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W
illie Stringer no acudió a los Asaltos de la Muerte de aquel lunes porque recibió la inesperada visita de su viejo amigo Martin Penrose en su consultorio.
El día había empezado bien; había llamado a Patsy impulsivamente, durante un atasco de tráfico en Nueva York, y la había invitado a pasar un día en la ciudad. La había alojado en el Plaza, e irían al Club 21 y a la ópera, como estaba estipulado.
Patsy se sentía sorprendida y halagada. Willie le había causado la mejor de las impresiones cuando había ido a su casa a cenar, y también al acudir al funeral con Bob. Parecía un hombre interesante y delicado, además de maravillosamente apuesto. Patsy se preguntaba cuántos cirujanos habrían encontrado tiempo para acudir al funeral de un paciente.
Cuando Willie llegó a la consulta, sin embargo, las cosas empezaron a torcerse. Normalmente, el portero le aparcaba el coche, pero ese día no lo encontró por ninguna parte, así que tuvo que dar la vuelta a la manzana y hacer cola. Eso le llevó casi quince minutos, y para cuando hubo aparcado y corría escaleras arriba, ya se hallaba de mal humor.
Había una nota en su despacho que procedía de la oficina del doctor Frankel y le recordaba que dos de sus pacientes iban a ser discutidos en los Asaltos de la Muerte, ¿tendría la amabilidad de asistir? Willie miró el reloj. Tenía mucho tiempo.
Margaret, su secretaria, entró con la hoja impresa de sus compromisos del día. A las diez de la mañana tenía una reunión con el señor Martin Penrose. ¡Martin! ¿Qué estaba haciendo en la ciudad? Era amable por su parte pasar por allí, pero debería haber pensado mejor lo de presentarse en plena jornada de trabajo.
—Mire a ver si puede cambiar al señor Penrose —dijo, irritado—. Realmente, Margaret, ya debería saber que no recibo visitas inesperadas cuando tengo que estar en el hospital a las diez.
—No es una visita inesperada, doctor Stringer —repuso Margaret, a la defensiva. Lo miró a través de sus grandes gafas redondas—. Viene de parte de la compañía de seguros Olympic, y dice que es importante.
Willie respiró profundamente, e iba a ponerse verdaderamente sarcástico cuando recordó que la compañía de seguros Olympic era donde tenía suscrita una póliza para casos de negligencia, y Martin lo visitaba por cuestiones de negocios. Miró ceñudo a Margaret, y luego se encogió de hombros.
—De acuerdo. Pero no puedo pasar mucho tiempo con él. Tengo que ir al hospital, así que llámeme cuando lleve diez minutos esperándome.
—Sí, señor —dijo ella con cierto tono de engreimiento, como si hubiera ganado un pulso.
Margaret era esbelta y atractiva cuando él la había contratado un par de años antes, pero últimamente había ganado bastante peso, y ahora tenía la cara redonda y una incipiente papada. Hacía su trabajo bastante bien, pero su apariencia física había empezado a irritar a Willie. Decidió que la despediría tan pronto como pudiera encontrar a una sustituía.
Durante los siguientes cuarenta y cinco minutos trabajó en su despacho. La sección administrativa del consultorio funcionaba como un reloj. Cuando él estaba en su despacho, todo el mundo lo sabía; estaba más familiarizado con los libros que su propio contable, sabía a cuántos pacientes había visto cada mes durante los últimos tres años, y generalmente vigilaba de cerca cuanto ocurría.
Se sentía inquieto e irritado, y se levantó para pasearse por la estancia. No había pacientes. Fue al laboratorio; era muy moderno, con mobiliario blanco brillante y el equipo más avanzado. Jackie Devlin, su técnica de laboratorio, estaba trabajando en el banco, y levantó la vista cuando él entró. Era morena, con un rostro largo y atractivo. Willie siempre pensaba que se parecía a un Modigliani.
—¿Necesita algo, doctor Stringer? —preguntó Jackie.
El doctor Stringer no solía ir allí a menos que hubiera algún problema.
Willie permaneció de pie, pensando en sus propios problemas, y luego la miró.
