. Veinte segundos después, un atlético ejemplar masculino comenzaba a correr en sentido y dirección contrarios a los que llevaba la figura femenina que había salido del hotel.

Hastings calculó el hipotético punto de encuentro con un margen de error de sólo seis metros. El tiempo estimado era de tres minutos y cincuenta y dos segundos. A continuación desactivó los sensores por control remoto y activó un pequeño cilindro de quince centímetros de longitud que había llevado todo el tiempo colgado del cinturón.

La intención de Hastings, era la de enviar un potente destello enfocado directamente a los ojos del deportista masculino. Había calculado que debía hacerlo siete segundos antes de que se cruzara con Gina. Sabía que sus ojos estarían todavía muy sensibles y tenía que aprovecharse de ello. Se concentró y esperó el momento mientras detectaba que otra persona entraba en el bosque por la zona este y que también encaminaba sus pasos hacia el punto de encuentro. Él intentó permanecer lo más quieto posible.

Gina se apercibió que un corredor venía en sentido contrario cuando les separaban unos doscientos cincuenta metros. A ella le extrañó la circunstancia porque era la primera vez que sucedía. Hastings, teniendo en cuenta la suma de la velocidad de los dos corredores, calculó el cruce de ambos en cuarenta y dos segundos. Preparó el cilindro y templó el pulso, mientras observaba los movimientos del segundo hombre agazapándose detrás de un árbol que estaba a unos quince metros del punto de encuentro.

Hastings contuvo la respiración y accionó el botón del láser. El corredor masculino se llevó las manos a los ojos y cayó arrodillado. De nada le sirvieron las gafas que llevaba puestas.

Gina reconoció a Mike Kingston y tuvo una primera intención de detenerse para auxiliarle pero inmediatamente desistió de hacerlo y varió el rumbo de su carrera. Torció hacia la derecha dirigiéndose de lleno a la posición del segundo hombre que salió de su escondite y se abalanzó sobre ella. Hastings disparó de nuevo, pero esta vez no fue un láser sino una bala de su pistola de nueve milímetros. El hombre cayó desplomado al suelo. Hastings tenía que aprovechar el momento porque conocía que el disparo no era definitivo y que sólo iba a concederle unos cinco minutos de ventaja. Ese era el tiempo estimado para que los dos pudieran reparar los daños sufridos y continuar la lucha. No se lo pensó dos veces y disparó por tercera vez. Esta vez el blanco elegido fue la doctora Gina Hartford y acertó de lleno. El dardo con el somnífero se clavó en la nalga izquierda de su objetivo y ella notó primero el pinchazo y después el mareo. A los pocos metros se desplomó.

Hastings corrió hacia ella. El deportista estaba ocupado en curar su ceguera y el segundo hombre en el proceso de reparar la herida de bala de su pecho. Cuando llegó a su posición se inclinó sobre ella y le colocó un arnés por debajo de las axilas y se la cargó a su espalda. Después comenzó a correr en dirección a su coche.

Cuando Gina despertó, estaba tumbada entre mullidos cojines de seda en un lugar que le pareció paradisíaco. A su lado, pudo ver a un desconocido que no había dejado de mirarla en ningún momento.

Ella todavía tardó varios minutos en estar completamente consciente. Hastings seguía mirándola.

—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? —logró articular mientras intentaba incorporarse.

Hastings se lo impidió de manera cortés.

—Ahora está a salvo y le recomiendo que permanezca unos diez minutos más sin levantarse. La droga que le inyecté con el dardo es muy fuerte pero su efecto pasa sin dejar secuelas.

—¿Quién es usted? —repitió Gina.

—Mi nombre es Patrick Hastings. Pertenezco a la sección de apoyo especial del «FBI». Mi jefe oficial, el inspector Glenn Elmore y su jefe de expedición, Carl Northon están al llegar. Y por si todavía no lo sabe, iba usted a ser secuestrada.

