Capítulo 10

Patrick Hastings había tomado una determinación. Tenía que hacer algo que hiciera saltar la banca sin poner en peligro a Gina Hartford. La maniobra de anunciar su falsa muerte había resultado demasiado burda. Sin embargo, esa había sido precisamente su oculta intención. Sabía que sus enemigos la habrían descubierto desde el principio y eso habría hecho que se confiaran. La segunda parte del plan sólo la conocía él y no se la había confiado a nadie más.

No obstante, lo que sí que había hecho Patrick Hastings había sido meditar en profundidad sobre la composición en clase y en número del equipo enemigo. Había realizado sus cábalas y había llegado a la conclusión de que tomando el enfrentamiento que se iba a librar como un símil de una partida de ajedrez, el equipo contrario iba a jugar con seis piezas. Estas iban a estar distribuidas en tres peones, dos piezas mayores y un rey.

Daba por hecho que la partida ya había comenzado y que casi con toda seguridad había sido el equipo de científicos de Northon el que la había desencadenado en su inicio. Algo había ocurrido que había sido tomado como un reto y como un desafío por el equipo contrario. Un acto similar a lo que representaba en la Edad Media arrojar un guante a la cara del enemigo. Lo que había sucedido después es que este último, que ya lo tenía todo preparado, había decidido responder a la provocación. Hastings todavía desconocía la causa exacta de todo y estaba casi seguro de que Carl Northon tampoco la conocía. No era nada descabellado pensar que la doctora Gina Hartford era la única que por el momento sabía de una forma directa, o tal vez sólo indirecta, cuál era la causa de origen principal.

En el otro lado del tablero de ajedrez, o sea de su parte, Hastings iba a presentar batalla con sólo cinco piezas. Estas piezas, sin embargo, iban a ser de muy distinto valor a las del bando contrario. Era incontestable que Gina Hartford ejercía el papel de reina. Una reina a la que habría que seguir protegiendo sin descanso. Carl Northon actuaría de poco más que un simple peón. A lo sumo se le podría considerar como un alfil. La figura de Elmore era claramente la de la pieza de la torre, para que el propio Hastings actuando de rey, pudiera realizar alguna maniobra de enroque, si ello llegase a ser necesario. Y para terminar, la quinta y última pieza en la persona de Diana Farrell. Esta iba a ser la pieza más difícil de controlar. Su ímpetu y su carácter la definían como un peligroso caballo al que se debería dominar para evitar que anduviera desbocado.

También había quedado patente que él y su equipo jugaban con las piezas negras, ya que había sido el enemigo quien había realizado una doble maniobra de salida con las muertes de Dorothy y de Mullhouse. Por lo tanto quedaba claro que el enemigo contaba con la ventaja de la salida al jugar con las piezas de color blanco.

El movimiento de respuesta de las piezas negras de Hastings a la apertura de las blancas, también tenía que constar de un doble significado.

El primero de ellos había simulado retirar la figura de la reina con el falso anuncio de su muerte. En este mismo momento la partida estaba parada y en suspenso. Estaba esperando a que se produjese el acontecimiento que completase la segunda parte del movimiento de respuesta de las negras a la salida de las blancas y Hastings, estaba precisamente en ello.

Su objetivo era anular a Amos Williamson y equilibrar el número de efectivos de los dos bandos. Estaba seguro de que Amos había sido abducido de forma total. El otro día, había mentido de una forma totalmente premeditada y consciente cuando le había explicado a Northon que al abducir se reseteaban los conocimientos y que por eso él podía estar tranquilo. La realidad era que la abducción lo aprovechaba absolutamente todo según fuera la voluntad del ser superior que había poseído el cuerpo esclavo.