—El próximo fin de semana hay puente, Jackie. El lunes cerraremos, así que no hace falta que vengas.
—De acuerdo, doctor Stringer.
Jackie sonrió, pero Willie ya había dado media vuelta y salido. Jackie levantó las cejas, y regresó a su microscopio. La semana anterior las chicas habían dicho que él estaba comportándose de un modo extraño, como si tuviera algo en la cabeza.
—Sí —había replicado Jackie—. ¡Y probablemente pesa sesenta kilos y sus medidas son noventa, sesenta, noventa!
No andaba muy errada de cálculos, aunque Willie no había pensado en Patsy en esos términos.
Una luz parpadeaba en el teléfono de la consola cuando él regresó a su despacho. Cogió el aparato y pulsó el botón de plástico.
—¿Doctor Stringer? El doctor Dieter Romberg al teléfono.
¿Para qué podía llamarlo Romberg? ¿Acaso estaba enfermo y quería verlo profesionalmente? Pero sabía que el patólogo no lo tenía muy en cuenta, así que eso era improbable.
—¿Doctor Stringer? Soy Dieter Romberg, del departamento de patología. —La dicción lenta de Romberg lo inducía a creer, erróneamente, que también era lento para pensar—. Estoy revisando ahora las diapositivas del hígado de su paciente, Hopkins.
Willie sabía que, cuando Romberg discutía un caso por teléfono, siempre lo hacía al lado del microscopio, para que de ese modo cualquier pregunta o detalle sobre los tumores o estructura del órgano pudieran ser aclarados y contestados al momento.
—Veo más reposición de fibras del tejido hepático, con trombosis de algunas venas radicales dilatadas, distorsión de la tríada portal...
«Maldición —pensó Willie—, parece como si estuviera mirando en una bola de cristal, diciéndole a alguien la buenaventura.»
—¿Está diciendo que tenía cirrosis hepática? —De pronto se sintió débil, y su rostro enrojeció de ira. Eso era lo que él se había temido, y había esperado escuchar más tarde o más temprano.
—Sí, pero si tuviera la amabilidad de dejarme terminar, vería que hay más.
Se produjo un breve silencio, y Willie imaginó a Romberg cambiando las platinas de cristal en el microscopio y accionando lentamente el mando de control para que una nueva se colocara ante el foco brillante.
—Aquí está... el extremo inferior del esófago muestra una red de venas gruesas y colapsadas, con alguna herida que desprende mucosidad. Doctor Stringer, ¿se le hizo al paciente una endoscopia antes de la operación?
—Eso pudo ser causado por el tubo que dejamos en su estómago, ¿verdad? —Willie sentía que se le cubría la frente de sudor; empezaba a latirle la cabeza.
—Había algunas otras marcas causadas por el tubo estomacal, sí, pero éstas eran menores y más recientes. Lamento tener que repetir mi pregunta.
—Sí, hicimos una endoscopia el día en que fue ingresado en el hospital. Se produjo una ligera pérdida de sangre, que controlé rápidamente.
—¿Fue usted capaz de identificar el origen de esa pérdida de sangre en ese momento, doctor Stringer?
«Este cabrón está jugando conmigo —pensó Willie, escuchando furioso la voz suave y acartonada de Romberg—. Sabe condenadamente bien...»
—En ese momento pensé que podía proceder de una úlcera —replicó cautelosamente—. Pero, naturalmente, a la luz de los hallazgos patológicos...
Hubo un papeleo, apenas audible para Willie.
—Estoy mirando sus anotaciones, que su consultorio tuvo la amabilidad de mandarme... —empezó Romberg. «¿Qué notas?», pensó Willie—. Describen una úlcera que mide tres centímetros de diámetro, en el antrum del estómago.
—Eso es incorrecto —dijo Willie, agarrando fuertemente el auricular del teléfono y tratando de no gritar—. Deben de haberle enviado una muestra anterior de esas notas, o tal vez se hayan traspapelado con las de otro paciente.
Romberg sonaba relajado y furiosamente tranquilo.
—Bueno, por supuesto eso es posible, pero lleva fecha, el nombre del paciente en el membrete, y, déjeme ver, sí, tiene su firma al pie, doctor Stringer.
