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1958

 

-¡O

h, Dios!

—¿Qué?

—¡Esta librería! ¡No puedo creerlo! ¡Debes haberla hecho tú mismo!

—Exacto, Greg y yo...

—Santo cielo, ¿es que nunca haces nada por ti mismo? Siempre Greg esto, Greg lo otro...

—Mamá, hace seis meses que tú y yo no hablamos. ¿Cómo puedes decirme eso?

—En realidad, es un despacho bastante bonito —dijo su madre, cambiando repentinamente de tono.

Ahora era la señora Andromache Stringer, actriz retirada, con estudios primarios, mujer de mundo, adicta a tres paquetes diarios de cigarrillos y experta en mobiliario. Cruzó la alfombra Kashan hacia el viejo escritorio inglés de caoba situado contra la pared, al otro lado de la sala, y tiró de uno de los pomos de metal.

—¿De dónde lo has sacado?

—Del pueblo.

Ella se volvió sobre sus tacones altos y miró a su hijo con el entrecejo fruncido. Iba tan maquillada que parecía estar sobre un escenario; las curvas de sus cejas le conferían una expresión de sorpresa.

—No empieces con tu habitual ñoñería, jovencito. Cuando te hago una pregunta, espero por cortesía que me des la respuesta correcta.

Willie abrió la boca, pero su madre ya estaba examinando la alfombra en dos tonos de gris, comprada en Santa Fe, que había detrás del sofá. La señora Stringer llevaba un cigarrillo pegado a la boca como si fuera un termómetro. Se apartó el pelo que le caía sobre los ojos con un gesto que rememoraba sus tiempos de actriz; cuando tenía cuatro años Willie había recibido una paliza por imitarla inocentemente. La señora Stringer dejó caer cenizas sobre la alfombra y fue al cuarto de baño.

«¡Oh, mierda! —pensó Willie—. Va a examinar el botiquín.» Ciertamente, al cabo de pocos segundos la señora Stringer salió con un bote de laca para el cabello, un frasco de laca de uñas y una cajita de cartón azul y blanca de tampones, todo ello agarrado en una mano de uñas escarlata.

Arrojó los objetos a los pies de su hijo.

—No me hablaste de tu operación de cambio de sexo —dijo, arrastrando las palabras y sacando un cigarrillo, que encendió, según advirtió Willie, con mano temblorosa—. Necesito beber algo —añadió al tiempo que se sentaba en el sofá—. Ésta es la gota que colma el vaso.

Willie fue a la cocina, donde su gato persa gris, Fortescue, se había escondido bajo la mesa. Al animal le habían bastado tres segundos para saber más de la señora Andromache Stringer de lo que Willie sabía en veinticuatro años.

—Vodka, por favor —gritó ella—. No te molestes en poner hielo. —Cuando hubo vaciado medio vaso, dijo—: ¿Y bien?

—¿Y bien, qué?

—¿Te examinas regularmente?

—Tenemos exámenes finales —dijo Willie, deliberadamente obtuso. Desde que era un niño había temido los estallidos de su madre; pero ahora le teman sin cuidado.

—Quiero decir de las inmundas enfermedades a las que te exponen todas tus putas y zorras —dijo ella dirigiéndose a un imaginario público de cientos de personas, mirándolo fijamente con expresión beligerante. Se puso de pie y empezó a gritar, pero modulando cada palabra con dramática claridad—. Eres igual que tu padre, puteando por todas partes, follando con todo lo que se mueve...

Willie se enfrentó a ella.

—Fuera —dijo tranquilamente.

Ella se detuvo a medio camino.

—¿Qué has dicho? ¿Cómo te atreves a hablarme...?

Willie la cogió del brazo, y ella le dio una bofetada. Él la agarró por el codo y la empujó hacia la puerta. A pesar de su aspecto, su madre era más fuerte de lo que parecía.

—¡Haré que tu padre te deje sin asignación! —gritó, olvidando que procedía del legado de su abuelo. Volvió la cabeza hacia él y su rostro se contrajo, asustada por primera vez ante la expresión de Willie—. Tú nunca... —empezó, y se echó a llorar.

Willie abrió la puerta. Ella se detuvo en el umbral, repentinamente envejecida, patética, con las mejillas bañadas en lágrimas que dejaban surcos sobre el maquillaje. En ese momento, Willie podría haberla matado.

—No quiero volver a verte por aquí —dijo. Apoyó la mano en su espalda y la empujó, cerrando la puerta tras de ella.