No sabía nada de la madre de Dorothy, pero él estaba seguro de que sólo había sido una abducción temporal para disponer de ella en el momento preciso. Mediante algún nuevo sistema desarrollado que él desconocía, habrían conseguido escuchar la conversación que había mantenido con Elmore en el coche, durante el viaje de regreso del funeral de Dorothy y eso les habría decidido a controlar temporalmente el cuerpo de Beth Shealton para sus propósitos. Después de haberlo hecho, la habrían dejado libre de nuevo. Un fuerte dolor de cabeza atribuido por todo el mundo a la pena y al difícil momento que estaba viviendo una madre que acababa de perder a su hija, bastarían para tener una explicación creíble de lo sucedido. Evidentemente todo ese pasaje se lo habrían borrado de su memoria.

Patrick Hastings era perfecto conocedor de que el único medio para eliminar definitivamente a un ser superior era el fuego. Eso era lo que les había obligado a abandonar el planeta del que procedían. La elección del nuestro era también obvia. La Tierra era el planeta con más cantidad de agua que había en todas las galaxias cercanas a la suya y eso hizo que se decidieran por ella. Desde siempre, el agua había sido el mejor antídoto y a la vez el remedio más eficaz, para combatir el fuego. El complemento de una atmósfera rica en humedad le había puesto la guinda definitiva al pastel y por eso decidieron trasladarse aquí.

Cuando lo hicieron, llegaron a miles. Sin embargo, Hastings tenía ahora la sospecha de que sólo debían quedar unos pocos cientos o quizás menos. Obtener esa información era también un hecho primordial. Al igual que habían hecho los seres superiores, Hastings también había desarrollado nuevas funcionalidades en sus portentosas facultades que le iban a permitir acceder a la información que necesitaba.

Para intentar lograr este propósito, él había madrugado mucho en el día de hoy y ahora era el momento oportuno de recoger los frutos. El madrugón había tenido por objetivo la instalación de dos pequeños sensores que contenían un chip de apenas un centímetro cuadrado, en dos farolas de las cercanías de la casa de Amos Williamson situadas en direcciones opuestas la una de la otra. Cada una de los sensores cubría un arco de ciento ochenta grados. Para evitar que fueran detectados, Hastings los había colocado con el ángulo de acción en negativo y además les había anulado la capacidad de codificar los mensajes que pudiera interceptar. Su única misión era recoger en código binario plano cualquier comunicación que se produjese, no importando la vía por la que lo hiciera.

Después de retirar los sensores y cambiarlos por otros con la memoria en plena capacidad, Patrick Hastings tenía la intención de ir a visitar a Northon para intentar que este se tranquilizase.

La maniobra de recambio no le resultó nada difícil. No había nadie en casa de Williamson. Todas las luces estaban apagadas. Casi con toda seguridad, Amos estaría pasando las horas en algún burdel de carretera cercano. La afición de Amos por frecuentar este tipo de lugares era sobradamente conocida y si a eso se sumaba la novedad del tema para el nuevo ocupante de su cuerpo, el resultado estaba cantado. No volvería a casa hasta bien avanzada la madrugada.

Hastings se dirigió a su coche y condujo hasta el hotel de Northon. Cuando preguntó por él en el mostrador de la Recepción, pudo comprobar que alguien más iba a participar en la partida que él creía que estaba reservada a sólo dos bandos. El recepcionista le indicó, después de que Hastings le mostrara su acreditación federal, que Carl Northon había sido detenido por la policía. Él mismo le había visto abandonar el hotel con las manos esposadas a su espalda y flanqueado por dos hombres que lucían sendas placas en sus pectorales.

—¿Cómo sucedió? ¿Quiénes eran esos hombres? ¿A qué hora sucedió todo esto? —preguntó Hastings.

—Dijeron que pertenecían a la policía de Seattle.

—¿Se identificaron? —Sí, aquí están sus nombres, Fowler y Kent. Algo en mi interior me dijo que los apuntara cuando ellos entraron en el ascensor.

—Buen chico —pensó Hastings—. ¿Cuánto hace que se lo llevaron? —volvió a preguntar.

—Unos cuarenta minutos. Hastings le dio las gracias y bajó los diez escalones de la entrada en tres zancadas. Se acababa de producir una circunstancia que no había previsto y llamó por teléfono a Elmore.