¿Quién era el cabrón que había mandado su informe de endoscopia a Romberg sin su permiso? ¡Alguien estaría buscando trabajo esa misma tarde!
Vera llamó a la puerta y entró. Titubeó al ver que él estaba al teléfono, y luego escribió rápidamente un mensaje en el taco rosa del despacho antes de salir en silencio.
La voz monótona de Romberg adquiría lo que Willie interpretó como un tono de superioridad y reprobación.
—Examinamos microscópicamente todo el estómago y el duodeno, sin encontrar ningún indicio de úlcera.
—Bueno, estas cosas pueden curarse con rapidez, ¿sabe?, pero, naturalmente, los que como usted están ahí abajo nunca ven las cosas buenas que pasan a la gente, ¿verdad?
—Estoy seguro de que tiene usted razón, doctor Stringer. Usted sabe más de estas cosas que yo.
«Tienes toda la jodida razón, calientasillas, barajador de diapositivas —pensó Willie—, toda la jodida razón y más.» Entonces la sangre se le heló en las venas al oír que Romberg decía:
—He discutido este caso en detalle con el doctor Gill, mi jefe de departamento, y él cree que debería presentarse ante el Comité de Defensa de la Calidad Quirúrgica. En consecuencia, les he enviado todo el material correspondiente.
—¡Claro, adelante, hágalo! —se encontró diciendo Willie; pero la comunicación se había cortado.
Soltó un juramento breve y amargo. ¡Jodidos santurrones Kraut y Romberg! Ya era bastante malo practicar la cirugía en estos tiempos, cuando proliferaban los juicios por negligencia y las primas de las compañías de seguros. Pero ahora los condenados patólogos, los burócratas calientasillas de la medicina, estaban tomando cartas de venganza. Quince años antes, cuando él había empezado a ejercer, no se habrían lanzado tras él de aquel modo. En los viejos tiempos uno podía contar con que los colegas lo ayudarían si tenía problemas, y no con que le clavarían un cuchillo hasta la empuñadura.
Willie leyó el mensaje que Vera había escrito. Rezaba: «Señor Tony Arbuthnot, administrador ast. hosp. Favor devolver llamada.» A continuación había un número de teléfono.
—Gracias por devolverme la llamada, doctor Stringer. Siento tener que molestarlo con esto, pero recibí una llamada esta tarde del doctor Hopkins, de Wallingfield, Connecticut. Al parecer ha estado hablando con el departamento de patología, pero ellos no pudieron ayudarlo, de modo que pensó en mí. Lo que quería, aparentemente, era más detalles de la autopsia que le fue practicada a su hijo, que murió hace... veamos, hace tres semanas. ¿Recuerda usted el caso?
—Sí, sin duda. Mi consulta ya le envió el informe de la autopsia. ¿Qué...?
—Sería conveniente que le telefoneara usted —sugirió Arbuthnot suavemente—. Parecía preocupado. Le expliqué que nosotros no solemos implicarnos en esto, y como respuesta me dijo que usted era el médico implicado. Tengo su número aquí, si lo quiere.
—No, lo tenemos en archivo —dijo Willie, tajante—. Me pondré en contacto con él. Gracias.
Willie se dejó caer en su butaca de cuero, consciente otra vez de los latidos de su cabeza. Últimamente los sufría a menudo, especialmente cuando estaba bajo alguna clase de presión; tendría que ir a ver a alguien.
Greg. ¿Cuál era su problema? ¿Qué otra información podía querer? Y ¿por qué había llamado al departamento de patología? Willie tendió una mano temblorosa hacia el teléfono.
Greg también tenía un mal día; no había dormido, y se sentía demasiado alterado para afeitarse. Estaba sentado en la cocina, todavía en bata, con la copia de la autopsia de Edward sobre la mesa y un lente de aumento en la mano. Había estado leyéndolo, y se había dado cuenta repentinamente de que la fecha estaba escrita en una clase de letra distinta del resto. Además, algunas de las páginas tenían el mismo número al final. Greg sintió náuseas al darse cuenta de que se trataba de una falsificación. Su primer impulso fue llamar a Willie y enfrentarse a él, pero quizá hubiera una explicación perfectamente lógica.
