PRÓLOGO

 

W

illie Stringer acababa de empezar la ronda con su equipo cuando sonó una llamada en el busca: «Código Azul, pabellón Harkmore, habitación 2104, doctor Stringer, habitación 2104...»

—Sigue sin mí —dijo al jefe de residentes.

Cuando el busca sonó otra vez, Willie ya estaba en camino. Se dirigió rápidamente hacia los ascensores, procurando que el estetoscopio, la linterna y demás objetos que portaba no salieran despedidos de los bolsillos de su bata blanca. En cuanto dobló la esquina echó a correr.

Tenía un nudo en el estómago. Habitación 2104... Los ascensores se hallaban al final del pasillo, y como siempre, había gente esperando. Willie alzó la vista hacia el indicador. Ninguno estaba al llegar. La salida de emergencia... Al instante trotó escaleras abajo, dejando un eco de pisadas apresuradas en el cilindro de hormigón. Cuatro o cinco pisos más arriba se oyó el golpe de la puerta de metal y luego las pisadas de alguien que bajaba corriendo tras él. Debía de ser el anestesista respondiendo a la misma llamada.

Cuando Willie llegó al último tramo le flaqueaban las piernas y sólo podía descender los escalones uno a uno. Estaba haciéndose viejo. Era más fácil recorrer el túnel, aunque tenía que esquivar las cañerías y los cables que colgaban del techo bajo y abovedado. Willie, siguiendo la línea central, avanzó tan deprisa como pudo. El túnel unía el edificio central del hospital con el pabellón Harkmore, por debajo del aparcamiento de las visitas.

Primero, desobstruir las vías respiratorias... Mentalmente, Willie repasó la rutina de rehabilitación. Se le cayó la linterna del bolsillo y perdió unos segundos en recogerla. Quizá debería haberla dejado allí. El anestesista estaba mucho más atrás y marchaba al paso. Se encontraba demasiado lejos para que Willie pudiera oír su respiración entrecortada, pero sin duda jadeaba, porque había bajado corriendo cinco pisos más que él.

Era infrecuente que llamaran a un ayudante de cirugía por un código, pero éste era un caso especial. Podía necesitar... ¡Dios! ¿Qué podía haber ocurrido?

La espera del ascensor en recepción se le hizo interminable, pero Willie sabía que era mejor aguardar que echar a correr escaleras arriba hasta el piso vigésimo primero. La 2104... Consultó su agenda; quizá hubieran cometido un error y hubiesen dado un número de habitación equivocado, o tal vez hubieran trasladado al chico... Pero no; sabía que era él. Hacía menos de una hora que lo había visto, y entonces todo estaba bien. Edward Hopkins, el hijo de su mejor amigo, el chico de doce años del que todas las enfermeras se habían enamorado. Lo habían operado el día anterior. ¿Qué diablos podía haber salido mal? Sintió una punzada de ansiedad en el estómago. Abrió la pequeña puerta de acero del ascensor introduciendo en la consola una llave especial, y pulsó el botón superior del panel. Los demás usuarios lo miraron, pero no dijeron nada. Se apartaron para dejarle espacio. Willie miró su reloj justo cuando las puertas se abrieron, en el vigésimo primer piso, y lo invadió un sentimiento de frustración. Habían pasado once minutos desde que lo habían llamado por el busca; sin duda tenía que existir un sistema mejor.

Pasó corriendo por delante del mostrador de las enfermeras. La secretaria lo miró y señaló hacia el vestíbulo.

—Habitación veintiuno cero cuatro, doctor Stringer —indicó con una voz suave y bien modulada. Debía de ser inglesa. La habitación 2104 estaba al final del pasillo.

Ante la puerta se congregaba el habitual grupo de gente, y el médico residente estaba a punto de entrar con su interno. Willie reconoció a un par de fisioterapeutas y un radiólogo, y con repentina congoja advirtió la presencia de un hombre trajeado que intentaba ver qué ocurría en la habitación. Greg. ¿No tenía toda aquella gente nada mejor que hacer? Willie sintió que le subía la adrenalina conforme se acercaba a la puerta. Una enfermera aguardaba al lado del carro del desfibrilador colocado junto a la puerta. Willie saludó fugazmente a Greg con un movimiento de la cabeza, apartó el carro con mayor fuerza de la necesaria, entró en la habitación y cerró la puerta.