—Glenn, ¿recuerdas cómo se llamaba ese inspector de la policía de Seattle que tuvo retenido sin permiso a Mullhouse?

—Perfectamente. Su nombre es Fowler —respondió de forma inmediata Elmore—. Es el mismo que hoy ha corrido como un gamo para podernos tomar la delantera en el caso del asesinato del propio Mullhouse. Además, ha sellado el apartamento. Necesitamos un permiso judicial para romper el precinto.

—Pues, al parecer, ahora acaba de detener a Northon. De eso hará unos tres cuartos de hora.

—Desde el primer momento tuve la sensación de que ese tipo nos iba a crear problemas —confirmó Elmore desde el otro lado del imaginario hilo telefónico.

—Tenemos que sacarle de allí. Carl Northon se hará mucho más vulnerable si permanece encerrado en una celda.

—¿Crees que lo intentarán?

—No lo sé, pero hemos de intentar reducir todos los riesgos que podamos. Esta misma tarde me ha llamado y estaba muy nervioso. Supongo que la noticia del asesinato de su principal valedor, le ha hecho perder el ya inestable equilibrio emocional en el que se movía. Tenemos que hablar con él. Northon necesita algunos consejos y yo tengo que hacerle un par o tres de preguntas.

—Voy a mover los hilos pertinentes. Espero que ese Fowler colabore.

—Eso espero y deseo yo también. Su exceso de celo puede complicarnos las cosas de una manera totalmente impredecible. Debería apartarse de todo esto. No sabe dónde se ha metido.

—¿Cuánto tardarás en llegar a la sede?

—Una media hora.

—Te espero —contestó Elmore cerrando la comunicación y comenzando a proferir en voz alta una serie de punzantes jaculatorias por el hecho de tener que enfrentarse ahora con Fowler.

Elmore no temía por el resultado del enfrentamiento pero estaba preocupado por el tiempo que tenía que perder en él y en las consecuencias que eso le podía ocasionar a Northon.

Hastings estaba irritado. Conducía pensando en los tres frentes que tenía abiertos. El primero era la anulación de Amos Williamson, después la liberación de Carl Northon y finalmente en tercer y último lugar, pero como asunto preferente, la protección de Gina Hartford para poder tener con ella un encuentro clarificador en varios sentidos.

Fowler les recibió con uñas y dientes. Hacía cinco minutos que acababa de recibir una disposición de la juez Eleanor Bowles, en la que se le notificaba que el caso Mullhouse pasaba a jurisdicción federal y se le requería a hacer entrega de todas las pruebas, informes y resultados forenses que hubiera sobre el mismo. También se le ordenaba entregar a todos los posibles detenidos sobre el caso al agente federal Glenn Elmore del «FBI».

—Se equivocan ustedes haciendo esto —les dijo cuando Elmore y Hastings asomaron por la puerta—. Quiero que sepan que voy a cumplir lo que se me ordena, pero que lo voy a hacer en contra de mi voluntad.

No es cuestión de voluntades, Fowler. Es sólo un tema de responsabilidades.

—¿Sí?, al parecer ustedes son muy responsables pero en eso se quedan. Todavía no han detenido a nadie por el asesinado de aquella pobre muchacha y en este caso harán lo mismo. Yo por lo menos investigo y tomo decisiones.

—Su decisión de detener al doctor Northon ha sido totalmente errónea —contestó Hastings que había permanecido callado hasta ese instante.

—Por fin habló el profeta vidente. Oiga, no acabo de comprender que con su reconocida fama todavía estén como el primer día. ¿Acaso se le ha terminado el fósforo que le iluminaba en sus visiones?

—Fowler —intervino Elmore—. Le agradecería que guardara usted las formas aunque en el fondo esté en completo desacuerdo. No quisiera tener que…

—¿Me va a detener? —preguntó Fowler sin dejarle terminar la frase a Elmore—. ¿Lo único que son capaces de hacer es detener a un policía local porque les dice las verdades en la cara? Oh vamos, señores federales, creo que tendrán ustedes cosas mejores que hacer y en lo que emplear el tiempo que les paga nuestra sociedad.