Había llamado al departamento de patología del hospital de Willie, esperando que alguna enfermera le leyera el original, a fin de compararlo. Había pasado casi media hora al teléfono, para terminar hablando con un administrativo.
Mareado por la fatiga, volvió arriba para vestirse, pero en lugar de eso se tendió en la cama. Había empezado a pasar las noches en la habitación de Patsy; no podía dormir, y se movía y revolvía y encendía la luz para tratar de leer, luego dormitaba... De este modo, al menos Liz podía descansar un poco. El peor momento era siempre hacia las cinco de la mañana, cuando estaba exhausto y su mente, suspendida entre la vigilia y el sueño, emprendía, con una claridad aterradora, caminos extraños que lo conducían a su infancia, a su pasado, a su padre... Estos pensamientos surgían sin previo aviso, como buques olvidados que un cataclismo removiera y sacara a flote desde las profundidades. Y los recuerdos no afloraban oxidados ni con percebes incrustados; tenían un brillo febril, que deslumbraba a Greg. Más de una vez pensó que estaba perdiendo la razón.
Cuando Greg era niño, su padre no pasaba mucho tiempo en casa; primero porque era viajante de una compañía de zapatos con sede en Salem, Massachusetts, y después de una empresa farmacéutica. Era muy trabajador y diligente, y logró conseguir un nivel de vida bastante bueno. Greg recordaba haberle oído gritar para aliviarse de algunas de sus tensiones, lo que lo había asustado hasta que comprendió que en realidad no le estaba gritando a su madre. Siempre estaba al borde de la frustración y la ira cuando llegaba a casa, y después de algunos gin tonics (siempre había bebido whisky de centeno, hasta que empezó a trabajar para la compañía farmacéutica) y de que Greg se hubiera ido a la cama, todos sus problemas afloraban a la superficie. «Estos ignorantes curanderos», solía llamarlos... Cuando alzaba la voz, Greg se levantaba y se quedaba de pie al lado de la puerta, descalzo, escuchándolo todo pero sin entender demasiado qué decía.
—Tengo esa medicina nueva para la hipertensión —dijo, desde su confortable butaca. —Los ojos le brillaban, y su mano agarraba el vaso con avidez mientras se desahogaba de las tensiones de las últimas seis semanas. La madre de Greg se sentaba, plácidamente ahora que él estaba en casa, en la butaca de enfrente. Ella apenas abría la boca cuando su esposo estaba allí—. Empiezo a hablarles de ella, y puedo ver cómo se les hiela la mirada, y yo sé que no saben de qué estoy hablándoles, pero nunca lo admitirán. Todo lo que quieren es que termine y les dé su premio por escucharme, un calendario, un par de bolígrafos...
Lo que más desesperaba al padre de Greg y lo hacía gritar más alto, era la grosería y la arrogancia que encontraba a diario. ¡La cantidad de veces que había estado sentado en una sala durante horas, después de darle a la secretaria su regalo (el de la compañía), sólo para que le dijeran que el doctor había sido llamado de urgencias, cuando de hecho sólo se había escurrido por la puerta de atrás para evitarlo! ¿Y la cantidad de veces que había sido humillado por ellos, y sonreía y se lo tragaba cuando se daban media vuelta para pedir una plaza en los cruceros que patrocinaba su compañía? El padre de Greg tenía que agradecerles cualquier resto de tiempo que le hubieran dedicado, estrecharles la mano firmemente (en el curso de capacitación le habían enseñado el modo más adecuado de hacerlo) y sonreír, mirándolos directamente a los ojos... «Siempre debe mirar directamente a los ojos —le habían dicho con tono solemne—, y enterarse por medio de la secretaria de cuándo es su cumpleaños y de los nombres de sus niños, para enviarle postales.»
