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D

e regreso a casa desde el hospital, Greg sintió que iba a estallar de rabia. Dobló en el sendero de entrada y se detuvo ante la puerta trasera con tanta brusquedad que las ruedas del coche hicieron saltar la grava. Liz miró hacia afuera y sólo tuvo tiempo de ver el perfil de los hombros de su esposo antes de que la puerta se abriera de golpe. Reunió coraje y por un instante pensó en mandar a los niños con Edna Macklin, pero no tuvo tiempo. Douglas y Elspeth, que estaban merendando sentados a la mesa de la cocina se quedaron helados en cuanto entró. Los humores de su padre se habían hecho impredecibles y a veces aterradores desde la muerte de Edward; todo lo que hacía parecía de algún modo relacionado con ello.

Greg advirtió la expresión con que lo miraban, se detuvo y rió, a pesar de su ira. Lo miraban como si estuviera blandiendo un machete ante ellos.

—Hola, panda —dijo, rodeando con los brazos los hombros de sus hijos, que estaban sentados en taburetes altos.

Liz percibió una expresión de furia contenida en el rostro de su esposo.

—Por Dios, Greg, ¿qué ha sucedido? —preguntó. No podía pensar que nada que hubiera hecho ella pudiera causar semejante estallido de ira.

Greg fue directo al grano.

—Liz, no vas a creer esto. —Todavía estaba tenso, pero Liz y los niños se relajaron de inmediato. Fuera lo que fuese, su voz denotaba que no era nada que tuviese que ver con ellos—. Estaba terminando las rondas en el hospital cuando el viejo doctor Anderson se acercó, con esa sonrisa estúpida, senil...

Liz enarcó las cejas. Greg solía hablar amablemente del anciano, y siempre había cubierto su trabajo cuando estaba enfermo.

—Bueno, me preguntó por ti y por los niños, con el tono más amable que se pueda imaginar. Entonces, me puso la mano en el hombro, como si fuera una especie de padre confesor, y me dijo: «Greg, ya sé que has estado bajo mucha presión últimamente, y todos estamos muy preocupados por ti.» «Exacto», le dije, «como sabe, fue duro, claro, pero las cosas están volviendo a su sitio». Todavía tema la mano en mi hombro, y me miraba con una expresión divertida. «No hundas el barco, Greg», dijo. «Tenemos deberes profesionales que atender, ¿sabes?» No entendía qué quería decir, así que se lo pregunté. Dio un paso atrás y dijo: «Ya sabes, Willie Stringer. Déjalo. No lo acoses.» Y se volvió y se marchó por el pasillo, dejándome ahí como a un tonto... —Miró a los niños, que habían dejado de comer y estaban escuchando absortos. Luego miró a Liz y añadió entre dientes—: ¿Quién diablos se ha creído que es, ese viejo carroñero?

De pronto pareció calmarse.

—¿Por qué crees que dijo eso? —preguntó Liz tranquilamente, mientras pensaba a marchas forzadas.

Echó una cucharada de café instantáneo en la taza de él y vertió un poco de agua hirviendo. Luego se lo alcanzó. La mano de Greg todavía temblaba.

—Ignoro por qué lo dijo. No es de su jodida incumbencia, en todo caso. Ni siquiera sabía que conocía a Willie Stringer; nunca antes lo había mencionado, de eso estoy seguro.

—¿Y eso qué te sugiere? —preguntó Liz con una voz tan tranquila que lo dejó pasmado. Él la miró, confuso, y respondió.

—Me sugiere que es un viejo bufón arterioesclerótico que está metiendo su enorme nariz roja en los asuntos de los demás.

Elspeth soltó una risita.

—Su nariz no es roja —dijo, y Greg le sonrió con expresión preocupada. No se le pasaba una a esa cría.

—Bueno, Greg, a mí me sugiere que quizá alguien lo empujó a decirlo.

—¿Qué? —Greg la miró sorprendido—. ¿Quién iba a querer hacer eso?

—Alguien que esté de parte de tu querido amigo Willie, ¿no te parece?

—¡Dios mío! Apuesto a que tienes razón. ¿Has oído alguna vez algo así? —preguntó, repentinamente indignado otra vez—. Mandando un mensaje así, se diría que hay una especie de organización mafiosa... —Se detuvo a mitad de la frase y miró a Liz, abriendo lentamente la boca. Ambos tuvieron la misma idea al mismo tiempo. La mirada obcecada regresó a los ojos de Greg, quien añadió—: Si cree que mandar a gente como Anderson para presionar va a ayudarlo, se encontrará con una sorpresa.

