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iempre era una aventura ir a Nueva York, y tanto a Elspeth como a Douglas les hacía ilusión aquel viaje, pero para eso tenían que faltar a clase, y Greg dijo que no. Inicialmente el doctor Davis había concertado visita para las radiografías de estómago de Edward —o «series de gastrointestinal», como él las llamaba—, en el hospital de la localidad, pero allí el radiólogo sólo visitaba dos veces por semana y Greg no estaba muy seguro de que fuese competente, de modo que decidió hacérselas en Nueva York, en el departamento de radiología pediátrica del Hospital Infantil, que formaba parte del complejo del Hospital Universitario de Manhattan.

Liz, naturalmente, lo acompañó en coche, y decidió convertirlo en un día especial. Edward había estado cansado desde el día en que se había desmayado, y no tenía interés por nada, y menos aún por la competición de atletismo. El entrenador Lenahan había telefoneado varias veces, pero aunque parecía bastante preocupado, Liz sabía que todo lo que le interesaba era saber si su estrella de los doscientos metros competiría en los próximos campeonatos estatales. Le parecía una persona desagradable, aunque Edward decía que era bastante buen entrenador. Liz pensaba que su hijo se merecía unas pequeñas vacaciones, y ella también, así que planeaban almorzar en el Rockefeller, ir de compras después de terminar con el Hospital Infantil, y luego, antes de volver a casa, presenciar el espectáculo del Radio City Music Hall. Tenían que estar de vuelta con tiempo más que suficiente para cenar, pero por si acaso Liz había dejado dos cajas de lasaña congelada sobre la mesa de la cocina, con sus instrucciones. Elspeth sabía usar el microondas, y prepararía encantada la cena de su «papi».

La visita era a las nueve de la mañana, y el tráfico fue bastante fluido hasta que llegaron a Merritt Parkway. Edward miraba a los otros coches embotellados y avisaba a su madre cuando veía un Porsche, un Jaguar o cualquier vehículo lujoso. Liz no prestaba atención; estaba preocupada porque no quería llegar tarde ni le gustaba conducir en Nueva York, pues la densidad del tráfico y la agresividad de los conductores la asustaban, y no parecía muy segura de saber llegar al hospital. Para cuando por fin llegaron a la zona de aparcamiento de éste, le sudaban las manos y le dolía el cuerpo a causa de la tensión.

El Hospital Infantil no tenía mucho que ver con la atmósfera relajada que se respiraba en el pequeño hospital de la ciudad, donde todo el mundo se conocía, las enfermeras le preguntaban a Liz cómo estaban los niños y el administrador trataba de ganarse otro frasco de aquella deliciosa mermelada de ciruelas que ella había hecho el otoño anterior. Nada de eso. El lugar estaba tan atestado de gente que le cortó la respiración. Alrededor de ellos dos todo el mundo andaba apresurado: mujeres en bata blanca que marchaban a grandes zancadas con estudiantes detrás siguiéndolas como patitos, visitantes aturdidos, técnicos, enfermeras que corrían por los pasillos y llenaban los ascensores en grupos parloteantes.

El departamento de radiología estaba en la planta baja. Edward era menos tímido que Liz para preguntar, y finalmente llegaron al lugar.

—¿Has visto que todos dicen «No puede equivocarse»? —dijo Edward en voz baja.

Edward nunca elevaba el tono de voz, y respondía a la tensión o la excitación hablando de un modo aún más tranquilo. Liz tuvo que pedirle que lo repitiera, y para cuando lo hubo dicho otra vez, ya estaban bajo el cartel que indicaba: RADIOLOGÍA PEDIÁTRICA—CENTRO RADIOLÓGICO STEINBERG. Resultaba un poco estremecedor, pensó Liz. Debía ser para chicos con cáncer. Cogió la mano de Edward y la sujetó hasta que entraron en el despacho. Sólo había unas pocas personas allí, en contraste con la multitud que poblaba el resto del hospital, y la chica que estaba detrás del mostrador era menuda y muy bonita.

Sí, tenían hora de visita, y él debía de ser Edward...

