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B
ob yacía bocabajo en su cama; se sentía como si le hubiesen pateado la cabeza. Habían hecho un buen trabajo con él en los Asaltos de la Muerte. Los patólogos y el doctor Frankel parecían haberse confabulado contra él. Walter no había ayudado nada, sólo se había sentado mirándolo con una expresión divertida, como si dijera: «Lo siento, colega, pero esta vez estás solito.» Willie había asumido parte de la culpa, pero no lo suficiente como para que pareciera que era su culpa. El auditorio se había llenado, porque todos esperaban ver cómo colgaban a Willie Stringer del pescuezo, pero los médicos asistentes habían cerrado filas y Willie había salido bastante bien librado. Ahora ellos necesitaban alguien sobre quien saltar, y Bob era, obviamente, la persona adecuada.
El doctor Frankel había hecho su típica jugada al decirle a Walter qué casos debían discutirse. El primero era el del chico negro, Elmo Harris, que había llegado semanas antes con una bala alojada en el bazo. En su momento no lo habían discutido en los Asaltos porque había demasiados casos pendientes, pero por alguna razón Frankel quería ponerlo ahora en el programa. Bob todavía sentía un sudor frío al recordar el caso. Si el doctor Frankel no hubiese aparecido en aquel momento, Bob estaba seguro de que el chico habría muerto. Comoquiera que fuese, Elmo se había restablecido, y había abandonado el hospital una semana después en busca del tipo que le había disparado.
Y Frankel le había tirado de las orejas a Bob por ello.
—Nuestro programa de residencia procura evitar precisamente esta clase de situaciones —dijo—. Llevar a un paciente a la sala de operaciones sin experiencia para ello, en una situación de peligro evidente, fue extremadamente insensato. —Miró a Bob severamente—. La próxima vez asegúrate de que tu médico asistente está en el quirófano antes de responsabilizarte de algo así.
Bob advirtió que no había mirado a Willie, que estaba sentado en el banco detrás de Bob y el resto del equipo.
Pero todo eso no era nada comparado con lo que había venido después.
—El siguiente caso fue aplazado la semana pasada —dijo Walter, mirando al público—. Caso número 89-48521. El doctor Wesley lo presentará.
Bob se levantó.
—Éste es el caso de un chico de doce años que fue ingresado en el hospital hace tres semanas con un diagnóstico de úlcera gástrica sangrante.
Willie dio un respingo. Estaba inclinado en su silla, atento a cada palabra.
—De hecho, si miran mis notas, el diagnóstico de admisión era hemorragia gastrointestinal —dijo tranquilamente.
Bob lo miró. Había algo en su tono de voz... ¿Estaba tratando de decirle algo, de prevenirle?
—Correcto, disculpe. El chico llevaba unas semanas sintiéndose mal.
—¿Qué quiere usted decir con «sintiéndose mal»? —interrumpió el doctor Frankel. Estaba ceñudo y parecía molesto—. En este contexto, ésa es una expresión inaceptable, que no significa nada.
Bob sintió que el ambiente había cambiado repentinamente en la sala de conferencias; había estado en demasiadas reuniones donde alguien había sido ejecutado en solitario. El público detectaba el olor a sangre; Bob esperaba que en esta ocasión no fuese la suya.
—Lo siento, doctor Frankel. Sufrió un desmayo al final de una carrera de doscientos metros, y desde entonces se sintió muy cansado, y a menudo iba a la cama directamente después de cenar. Tenía poco apetito, y su madre pensaba que había perdido algo de peso, aunque no estaba segura. —Bob miró al doctor Frankel, pero su expresión no lo reconfortó en absoluto. Sin ningún motivo, Bob sintió repentinamente que se estaba jugando la vida. Tragó saliva y prosiguió—: El informe médico sólo revelaba un historial de enfermedades infantiles. Hablé con la madre después de que el paciente hubiera muerto, y recordó que aproximadamente un año antes había pasado un período de un par de semanas de cansancio y laxitud. En ese momento ella había advertido que su orina era oscura, pero lo atribuyó a la deshidratación y no se le ocurrió comentarlo con nadie.
Bob prosiguió con el examen clínico, que afortunadamente había sido realizado a conciencia. Mencionó el hecho de que el hígado le había parecido un poco dilatado, aunque no estaba seguro de que eso significara nada en un chico de esa edad.
—Se le hicieron radiografías gastrointestinales hace un mes. Evidenciaron una úlcera en el área antral del estómago.
Frankel señaló al radiólogo, quien colocó las radiografías sobre las pantallas luminosas. Ted Markham era un residente radiólogo de tercer año, lo que se adivinaba porque normalmente llevaba unos dos años aprender aquel modo peculiar y elegante de deslizar las radiografías con el pulgar derecho. Dio un paso atrás, y alguien apagó las luces de la sala.