Liz no dijo nada, pero recogió los platos de los niños y los metió en el lavavajillas. Había conocido al padre de Ellen cuando ella y Ellen compartían piso en Nueva York. Él las había llevado a las dos a cenar. Ellen había propuesto ir a Mama Leone’s, y él había dicho que aquello era una trampa para turistas. Él sugirió otro lugar, un auténtico restaurante italiano, pero Ellen se puso de mal humor y marchó por su lado. Aunque en aquella ocasión había cedido ante Ellen, Liz recordaba la expresión de su cara cuando no consiguió lo que quería. En aquel momento le pareció que era bastante aterrador. Por lo que había oído desde entonces, no había cambiado gran cosa.

Miró a Greg. Era tan vulnerable. Había trabajado duro durante demasiados años, haciendo su tarea, cuidando de sus pacientes... y de algún modo ahora perdía el norte porque estaba extraviado en su pequeño mundo. Repentinamente, Liz sintió miedo por él. Aquel asunto del doctor Anderson sólo era un tiro al aire; si el padre de Ellen tenía que ver con ello, no dudaría en usar todos sus métodos. Si Greg persistía en su lucha contra Willie Stringer, habría verdaderos problemas, estaba segura de ello.

El vuelco que habían dado las opiniones y los sentimientos de Greg hacia Willie había sido repentino, espoleado por la llamada de Bob Wesley, pero la idéntica conclusión obtenida por Liz en su propia batalla había sido más gradual. Ella había intentado mantener su imagen de Willie intacta, pero la fría evidencia de los hechos había crecido en su interior hasta que no pudo ignorarla por más tiempo. El atenazante horror que suponía el que la negligencia de Willie se hubiese llevado a su hijo para siempre, se convirtió en una parte enfermiza de su vida. «Así debe ser tener un cáncer», pensaba. En ocasiones, al despertar, su mente permanecía limpia y libre por unos segundos, como antes. Luego todo se volvía sucio y oscuro, y así sería por el resto del día. Ella hacía su trabajo diario maquinalmente, sin placer ni dolor, agradecida por tener algo que mantuviera su mente apartada de la obsesión. Era como un dolor de muelas que pudiera controlar por sí misma; cuando su mente se hallaba en otro lugar, era sólo un dolor débil, pero cuando pensaba en él, era como si le taladrasen el nervio.

Durante semanas, antes de que hubiera tomado una decisión y hubiese ido a coger el revólver de la casa de sus padres, había sufrido el dolor como si fuese un animal, pensando sólo en el mismo. Le había tomado mucho tiempo trasladar la atención del dolor en sí a su propia causa. Y el primer amago de odio había aparecido en su mente como un punto pequeño y maligno, visible sólo de vez en cuando con el rabillo del ojo, y que desaparecía en cuanto se lo miraba directamente.

Willie nunca le había telefoneado. Probablemente eso había ayudado a detener un poco el proceso. La última vez que Patsy había estado en casa, le había hablado de su fin de semana en Nueva York y había reído de la repentina expresión que había adquirido el rostro de su madre.

—¡Vamos, mamá, si es como un tío! En cualquier caso, es realmente agradable, y no como dices.

Por un instante Liz pensó en pedirle que se sentara y decirle toda la verdad, pero decidió no hacerlo. No era el momento adecuado, la expresión divertida de Patsy le garantizaba que no había caído bajo el encanto de Willie. Pero tendría que decírselo cuando las cosas se estabilizaran un poco en la familia.

Luego Patsy le había contado lo difíciles que se le estaban poniendo las cosas a Bob en el hospital. Patsy siempre había visto el lado divertido en sus relaciones con los chicos, y aunque de vez en cuando se enfadaba y enfurruñaba con ellos, normalmente sacaba algo positivo de cada uno de ellos. Pero dudaba acerca de Bob, y Liz advertía que tenía un poco de miedo de los sentimientos que estaban aflorando. Para empezar, poseía el sentido Común suficiente para preocuparse ante la idea de comprometerse con alguien con un trabajo y un futuro tan inseguros como Bob. Quería ayudarlo, pero no estaba segura de cuál era el mejor camino para él. Aunque había invertido mucho tiempo y energía en el proyecto de convertirse en cirujano, el propio Bob sentía que eso no era para él. Tal vez todos los que estaban en prácticas tuviesen ese presentimiento alguna vez; quizá fuese sólo un desánimo pasajero que superaría a su debido tiempo.

