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reo que deberíamos parar en casa de mis padres en el camino de ida.

—Por el amor de Dios, Liz, sólo tenemos un fin de semana. Cape Cod ya está bastante lejos.

—Vamos, Willie, tenemos que pasar por Bridgeport de todos modos. No puedo pasar de largo... Sólo nos quedaremos unos minutos.

—Bueno, pero me parece que no le caigo muy bien a tu padre. ¡De acuerdo, de acuerdo!

Willie estaba perplejo al advertir que a Liz se le habían llenado los ojos de lágrimas; a él le costaba comprender que alguien deseara ver a sus padres.

Liz siguió haciendo las maletas.

Willie, Willie, Willie... desde hacía un tiempo toda su vida parecía ordenarse en torno a él; apenas podía recordar cómo era su vida antes de conocerlo. Todo lo que hacía, fuera lo que fuese, lo hacía pensando en él. Cuando oía que alguien decía algo divertido o interesante, miraba alrededor instintivamente para compartirlo con él. Era algo muy extraño, un contraste con su previa autosuficiencia. A veces la ponía nerviosa. A veces, si no había visto a Willie en un día o dos, empezaba a sentir aquella horrible sensación en su estómago, justo debajo del esternón, y se ponía inquieta. Entonces no podía concentrarse, no podía practicar violonchelo, no podía leer, no podía hacer nada. Cuando le ocurría eso tenía que trabajar en algo muy físico, como fregar el suelo de la cocina o irse al parque y obligarse a correr hasta que quedaba sin aliento. Le asustaba darse cuenta de lo mucho que su bienestar dependía de él.

Ellen tampoco era de mucha ayuda. Quizá se debiera a su diferente formación, pero últimamente parecía maliciosa. A menudo, si Willie llamaba cuando Liz no estaba en casa, se le olvidaba mencionarlo. Siempre se disculpaba, pero aun así...

Debió de ser difícil para Ellen, especialmente al principio. Después de todo, hasta que Willie apareció, habían compartido apartamento durante algunos meses, y eran buenas amigas, realmente íntimas, pues tenían la misma clase de problemas, la misma clase de cosas de que hablar. Desde que Willie había aparecido en escena, Liz había empezado a dedicarle todo su tiempo. Willie tenía prioridad; no había duda de ello. Eso debió de herir los sentimientos de Ellen. Probablemente sentía que Liz la había rechazado, de modo que era natural que se mostrara más distante, malhumorada de vez en cuando, e incluso en algún momento bastante maliciosa, un aspecto de su personalidad que Liz desconocía.

No es que no fuera amable con ella en presencia de Willie; al menos, Liz podía estar agradecida por eso. pero por tales motivos, una especie de distancia, de inconformismo, había crecido entre las dos, y Liz estaba contenta de salir con Willie y alejarse de Ellen.

¡Cape Cod! Qué gran idea era. La semana anterior habían ido a dar una vuelta por la librería Brentano, y Willie había cogido un libro que había cerca de la puerta con maravillosas fotografías de grandes faros pintados de blanco destellante recortados contra el cielo azul, con playas de arena reluciente extendiéndose hasta donde alcanzaba la vista, y nadie alrededor. Decidieron ir allí el fin de semana siguiente. Liz sintió que un repentino calor recorría su cuerpo cuando pensó en hacer el amor en la arena por la noche, en compañía del sosegado vaivén de las olas, las estrellas altas y brillantes, los dos envueltos y unidos bajo el silencioso cielo de la noche.

Willie tenía un viejo Chevrolet de color gris verdoso con las puertas abolladas y al que le faltaba el embellecedor de la puerta del conductor. Él decía que no tenía sentido usar un buen coche en Nueva York, y que los otros conductores le echaban una ojeada a su Chevy y se apartaban.