—¿Ha terminado? —preguntó Elmore casi desesperado.

—Aquí tienen todo lo referente al caso del asesinato de ese presidente que se creía muy listillo y que ya han visto ustedes como ha terminado —dijo Fowler señalando una caja de cartón llena de papeles y bolsas de plástico sin ninguna clase de orden en la misma—. Ahora mismo hago que les suban al detenido. Les recomiendo que le aprieten los huevos hasta que cante. Él mató a Mullhouse. De eso estoy seguro al ciento por ciento.

Hastings y Elmore permanecieron en silencio mientras Fowler se abalanzaba sobre un vetusto intercomunicador y decía textualmente.

—Saquen el pájaro de la jaula y súbanlo, pero no olviden cortarle las alas.

Al oír el último comentario, Hastings miró a Elmore y este le hizo una seña para que no entrase al trapo de la nueva provocación. Le indicó con los ojos que pasara de Fowler. Patrick aceptó la recomendación y se volvió de espaldas para ignorar en lo posible a aquel engreído y presuntuoso inspector local de policía.

Fowler les continuaba mirando con cara de suficiencia. Era evidente que un mandato de una juez incompetente y que seguramente estaría mejor haciendo tortillas que intentando impartir justicia, le había sacado del caso. Sin embargo, él había dejado bien claro a ese par de inútiles que él no se iba a rendir y que no les sería fácil librarse de él. Seguro que el tiempo le daría la razón. Esa cadena de asesinatos no había terminado y él estaría atento para cobrarles ventaja de nuevo. Se iban a ver de nuevo las caras. De eso estaba también seguro.

Cuando Northon subió al coche de Elmore, ya le habían quitado las esposas. A eso era a lo que Fowler se había referido con el «cortarle las alas».

—Ese policía es un bárbaro. Me amenazó con arrancarme las uñas una a una si no le confesaba el crimen. Me aseguró que más tarde o más temprano acabaría cantándolo todo.

—Podemos tomar medidas contra él, si decides presentar una denuncia —soltó Hastings.

—Mejor lo dejamos como está —opinó Elmore—. No quiero malgastar fuerzas ni esfuerzos en nada que se aparte de nuestro objetivo principal.

—OK —convino Northon que comenzaba a recuperar el resuello—. Tenemos que hablar —añadió.

—Sí, pero tiene que ser en un lugar seguro —terció Hastings rápidamente.

—Podríamos ir… —comenzó a decir Elmore.

—No digas nada —interrumpió Hastings—. Para el coche y déjame conducir a mí.

El cambio de conductor se produjo cuando la oscuridad de la noche era total. Hastings se dirigió hacia el desierto. Tras conducir más de una hora en completo silencio, llegó a un desfiladero de rocas y tierra rojiza. Introdujo el coche en una cavidad natural del paisaje, descendió del coche y comenzó a caminar en sentido ascendente por la roca. Elmore y Northon le siguieron hasta la entrada de una gruta. Los tres entraron en ella.

—Hemos llegado —dijo por fin Hastings—. Aquí no pueden oírnos. Podemos hablar con toda tranquilidad. Aquí la ausencia de árboles es total.

—Parece que conocías el lugar —dijo Elmore mientras miraba como la luz de la luna penetraba por una grieta de la parte alta de la gruta.

—Es un buen escondite —contestó Hastings.

—¿Habías estado aquí antes? —preguntó Northon.

—Sí, pero ahora eso no es lo que nos importa. Cuéntanos por qué me llamaste con tanta urgencia.

—La noticia de la muerte del Presidente Mullhouse me ha afectado mucho y estoy plenamente convencido de que el próximo en caer voy a ser yo. No me importa morir pero no quisiera hacerlo sin desvelar antes muchas incógnitas que todavía tengo.

—Tus incógnitas pueden esperar porque no vas a morir. Por lo menos, no lo vas a hacer a corto plazo —soltó un sonriente Hastings.