—¿Has venido a casa sólo para contarme lo del doctor Anderson? —preguntó Liz a Greg.

—En realidad, no. Las cosas están muy tranquilas en la consulta estos días. —Sonrió sin amargura—. Ese colega nuevo que trabaja en la consulta de Anderson, el doctor Ahmet... creo que algunos de nuestros pacientes se han ido con él. —Sujetaba la taza de café vacía con ambas manos—. ¿Sabes?, nunca le hemos pedido que venga a cenar o lo que sea. Ni siquiera sé si está casado. —Sacudió la cabeza—. Tendré que enterarme. —Miró a Liz repentinamente—. Creo que ese tipo, Frankel, tal vez se meta a fondo en el asunto. Parecía realmente sincero, como si quisiera limpiar su departamento. Y tuve la impresión de que ésta no es la primera vez que Willie Stringer hace algo horrible.

—No lo sé, Greg. Ya sabes cómo se defienden los unos a los otros esos tipos de la gran ciudad. Tienen que hacerlo, o de lo contrario todo el sistema se desplomaría alrededor de ellos. No sé si me fiaría de tu nuevo amigo Frankel más que de los demás.

—Bueno, yo creo que él es correcto. —Greg dejó a un lado la taza y hundió la cabeza entre las manos—. Todo esto es como un sueño horrible. Cada mañana al despertar pienso que quizá ha terminado, y que Edward vendrá conmigo a hacer las rondas y que podremos invitar otra vez a cenar a Willie y a Ellen.

Liz lo abrazó y dijo:

—Sólo por si alguna vez te lo preguntas, estoy de tu lado. Al ciento por ciento.

Enfatizó las últimas palabras, y él la miró con sorpresa y gratitud.

—No sé adónde va a llevarnos todo esto, Liz, pero tú entiendes que tengo que hacerlo, ¿verdad?

 

 

Bob Wesley se hallaba de guardia en la sala de Urgencias, y el trabajo aumentaba por momentos. Aster Hicks, su bestia negra, estaba allí, y sabía que no podía esperar mucha ayuda de ella. Por otro lado, el doctor al frente de Urgencias era Don Aminoke, un nigeriano alto, de aspecto aristocrático, muy trabajador y con un gran sentido del humor, requisitos indispensables para trabajar la jornada completa en Urgencias. Lo que Don llamaba la Fiebre del Cuchillo Noche y el Club Revólver habían estado extraordinariamente activos, pero se trataba de cortes superficiales y una bala perdida e incrustada en un glúteo ya lleno de cicatrices, y no había llegado nada grave. En la radio interna habían oído hablar de dos reyertas, pero sus protagonistas habían ido a parar al depósito de cadáveres sin pasar por la sala de Urgencias.

—¡Eh, Bob! —La enfermera del mostrador, que no podía verlo, lo estaba llamando desde el corredor justo cuando salía de examinar a un anciano con retención de orina—. Hay una chica en el compartimento 8, un absceso, lleva bastante rato esperando.

Bob asomó la cabeza en el compartimento y dijo:

—Hola... —Titubeó. Era una mujer extraordinariamente atractiva, realmente hermosa, y bien vestida, con un jersey elegante y pantalón sastre. No era la clase de cliente habitual en la sala de Urgencias. Ella le dirigió una sonrisa, muy dueña de sí misma.

—Hola. Soy Hazel Mordino. ¿Va a ser usted mi cirujano?

—Eso depende —respondió Bob con una sonrisa—. Déjeme echar un vistazo.

Ella levantó la manga para mostrar un absceso muy irritado del tamaño de una mandarina, justo debajo del codo. Bob quedó bastante desconcertado.

—¿Cuánto hace que lo tiene?

—Un par de días. Pensé que acabaría por desaparecer.

Bob frunció el entrecejo; había algo allí que no encajaba, que él no entendía. Por lo demás, la mujer parecía perfectamente bien.

—Tengo que hacer un reconocimiento general —dijo.

Hazel se mordió el labio, contrariada.

—Eso no será necesario, doctor. Sólo quiero que se ocupe de mi brazo. Lo demás está bien.

—¿Es usted diabética, Hazel?

Ella sacudió la cabeza.

—¿Toma alguna clase de medicación?

—No.

