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B
ob había prometido subir a New London para ver a Patsy, y con su renovada libertad podría hacerlo antes de lo esperado. Patsy tenía la última clase a las tres, de modo que caminaron juntos por el campus, franquearon las puertas del jardín botánico y pasearon de la mano por los tranquilos senderos disfrutando de la sombra fría y protectora de los robles, los tejos y los pinos.
Bob quería contarle que Frankel lo había despedido, pero sabía que eso la pondría furiosa, así que se esforzó en disfrutar de la paz y el silencio del lugar con ella, aunque no fue fácil. Cuando llegaron al borde del pequeño lago, dos patos reales levantaron el vuelo y desaparecieron entre las copas de los árboles, dejando pequeñas ondas en el agua.
Patsy vestía una falda gris y una blusa blanca, y su belleza y su lozanía hacían que a Bob le temblaran las manos.
Permanecieron de pie, mirando el agua. El sol estaba ahora detrás de las copas de los árboles, brillando a través de una espesa maraña de ramas oscuras como las llamas de un fuego divino. Él la rodeó con un brazo y la atrajo hacia sí. Ambos miraron fijamente al frente, insoportablemente conscientes de la presencia del otro, atentos a cada movimiento, a cada respiración. La mano de Bob se deslizó suavemente hacia su pecho, y ella no se estremeció ni la apartó. Su tacto lo hizo sentirse más aliviado, como si no pudiera soportar estar apartado de ella ni un momento más.
—No, Bob, aquí no —murmuró Patsy, volviéndose.
Lo rodeó con los brazos y se estrechó contra él, sólo por un momento; y toda su pasión estaba allí, todo el deseo juvenil de su ser. Luego se apartó y retrocedió, casi corriendo, hasta el sendero que llevaba a la puerta. Bob vaciló por un instante y luego corrió tras ella, impulsado por una pasión salvaje.
Caminaron rápidamente de vuelta a la habitación de Patsy, cogidos de la mano sin decir palabra.
Patsy miró el reloj.
—Judith estará media hora más en clase —dijo, cerrando la puerta con llave.
Después fueron a Pizza Hut. Judith Porter, su compañera de habitación, estaba esperando a su amigo Timothy, de manera que Bob compró cuatro pizzas grandes aunque Patsy dijo que no iban a terminárselas.
Cuando regresaron con las pizzas, Timothy ya había llegado, y Patsy y Bob se sentaron en la cama de Judith. Judith, que tenía aire de aburrida, se animó visiblemente al ver a Bob, y estudió su físico ponderativamente.
—Vaya, eso huele bien... Por cierto, éste es Timothy Scales.
«Caramba —pensó Bob—, si alguien me presentara con ese tono de voz, saldría por la puerta en ese mismo instante.» Tendió la mano libre, y Timothy se la estrechó en silencio.
Judith miró a Patsy y puso los ojos en blanco mientras Timothy fijaba la vista en las pizzas. Patsy y Judith sacaron platos y un cuchillo.
—Ésta tiene de todo —dijo Bob al tiempo que abría la caja. —El apetitoso aroma de las pizzas se mezclaba ahora con el inconfundible olor del cartón caliente, pero eso no molestó a nadie—. Champiñones, pimiento verde, cebolla, salami, queso...
La cortó floridamente y la pasó. Con una sonrisa dio dos porciones a Timothy, que hizo un bocadillo con ellas y empezó a engullir.
—Veo que hay otro de esos submarinos nucleares —dijo Bob despreocupadamente, con la boca llena de pizza. Estaba muy caliente, y sacó aire por la boca— ¿No os molesta toda esta radiactividad, viviendo entre la base nuclear y esa central... como se llame?
—Millstone —contestó rápidamente Judith con una sonrisa—. Millstone Uno, Dos y Tres. No nos molesta en absoluto, ¿verdad? —Se volvió hacia Patsy, apartándose el suave cabello rubio de los ojos—. Nos resulta más fácil encontrarnos, ahora que brillamos en la oscuridad.