Pensaban plantar una tienda y dormir en la playa, pero como Liz oyó que el pronóstico del tiempo no era de confiar, decidieron hospedarse en un motel. Además, a ella no le gustaba tener que quedarse sin tomar una ducha o lavarse el pelo, pero no necesitó echar mano de este argumento adicional. A Willie le gustaba la idea de tener dos grandes camas dobles en un motel, y la idea de la tienda pronto fue olvidada.

Eran como niños, contentos porque salían de vacaciones. Empaquetaron mantas, una sartén, y una caja con provisiones de emergencia, como sardinas, chocolate y galletas. Liz olvidó el bronceador y tuvo que regresar corriendo al apartamento cuando Willie ya había encendido el motor, y en el baño encontró útiles de aseo y maquillaje que colocó cuidadosamente a un lado, para no olvidárselos.

Eran casi las tres de la tarde del viernes cuando por fin partieron. El día era caluroso y prometedor. Bajaron las ventanillas porque el aire acondicionado no funcionaba, y cantaron durante todo el camino hasta quedar sin voz, sonriendo y saludando a los tensos conductores de Nueva York que les gruñían al pasar, molestos ante la idea de que alguien pudiera estar divirtiéndose.

Cruzaron la avenida Roosevelt con el río a la derecha, y luego dejaron atrás la Línea Circular de barcos que remontaban el río por el este cargados de turistas. El tráfico era todavía intenso cuando se internaron en el puente de la avenida Willis para coger Major Deegan hacia las líneas férreas del Bronx. Para cuando alcanzaron la autopista de Nueva Inglaterra estaban roncos de cantar y a causa del humo de los escapes. Liz bostezó, se recostó contra la puerta y cerró los ojos. Sintió que la mano derecha de Willie se deslizaba por debajo de su vestido, y se volvió hacia él con una sonrisa, medio dormida ya. Él tomó un desvío y casi se estrelló contra un pequeño camión que estaba en el carril de la derecha. Liz despertó sobresaltada, justo a tiempo para ver al conductor barbudo dirigiendo un gesto obsceno a Willie, que se lo devolvió al tiempo que exclamaba: «¡Tú también!» Liz volvió a dormirse.

Atravesaron Greenwich, y pasaron Stamford, donde cerca de la autopista asomaba el primer edificio nuevo que se había levantado en muchos años, una construcción de aspecto extraño que parecía hecha de cristal. Willie despertó a Liz para que lo viera, y decidieron que era hora de tomar un café, así que pararon en una cafetería que había junto a la carretera y fueron hasta el restaurante abrazados por la cintura. Se sentían libres. Libres de la compulsión y el ruido de la ciudad, libres del aire sucio. Allí el aire era frío y límpido, y ambos sentían una maravillosa sensación de aventura, de estar con la persona con quien más deseaban estar. Jamás en sus vidas se habían sentido tan felices.

Cuando apareció la primera indicación de Bridgeport, Willie redujo velocidad y dobló por la rampa. Cinco minutos después bajaban del coche, ante la casa de viejo estilo Victoriano de los padres de Liz.

—¿Lo ves, Willie? Apenas se aparta de nuestro camino.

Sonaba a disculpa.

Mike Phelan estaba vertiendo algo de cemento en el pequeño sendero que conducía a la puerta principal. Era un hombre fuerte y robusto, con el rostro colorado por el esfuerzo. Llevaba un sombrero de paja blanca con manchas de sudor en la banda. Se incorporó, se echó el sombrero hacia atrás con la muñeca, y sonrió a Willie mientras Liz se acercaba a besarlo en la mejilla.

—Viene de familia —dijo él, indicando la pala y la carretilla del cemento—. Mi padre también construyó su propia casa.

—¿Te acuerdas de Willie? —preguntó Liz.

—Claro. Perdóname por no darte la mano... —El cemento seco cubría sus manos de manchas grises con un reborde de polvo blanco—. Aquí viene tu madre.