Era evidente que no quería que la examinasen, y Bob estuvo tentado de abrir el absceso, vendarlo, darle un antibiótico y enviarla a casa. Dudó, fue por los guantes de látex que había en una bandeja de complementos esterilizados, y se detuvo. No podía hacerlo así. Eso era un apaño, y él sabía que era muy fácil caer en el hábito de la vía rápida. Y estaba tan terriblemente ocupado que no tenía tiempo. Hazel se estaba poniendo realmente furiosa ante tanto retraso, pero Bob se excusó y fue a buscar a Aster. Las normas decían que el paciente debía desvestirse y ponerse un camisón de hospital, no sólo para preservar su propia ropa, sino también para permitir que el doctor pudiese examinarlo a conciencia.

Bob estaba confuso; abscesos como aquél no brotaban en gente normal de clase acomodada, y Hazel parecía... bueno, de clase alta. Se preguntó si tendría diabetes sin saberlo, ya que esa enfermedad reduce la capacidad de reacción del cuerpo ante las infecciones. Comprobó la hoja de ingreso con sus análisis rutinarios de sangre y orina; el azúcar de su sangre estaba dentro de los límites normales, y no había azúcar en la orina.

Fue a buscar a Aster y la encontró tomando a hurtadillas una taza de café en el cuartito donde guardaban los medicamentos.

—Esa chica del absceso está completamente vestida. Me gustaría tenerla en camisón de hospital, por favor, como cualquier otro paciente.

—No quería desvestirse, doctor Wesley —dijo Aster, molesta porque había sido descubierta haciendo algo incorrecto—. Y en cualquier caso, es sólo un pequeño absceso en el brazo.

—No pierda el tiempo —espetó Bob—. Hágala desvestirse. No tendría que decírselo.

Aster apretó los labios y preparó mentalmente otro informe contra el doctor Robert Wesley, que había insistido en desvestir completamente a una joven paciente que sólo padecía de un absceso en un brazo. Golpeó con su taza de café la mesa del mostrador y fue a hacer su trabajo.

La joven se desvistió, no sin reticencia. Cuando Bob entró de nuevo, lo primero que advirtió fue la expresión de contrariedad de Aster, pero cuando levantó la sábana que cubría a Hazel no pudo reprimir una exclamación de horror. Ambas piernas estaban hinchadas e inflamadas, mostrando una horrible mezcla de llagas húmedas y úlceras purulentas. Bob permaneció inmóvil por un instante, atónito ante el duro contraste entre el rostro atractivo y delicado y las aterradoras lesiones de sus piernas. Examinó cuidadosamente el resto del cuerpo, incapaz de mirar a Hazel a los ojos. Había algunas inflamaciones similares, aunque no tan grandes, en el abdomen. ¿Qué diablos eran aquellas impresionantes lesiones? ¿Tenía alguna clase de cáncer que estaba devorándola? Aster estaba pálida, y parecía que iba a caer redonda de un momento a otro.

Él volvió la cabeza para mirar a Hazel a la cara.

—¿Cuánto hace que... tiene las piernas... así?

La expresión serena de Hazel pareció desintegrarse de pronto. Se le llenaron los ojos de lágrimas y empezó a sollozar, pero no dijo nada. Bob miró fijamente sus piernas, confuso y conmovido.

Luego se hizo la luz. Hazel era heroinómana, y las úlceras de sus piernas eran el resultado de inyectarse drogas contaminadas bajo la piel, tratando de dar con una vena. Ésa era también la causa del absceso en el brazo. Luego, mirándola más de cerca, Bob advirtió algunas marcas azuladas e irregulares en ambas piernas. Reconoció que eran recientes, aunque sólo unos años atrás su diagnóstico habría sido de tal rareza que nunca se habría oído algo así. Las lesiones eran sarcoma de Kaposi, estaba seguro. Y el resto del cuadro coincidía con ello. Aquella chica de rostro tan hermoso tenía sida, casi con seguridad transmitido por agujas infectadas. La miró con una mezcla de incredulidad y tristeza. Probablemente antes de un año estuviese muerta.

De pronto, un chillido agudo los sobresaltó a todos.

—¡Socorro! ¡Socorro!

Un grito ronco llegó desde las puertas de entrada, y Bob y Aster corrieron al pasillo, aliviados de salir de allí. Una anciana negra, pequeña y flaca trataba de correr hacia ellos, medio cargando, medio arrastrando a un niño que parecía tener unos cinco años. Tenía la boca abierta, y soltaba un zumbido terrible al respirar; sus ojos estaban en blanco, y parecía apenas consciente.

—Es un ataque de asma agudo —dijo Aster al instante—. Necesitará aminofilina en suero.

