Capítulo 1

100N, Arney Road, Woodburn, (OR).

El sol comenzaba a despuntar. Este hecho sin embargo, no pareció que le importara lo más mínimo. Él continuó caminando por aquella desconocida carretera que no aparentaba tener ni principio ni fin. Sacó la cartera de su bolsillo y comprobó que esta vez iba a tener un problema añadido. Un billete de veinte y otro de diez dólares no iban a darle mucho juego.

Divisó la gasolinera a lo lejos y dirigió sus pasos hacia ella. Aceleró el ritmo. No quería llegar tarde. Tenía información fidedigna de que el cambio de turno se realizaría a las siete en punto y lo que él tenía que hacer no admitía ninguna clase de interferencias. Necesitaba dinero con urgencia y tenía que conseguirlo lo más rápido posible.

Sintió frío. En un principio esta sensación no le molestó, sino todo lo contrario, pero ahora ya empezaba a crearle un dolor que también era nuevo para él. Instintivamente se frotó los brazos para entrar en calor.

Faltaban escasos tramos para que la manecilla grande apuntara verticalmente hacia abajo y él había aprendido que eso significaba que ya sólo le quedaba media hora.

El empleado de la gasolinera le vio acercarse pero no se sorprendió en demasía por el hecho de verle llegar andando. El mundo estaba lleno de excéntricos y de chiflados. Él a su edad ya lo había visto casi todo. Estaba totalmente curado de espantos.

El desconocido llegó hasta la protegida ventanilla de seguridad del establecimiento. El viejo empleado le saludó con una sonrisa acomodada a las circunstancias.

—¿Puedo hacer algo por usted?

—He tenido un accidente.

—¿En coche? ¿Dónde?

—En aquella dirección —contestó el forastero, señalándola con todo el brazo extendido.

—¿A qué distancia?

—A cuatro millas y ochocientas noventa y tres yardas.

—¿Cómo? —preguntó el empleado completamente extrañado por la exactitud con la que le había contestado el desconocido.

—A un poco más de cuatro millas y media —rectificó.

—¿Qué desea?

—Déjeme entrar.

—Eso no va a ser posible. Las normas no permiten abrir la puerta en el turno de noche. Dígame lo que desea y yo se lo entregaré a través de la ventanilla. Tenga presente que está preparada para ello.

El visitante se rascó la nariz y retrocedió unos pasos. La totalidad del círculo solar era ya completamente visible por encima del horizonte. Miró a su reloj. Ya sólo faltaban once tramos para que la manecilla apuntara hacia arriba.

El dependiente no podía creer lo que estaba sucediendo. El forastero realizó un salto y entró a través de la puerta sin abrirla ni dañarla. Era un hecho totalmente inexplicable. No tenía que ser posible pero lo era. Tenía al desconocido a menos de dos metros, frente a él. Su primera reacción fue coger el arma, pero el forastero se lo impidió.

—No le va servir de nada —le dijo con voz serena—. Sólo necesito el dinero. Deme todo el que haya en la caja —añadió.

—No me haga daño —gritó el asustado dependiente mientras le hacía entrega de algo más de trescientos dólares.

—Eso sólo depende de usted —contestó el extraño atracador haciendo recuento de los billetes recibidos.

—¿Qué les voy a contar a mis jefes?

—La verdad. Siempre es mejor contar la verdad.

—No me van a creer.

—Me temo que va a ser como dice, pero este no es mi problema. Yo tengo una misión que cumplir.

—¿Cómo lo ha hecho?

—¿El qué?

—Entrar de ese modo. Atravesar el cristal sin romperlo.

—No ha sido nada difícil. Fíjese.

El desconocido se dirigió hacia la puerta y, cuando el empleado de la gasolinera quiso darse cuenta, el atracador ya estaba caminando por el exterior. Desapareció como había venido. Le vio caminar tras uno de los surtidores y después no volvió a verle nunca más.

Joss estaba todavía con la nariz pegada al cristal cuando llegaron sus dos compañeros, Dan y Steven. Eran los empleados del turno diurno de la mañana.

—¿Cómo ha ido todo, viejo? ¿Muchos clientes? —preguntó Dan.