Podía sentir su pulso acelerándose mientras regresaba a la cocina. Fortescue empezó a ronronear y a juguetear alrededor de sus pies como si lo felicitara por su coraje.

—Ya está bien, Fortescue —dijo Willie, después de lavar el vaso y limpiar las cenizas de la alfombra—; tengo que trabajar.

Sacó un volumen de la estantería combada más alta de la librería de ladrillos y tablones, se sentó y puso los pies sobre el sofá. Hojeó las mil quinientas páginas del libro de cirugía de Davis, y luego lo sostuvo en la mano. Pesaba al menos el doble que un cerebro humano; tenía que haber algo significativo en ese hecho. El gato se acomodó en su regazo.

A la mañana siguiente empezaban sus seis semanas de prácticas en cirugía. Ésa era su asignatura, y estaba dispuesto a destacar como ningún otro estudiante lo había hecho nunca. Volvió las páginas; había leído el manual muchas veces y ya conocía la mayor parte de su contenido, pero ahora no podía concentrarse. «Igual que tu padre», había dicho ella. Su padre nunca había perdido el tiempo. Ella lo había echado todo a perder. Recordó una fiesta nocturna en su casa, cuando tenía cuatro o cinco años. Todos vestían elegantemente, como si fueran a la ópera o algo así, y su niñera lo hizo bajar para presentarlo a las visitas. Su madre se sorprendió tanto al verlo, que por un instante pareció incapaz de recordar su nombre. Todo el mundo pensó que era terriblemente divertido; ella volcó su vaso de vino, y todo el mundo reía, reía...

El grupo de Willie debía entregar su resumen al departamento de cirugía a las ocho, y Willie ya estaba allí en punto, anhelante, con otros tres estudiantes, dos mujeres y un hombre, Greg había sido asignado a Pacientes Externos, diez pisos más abajo; había terminado su rotación tres meses antes, y había detestado cada momento.

—Te tratan como si fueras mierda —le había dicho a Willie, indignado, el último día—. Te hacen llevar recados, traer radiografías, sujetar el desfibrilador en el quirófano. Eso es lo peor; te pasas horas y horas de pie, no puedes ver nada, y no te explican qué están haciendo.

Pero los descorazonadores relatos de Greg no podían restarle entusiasmo a Willie. Sabía que su destino era ser cirujano y cuanto antes empezara, mejor.

Aguardaron durante veinte minutos al otro lado de la fría puerta de cristal. Finalmente, justo cuando acababan de decidirse a bajar a la cafetería para tomar rápidamente un café, una figura en bata blanca, con las mangas arremangadas sobre el atuendo verde del quirófano, apareció por el pasillo y se acercó a ellos. Extrajo un manojo de llaves del bolsillo, eligió una y abrió la puerta. No dijo nada ni los miró hasta que la puerta estuvo abierta.

—Venga, adentro —dijo con un tono aburrido, indiferente. Ellos entraron obedientemente y en tropel, como escolares—. Me llamo Janus Frankel —anunció, sentándose al borde de la mesa y escrutándolos con una mirada inteligente y agresiva.

Su tono sugería que ellos ya debían saber con quién estaban tratando. Willie había oído a Greg hablar de él. Parecía tener poco más de treinta años, era más bien bajo y tenía manos delicadas y expresivas. Las mangas recogidas revelaban unos músculos notablemente elásticos en sus delgados antebrazos. Su rostro, pálido, triangular y de pómulos brillantes, tenía una expresión intensa.

—Soy profesor agregado de este departamento, y me ha tocado en dudosa suerte estar a cargo de las prácticas de los estudiantes.

La chica que estaba junto a Willie soltó una risita, pensando que trataba de ser gracioso. Él la fulminó con la mirada.

—Denme sus nombres, por favor.

Su voz era formal, distante. Cuando Willie dijo su nombre, Frankel alzó la vista, lo miró fijamente por un momento y luego prosiguió. Willie, incómodo sin saber por qué, trató de sentir la debida admiración por aquel hombre que no sólo había terminado la carrera de medicina sino que había completado sus largas prácticas de cirugía y después de pasar por el tribunal médico había obtenido aquel prestigioso puesto en el departamento de cirugía de una universidad. Debía de ser todo un personaje, aunque no parecía demasiado impresionante. Frankel revisó la lista que acababa de anotar.

—Los dos primeros, Harding y la señorita Stone, se unirán al equipo del doctor Goldsmith. El doctor Goldsmith es nuestro internista veterano. La señorita Serafín y usted, Stringer, vendrán conmigo.