Bob pareció no oírla.

Qué ha pasado? —preguntó.

—Estaba cenando, y entonces se atragantó, tosió y se puso azul. Vivimos al otro lado de la calle y...

Bob ya tenía dos dedos dentro de la boca del chico. Podía notar algo en su garganta.

—¡Sujételo por los brazos! —le dijo a la mujer, que debía de ser la abuela del niño—. ¡Rápido!

Puso sus brazos alrededor del pecho del niño y lo comprimió súbitamente. Un trozo de carne salió como un proyectil de la boca del chico, que soltó aire ruidosamente y enseguida devolvió sobre el uniforme de Aster.

—Oh, cielos, enfermera, cuánto lo siento. ¡Herbert! ¡Herbert, mira lo que has hecho!

Los ojos desorbitados de Herbert se posaron en Bob y luego en su abuela, como si lo hubiesen despertado repentinamente en medio de una pesadilla.

—No importa, señora —dijo Bob amablemente—. Forma parte de nuestro trabajo, ¿verdad, enfermera Hicks? —Dirigió su sonrisa más encantadora a la furiosa Aster, y luego cogió el estetoscopio para auscultar el pecho de Herbert. A veces, un trocito de carne podía seguir obstruyendo los bronquios—. Suena bastante bien —bromeó, después de auscultar ambos lados, pecho y espalda. Notó una pequeña protuberancia en la barriga de Herbert, justo debajo del ombligo— ¿Sabía que tiene una hernia aquí? —preguntó, presionándola con un dedo.

—Ah, ¿es eso? —dijo ella—. Se está haciendo grande.

—Debería examinarse —repuso Bob—. No es nada aparatoso; estaría de vuelta en casa el mismo día. La enfermera Hicks le dará hora para que venga a la clínica el jueves.

—¿No podría hacérselo usted mismo ahora? —preguntó la abuela, indecisa, golpeando el bulto con un dedo viejo y curvado.

Herbert respiró hondo y gimió, dejando correr unas lágrimas por sus regordetas mejillas.

—Me temo que no —respondió Bob con una sonrisa—. Entretanto, intente que mastique mejor la comida, o píquesela, ¿de acuerdo?

—De ahora en adelante este chico no va a tomar más que sopa, se lo aseguro. —Cogió a Herbert no demasiado amablemente por la oreja, y echó a andar hacia la puerta. Bob la oyó decir—: ¡Espera a que tu madre oiga todo lo que ha pasado! ¡La que te va a caer!

Bob enderezó los hombros y se preparó para volver con Hazel. Tendría que convencerla de que ingresase en el hospital, y probablemente no querría hacerlo, aunque le pusieran metadona, porque había empezado con los síntomas de abstinencia. Y si algo temía un adicto más que el fuego y la tortura, era la abstinencia.

Don Aminoke salió del compartimento donde había estado tratando a una mujer con una picadura de abeja.

—Háblame de alergias —dijo, señalando el compartimento—. Ésta se hinchó como un sapo venenoso cuando le picó una abeja, y se deshinchó otra vez con un poco de cortisona. Es un poco desconcertante, ¿no? Igual que un balón que se desinflara delante de tus narices. —Miró fijamente a Bob—. ¿Y a ti qué te pasa?

Bob le habló de Hazel.

—Eh, pero, si tú no eres uno de sus clientes, ¿qué te importa?

Don siempre trataba de parecer insensible y duro, pero Bob lo había visto con sus propios ojos, a las dos de la madrugada, pagando un taxi para llevar a dos chicas asustadas a su casa en Queens. No sabía qué estaban haciendo en Manhattan a esa hora, ni se lo preguntó.

—Fue el contraste lo que me impactó —dijo Bob, un poco incómodo por mostrar una reacción emocional en la sala de Urgencias—. Su cara es tan hermosa, y sus piernas... Sólo de mirarlas, casi vomité.

—¿Qué vas a hacer cuando acabes con esto? —preguntó Don con curiosidad—. Cuando termines las prácticas, quiero decir.

Bob miró el tablón del programa. Todos los pacientes de los compartimentos habían sido examinados, y la sala estaba tranquila por un instante.

—A ver si podemos tomarnos un café en alguna parte —dijo—. A lo mejor en el departamento de radiología encontramos un poco.

El técnico de guardia solía tener una cafetera a punto.

—Lo encontraremos. Ya lo he mirado antes —dijo Don—. No es fantástico, pero es mejor que nada.