—Me ha pasado algo extrañísimo —contestó Joss mientras descorría los cerrojos para abrirles la puerta.

—¿Por qué todo lo interesante les sucede sólo a los viejos? —exclamó Steven al tiempo que se quitaba el chaquetón de piel de vaca que llevaba desde hacía más de tres inviernos y se colocaba el uniforme acolchado con el logo de la «Texaco».

—Me han robado todo el dinero que había en la caja. Algo más de trescientos dólares —explicó ante la sorpresa de sus dos compañeros.

—Cuéntanos la verdad, Joss. Aquí no hay señales de lucha y la puerta está en perfecto estado. ¿Por qué has roto las normas? Sabes que no se puede abrir la puerta en el turno de noche.

—No la he abierto. Os juro que no lo he hecho. Os lo juro por lo que más queráis. Tenéis que creerme.

—Estás acabado, Joss —dijo Steven que había ido a comprobar el estado de la caja registradora.

—Esto no te lo van a perdonar —añadió Dan moviendo la cabeza de un lado para el otro.

—Tenéis que apoyar mi versión. Sin vuestro testimonio estoy perdido. Registradme. Comprobaréis que yo no tengo el dinero. Además, seguro que le habéis visto. Ha debido cruzarse con vosotros.

—Es inútil, Joss. No hemos visto a nadie y tú sabes que mientes. Tu coartada no se aguanta por ninguna parte. No te esfuerces. No podremos ayudarte cuando nos pregunten. Nos va nuestro empleo en ello. Sólo tú y el Señor sabéis lo que has hecho con el dinero. Aunque lo más probable es que se lo hayas entregado a través de la ventanilla a algún cómplice tuyo. No te das cuenta de que él ya habrá desaparecido con el dinero y que tú te vas a quedar con todo el marrón, pero sin empleo y sin pasta —terció Steven de nuevo.

—Él entró a través de los cristales. Yo me asusté mucho y le pedí que no me hiciera daño y él me hizo caso porque no me golpeó, ni siquiera me tocó el brazo —seguía explicando Joss, totalmente impermeable a las razones que acababa de esgrimir Steven.

—Nadie te va a creer.

—Eso mismo le dije yo a él.

—¿Hablaste con él?

—Sí.

—¿Te dijo quién era?

—No, sólo me dijo que necesitaba el dinero y yo se lo entregué.

—¡Por Dios! ¿Quién crees que pueda tragar con toda esta sarta de mentiras? —volvió a exclamar Dan.

—Es la pura verdad.

—¿Qué le vas a contar a Marianne cuando te despidan?

—La verdad. Él me dijo que siempre era mejor decir la verdad.

—No ha bebido —dijo Steven regresando del interior—. He comprobado y no hay botellas vacías a la vista.

—Las habrá escondido. No puede ser que se haya vuelto loco en una sola noche —apostilló Dan.

—No estoy loco. Él me dijo que había tenido un accidente. Llegó caminando. Parecía que sentía el frío más de lo normal.

—¿Y por esto le dejaste entrar? Fue esto lo que sucedió, ¿verdad? Te engañó para que lo hicieras y luego te amenazó con un arma. No te pudiste defender porque te cogió por sorpresa. Esto al menos tiene una cierta coherencia y puede que alguien se apiade de ti.

—No sucedió como tú lo cuentas, Dan. Él entró y salió sin ninguna clase de problema. Atravesó la puerta. Ya te lo he dicho. Te aseguro que no puedo ser más claro. Esas cosas suceden, ¿sabes?

—Solo en tu cabeza, Joss. Definitivamente has debido perder el seso esta noche. ¡Pobre Marianne! Siempre ha sido una mujer muy desgraciada a tu lado. Ella no se merecía esto. ¿Por qué nunca le has dado ninguna alegría?

—Eso que dices no es cierto. Ella me entenderá. Ya veréis como ella me entenderá. Marianne nunca se me ha quejado de nada. No es como todos vosotros. Mi esposa es muy feliz a mi lado.

—Tenemos que llamar a la oficina y dar parte de lo sucedido. Será mejor que lo hagas tú, Steven —dijo Dan—. Yo no tengo valor para hacerlo porque será el fin de este tonto del culo.

—De acuerdo —admitió el más joven de los tres.