Dentro la confusión era total. La habitación estaba llena de enfermeras y médicos que hablaban a gritos los unos con los otros. Una enfermera en prácticas sujetaba la mano del paciente, sollozando como si fuera a partírsele el corazón. Edward estaba sentado, rodeado de almohadas, y al principio Willie no lo reconoció a causa de la sangre. Era de color marrón oscuro y cubría todo el rostro del chico, especialmente el contorno de la boca. Los grandes y aterrorizados ojos pardos de Edward brillaban intensamente, rodeados por un cerco de piel blanca como la tiza. Había sangre en las sábanas, en el suelo, e incluso sobre la pared más próxima a la cama.

—¡Sal de aquí! —le gritaba el médico residente a la enfermera en prácticas— ¡Sal de una maldita vez de aquí! —Se volvió—. ¿Tenemos suero? ¡Hagamos todo esto camino del quirófano!

Sol Leibowitz era un residente de segundo año. Al ver entrar a Willie le dirigió una mirada, sorprendido, pero no dejó de dar órdenes.

—¡Dame seis unidades de sangre y pide otras seis para reponer! —gritó sin dirigirse a nadie en particular.

Bob Wesley, el nuevo residente de Willie, entró jadeando. Willie evaluó la situación con rapidez. Edward había sufrido una hemorragia importante, eso era obvio, pero aún estaba consciente. No había necesidad inmediata de oxígeno ni de descargas eléctricas, y menos aún de todo aquel griterío. Se abrió camino hacia Sol.

—Tranquilízate, Sol —dijo—. El suero funciona, el indicador marca dieciocho, y Bob pondrá otro. Tenemos sangre para él desde ayer.

Sonrió a Edward, que estaba demasiado aterrorizado como para devolverle la sonrisa. Sin embargo, Willie advirtió que el chico se alegraba de verlo en medio de aquel barullo de gritos y rostros desconocidos. Le tomó la mano. Era grande para ser de un niño de doce años, y estaba fría como el hielo. Arvid Donoghue, el anestesista, entró, le echó un vistazo al paciente y miró a Willie con expresión interrogativa. Él asintió, tranquilizándolo. No iba a necesitar a Arvid, al menos por el momento.

—¿Tenemos la presión sanguínea? —preguntó con un tono enfático y deliberadamente sereno, para tranquilizar tanto a Edward como a los demás.

—Ocho cuatro, doctor Stringer —respondió la enfermera de guardia. Parecía aliviada—. Ha subido desde seis nada.

—Contrólela y anótela cada cinco minutos —dijo Willie, y se volvió hacia el chico—. Tenemos que ponerte otro suero, Edward. ¿Soportarás otro pinchazo?

Edward asintió con un movimiento casi imperceptible de la cabeza. Parecía demasiado asustado para moverla más, como si temiera que, de hacerlo, empezaría otra vez a vomitar sangre.

—Vamos a bajarte la cabeza primero.

Willie lo sujetó mientras una de las enfermeras retiraba las almohadas, y a continuación lo tendió cuidadosamente. No había sangre en el lugar que habían cubierto las almohadas.

—Parece bastante estabilizado —murmuró Bob, más para que lo oyera el doctor Stringer que ningún otro.

El pobre Willie estaba más pálido que si hubiera sido él quien había sufrido la hemorragia. Bob limpió la cara interna del brazo de Edward e introdujo la aguja en la vena. Edward no se movió.

—Creo que podemos encargamos de él aquí mismo —dijo Willie a Sol—. Muchas gracias por venir.

Sol miró a Willie con expresión de extrañeza. No le gustaba que hubiese tomado la iniciativa.

—¿Por dónde está sangrando? ¿Es lo que suele ocurrir después de una operación?

—No, normalmente no —respondió Willie, y dirigió a Sol una mirada inexpresiva; no estaba acostumbrado a esa clase de insubordinación subliminal, especialmente por parte de un novato insignificante.

—La presión sube, doctor Stringer. Once ocho.

Edward yacía completamente inmóvil mientras Bob hurgaba con la aguja; era difícil encontrarle la vena porque se había encogido a causa de la pérdida de sangre. Luego salió un chorrillo de sangre del extremo posterior de la aguja. Una enfermera le pasó la jeringa de plástico. El líquido estaba agotándose.