Cruzaron el oscuro pasillo del vestíbulo hacia el departamento de radiología. Había una luz encendida en el cuarto del técnico; el piloto rojo de la máquina del Señor Café estaba encendida, y había café en la cafetera, pero el técnico no estaba allí.

Bob y Don cogieron sendas tazas de papel de la argolla sujeta a la máquina y se sentaron en las dos sillas viejas y desvencijadas.

—Es la primera vez que me siento en todo el día —dijo Don—. No ha sido tan malo, sólo que dale y dale.

—¿Qué te parece trabajar aquí? —preguntó Bob—. ¿No echas de menos conocer a tus pacientes?

—¿Estás de broma? —Don tendió sus largas piernas— ¿Esa chusma? ¿La clase de gente que vemos cada día? No, señor. Cuando he terminado, terminado. Nadie me llama si no estoy de guardia. No tengo que preocuparme por cómo anda un paciente, porque no es mi responsabilidad. ¡Soy un hombre libre, Wesley, algo que tú nunca serás!

Por un instante Bob pensó que era divertido, porque ciertamente había algo de cierto en ello. En ese momento Bob estaba buscando un modo de emplear su vida que no fuera la cirugía, a disposición de todo el mundo las veinticuatro horas del día por el resto de su vida profesional. Quizá fuese una cuestión de actitud, pero no había duda de que los médicos más respetados eran los que dedicaban su vida entera a la profesión. Nadie parecía dispuesto a recriminarles sus matrimonios rotos, o la educación de unos hijos que crecían privados de su padre, a quien apenas conocían. ¿Y qué hacían las mujeres de la profesión? Debía de ser aún peor para ellas, sobre todo si tenían marido e hijos que cuidar. Entonces, Bob trató de recordar nombres de mujeres famosas en la profesión y no encontró muchos... Marie Curie, Helen Taussig, la cardióloga. No había grandes nombres en la actualidad, nada comparado con Christiaan Barnard o Michael DeBakey o una docena más. Quizá la adicción al trabajo era una enfermedad que afectaba más a los hombres.

¿En qué derivaba todo eso? ¿Cómo quería pasar el resto de su vida? Esa idea le hizo pensar en Patsy, y sonrió para sí. La llevaba consigo todo el tiempo, en la cabeza y en el corazón. Creía verla por un segundo en el pasillo de la cafetería, y le cortaba la respiración hasta que la chica se volvía y, naturalmente, no era ella. Suponiendo, sólo suponiendo, que algún día le pidiese que se casara con él y ella fuese lo bastante tonta como para acceder, ¿qué clase de vida podrían tener juntos? Patsy quería ser geóloga, y estaría rodando por el mundo, cavando agujeros, provocando explosiones y todo eso. A menos que consiguiese un trabajo en una universidad. Pero ¿y él? Quizá pudiera convertirse en un médico de cabecera, como su padre. Tal vez incluso pudiera unirse a él; realmente parecía haber bastante trabajo allí, el pobre hombre apenas aparecía por casa. Y quizá estuviese realmente contento de tener a alguien con quien compartir su trabajo.

Don se puso de pie.

—Tengo papeleo que hacer —dijo—. Les diré a las chicas que estás aquí. —Arrojó la taza de papel a la papelera de latón y se marchó, con aire despreocupado y relajado. Quizá la vida era eso, pensó Bob, siguiéndolo con la mirada; ser un médico en la sala de Urgencias...

¡Hazel! Bob se levantó de un salto; se había olvidado por completo de ella. Siguió a Don de regreso al área de Urgencias.

Desde hacía cierto tiempo Bob notaba en sí mismo la existencia de un rasgo perturbador; no sabía si afectaba a otra gente también, pero descubrió que tendía a olvidar, al menos por un tiempo, las cosas que le resultaban particularmente molestas, como si el cerebro estuviera tratando de librarse de todo aquello que fuese desagradable o doloroso.

Oyó que sonaba uno de los teléfonos, y cuando dobló la esquina, la secretaria le tendió el auricular. Era Patsy, que llamaba desde New London.

—Vaya, Patsy, justamente estaba pensando en ti.

Se volvió, complacido. La enfermera del mostrador le sonrió y levantó el pulgar.

Luego su rostro cambió, y se volvió bruscamente hacia la enfermera, que todavía estaba mirando. Un par de minutos después colgó lentamente el teléfono. Patsy, al borde de las lágrimas, le había dicho que su padre acababa de ser arrestado. Lo acusaban de haber estado prescribiendo drogas peligrosas.