Edie Serafín y Willie intercambiaron una rápida mirada, que Frankel captó. Los observó fríamente y dijo:

—Quiero que quede claro qué se espera de ustedes. Las visitas empiezan a las seis y media de la mañana. Así nos da tiempo a ver a todos los pacientes a nuestro cargo, antes de empezar a operar a las siete y media.

Harding y Edie Serafín estaban tomando notas, y Frankel miró a Willie como si también debiera hacerlo.

—En el quirófano se encargarán de las radiografías y de los informes de los pacientes, y si el equipo médico los necesita, asistirán a las operaciones.

Frankel miró al grupo con expresión grave. «No le gusta enseñar —pensó Willie—. Pero no importa. Probablemente es un buen cirujano e investigador.»

—Deberán completar los historiales médicos —prosiguió Frankel—, examinar a los nuevos pacientes y discutir sus hallazgos con el internista.

La voz de Frankel era monótona. Cada lunes a las diez de la mañana había rondas completas, y todos los estudiantes tenían que estar allí, así se hundiera el mundo. Luego venían las visitas de Patología Quirúrgica, en el departamento de patología. La lista de reuniones, obligaciones y responsabilidades era larga, pero el doctor Frankel les aseguró que se acostumbrarían rápidamente a la rutina. Y si no eran capaces de hacerlo, advirtió, quizá debían ir pensando en otra profesión.

Edie Serafín y Willie siguieron al doctor Frankel al quirófano.

—Nuestro próximo caso es una hernia —les dijo—. ¿Recuerdan la anatomía de la región inguinal?

—Me parece que sí —respondió Edie, nerviosa. Sabía que no recordaba lo suficiente como para responder a un examen.

—Sí —dijo Willie, con seguridad.

—Ya lo veremos —repuso Frankel, sonriendo. Edie y Willie advirtieron lo finos que eran sus labios.

Edie fue al vestuario de las enfermeras, ya que no había instalaciones para las médicas, y Willie siguió a Janus a la sala de estar de los doctores, que daba al vestuario. Le señaló las taquillas de los estudiantes y las pilas de camisas y pantalones verdes.

—Hay tres tallas —informó—. Descubrirá cuál es la suya después de haberse vestido.

Willie pasó la mayor parte de la mañana en la sala de operaciones, pero no fue en absoluto como había esperado. Frankel enseñaba, aunque sólo por obligación. Su método consistía en hacer preguntas a los estudiantes hasta el momento en que éstos ignoraban la respuesta, entonces pasaba a otra cuestión. Era una experiencia tan desconcertante como agotadora.

Se dirigía a Willie por su apellido, Stringer. A Edie sencillamente la llamaba «usted». No ocultaba que en su opinión las mujeres debían tener una absoluta y total libertad de elección en sus carreras médicas, siempre y cuando eligieran ser enfermeras o ayudantes de laboratorio. Le dijo a Willie que limpiara para que él pudiera sostener los retractores; a Edie le indicó que mirase por encima de su hombro y no tocara nada.

—Está todo esterilizado —le espetó, mirándola como si esperara que ella también lo estuviera—. Bien, Stringer, ¿qué es esta estructura que estoy sujetando?

El doctor Frankel sostenía con una abrazadera curva un filamento de tejido blanquecino del grosor de un lápiz.

—¿El ligamento inguinal? —aventuró Willie.

—Usted, ¿qué cree que es?

Edie no dijo nada, sólo sacudió levemente la cabeza. No quería degradarse limitándose a suscribir las palabras de Willie.

Frankel prosiguió.

—Este grupo de venas que hay aquí, ¿qué es? —Willie no tenía ni idea, y Edie tampoco—. Se llama plexo pampiniforme. ¿Han estudiado anatomía hace un año o dos, o es que eso ya no figura en el programa? —Frankel parecía alegrarse de haber encontrado algo que no conocían—. Usted, ¿de dónde cree que le viene al plexo pampiniforme su nombre?

—Del profesor Pampini de la Universidad de Génova —respondió Edie de inmediato, y Willie sonrió. No era ninguna tonta.

—Odio esta clase de frivolidades en la sala de operaciones —repuso Frankel severamente. Willie advirtió que seguía operando mientras conversaban—. El término «pampiniforme» se refiere a la palabra latina que significa «racimo de uvas», ya que los primeros cirujanos advirtieron que tenía cierta similitud con esta estructura.