—¿Y no es eso lo que acaba usted de hacer? ¿Acaso no me ha secuestrado usted?

—En absoluto, doctora Hartford. Lo que he hecho yo ha sido rescatarla del secuestro.

—¿Cómo puedo saber que no me está mintiendo?

Patrick Hastings no contestó. Estaba mirándola fijamente. De hecho, no había dejado de mirarla y observarla desde que llegaron a la cueva. Había intentado encontrar en ella algo especial que confirmara todos sus presentimientos pero no lo consiguió.

Ella repitió la pregunta.

—¿Por qué se supone que he de creerle?

—Porque no le hecho ningún daño —contestó Hastings.

—Si considera usted que clavarme un dardo con somnífero en el culo y trasladarme en contra de mi voluntad, a todavía no sé dónde, es la cosa más normal del mundo, debo informarle que yo no suelo hacer ese tipo de cosas todos los días. Quiero saber dónde estoy y por qué estoy aquí.

—Está usted en un lugar donde sus enemigos, que también son mis enemigos no pueden llegar. Mejor dicho, sí que podrían llegar pero es muy improbable que se arriesguen porque caso de hacerlo estarían demasiado indefensos.

—¿Dónde nos encontramos? —volvió a preguntar Gina.

—En medio del desierto. Aquí no hay árboles.

—¿Qué sabe usted de los árboles?

—Lo suficiente para saber que lejos de ellos estamos más seguros.

—¿Por qué me observa usted con tanta insistencia? Usted no me mira. Usted me está analizando.

—Me recuerda a una persona que conocí.

—¿A su exmujer?

—No estoy casado. Me refería a una persona que conocí hace mucho tiempo. —Pues deje de mirarme de esta forma tan impertinente. Me hace sentir incómoda y no me gusta. Además, si como usted mismo dice, hace mucho tiempo de ello, ya se habrá convencido de que yo no soy esa persona.

Hastings desvió por primera vez la vista de ella y la dirigió hacia la parte más interior y oscura de la cueva. Allí, tras un angosto laberinto natural entre las rocas, se podía acceder a otra estancia más interior.

—Ven —le dijo tendiéndole la mano como invitación a que le siguiera.

Gina no tardó en reaccionar al cambio de trato y le siguió.

—¿Me aseguras que no me vas a causar ninguna clase de daño? —preguntó más por tener tema de conversación que por temor real a que ello sucediera.

—¿Es que vas a confiar ahora en la palabra de un vulgar secuestrador?

Ella pasó por alto el comentario de Hastings y continuó preguntando.

—¿Qué hay ahí dentro?

—Algo que quiero que veas antes de que lleguen Glenn y Carl.

Hastings iluminó la zona con una linterna. Gina se pegó materialmente a él. Pudo notar como latía su corazón y también el de ella. El silencio se acercaba al límite del silencio absoluto. Lo único que se podían oír eran las pisadas de ambos. El suelo estaba seco y cubierto de un finísimo polvillo que lo convertía en una superficie extremadamente resbaladiza.

—¡Ten cuidado de no resbalar! —recomendó Patrick sin volver la vista atrás.

—Procuraré no hacerlo pero sigue iluminando el suelo, por favor. El piso está muy irregular. Creo que le temo más a la posibilidad de tropezar o de doblarme un tobillo que a resbalar.

La proximidad de Gina caminando muy cerca de él, le envolvió por completo. Sin darse cuenta se vio paseando entre palmeras y pequeños estanques llenos de nenúfares. Pudo sentir la fragancia de su olor. Hacía calor. En Egipto siempre hacía mucho calor. Oyó que ella le preguntaba.

—¿Está muy lejos nuestro destino?

Y él le contestó como siempre lo había hecho. Con mucho respeto, con profunda admiración y con una intrínseca sumisión.

—El destino es sólo nuestro.

—¿He de entender que además de secuestrador, eres también poeta?