La llamada no duró más de tres minutos. Steven regresó junto a sus dos compañeros. Su cara hacía presagiar lo peor.

—Me han dicho que no te muevas, Joss. Me han pedido que te atemos si ello llega a ser necesario. Por favor, Joss, te ruego que no nos hagas pasar ese mal rato. No nos obligues a hacerlo. No tardarán más de cuarenta minutos en llegar.

—No padezcas, hoy no tengo prisa —respondió el viejo.

Joss Bernstein fue interrogado y posteriormente despedido de forma fulminante. De nada le sirvieron las extensas y completas explicaciones de todo lo sucedido. Ni sus jefes ni la policía le creyeron. Sus compañeros no pudieron ayudarle y ni siquiera lo intentaron porque era un caso perdido. Después, cuando él regresó a su casa en aquella fría mañana de aquel desapacible viernes 18 de febrero de 1994, se lo contó todo a su esposa. Marianne no le dijo nada. Ella no tenía por qué dudar de la versión de su marido. No lo había hecho nunca y tampoco iba a hacerlo en esta ocasión.

El suceso fue muy comentado por los vecinos de la pequeña comunidad en la que Marianne y Joss vivían. La mayoría de ellos opinaban que era una lástima que Marianne se hubiera enamorado de aquel lunático. Y casi nadie dudaba de que ella hubiera podido aspirar a alguien mucho mejor que Joss.

A los pocos días, la policía dio por cerrado un caso que en realidad no había llegado a abrir nunca. Todo se olvidó rápidamente hasta que tres meses después, en una soleada mañana del mes de mayo, alguien cayó en la cuenta de que Marianne y Joss no estaban. Se pudo constatar que hacía varios días que nadie recordaba haberles visto. Parecía que habían desaparecido sin despedirse de nadie.

En un primer momento, el inesperado suceso conmocionó a sus convecinos. Días después, cuando su desaparición se confirmó de forma inapelable, se llegaron a desatar mil y una conjeturas acerca de lo que podía haber sucedido. Hubo quien se atrevió a relacionar su ausencia con el extraño episodio de la gasolinera. Otros muchos sin embargo, se decantaron por la posibilidad de un ataque de enajenación mental de Joss. Se revisó la casa y sus alrededores con el temor de encontrar la terrible confirmación de esos presagios, pero no se encontró ni rastro de ellos. Nadie les volvió a ver nunca más.

La policía local reabrió entonces el caso, pero volvió a cerrarlo de nuevo por falta de pruebas en las que poder basar una mínima investigación. Los agentes no pudieron recoger ni un solo testimonio fehaciente y veraz de lo acontecido. El registro minucioso que se hizo de la casa y de sus pertenencias no aclaró nada. Todo parecía continuar en su sitio. Dio la impresión de que se habían marchado sin haberse llevado ni siquiera un alfiler. Incluso la joya más preciada de Joss, su viejo Ford, continuaba reluciente en el desvencijado garaje de la casa. La manopla que solía utilizar el viejo para pasar y repasar el abrillantador estaba encima del parachoques delantero derecho. El volante estaba cubierto y protegido con su funda original y las herramientas no delataban ningún desorden, sino más bien todo lo contrario.

Solo un hecho mereció la atención policial. Fue el descubrimiento de un extraño dibujo (1) en el techo del salón principal de la casa. El grafismo estaba formado por cinco círculos irregulares pero perfectamente concéntricos que contenían unas indescifrables inscripciones dentro de cada una de las coronas. Eso hizo que la policía local contactara y pidiera la opinión de expertos en temas de simbología. Se fotografió el dibujo desde varios ángulos en busca de una explicación razonable, pero nadie pudo aclarar nada. Nadie pudo aportar ninguna información consistente. Pasadas algunas semanas, este hecho también volvió a perder fuerza y poco a poco cayó en el olvido.

Alguien sin embargo, en un pequeño laboratorio de la zona norte del condado, había fotocopiado el informe con el resultado analítico de la composición de la pintura de aquel techo. Lo había hecho con la firme intención de intentar averiguar algo más de lo que se había reflejado en el informe oficial.

Ese alguien sabía que el espectrógrafo de masas había ofrecido un valor imposible.