Willie observó el plexo pampiniforme. Aquel amasijo de venas se parecía menos a un racimo de uvas que a un saco de patatas, pero supuso que eso debía formar parte de la mística de la cirugía.

Cuando llegó el momento de realizar la incisión, Frankel preguntó repentinamente a Willie si Greg Hopkins era amigo suyo. Cuando Willie dijo que sí, Frankel añadió:

—Eso pensé. No puede decirse que sea uno de nuestros mejores estudiantes... No podía importarle menos la cirugía. Espero que usted no tenga pensado seguir sus pasos.

El modo en que miró a Willie demostraba que esperaba lo peor. Willie estaba asombrado. Sabía que Greg no había disfrutado en el servicio de cirugía, pero también sabía que era responsable y tenaz. Quizá hubiese importunado a Frankel de algún modo.

Lo que Willie no sabía era que Frankel se formaba una opinión de los estudiantes el primer día. Desde entonces, los afortunados eran tolerados, y los otros no podían hacer nada bien.

Después de acompañar al paciente hasta la sala de recuperación y de aprender cómo conectarlo al monitor, Willie fue a comer un bocadillo antes de dirigirse a la planta de cirugía para examinar a los nuevos pacientes. Gordon Hogan, el residente subalterno, lo acompañó.

—¿Qué te ha parecido trabajar con Janus Frankel? —le preguntó mientras entraban en la cafetería.

La fila del almuerzo avanzaba lentamente mientras un inequívoco hedor a grasa y vapor caliente les llegaba a ráfagas.

—Coge una bandeja —indicó—, nosotros no tenemos que hacer cola. ¿Os ha dado vales para el almuerzo? Ten, toma uno. Yo puedo obtener todos los que quiera. —Parpadeó lascivamente, mirando a la hermosa chica que había al otro lado del mostrador, atendiendo la caja registradora.

—Gracias —dijo Willie—. ¿Frankel? He hablado con él durante la práctica, sí, aunque su clase de anatomía fue un poco sorprendente. ¿Por qué?

—Porque es un cabrón, por eso. Nosotros lo llamamos Jano el Ano. Incordia a todo el personal. Es sarcástico, y le gusta poner a la gente en apuros, así que ten cuidado.

Gordon puso en su bandeja un cartón individual de leche, una porción de pollo y un yogur. Willie no tenía hambre, de modo que sólo cogió un bocadillo de pollo, una naranja y un vaso de agua. Siguió a Gordon a una mesa donde se sentaba el resto del equipo vestido de verde. Todos comían apresuradamente su almuerzo.

—Éste es Willie Stringer. Está trabajando con Ano.

Lo miraron brevemente y sonrieron. Tenían otras cosas en que pensar. Edwin Goldsmith, el jefe de residentes llevaba un montón de informes en las manos; iba a visitar a los pacientes correspondientes. Willie se sentó, y mientras daba cuenta de su almuerzo observaba y aprendía cómo funcionaba el servicio de cirugía clínica. Ed Goldsmith era cuidadoso, metódico, meticuloso hasta la obsesión. Willie pudo ver su letra en los informes; pequeña, abigarrada, ligeramente inclinada hacia la izquierda.

 

 

El lunes por la mañana Gordon Hogan, el residente subalterno, estaba preparándose para la ronda de visitas. Como siempre, la responsabilidad lo desbordaba; si algo salía mal, habría hecho algo indigno de su facultad y sería censurado por todos.

—Willie, ¿dónde diablos has puesto las radiografías de Sarah como se llame, la del absceso pancreático?

Willie examinó rápidamente una pila de unos quince sobres grandes de color marrón. Algunos de ellos eran viejos y estaban rotos, y docenas de radiografías en blanco y negro amenazaban con caer. Si eso llegaba a suceder, el desastre sería total.

—Aquí.

Gordon cogió el sobre, aliviado, pero al cabo de un instante exclamó:

—¿Dónde está el informe? ¡No está aquí!

Willie revisó rápidamente la pila de sobres por segunda vez, y luego fue corriendo al departamento de radiología en busca de una copia.

Disfrutaba con las prisas, pero entonces comprendió el motivo por el que Greg se había enfadado tanto. En el servicio de medicina interna había gente contratada para hacer aquel trabajo de oficina sencillamente porque los médicos residentes se habían negado a seguir haciéndolo. Los cirujanos, más impulsivos y compulsivos, sentían la necesidad de controlar directamente cada detalle, y seguían merodeando por todas partes, semana tras semana, empleando un tiempo que podrían haber utilizado mejor cuidando de sus pacientes.