—Éste no es un buen estudio —dijo Ted—, pero naturalmente no fue hecho aquí. —Algunas risas se elevaron en el auditorio, inmediatamente acalladas cuando Frankel le pidió que continuara—. Hay cierta distorsión en el extremo inferior del esófago —dijo, señalando con un delgado punzón de metal—, posiblemente debido a varices.
«Asqueroso farsante —pensó Bob—. Sabe condenadamente bien que eran varices. Me pregunto si hubiera estado tan seguro antes de la autopsia.»
Frankel miró al radiólogo asistente, que asintió con la cabeza, y dijo:
—Muéstrame la úlcera de la que hemos estado hablando.
Ted hizo toda una representación simulando buscarla, y luego dijo:
—Lo siento, doctor Frankel, me temo que no puedo verla.
Willie bajó de su asiento y señaló en la sombra una de las radiografías.
—Esto es lo que el radiólogo del Hospital Infantil dictaminó que era una úlcera.
Ted miró a su asistente, que también bajó por las escaleras y se acercó para ver mejor las radiografías.
—No —dijo—, yo no pienso eso. Estoy de acuerdo, ahí parece una úlcera, pero sólo en esta prueba. Si mira las posteriores, aquí y aquí, esa sombra ha desaparecido. Sencillamente no era un buen estudio. Lo siento.
Willie empezó a decir algo, pero luego lo pensó mejor y regresó a su asiento. No parecía excesivamente preocupado, aunque Bob se alegraba de no estar en su lugar.
Minutos después Willie interrumpió la exposición para describir cómo había sido realizada la operación quirúrgica. No mencionó las venas hinchadas, el hígado de aspecto anormal ni el tamaño anormalmente grande del bazo, y para el asombro de Bob, el doctor Frankel no le obligó a concretar ninguno de estos temas. En cambio, la sed de venganza de Frankel se reavivó cuando Bob empezó a ahondar en los detalles del intento de reanimación del chico.
—¿Está aquí el doctor Leibowitz? —preguntó.
Bob y Walter intercambiaron una mirada. Sol Leibowitz era el médico residente que había llegado en primer lugar a la habitación de Edward Hopkins, respondiendo a la llamada del código. Estaba de pie al fondo de la sala, y levantó una mano.
—Gracias por venir, doctor Leibowitz —dijo el doctor Frankel, cortésmente.
«Siempre trata bien a la gente de los otros servicios —pensó Bob—. ¿Por qué con su propia gente ni siquiera lo intenta?»
—¿Querría exponernos cómo se desarrollaron los acontecimientos durante la reanimación?
Sol titubeó. Se le había pedido que asistiera a la conferencia quirúrgica, pero lo último que quería era ser un verdugo al servicio de Frankel. Al principio todo parecía indicar que Willie Stringer era la víctima, pero ahora daba más la impresión de que iban a por Bob Wesley.
Les habló de la reanimación.
—¿Por qué no le aplicó el anestesista el tubo endotraqueal? ¿Es que no estaba allí?
—Sí vino —contestó Sol cautamente—, pero luego se marchó...
—Yo le dije que podía marcharse —intervino Willie—. Todo permanecía estable, y no parecía necesario ponerle el tubo.
—¿Permanecía estable? ¿Minutos después de una hemorragia grave? —dijo Frankel, enarcando las cejas—. Bueno, supongo que es una cuestión de apreciación.
—Estaba recuperando la presión sanguínea, y en ese momento se encontraba consciente —dijo Bob.
—¿Cuál era su presión sanguínea en ese momento?
Bob consultó la hoja de datos.
—Ocho cuatro —respondió con voz casi inaudible.
Se produjo un largo silencio.
—¿Pensó usted en utilizar un tubo Blakemore? —preguntó finalmente Frankel. Miró hacia el fondo de la sala—. ¿Sabe alguno de ustedes qué es un tubo Blakemore?
Después de los comentarios que había recibido la semana anterior la pobre Irene Stark, todos bajaron la vista y desearon que Frankel no recordara nombres.
—Bueno, para su información, un tubo Blakemore tiene un globo en un extremo. El tubo se introduce hasta el estómago, y el balón se hincha para absorber desde el extremo inferior del esófago. Fue creado para cortar las hemorragias de las varices del esófago.
Se hizo de nuevo el silencio mientras Frankel miraba a Bob esperando una respuesta.
—No, señor, no pensé en ello. No se me ocurrió que pudiera tratarse de varices, ni a mí ni a nadie que yo sepa.
Miró a Willie, pero no pudo sacar ninguna información de su rostro inexpresivo. No logró descifrar si estaba esperando a que descargaran el hacha sobre su cuello, o si había sido capaz de convencer a Frankel de que Bob era quien lo había complicado todo.
Frankel levantó la vista hacia el reloj.