Mary Phelan exhibía una amplia sonrisa en su rostro redondo mientras se acercaba pisando cuidadosamente fuera del camino de cemento. Le tendió las manos a Liz y le dio la bienvenida a Willie con una sonrisa. Un ruido, algo a medio camino entre un gruñido y un burbujeo, escapó de sus labios. Afortunadamente Liz le había dicho que era sordomuda de nacimiento, pero aun y así, Willie se sorprendió. Parecía completamente normal. Willie pensó que eso explicaba el talento musical de Liz, que compensaba así la deficiencia de su madre.

Se quedaron a tomar café y a charlar. De algún modo, Liz entendía los sonidos que su madre profería, y, además, podía leer sus labios. De vez en cuando complementaban las palabras con lenguaje por signos. Willie se sintió aparte, y pronto empezó a inquietarse y a desear marcharse. Mike no había entrado, de modo que se despidieron de él al salir de la casa.

Una hora después empezó a llover, justo cuando cruzaban el puente de New London sobre el Thames, y para cuando llegaron a Mystic caía más agua de la que los limpiaparabrisas podían acaparar. Willie tuvo que aminorar la velocidad hasta que las borrosas sombras negras que había delante de él se convirtieron en coches.

—¿Por qué no paramos en Newport, Willie? A este paso estaremos conduciendo toda la noche antes de llegar a Cape Cod.

—Echa un vistazo al mapa —dijo él, inclinándose para distinguir qué había delante del coche—. Creo que Newport está bastante apartado de nuestro camino.

La luz había declinado al empezar la lluvia, y media hora después ya había oscurecido lo bastante como para obligar a los automóviles a encender sus faros. El haz mayor se proyectaba iluminando una multitud de gotas de lluvia deslumbrantes, y Willie pulsó el interruptor de pie para intensificar las luces. Llovía tan intensamente que tenían la sensación de estar solos en el mundo.

De repente el coche de delante empezó a deslizarse, y por un instante Willie creyó que era su propio automóvil el que se desplazaba. Pero antes de que tuviera tiempo de reaccionar, el coche de delante patinó, se estrelló contra la valla central, rebotó, derrapó hacia la izquierda y dio una vuelta de campana. A Willie y a Liz les pareció que todo sucedía a cámara lenta, excepto cuando su propio coche esquivó por poco el vehículo volcado.

Perplejo, Willie aminoró la marcha en cuanto pudo hacerlo sin peligro, y luego dio marcha atrás. Lo adelantaron dos coches con las luces encendidas, ambos por la cuneta; quizá no habían visto el accidente. La lluvia era tan intensa que él mismo no podía ver nada a través de la ventanilla de atrás, así que sacó la cabeza y miró por encima del hombro, limpiándose a cada momento con la manga el agua que le caía sobre los ojos. Retrocedió unos veinte metros sin ver el otro coche, y empezaba a creer que lo había imaginado todo cuando detectó unas pequeñas llamas oscilando a pocos metros detrás de él. Frenó, y ambos salieron corriendo hacia el automóvil volcado. Una de las ruedas delanteras estaba todavía en movimiento.

El fuego salía del motor, y la lluvia silbaba al tocar el metal caliente. Willie miró a través de la ventanilla, pero todo lo que pudo ver fue un montón de ropa contra el techo. Mientras miraba, un reguero de sangre empezó a manar cruzando lo que había sido la parte alta de la ventanilla, y goteó hasta alcanzar el techo del automóvil. Liz corrió alrededor del coche; todas las ventanillas estaban cerradas. Entretanto, Willie trataba de abrir las puertas, pero estaban atrancadas. Nada se movía en el interior. Willie golpeó el coche, y el montón de ropa se desplazó de modo que apenas pudieron ver el borrón grisáceo de un rostro infantil, de cuya frente partida manaba sangre. La niña se acercó a la ventanilla: su rostro estaba blanco, conmocionado. Aparentaba unos diez años de edad. Sus labios se movieron, pero, naturalmente, ni Willie ni Liz pudieron oír nada.