A las diez de la mañana se reunieron todos en la sala de actos. El presidente y los médicos asistentes, con sus largas batas blancas, se sentaban en las dos primeras filas de bancos; los residentes y los internos, que vestían chaquetas blancas con las grandes bandas azules del hospital en las mangas, ocupaban el resto. Los que iban a exponer casos médicos se habían situado, nerviosos, cerca del escenario; llevaban sobres y radiografías consigo. Los estudiantes, enfermeras y residentes de otros servicios se acomodaban donde encontrasen un asiento libre.

Willie, junto a Gordon Hogan, que prácticamente lo había adoptado, vio que Janus Frankel se sentaba al lado del presidente, y que hablaba animadamente con él. Gordon siguió su mirada.

—Es un lameculos —susurró—. Míralo, siempre tratando de dar coba al jefe.

Iban a presentarse varios casos. El primero era el de un paciente que sufría una pancreatitis aguda y que había ingresado en la planta médica como si tuviera un ataque cardíaco. El siguiente caso correspondía a un médico al que veinte años atrás se le había extraído un melanoma maligno de la espalda y que no había vuelto a tener problemas hasta que se le había practicado una simple operación de hernia seis meses antes. Ahora estaba muriéndose por metástasis del melanoma en el hígado y el cerebro.

—¿El tumor celular que le afecta ahora es de la misma clase del que le fue extraído hace veinte años? —preguntó el presidente.

—Eso pensamos —respondió Ed Goldsmith, el jefe de residentes—. Fue tratado en Monte Sinaí.

—¿No tienen las radiografías? —inquirió Janus Frankel—, Sin duda nuestros propios patólogos podrían hacer las comparaciones pertinentes.

—Telefoneé al departamento de patología de ese hospital, y están buscándome el historial —dijo Ed con tono hastiado, deliberadamente paciente—. Las radiografías están archivadas, y dicen que tardarán un día o dos en enviarlas.

—¿No hay un servicio de mensajería? —le espetó Frankel, mirando de soslayo al presidente—. ¿O no podría mandar a uno de sus estudiantes a recogerlas? —preguntó con tono de intimidación.

—¿Comprendes ahora por qué lo llaman Ano? —susurró Gordon mientras Frankel proseguía con su ataque al jefe de residentes.

—¿Cree que está cuidando apropiadamente a ese paciente, uno de nuestros colegas de profesión, cuando ni siquiera sabe si se trata del mismo cáncer que lo afectó antes?

—Ya ha demostrado su punto de vista, doctor Frankel —dijo el presidente, evidentemente ansioso por cambiar de tema—. Estoy seguro de que la próxima semana tendremos más información —Miró significativamente al jefe de residentes—. Ahora, pasemos al siguiente caso.

Janus se retrepó en su asiento con una sonrisa de autosatisfacción. «Si dejamos que los residentes se escabullan ante semejante situación —pensó—, la estructura completa de la institución se desmoronará»; y él no iba a dejar que eso sucediera, aunque otras autoridades no tuvieran el mismo sentido de la responsabilidad que él.

—Éste es el caso número 88-033297 —anunció Ed—, y lo presentará el doctor Hogan.

Gordon subió al pequeño podio.

—Es el caso de un paciente varón de ocho años, sin historial médico previo, que llegó a urgencias a las siete de la tarde después de doce horas de dolores abdominales.

Willie trató de recordar si lo había visto; pero no se acordaba.

—El dolor empezó en la zona umbilical, era de carácter permanente y tres horas después se desplazó hacia el cuadrante inferior derecho. —Gordon respiró hondo. Hasta ahí todo iba bien; pero podía ver a Frankel mirándolo con sus ojos brillantes—. Vomitó dos veces, y su madre lo trajo a urgencias. Allí se le apreció una aguda sensibilidad de rechazo en el cuadrante inferior derecho, máxima sobre el punto MacBurney.

El presidente miró hacia las filas de estudiantes.

—¿Puede alguno de ustedes decirme dónde está el punto MacBurney?

Una voz femenina, que Willie creyó identificar como de Edie, contestó desde el fondo de la sala de actos:

—A dos tercios de la distancia que separa el ombligo del hueso ilíaco superior en la cara interna derecha de la columna vertebral.

—Correcto. A la derecha y por debajo de la barriga.

Una risa contenida estalló en la sala. «La toman contigo de una forma u otra», pensó Willie. Si Edie hubiera contestado eso, el presidente habría caído sobre ella sin piedad.