Todos rieron, menos Timothy, que estaba demasiado ocupado con su pizza.
—De todos modos, es una polución con clase —dijo Patsy, que no apartaba los ojos de Bob. Parecía tan relajado y dueño de sí mismo...—. Mejor que el monóxido de carbono que tenéis que tragar en Nueva York.
—Fuimos al concierto de Strawberry Fields... —empezó Bob.
—No me lo cuentes; no he oído hablar de otra cosa desde el domingo por la noche —dijo Judith con voz un poco áspera—. Por cierto, parece que nunca tiene tiempo de decirte que en realidad prefiere Haydn y Mozart al rock.
Si Judith pensaba que aquél iba a ser un golpe bajo, le salió mal. Bob miró a Patsy boquiabierto.
—Es broma, ¿verdad?
—No, de hecho,... —«Será mejor que mencione el tema ahora», pensó, «aunque piense que soy un monstruo»—. Disfruté con el concierto. Me encantó. Pero en realidad me gusta más la música clásica. Lo siento.
—¿Qué quieres decir con «lo siento»? ¡Por fin he encontrado algo de qué hablar contigo! —Se levantó y alzó la mano en un gesto teatral— ¡No más silencios! ¡No más pausas embarazosas en la conversación! Ahora podemos hablar de los números de Köchel y de la estructura de una sonata y todo eso. ¡Es genial! ¿Puedes imaginar una relación que sea algo más que sexo?
Judith y Timothy intercambiaron una mirada, y Judith se acercó un poco más a él en la cama. Quizá no fuera un chico tan abúlico, después de todo; al menos, no iba por ahí dándoselas de hippie.
Bob quería escuchar el Concierto para cuerno de Dennis Brain, así que Patsy lo sacó cuidadosamente de la funda y lo puso en el tocadiscos.
Timothy bostezó.
—Vayamos a dar un paseo, ¿eh? —le dijo a Judith, quien se levantó inmediatamente, con cara de alivio, y se puso los zapatos. Dijeron adiós y desaparecieron casi a la vez...
Bob y Patsy se sentaron más juntos sobre la cama. Ella podía sentir su fuerza, y una profunda intuición femenina le revelaba que la relación estaba estrechándose entre los dos. Hasta ese momento había salido con chicos al cine o a bailar como quien cambiaba de camisa. No eran importantes; era excitante estar con ellos, pero podía olvidarlos perfectamente al cabo de un par de semanas. En cuando descartaba a uno, enseguida aparecía el mejor amigo de éste con un ramo de flores.
Quizá todos pensaran que serían el predilecto. Bueno, ya podían olvidarse de eso, pues ahora tenía a Bob.
Con Bob había proximidad y distancia, comodidad e incomodidad. Se sentía confusa, atractiva, desorientada o segura de sí. Todos sus sentimientos y emociones estaban mezclados, lo que era absolutamente desconcertante. Pero por primera vez se sentía en los umbrales del amor. Lo extraño era que, mientras conducía de vuelta a Nueva York, había estado pensando en Willie Stringer casi tanto como en Bob, aunque de un modo bastante distinto. Era una especie de sentimiento agridulce que no alcanzaba a comprender.
Aquél había sido un fin de semana extraño, y las impresiones sobre la gente con quien lo había pasado fluctuaban en su mente. Ellen, que trataba de aferrarse a la vida pero era incapaz de responder a sus requerimientos; Willie, el tío perfecto hasta que oyó de labios del propio Bob lo que había hecho con Edward. Todo había aflorado como un torrente, y después Bob se había sentido culpable porque pensaba que había sido egoísta al traspasar las críticas que había recibido de Frankel a Willie Stringer... aunque éste fuera quien realmente se las merecía, y desde luego más que él.