—¡Tenemos que sacarla! —exclamó Willie, desesperado.

Las llamas parecían ir en aumento, y podía sentir su calor a pesar de la lluvia. Él reflexionó por un instante, volvió corriendo a su coche, y abrió el maletero, revolviéndolo todo hasta que encontró el gato. Tiró fuertemente para sacarlo y se desgarró la piel del pulgar. Volvió corriendo al coche accidentado y empezó a golpear la ventanilla.

Al principio el cristal endurecido sólo se resquebrajó, pero por fin se rompió en pedazos. Cuando golpeó el resto de las ventanas captó el ruido de las voces, alguien a su lado, y luego un anillo de fuego que lamió la superficie interior del coche desde el motor y que corrió hacia el tanque de gasolina.

Había luces, faros que pasaban por la autopista dejándolos atrás mientras él se introducía en la oscuridad del automóvil, tanteando en busca de la niña. Sintió que alguien tiraba de su abrigo.

—¡Apártate! ¡Va a estallar en cualquier momento!

Él se desprendió de la mano. Si el automóvil estallaba, estallaría con él. Podía oír la voz de Liz detrás, y mientras su mano tanteaba desesperadamente alrededor sintió un brazo, un hombro. Lo atrapó y tiró, pero no tenía bastante fuerza porque se interponía el respaldo del asiento. Luego algo impulsó el cuerpo de la niña que, repentinamente ligero, se deslizó por el techo invertido. Apareció la cabeza de la pequeña, y dos fuertes brazos que se unieron a los suyos y empujaron a la niña para sacarla, rasgándole el muslo con la ventanilla rota.

Willie sintió el calor sobre su rostro, y luego en la nuca, cuando corría con la niña en brazos, tambaleándose sobre la hierba húmeda y resbaladiza. Sintió, más que vio, a otra gente que corría con él, jadeando, y el olor del pánico era como amoníaco en sus fosas nasales. Estaban a unos quince metros de distancia cuando el coche estalló y encendió todo lo que había delante de él en un instantáneo brillo anaranjado; luego la explosión los alcanzó y Willie cayó de bruces en la hierba fría y húmeda. Pareció como si docenas de manos acudieran a sacar a la niña, que estaba debajo de él, y después lo ayudaran a levantarse. Él apartó las manos que lo tocaban; Liz estaba allí, y no le molestaron sus brazos. Todos permanecían quietos ahora, mirando las llamas, con la luz oscilando sobre sus rostros, excepto dos personas con impermeable amarillo que trataban inútilmente de apagar el fuego con pequeños extintores.

Willie se sentó en la hierba mojada y tembló hasta que sus dientes castañetearon audiblemente, mientras Liz, que había retrocedido para apartarse de las llamas, cogía a la niña de los brazos de los hombres como si por ser mujer tuviera un derecho fundamental sobre ella. La envolvió en un abrigo que alguien le alcanzó y la abrazó fuertemente para darle calor. La niña tenía el rostro inexpresivo y los ojos muy abiertos, pero aparte de un corte en el muslo y otro en la frente, parecía ilesa. Permanecía inmóvil y aparentemente indiferente en brazos de Liz, que le sujetaba la cabeza para que no mirase el incendio.

Una ambulancia blanca con banda roja llegó al lugar haciendo sonar la sirena y con todas las luces encendidas, iluminada por media docena de focos de automóviles. Encontraron a Willie sentado tembloroso sobre la hierba, y también quisieron llevarlo al hospital, pero él rehusó. Estaba bien, sólo tenía la ropa empapada.

No quería ver a la niña, ni saber su nombre, ni enterarse de quién era ni de nada de ella. Agarró a Liz cuando se cerraron las puertas de la ambulancia; quería marcharse antes de que apareciese la policía estatal con sus sombreros de ala plana y sus ojos de piedra.