—¿Suero? —preguntó Willie, mirando la botella. La enfermera asintió—. Ábralo al máximo... bien. —Se irguió y dirigió una sonrisa tranquilizadora a Edward—. ¿Te gustaría lavarte la boca? Este mejunje no sabe muy bien, ¿verdad?

Hizo una indicación con la cabeza a Bárbara, la enfermera de guardia, quien trajo un vaso de agua y una bandeja en forma de riñón para que Edward escupiera en ella.

El chico siguió a Willie con la mirada y esbozó una sonrisa tímida, que bastó para provocar lágrimas de alivio en las enfermeras que había en la habitación. La idea de que algo terrible pudiera pasarle a su Edward les resultaba insoportable, aunque todas estuvieran acostumbradas a que ocurriesen cosas terribles cada día.

—Bueno, y ahora ¿podría decirme alguien qué ha ocurrido? —preguntó Willie mirando a la enfermera jefe.

—Estaba bien hasta... —la enfermera jefe consultó las notas que había en la ficha de control— hasta las 11.22, cuando sonó la campanilla. No podía entender qué me decía, de modo que vine a la habitación, y estaba vomitando... —Miró a Edward como si esperara su confirmación. Bárbara estaba lavándole cuidadosamente la boca con un paño, y le hablaba para sosegarlo—. Había tanta sangre que llamé al código. Lamento si...

—Creo que estamos perdiendo el tiempo aquí —dijo Sol—. ¿No debería llevarlo otra vez al quirófano y arreglar todo lo que se estropeó ayer?

—No se estropeó nada, doctor Leibowitz —dijo Willie. Hablaría con Neil Harmon, su jefe, y en menos de lo que canta un gallo Sol estaría en la calle buscando trabajo. Nadie le hablaba al doctor Wilbrahim Stringer de ese modo—. Y no se sienta obligado a quedarse. Como he dicho, creo que podemos resolverlo todo aquí mismo.

Sol se encogió levemente de hombros, vaciló, y no salió de la habitación. Alguien entró con media docena de bolsas de sangre, y Bárbara, la enfermera de guardia, cumplió con la rutina de comprobar cuidadosamente el número de cada una de ellas con el número de Edward.

—No se entretenga con eso ahora —le espetó Willie—. Cuelgue un par de bolsas y compruebe las demás conforme vaya usándolas.

Bajó la vista y forzó una sonrisa para Edward, que estaba pálido pero volvía a tener un aspecto humano ahora que habían limpiado la sangre de la cara.

—Lo siento —murmuró, y una de las enfermeras jóvenes soltó una carcajada, pero guardó silencio repentinamente cuando la enfermera jefe la miró.

Willie se frotó la nariz y miró a Edward, tratando de descifrar qué podía haber causado aquella inusual complicación posoperatoria.

—¿Estornudaste, o algo así? —preguntó, pensando que la sacudida podía haber roto una sutura del vaso sanguíneo. Levantó la parte superior del pijama de Edward para asegurarse de que la cicatriz estaba bien.

—No, sólo estaba mirando una revista —dijo Edward. Su voz era trémula pero bastante audible, y dirigió la vista hacia la revista manchada de sangre que estaba a los pies de la cama—. Quizá estaba leyendo demasiado deprisa.

Edward volvía a tranquilizarse; trató de sonreír. La atmósfera se relajó en la habitación. Incluso Sol compuso una sonrisa, tiró del estetoscopio para quitárselo del cuello y se lo metió en el bolsillo con un floreo. La enfermera que llevaba el desfibrilador miró interrogativamente a Willie, y él asintió. Apagó la máquina y devolvió las ventosas a sus asas de sujeción. El radiólogo murmuró algo y salió silenciosamente de la habitación; era obvio que ya no tenía nada que hacer ahí.

Willie se hizo cargo de la situación. Las dos vías intravenosas fluían sin problemas, y la presión sanguínea de Edward casi había vuelto a la normalidad. El monitor cardíaco mostraba un ritmo estable, normal, un poco rápido, pero aun así satisfactorio.

—Vamos a poner unas sábanas limpias y a arreglar un poco todo esto —dijo.