Patsy estaba preocupada por el modo en que esa nueva información afectaría a su padre. Emocionalmente él todavía estaba conmocionado, aunque se sentía un poco mejor que la última vez que lo había visto. Ella sabía que aquellas revelaciones tendrían un gran impacto sobre él, aunque no podía predecir de qué modo.
Patsy se las había ingeniado para aislarse de la mayor parte de la tensión que se había desarrollado en el seno de la familia. Edward estaba muerto; lo lamentaba, pero la vida continuaba. Pensaba a menudo en él, y a veces lloraba silenciosamente en la cama cuando recordaba a su hermano pequeño. El recuerdo que más se repetía era el de la noche de su fiesta de graduación, cuando por fin apareció con su vestido largo. Edward estaba recogiendo sus libros al pie de la escalera cuando ella empezó a bajar, y la miró con expresión de profunda admiración.
—Patsy, no me importa lo que digan los demás, yo creo que eres tan hermosa.
A su regreso del fin de semana en Nueva York, Patsy se había detenido en la parada de camiones número 76 para tomar un café. Le gustaban esos lugares; tenían una especie de misterio, un sabor a ciudades lejanas, a llanuras de trigo ondulante, a desiertos interminables en torno a camioneros enjutos, fumadores empedernidos con botas tejanas, al mando absoluto de vehículos gigantescos. Se sentaban en los aparcamientos y dejaban que los motores de los camiones chirriaran de vez en cuando, conforme iban enfriándose, con sus matrículas incrustadas de barro como medallas, desde Arizona a Maine.
—Déjame darle la vuelta —dijo Bob cuando el disco terminó—. Es realmente fantástico. He oído muchas veces este concierto, pero nunca tocado así.
—Le pediré a papá que te lo grabe, si quieres —dijo ella— ¿Sabes?, le caes muy bien. Dice que eres un médico honesto. Ya sé que suena cómico, pero quiere decir... Bueno, quiere decir que le caes bien, supongo.
—Me siento mal por lo que le dije por teléfono —dijo Bob, gravemente—. Estaba enfadado con Willie Stringer por muchas razones. —Miró fijamente a Patsy, que entendió al instante lo que quería decir. Hizo una pausa y añadió—: Willie no es un mal tipo, pero espero que tu padre no haga nada basándose en lo que yo le he dicho.
—Pobre papá. Está trastornado por lo de Edward, ni siquiera sé si va a superarlo. Fui a casa anteayer, y de pronto lo vi tan viejo.
—Patsy, estoy pensando en retirarme de la cirugía.
—¿Por qué, Bob? Creí que te encantaba. ¿Qué ha ocurrido?
—Son muchas cosas. Cuando estoy trabajando, siento un nudo en el estómago todo el tiempo. Me siento responsable cuando algo funciona mal en el servicio y, sencillamente, sé que no soy como ellos... Quiero decir, que no estoy hecho de la misma madera de los cirujanos. No pienso como ellos. —Bob respiró hondo—. Y hoy el doctor Frankel me ha despedido.
Patsy lo rodeó con los brazos, en un espontáneo ademán protector, y apoyó la cabeza en su pecho.
—¿Cómo puede ser? —Una idea la sacudió—. ¿Tiene algo que ver con... bueno, ya sabes, con Edward?
—Quizá, pero ésa no es realmente la cuestión. Para decirte la verdad, ahora me siento más aliviado.
—¿Qué vas a hacer?
Bob mesó su cabello sedoso.
—No lo sé. Creo que me gustaría meterme en medicina general.
—Eso es lo que pensé. Coge el abrigo, vamos a casa a hablar con papá.
—¡Patsy! ¡No podemos presentarnos de este modo! Puede que esté fuera. Y además, ¿qué se te ha ocurrido?
—Algo que él dijo. De acuerdo, telefonearé para asegurarme de que se encuentra en casa. Sólo estamos a quince minutos de allí.