—Me temo que nos hemos pasado de la hora —dijo—. Los médicos tienen el auditorio después de nosotros, y ya puedo verlos esperando fuera. —Miró a Bob y a Walter—. Hay un par de cosas que me gustaría discutir con ustedes dos en mi oficina; si tienen un momento.
El rostro de Willie estaba desprovisto de expresión mientras caminaba entre los asientos en dirección a la puerta, pero se sentía tan furioso, ansioso y frustrado que estaba a punto de perder el control, más de lo que nunca lo había estado en su vida.
Bob Wesley y Walter English siguieron al doctor Frankel por el corredor hasta su despacho. Walter confiaba en que él tenía poca responsabilidad en el asunto, excepto por el hecho de que los problemas habían ocurrido en su servicio, pero Bob sudaba profusamente y caminaba detrás de los otros dos con un sentimiento de fatalidad.
Cruzaron las oficinas exteriores, donde Maxine, la secretaria del departamento, le entregó al doctor Frankel una pequeña pila de mensajes anotados, y siguieron hasta el sanctasanctórum, una habitación bastante sencilla con un techo alto de planchas y una librería con puertas de cristal llena a rebosar de publicaciones médicas y libros de consulta. El doctor Frankel rodeó su gran escritorio de madera y señaló las dos sillas de respaldo alto tapizadas de cuero rojo que parecían robadas de la sala de espera de un obispo.
El doctor Frankel se sentó y por un instante se limitó a dar caladas a su pipa.
—Walter —dijo por fin, quitándose la pipa de la boca y mirándolo fijamente—, me preocupan algunas de las cosas que han estado ocurriendo en el departamento últimamente. —Hizo una pausa; nadie movió un músculo—. Por experiencia, sé que cuando una cosa aflora en los Asaltos de la Muerte, es que hay otros diez problemas que han pasado inadvertidos.
Walter le sostuvo la mirada, impasible. Tres meses y doce días, eso era lo que todavía le quedaba para salir de allí y regresar al sol brillante y el aire fresco de Albuquerque.
Bob no podía quedarse allí sentado y dejar que Walter cargara con las culpas de algo con lo que no tenía nada que ver.
—Los problemas a los que usted se refiere estaban bajo mi responsabilidad, doctor Frankel —empezó—. Walter...
Frankel se volvió hacia Bob como si le sorprendiera verlo allí.
—Me ocuparé de la parte que te corresponde enseguida —dijo, como si Bob hubiera interrumpido groseramente una conversación entre adultos—. Lo que quiero dejar claro —dijo, apuntando a Walter con la boquilla de su pipa— es que tú eres el responsable de todo lo que sucede en tu servicio, estés directamente implicado en ello o no.
Se produjo otro silencio. Bob no pudo evitar moverse incómodamente en su silla, pero Walter miraba imperturbablemente al doctor Frankel. Tres meses y doce días...
El doctor Frankel miró el reloj de pared que había detrás de los dos médicos.
—Dos incidentes —dijo bruscamente—. Primero, el hombre negro que tenía un disparo en el bazo. Tu residente más joven se lo lleva a la sala de operaciones sin la preparación suficiente y sin un especialista que se ocupe apropiadamente del caso. Por suerte yo andaba por allí, pero a pesar de todo podemos terminar con una demanda por cuatro millones de dólares.
Walter abrió la boca para hablar, pero Frankel levantó la mano.
—No quiero réplicas. Ya hemos tenido suficientes en los Asaltos de la Muerte. Lo que estoy diciendo es que deberías saber exactamente qué ocurre en tu servicio y evitar que proliferen situaciones como ésta.
El teléfono de su escritorio sonó, pero hizo caso omiso. Después de dos llamadas, oyeron cómo Maxine lo cogía en la otra oficina.
—En segundo lugar, el chico con hepatitis crónica activa. Ese caso fue un lamentable descuido. No fue sometido a los análisis apropiados, y se le practicó una operación que no necesitaba y que fue la causa de su muerte. También el intento de reanimación fue, en mi opinión, muy mal llevado.
Frankel se levantó y rodeó la mesa de despacho, quedándose de pie junto a Walter y dirigiéndose a él.
—Como jefe del equipo, debes contar con el apoyo adecuado de tu personal en prácticas. Si crees que alguien no está cualificado, tienes la posibilidad de redactar un informe negativo. Como sabes, hay mucha demanda para los puestos de residentes en prácticas en este servicio. —Fue hacia la puerta, la abrió, y dijo ásperamente—: Eso es todo. Ahora, si me excusáis...
—Walter, lo lamento mucho —murmuró Bob mientras avanzaban por el corredor.
—No le des más vueltas —dijo Walter, pero estaba ceñudo, y no dijo nada más hasta que llegaron a la planta de cirugía.