Regresaron a su coche, y Liz ocupó el asiento del conductor. Permanecieron sentados en silencio por un minuto antes de que él insistiera en salir de allí. Las llamas se alzaban aún alrededor del coche accidentado, y Liz tembló al pensar en los cuerpos que todavía estaban en el interior... ¿Los padres de la niña? ¿El tío y la tía llevándola de fin de semana? ¿Hermanos? ¿Hermanas?

Se detuvieron en un motel que estaba a unos treinta kilómetros de distancia, y Willie se dio una larga ducha. Había algunas cosas que ni siquiera Willie podía lavar. Abrieron las dos latas de sardinas que habían empaquetado, se las comieron, y luego se fueron directamente a la cama. Durmieron abrazados hasta la mañana siguiente, cuando Willie despertó y le hizo el amor a Liz con una ferocidad casi aterradora.

La chaqueta de Willie tenía manchas de sangre, y la manga estaba cortada. Cuando la recogió de la silla donde la había arrojado una lluvia de pequeños fragmentos de cristal cayó al suelo.

Después de desayunar decidieron ir a Newport, que estaba sólo a una hora de camino. Todavía llovía, de ese modo continuo e implacable propio del nordeste. Willie se negó a comprar un periódico, aunque Liz quería ver si había salido algo acerca del accidente. Debía haber nombres, algo con que llenar los vacíos...

—¿Estás seguro de que no deberíamos volver a Nueva York? —preguntó Liz—. Puede que llueva así todo el fin de semana.

Willie era obstinado, y la herida que se había hecho con el gato en el pulgar no contribuía a mejorar su humor. La tormenta empeoró, y el tráfico avanzaba a paso de tortuga, especialmente en las carreteras estrechas que iban hacia Newport. Desde el alto puente de Narragansett, y a través de la lluvia arremolinada, podían ver intermitentemente embarcaciones grises debajo de ellos, avanzando con dificultad sobre el mar, tratando de escapar de la tormenta.

Encontraron un motel, y se calaron hasta los huesos con sólo salir del coche y subir los escalones que los llevaban a su habitación en el piso superior. Willie se mostraba frío y poco comunicativo, aunque Liz, que desconocía aquel aspecto de él, trataba de alegrarlo. Él paseaba arriba y abajo de la habitación como un tigre enjaulado, mirando a través de la lluvia el aparcamiento brillante y vacío del motel.

—¿Por qué no cogemos el coche y vamos a dar una vuelta? —propuso Liz—. Quizá podamos ver el océano.

—Luego —dijo él—. Desnúdate.

Y así fue como pasaron el fin de semana: la mayor parte del tiempo en la cama, o yendo de vez en cuando en coche al pueblo, desierto a excepción de unos pocos turistas obstinados que caminaban a grandes zancadas por la calle principal, envalentonados, inclinados valientemente contra el viento. El camino del monte estaba cortado por una barrera policial; era peligroso tomarlo con aquel temporal, decían. El rompeolas estaba cerrado por reparaciones; la mole rocosa se veía rodeada de andamios. En un raro momento de lucidez, Willie dijo que le recordaba a un paciente de ortopedia con tracción múltiple.

Y Liz lo amó aún más. Se le antojaba que el modo desesperado en que hacía el amor, su ceño, su silencio y la rabia contenida lo hacían más real, aunque sus oleadas de pasión la perturbaran a veces.

Abandonaron Newport el domingo después de comer, y el humor de Willie mejoró a medida que lo hacía la climatología.

—Creo que estoy superándolo —dijo, que era lo más cerca que había estado nunca de una disculpa—. Necesito la polución química del aire de Nueva Jersey.

Sin mencionarlo, ambos miraron hacia la carretera 95, donde había ocurrido el accidente, pero no podían recordar el punto exacto. No vieron nada, y ambos tuvieron el extraño pensamiento de que tal vez no hubiera sucedido en realidad.