Patrick siguió iluminando el suelo. Los estanques y los nenúfares habían desaparecido pero su aroma persistía. Estaban descendiendo por una sucesión de irregulares peldaños. Ella seguía a su espalda. Tenía la mano derecha apoyada en su hombro. El contacto de la mano era suave. Más que suave era sublime. Y dentro de lo sublime está siempre lo divino.

Ella insistió en su pregunta.

—¿Eres poeta?

—Siempre he sido un enamorado del arte —acertó a contestar Hastings, mientras seguía compaginando su descenso entre la rocas con su paseo por los vergeles egipcios.

—Hemos llegado —dijo por fin Hastings, accionando una manivela al mismo tiempo que apagaba su linterna.

Por unos pocos instantes la oscuridad fue total. El suave ruido de una engrasada motobomba que giraba para poner en funcionamiento a un generador precedió a la total iluminación de la nueva cavidad natural.

—¿Qué es esto?

—Tu laboratorio —contestó Hastings.

—¿Quién ha montado todo esto?

—Yo. Lo he hecho yo solo.

—No es posible. —Lo es. Confía en mí. Tengo que hacerte unas preguntas y quisiera hacerlas antes de que lleguen Carl y Glenn. Estimo que tenemos unos veinte minutos para ello.

—Sorpréndeme con tus preguntas —dijo ella.

—¿Reconociste a Mike Kingston esta mañana?

—Sí.

—¿Por qué decidiste cambiar tu dirección y no te paraste a ayudarle?

—Sabía que no era él —aseveró taxativamente Gina.

—¿Cómo puedes estar tan segura?

—El día en el que desapareció, me dijo que quería comprobar algo que rayaba los límites de lo alucinante. Sin que él lo supiera, yo le seguí. Pude ver como Mike se acercaba desafiante a uno de los árboles en los que yo había detectado actividad. Él se fue acercando más y más mientras gritaba.

Hazlo conmigo si te atreves.

Mike repetía su desafío una y otra vez. Puse en marcha mi filmadora y lo grabé todo.

—¿Por qué crees que Mike hizo lo que hizo?

—He pensado muchas veces en ello. No descarto la hipótesis de que él supiera que yo le estaba siguiendo. Él era muy meticuloso y observador. Sabía que yo iba siempre con mi cámara. Es posible que él se sacrificara para que yo lo descubriera todo y tuviera las pruebas irrefutables de lo que había sucedido.

—Ahora ya tengo claro el motivo por el que tú eres su principal objetivo. No pueden permitir que esas pruebas salgan a la luz.

—He visto las imágenes más de mil veces. Tengo el DVD escondido en la habitación del hotel. Está dentro de una caja de sales de baño.

—Le he pedido a Glenn que pasara antes de venir aquí por tu hotel y que recogiera todas tus cosas. Sólo deben faltar unos escasos cinco minutos.

—No creo que hayan reparado en coger la caja de sales de baño. Yo misma la deje tirada en un rincón para que nadie le concediera la más mínima importancia. —Pues yo creo que sí que la traerán.

—Apuesto a que no.

—No lo hagas. Perderías tu apuesta porque yo mismo les recalqué dos veces que no olvidaran la cajita de sales de baño.

—¿Cómo podías tú saberlo si no has estado nunca allí? ¡Me has estado espiando con cámaras! También eres un maldito mirón.

—No había ninguna cámara —dijo Hastings—. Esa no es mi manera de proceder —añadió en voz baja.

Gina oyó el comentario y volvió de nuevo a la carga.

—¡He aquí el hombre de los contrastes! Policía, secuestrador, poeta y ahora también adivino. Esto es fantástico. Nunca antes me habían secuestrado. No sabía lo que me había perdido. Si todos los secuestros son así, creo que todas las mujeres deberíamos ser secuestradas, por lo menos, una vez en la vida.

—Subamos —repuso Hastings—. Sólo faltan dos minutos y diecisiete segundos para que lleguen.