—Hola, Edward, soy Ginny. Siéntate ahí. Señora Hopkins, necesitamos que rellene unos impresos; lo siento, pero realmente usamos toda esta información. Edward, espero que no hayas desayunado nada esta mañana. —Ginny miró alternativamente al niño y a Liz.

—Nada, aparte de los habituales huevos con beicon, cereales y una tostada con mantequilla y mermelada —dijo Edward, como si la mantequilla que acababa de mencionar no se hubiese derretido aún en su boca—. Y dos tazas de café.

Ginny ahogó una exclamación de asombro, y rió cuando Liz sacudió la cabeza.

—No ha comido nada, Ginny. Edward sólo intenta ser gracioso.

Miraron en dirección a la sala de espera. Había aproximadamente una docena de sillas de plástico granate, casi todas ocupadas por madres con uno o dos niños, algunos en canastilla. Una chica de unos quince años, con el pelo revuelto, leía un libro. Estaba sentada entre una mujer alta, quieta y de aspecto descuidado, con un niño de tres años, y una joven hispana con un bebé muy vivaz. Los dos únicos lugares libres estaban junto a un chico que aparentaba tener la edad de Edward, sentado al lado de su madre. El niño tenía la cabeza completamente rapada, y en el costado izquierdo se veía una cicatriz roja en forma de «u». Tenía marcas de tinta púrpura en algunas partes del cráneo. Edward vaciló, pero Liz anduvo resueltamente hacia los asientos vacíos, y él la siguió.

Liz sonrió a la madre del chico, cuyos labios se curvaron brevemente en reconocimiento. Ella se sentó en la silla más alejada, y Edward al lado del chico, que no dio muestras de advertirlo y siguió mirando fijamente al frente.

Edward miró alrededor. A pesar de que había varios niños pequeños se oía muy poco ruido, como si en aquel lugar hubiera algo que los mantuviera silenciosos. Edward le echó una larga mirada a su vecino de asiento con el rabillo del ojo, y luego su vista recorrió la sala de espera.

—¿Has visto que aquí no hay padres? —le preguntó a su madre en un susurro.

—Sí, lo he visto —respondió Liz con una sonrisa—. Probablemente están trabajando. —Habló en su tono normal de voz, controlando el impulso de susurrar.

El chico miró a Edward por un instante. Edward le dijo:

—¿Para qué has venido? A mí van a hacerme radiografías del estómago.

La voz de Edward se quebró involuntariamente entre el susurro y el tono que empleaba habitualmente. El niño siguió mirando al frente, sin responder.

—Contesta al chico, Jacob —dijo su madre serenamente.

—Si hablo me duele la cabeza —respondió él.

Su voz era aguda, con una tonalidad metálica. Edward pensó: «Este chico debe de ser un alienígena.»

—Está aquí para un tratamiento radiológico —explicó su madre. Parecía como si estuviera acostumbrada a hablar por Jacob.

—¿De dónde eres? —preguntó Edward al niño.

La madre respondió:

—De New Canaan, ¿y tú?

Edward lo comprendió de inmediato: conversaría con Jacob a través de su madre. Ella le conocía lo bastante como para poner en palabras lo que él no pronunciaba.

A la madre dé Jacob le costaba oír la voz tenue de Edward, pero cuando él habló con un tono más alto, Jacob hizo una mueca de dolor. Ella estaba decidida a proseguir con la conversación; Edward tuvo la impresión de que Jacob no tenía muchas ocasiones de hablar con otros niños, y de que su madre no iba a dejar escapar esta oportunidad, porque se inclinó por encima de su hijo para escuchar lo que Edward estaba diciendo. Hablaron de béisbol, que Jacob había practicado, y entonces Edward dijo que él practicaba atletismo, y conversaron sobre eso durante un rato. La mujer tenía un rostro bastante bonito, pensó Edward, pero debía de mostrar en todo momento aquella expresión de ansiedad. Jacob seguramente llevaba enfermo bastante tiempo.

—¿Jacob Milstein? —dijo Ginny con una sonrisa por encima del mostrador—. Sala 29, Jacob, la de siempre.