Liz sentía que para entonces ya podían hablar de ello.

—Te comportaste como un auténtico héroe, Willie —dijo serenamente—. Si no hubiera sido por ti, esa niña... —Sacudió la cabeza y dejó la frase inconclusa.

Él sintió que lo miraba fijamente, y no contestó. De hecho, ésa fue la última vez que hablaron del accidente, aunque él tuvo pesadillas durante mucho tiempo. Nunca podía recordar el contenido exacto de los sueños, pero sabía de qué se trataba, porque ninguna otra cosa le producía aquel pánico, aquel sentimiento que lo hacía sentarse súbitamente en la cama en plena noche, empapado en sudor.

 

 

De regreso en Nueva York Willie se concentró en sus estudios. Para Liz fue en cierto modo un alivio no verlo tan a menudo. Se dedicó a todas las cosas que había dejado de hacer, como tocar el violonchelo durante horas. Estaba estudiando el Concierto para violonchelo de Elgar, y podía apreciar a diario la mejora.

También mejoraba su relación con Ellen. Era un período tranquilo, de armonía. Por fin estaba segura de sus sentimientos hacia Willie: había visto lo peor de él, sus malos humores, su naturaleza erótica, y todo ello cimentaba su amor, que sabía correspondido. Nunca había tocado tan bien el violonchelo... Su profesor decía que había una nueva madurez en sus interpretaciones, y que si trabajaba duramente en ella, podía ser una buena violonchelista. Realmente buena.

Unas semanas después fue a pasar el fin de semana con sus padres. Fue sola, en parte porque Willie estaba preparándose para los exámenes, pero también porque su padre le indicó, sin demasiada sutilidad, que Willie no sería bien recibido, al menos no por su parte. Liz se sintió herida, y no pudo comprenderlo. Apenas habían hablado el uno con el otro. Quizá su padre empezase a ver en Willie una amenaza; Liz no había estado tan comprometida con un hombre hasta entonces, y su padre debió de advertir que lo amaba profundamente. Su madre, en cambio, era una devota admiradora de Willie, y era evidente que deseaba que Liz anunciara que se casaría con él.

El sábado, Liz despertó tarde. Después de levantarse se sintió repentinamente agotada y mareada, y no le apetecía desayunar, pero su madre le hizo tomar una taza de café y comer una tostada con mermelada. Después fueron de compras a Bridgeport, y Liz encontró un pequeño ajedrez de marfil en una tienda de antigüedades. Era el regalo perfecto para Willie; le encantaría. Lo hizo envolver y volvió a casa triunfal. Su padre gruñó cuando le habló de ello. Pero Liz disfrutó del fin de semana, a pesar de la inexplicable animadversión de su padre hacia Willie.

Liz se sentía flotar en el aire cuando el domingo a primera hora de la tarde tomó el tren de regreso a Nueva York. Había previsto tomar el de las cinco, pero ya estaba echando de menos a Willie y no podía esperar más para darle su regalo. Él valoraba la calidad, y comprendería el amor que había puesto en él.

El tren cruzó a toda velocidad las llanuras de Connecticut. Liz tarareaba la parte del violonchelo de su concierto. Una anciana que había al otro lado del pasillo central la miró con una sonrisa y un instante después se inclinó para susurrarle:

—¡Debes de estar enamorada!

Liz le devolvió la sonrisa, feliz de que advirtieran que, en efecto, lo estaba.

Decidió tirar la casa por la ventana y tomar un taxi hasta el apartamento de Willie; le habría llevado mucho tiempo ir en metro. Corrió escaleras arriba con el paquete en la mano, más exultante a cada minuto, y sacó la llave de su apartamento del bolso. Abrió la puerta y entró corriendo. Él no estaba en la sala, así que fue al dormitorio. Allí estaba, en la cama, mirándola con expresión de sorpresa. Y a su lado, en el mismo lecho, estaba Ellen.