Elmore no pudo abstraerse a la sorpresa de que Hastings estaba sonriendo. Era la primera vez que lo hacía en su presencia.

—Vayamos primero a conocer lo que tú sabes —espetó de nuevo Hastings.

—Como prefieras —aceptó resignadamente Northon.

—¿Confías en la doctora Gina Hartford?

—Completamente. Ella era la auténtica alma mater de la expedición científica.

—¿Qué hacía ella? ¿Cómo se comportaba?

—Gina es tremendamente disciplinada y su trabajo también lo es. Si no llega a ser por ella, todos los demás hubiéramos abandonado. Una semana antes de que se produjera aquella bendita tormenta, estuvimos a punto de dejarlo. Hicimos una votación y ella fue la única que votó por no terminar la investigación. Nos convenció a todos para que no lo hiciéramos y le concedimos dos semanas de plazo. En la cuarta noche de aquella convenida prorroga sucedió lo que ya he explicado por activa y por pasiva.

—Explícanos ahora y a ser posible sin excesivos tecnicismos qué fue exactamente lo que descubristeis.

—Lo intentaré —respondió Northon—. Lo cierto es que el descubrimiento fue doble y prácticamente las dos cosas al mismo tiempo. La primera fue la naturaleza foto luminiscente de la pintura en las marcas de los árboles y en segundo lugar, algo que yo creí en un principio que había sido un error de interpretación. Gina me comunicó en secreto que el análisis de aquella primera línea pardusca que vimos en la secuoya partida tenía una forma indeterminada de vida.

—¿Vida? —preguntó Elmore—. ¿Qué clase de vida?

—La explicación que me contó Gina me asustó. Me contó que aquello era como una especie que vivía dentro de otra. Algo similar a la solitaria, la taenia solium, en el intestino del hombre. Le pedí que me ampliara lo que me estaba diciendo y además le recomendé que guardara un silencio absoluto con todos los demás.

—¿Qué fue lo que te contó la doctora Hartford? —intervino de nuevo Hastings.

—En pocas palabras me dijo que aquello era una especie de alien con capacidad de pensar y actuar por sí mismo y también de comunicarse. Eso último es lo que más me impresionó. En un principio me quedé muy pensativo después de esa afirmación, pero al cabo de dos horas volví a hablar con ella para decirle que lo que me había contado no era ni podía ser posible. Entonces fue cuando me mostró la prueba definitiva que lo confirmaba todo.

—Continúa, te lo ruego.

—Se sacó de su bolsillo la grabadora de Nelly que habíamos encontrado una semana después de que ella y Tom desaparecieran. Aprovechando que estábamos solos, me hizo escuchar la grabación completa que estaba almacenada en un chip que ella sin conocimiento de Nelly le había agregado a la grabadora, justo debajo del botón del play.

—¿Dónde está ahora ese chip?

—Lo tiene Gina.

—¿Recuerdas suficientemente lo que decía?

—Sí, primero se oía toda la conversación intrascendente que tuvieron Nelly y Tom hasta llegar a aquello que estaba grabado al final de la cinta convencional.

¡Corre Tom, esos dos viejos están en peligro! ¡Vamos rápido!

Sin embargo, en el chip las voces continuaban jadeantes. Se notaba que estaban corriendo. Poco después era la voz de Tom la que se podía oír preguntando sin dejar de correr.

¿Has visto cómo el árbol se ha tragado a los dos viejos? ¡Dios mío! ¿Qué es lo que me está empujando? ¡Me va a hacer chocar contra el árbol! Nelly, ¿dónde estás?

Luego el ruido de la grabadora rodando por el suelo y muy poco después, otra vez el silencio elevado a la enésima potencia.

Elmore estaba sentado sobre el borde de una roca. Hastings tenía las manos con los dedos entrelazados y se notaba pensativo. La explicación de Carl Northon le había confirmado que sus enemigos iban a jugar con todas sus cartas y también le había dejado con la sensación de que su reina particular volvía estar junto a él.