La tensión había pasado, el nudo que le atenazaba la garganta había desaparecido, y su voz sonaba firme y relajada. Una de las enfermeras en prácticas fue rápidamente al armario y se puso de puntillas para alcanzar las sábanas. Willie cogió la muñeca de Edward para tomarle el pulso, y sonrió tranquilizadoramente. Iba a decir algo, pero lo pensó mejor cuando vio que Edward, cuyo rostro parecía contraerse y dilatarse, lo miraba de un modo peculiar. El chico se incorporó sobre un codo mirando fijamente a Willie con expresión de pánico en los ojos. Abrió la boca para hablar, pero no emitió sonido alguno. Un instante después un extraño sonido gutural surgió de lo más profundo de su garganta.

—¡De lado! ¡Denle la vuelta!

Willie puso sus manos bajo los hombros de Edward y tiró de ellos. Sólo en ese momento se dio cuenta de lo delgado que estaba. Los huesos de los hombros... La sangre, oscura y espesa, salió de su boca tan rápidamente que el chico no podía respirar sin atragantarse. Volvió los ojos para mirar a Willie, tosió y tuvo una arcada; la hemorragia era tan torrencial que ni siquiera la transfusión intravenosa podría contrarrestarla. Los ojos de Edward, todavía fijos en Willie como única esperanza, empezaron a nublarse.

—¡Deme el laringoscopio! ¡Y un tubo endotraqueal!

Las manos de Willie temblaban intensamente cuando cogió el instrumental. Hizo girar la cabeza de Edward y le puso la mano izquierda debajo de la barbilla para estabilizarlo mientras le deslizaba el filo del laringoscopio hasta la parte posterior de la lengua.

—¡Succión! —exclamó.

Oyó el ruido de la bomba de succión al accionarse. Un tubo de plástico rígido pasó por encima de su hombro hasta la boca del chico. Por un segundo parecía que no iba a poder sostenerse con toda aquella sangre saliendo a borbotones, pero finalmente la hemorragia disminuyó y Willie pudo ver la epiglotis.

—¡Tubo!

Deslizaron en su mano un tubo transparente con un balón inflado en el extremo. Willie lo introdujo y afortunadamente entró en la tráquea. Expulsó todo el aire y advirtió que el pecho de Edward se movía.

—Inflen el balón ahora —dijo, con tono más sereno.

Bárbara, la enfermera de guardia, conectó al balón la pequeña jeringa llena de aire; le temblaban tanto las manos que a punto estuvo de caérsele al suelo. Ahora la sangre no podría bajar por la tráquea y tapar los pulmones, y el chico estaría en condiciones de respirar. Pero la sangre seguía manando, y Willie advirtió una especie de lasitud en el cuello de Edward cuando bajó su cabeza para dejarla reposar de nuevo sobre las sábanas.

Cuando alzó la vista, Sol estaba proyectando luz sobre los ojos del chico.

—Están dilatados. Sin reacción —dijo en voz alta, como si quisiera indicar que aquello no habría ocurrido si él se hubiera encargado de todo.

—La presión ha bajado a cero —dijo la enfermera. Tenía lágrimas en los ojos. Sólo en ese momento el horror de la situación pareció alcanzar a Willie.

—¡No podemos dejar que este chico muera! —exclamó desesperadamente. Cogió la muñeca fláccida de Edward esperando encontrarle el pulso. Miró el monitor que colgaba de la pared, al lado de la cama.

Sol siguió su mirada.

—Cuadro de paro cardíaco —dijo—. Ha muerto.

Edward yacía inmóvil. No respiraba. La sangre había dejado de manar y empezaba a coagularse en torno a la boca y sobre las sábanas. Sus ojos, vidriosos, estaban fijos en Willie. Con la repentina furia que da la impotencia, Willie se apartó y golpeó con un puño la pared. En la habitación se hizo un súbito silencio, en horrible contraste con la frenética actividad que se había desarrollado sólo unos minutos antes. El único sonido audible procedía de Bárbara, que se mordía los nudillos y trataba de contener los sollozos. La enfermera jefe, con los labios apretados, se empeñaba en mirar hacia otro lado.

El silencio se hizo más profundo, y Willie se dio cuenta de que todos estaban esperando. Esperando a que él declarara que el chico había muerto. Sol se dirigió ostentosamente hacia la puerta, mirando alrededor para comprobar el sanguinolento naufragio.

Stringer se acercó a la cabecera de la cama para mirar el rostro de Edward por un instante.

—Será mejor que lo limpien —dijo lacónicamente a las enfermeras—. Su padre está esperando fuera, y querrá entrar a verlo.