Pero cuando hablaba con Greg, nunca decía una sola palabra en contra de los médicos como personas, sino que, por el contrario, demostraba admiración por su labor. Así que cuando Greg fue a la facultad de medicina, tenía un respeto casi supersticioso por la profesión, y ese sentimiento perduró durante toda la carrera. Incluso después de licenciarse y empezar las prácticas, en lo más profundo de su corazón nunca se había sentido un doctor de verdad, al menos no como lo era el brillante Willie Stringer. Greg siempre había sido serio, iba invariablemente a la consulta vestido con traje oscuro, con zapatos negros bien cepillados, y su inseguridad le hacía prestar una meticulosa atención a todos los detalles de las enfermedades de sus pacientes. Cuando no estaba seguro de un diagnóstico, se inquietaba mucho y pedía muchos análisis, y luego trataba de hacer un diagnóstico sobre los resultados, y esto raramente funcionaba bien, y entonces tenía que mandar al paciente a un especialista.
—Me temo que voy a tener que mandarlo a un doctor de verdad —les decía con una sonrisa.
Ellos pensaban en lo encantador y modesto que era, no como la mayoría de los médicos, tan orgullosos. Pero él sabía que estaba diciéndoles la verdad.
Greg volvió la cabeza sobre la almohada, repentinamente desvelado. El teléfono... No había supletorio en la habitación de Patsy, y él sabía que para cuando hubiese bajado por las escaleras ya habrían parado de llamar. Quizá fuese el consultorio. Se tendió otra vez, incapaz de reunir las fuerzas suficientes para sentarse. Louella se encargaría de todo. Gracias a Dios tenía a Louella... nunca había puesto tanta confianza en su predecesora, Mary Abbott, que había sido su enfermera y secretaria durante aproximadamente un año antes de que Edward muriera. Ella había sido un auténtico error. Le había dado el puesto por recomendación de una paciente, la señora Wellbourne, con la que guardaba algún parentesco. Le había parecido agradable, aceptablemente capaz, con referencias bastante buenas, pero no ponía tanto cuidado en los informes e impresos como a él le habría gustado. En un par de ocasiones se habían producido llamadas de los farmacéuticos preguntando por algunas prescripciones, y él no había logrado dar con la información adecuada, lo que lo había molestado. Pero ella era muy afectuosa y bien predispuesta. Demasiado afectuosa, de hecho,. Mucho después de que la mayoría de la gente lo hubiese notado, Greg se dio cuenta repentinamente de que Mary iba detrás de él. Greg no sabía cómo debía manejar el asunto, y decidió hablar con Liz de ello. Cuando le contó todo lo que había estado pasando, el modo en que ella se vestía y la forma en que se inclinaba cuando él estaba en el despacho y le apoyaba los pechos en la espalda, Liz dijo con ceño que tenía que despedirla de inmediato, y que si a él le resultaba demasiado difícil, a ella le encantaría ir al consultorio y encargarse de hacerlo.
Finalmente, él perdió la paciencia hasta el punto de echar a Mary. Le dio seis semanas para que se fuera y prometió entregarle una carta de Buenas referencias, pero ella montó una escena terrible. Greg se estremecía al recordarlo. Había sido sencillamente horripilante... todos aquellos gritos y alaridos.
Gracias a Dios, ahora tenía a Louella. Ella había mantenido realmente el barco a flote durante el tiempo en que él no pudo con todo, pero ahora que estaba mejor, la recompensaría por ello. Le daría un aumento, o quizá una gran paga extraordinaria. Se lo preguntaría a su contable, porque en todo lo que hacía por sí mismo quería estar seguro de no equivocarse.
Una niebla de afilados fragmentos de cristal empezaba a formarse en su cabeza otra vez... Greg cerró los ojos. Desde la muerte de Edward, la sensación que había dominado su cabeza había sido el dolor, pero ahora estaba transformándose en miedo. A través de su angustia Greg empezaba a darse cuenta de que, aun dejando a un lado el informe de la autopsia, había algunas preguntas muy importantes sin respuesta sobre la muerte de su hijo, que pululaban por su mente como lobos en la oscuridad, visibles sólo cuando una luz se reflejaba en sus ojos.
Cuando el teléfono volvió a sonar, bajó por las escaleras para contestar. Aunque en cierto modo esperaba que quien llamara fuese Willie, le sorprendió escuchar su voz, y colgó el auricular rápidamente sin contestar, con el corazón acelerado. Sencillamente, no podía hablar con él.