Jacob se levantó muy rígido, sin dejar de mirar al frente. Se volvió y le tendió la mano a Edward, con un gesto desmañado. Edward se sintió incómodo, pero la tomó. Jacob apenas lo tocó; se volvió y fue hacia la puerta. Su madre fue con él, pero al levantarse de la silla le dirigió a Edward una rápida y agradecida sonrisa. Él enrojeció, convencido de que todo el mundo estaba mirándolo. Después se volvió para preguntarle a su madre por qué Jacob tenía aquellas marcas de color púrpura en la cabeza. Ella lo estaba mirando con una expresión que nunca había visto antes, y sus ojos estaban empañados.

Minutos después le llegó su turno, y Ginny lo llevó al vestidor para que se quitara todo excepto los calzoncillos y los calcetines. Le dio un camisón de hospital para que se lo pusiera, una especie de camisa larga que se ataba en la espalda. Consiguió hacerse el lazo de arriba, y cuando salió, Ginny le ató el de la cintura.

La siguió por un pasillo largo, reluciente e inmaculado hasta una sala oscura que estaba al fondo, a la izquierda. En medio de la estancia había una especie de mesa con una almohada de goma negra en un extremo. Una caja grande y brillante colgaba sobre la mesa. Tenía varias lucecitas y un asa para subir y bajar. Una chica con un uniforme blanco estaba poniendo algo en el contenedor que había debajo de la mesa. Levantó la vista y sonrió.

—Enseguida estoy contigo, en cuanto pueda despegar este condenado casete.

La miraron mientras se debatía con el artilugio.

—Éste es Edward Hopkins —dijo Ginny—. Ha venido por una serie de gastrointestinal. —Se volvió hacia Edward—. Carol se encargará de ti de ahora en adelante. ¡Hasta luego!

Ginny se internó de nuevo por el pasillo, y Edward lamentó verla desaparecer detrás del mostrador. Era una persona realmente agradable, y le habría gustado conocerla.

Carol colocó por fin la casete en su sitio, y se acercó. Era más bonita que Ginny, pero lo miraba con una expresión distante, como si deseara que fuese mayor. Le explicó que estaría echado en la mesa un rato, pero que primero tenía que beber un líquido blanco con sabor a cerezas. Para bromear un poco con ella, preguntó si no tenían con sabor a fresa, y ella lo miró sorprendida y dijo que no, que a la mayoría de la gente le gustaba el sabor a cereza.

Entró el doctor, un hombre regordete con una bata gruesa y gris demasiado ceñida.

—¿Edward Hopkins? —preguntó, dirigiéndose a Carol. Ni siquiera miró a Edward.

—Sí —respondió ella—. Serie de gastrointestinal. Luego, dirigiéndose a Edward—: Sube a la mesa. Y cuidado con la cabeza. Tiéndete con la cabeza sobre la almohada.

Ella se puso una de las batas gruesas. Tenía flores.

Los dos primeros tragos del líquido que tenía que beber estuvieron bien; como ella había dicho, sabía a cerezas. Pero para cuando terminó de tragarlo, Edward pensó que devolvería. Se apagaron las luces, y el doctor encendió lo que parecía una gran pantalla de televisión. Entonces le dieron la vuelta, el médico palpó su barriga, y presionó debajo de sus costillas, repitiendo a menudo: «¡Muy quieto ahora, no respires!», y Edward podía ver que se le movía la pierna al presionar un pedal, y se oía un zumbido y una pisada debajo de la mesa, que se desvanecían para empezar otra vez.

Al cabo de un rato se encendieron las luces y Carol dijo:

—Muy bien, Edward, ya está. Lo has hecho muy bien. ¿Puedes volver al mostrador tú solo?

Mientras caminaba por el corredor, Edward sintió la corriente de aire que entraba por su camisón y se preguntó si estaría enseñando el trasero. Se retorció, pero no pudo verlo. Sujetó el bajo de la prenda, pegándola a las piernas al llegar al mostrador. Habría muerto de vergüenza si Ginny le hubiese visto el trasero.

 

 

—Bueno, ¿qué tal ha ido? —preguntó Liz cuando volvieron a la entrada principal—. Empezaba a lloviznar, y Liz sacó su paraguas. Titubeó, miró alrededor y preguntó—: ¿Dónde está el aparcamiento, tú te acuerdas?