—Algo de sensibilidad en el costado derecho según el examen rectal, un cómputo de siete mil glóbulos blancos con diferencial normal, hemoglobina del 14,2. Los resultados clínicos y la ligeramente creciente cantidad de glóbulos blancos apuntaban hacia una apendicitis aguda.

—¿Y entonces? —preguntó el presidente.

—Lo llevamos a la sala de operaciones. Su apéndice estaba normal, pero había desarrollado glándulas mesentéricas. Le sacamos el apéndice.

—¿Cuál es su diagnóstico definitivo?

—Adenitis mesentérica, doctor.

—Un asunto complejo —dijo el presidente, después de una pausa. Se dirigió al auditorio—: La adenitis mesentérica es una enfermedad benigna, autolimitada, que causa síntomas similares a los de la apendicitis; y frecuentemente se expone al paciente a una operación innecesaria.

—¿No podían haber esperado? —preguntó el doctor Frankel—. El chico se habría restablecido a la mañana siguiente.

—Consideramos que no podíamos correr el riesgo de que se rompiera el apéndice —dijo Ed Goldsmith, tan enfadado como Gordon—. Si se extirpa un apéndice en condiciones normales el riesgo es mucho menor.

—¿No tuvimos un caso similar hace unas semanas? —prosiguió Frankel, empleando el tono habitual—. ¿Es que están abriendo a todos los que vienen al hospital con un dolor de barriga?

—Espera un minuto, Janus —dijo uno de los médicos asistentes, al final del mismo banco—. La mayor parte de los hospitales alcanza una tasa del 15 al 20 por ciento en errores por diagnóstico de apendicitis.

El presidente se volvió en su asiento para ver quién estaba hablando, pero Frankel lo miraba fijamente. No le gustaba que lo criticasen delante del personal y los estudiantes.

El médico asistente continuó:

—Si todos los diagnósticos que se hacen fueran correctos y nunca se operara por precaución, pasaríamos por alto casos de peritonitis, probablemente con resultados fatales. —Hizo una breve pausa y añadió—: Estoy totalmente de acuerdo con el modo en que los residentes actuaron en este caso.

—Estoy seguro de que la tasa media de errores que comete esta institución está bastante por debajo del 15 o el 20 por ciento —dijo Frankel, con una expresión tensa en el rostro—. ¡Pero también estoy seguro de que alcanzaremos pronto esa cota, con la clase de residentes que tenemos hoy en día!

—¿Sabe alguien cuál es la tasa de errores que prevé este hospital? —preguntó el presidente con tono conciliador.

Se hizo el silencio. Nadie parecía saberlo.

—Bueno, lo averiguaré y les traeré los resultados la próxima semana —dijo Frankel, furioso porque su ataque contra los residentes había sido contestado por otros médicos asistentes—. En mi opinión, errores de diagnóstico como éste son inexcusables.

Gordon volvió a su asiento con aspecto de estar asustado.

—El muy cabrón... —dijo en voz baja—. Ahora ya ves qué clase de persona es. Ten mucho cuidado cuando trabajes con él.

Al final de la sesión el presidente y los médicos asistentes salieron en fila, y los demás los siguieron. Cuando Willie llegó a la puerta, Frankel estaba esperándolo. Para su sorpresa, su tono era tranquilo y amistoso.

—Me gustaría que buscara usted esa información por mí, Stringer —dijo, ignorando a Gordon—. La información sobre apendicetomías... La encontrará consultando los informes médicos; no será nada complicado.

—¿Qué necesita exactamente, doctor? —preguntó Willie, que se sentía honrado por recibir semejante encargo.

Frankel hizo un gesto de impaciencia.

—El número global de apendicetomías, el porcentaje de apendicitis reales, los resultados patológicos, otros diagnósticos y demás. Lo necesitaré el lunes a primera hora de la mañana, ¿de acuerdo? —Se apresuró a seguir al presidente.

—Típico —dijo Gordon con tono de resignación—. Tú haces el trabajo; él lo presenta y se lleva todo el mérito. Bueno, al menos será una buena práctica para ti.

Willie estuvo muy ocupado durante el resto de la semana. Logró conseguir un par de horas libres el miércoles por la tarde y bajó a la ciudad, a la escuela de música de Columbia, a comprar entradas para un concierto. Entre lo que sucedió allí y todo el trabajo y los estudios que tenía que hacer, no era extraño que para el viernes por la tarde se hubiera olvidado completamente del encargo que el doctor Frankel le había hecho.