Edward la condujo a través del edificio hasta el área posterior, donde estaba el garaje. Liz ahogó una expresión de sorpresa cuando vio lo que tenían que pagar a la salida: por esa suma, en el pueblo podían aparcar delante del ayuntamiento durante una semana.

Bajaron lentamente hasta el sur de la ciudad, pues el tráfico se desplazaba a mitad de velocidad a causa de la lluvia.

—¿Cómo te ha ido? —preguntó de nuevo mientras esperaban ante un semáforo de Park Avenue.

—Fue bien, mamá —respondió Edward. Estaba cronometrando los semáforos con el reloj—. Exactamente, un minuto y veintidós segundos —informó, pero ella no sabía de qué estaba hablando y no hizo caso.

—¿Te han dicho algo? —preguntó mientras el tráfico se ponía otra vez en marcha.

El taxi que iba detrás hizo sonar el claxon. Edward se volvió a mirar, y Liz, aunque observaba por el retrovisor, pilló a su hijo haciéndole un gesto grosero al taxista.

—¡No hagas eso, Edward! ¡Esto es Nueva York! Ese taxista podría venir a aplastarnos.

Edward le sonrió cuando los adelantaba, pero el taxista ni siquiera estaba mirando. Luego le dijo a su madre que no tenía hambre, pero como ella sí deseaba comer, pararon en un Chock-Full-o’-Nuts para tomar una taza de café y un bocadillo de crema de queso y pan de uva que fue bruscamente puesto delante de ellos.

—Es triste —dijo Liz cuando salieron de allí—. Estos sitios solían ser agradables, y limpios. Nueva York ya no es lo que era.

Se conmovió al pensarlo. Hacía cinco años que no visitaba la ciudad.

Después de parar en Brooks Brothers para comprar un par de camisas para Greg y pasar dos horas dando vueltas por Bloomingdale’s, ambos estaban exhaustos, así que decidieron perderse el espectáculo del Radio City Music Hall y volver a casa.

Para cuando ellos tomaban la rampa del paso a nivel del Major Deegan, el rechoncho radiólogo del Hospital Infantil, Arthur Montefiore, se sentaba ante un panel iluminado donde había fijado un par de docenas de radiografías. Tenía un micrófono en la mano, y estaba grabando sus notas en él.

—Edward Paul Hopkins, doce años, serie de gastrointestinal. El líquido de contraste atraviesa fácilmente el esófago. Se advierte alguna rugosidad en el extremo inferior, pero el bario penetra en el estómago con normalidad. No hay hernia de hiato. El estómago es de tamaño y configuración normales, y se percibe irritabilidad en el antro. Parece haber una pequeña úlcera en la zona distal del estómago. El duodeno y el intestino delgado son normales.

Miró otra vez las películas, dudando por un momento al mirar las correspondientes al extremo inferior del esófago. Luego gruñó, dejó el micro, recogió las radiografías y las metió en un sobre marrón donde figuraba el nombre de Edward. No era la mejor serie de gastrointestinal del mundo, pero Carol, la técnica, era nueva. Sin embargo, tenía talento, y pronto sería buena.

Arthur sacó el sobre nuevo, cogió las dos radiografías de arriba y las colocó sobre la pantalla. Recogió el micro y prosiguió su dictado con la misma voz monótona.

—Joan Hendricks, setenta y dos años, radiografías de torso posteroanterior...

Para cuando Liz y Edward llegaron a casa, el doctor Montefiore ya había llamado al doctor Davis, y el doctor Davis había llamado a Greg con la noticia de que Edward teñía una úlcera de estómago. Greg sabía que era poco frecuente a esa edad, pero no imposible. El tratamiento consistiría en antiácidos y una dieta adecuada, y si eso no funcionaba, probarían con los llamados inhibidores Hz, que prevenían la formación de ácido en el estómago. El doctor Davis le recordó a Greg el viejo aforismo de la escuela médica: «Sin ácido no hay úlcera», y sugirió que Edward debía hacerse una endoscopia. Mirarle el estómago a través de un tubo flexible les daría una idea más aproximada de lo que estaba pasando.

Así que Edward no comió lasaña, que le encantaba, sino arroz y pescado hervido, que no le gustaban en absoluto. El único que lo encontró divertido fue Douglas.