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1955
G
reg Hopkins escudriñó el patio, pero no vio a nadie conocido. De pronto empezó a caer una de esas torrenciales lluvias de verano, que le salpicó los pies. Corrió hacia los escalones que conducían al departamento de anatomía; al final de la escalera, la puerta todavía estaba cerrada.
La lluvia arreciaba; los demás estudiantes ya estaban allí, amontonándose ante la puerta azul, que permanecía cerrada. A un lado, apartado del grupo, Greg vio a un joven alto, con aspecto de estar muy seguro de sí, que sujetaba un paraguas grande y multicolor y lucía una gabardina al estilo inglés. Por un segundo dudó, poro luego el frío chorro de agua que se deslizó por su cuello lo hizo decidirse. Se refugió debajo del paraguas, y el joven se vio obligado a hacerle un sitio. Sólo era unos cinco centímetros más alto que Greg, aunque aparentaba serlo más. Lo envolvía un perfume a ropa recién lavada y colonia cara, y su cabello, negro y abundante, estaba cuidadosamente cortado.
Greg alzó la vista hacia la gran bóveda del paraguas y sonrió.
—Se supone que debería ser tu chófer quien sostuviera el paraguas.
—Sí, normalmente lo hace.
Greg pestañeó, y luego echó un rápido vistazo a su compañero. El joven compuso una sonrisa amplia, confiada y atractiva. Su voz era clara, bien modulada. Greg pensó que las mujeres debían de ir locas detrás de aquel chico.
—Pero ¿dónde está ese jodido sirviente cuando lo necesito? De vacaciones en Hawai.
Hubo una pausa mientras Greg digería la frase. Nunca había conocido a nadie que tuviera chófer, y no podía estar seguro de si el muchacho bromeaba. Decidió dejarlo pasar.
—Me llamo Greg Hopkins —dijo finalmente.
El elegante joven le tendió la mano.
—Stringer —repuso, mientras estudiaba rápidamente el pelo espeso y negro y los rasgos bastante gruesos y abultados de Greg. También advirtió que su abrigo estaba raído y que los zapatos negros eran baratos—. Casi todos me llaman Willie.
No añadió que sólo su madre lo llamaba por su nombre de pila, que era Wilbrahim, pronunciado «Wilbram». Pero puesto que ella raramente le hablaba, eso carecía de importancia.
Dos minutos después, cuando iban a dar las diez, la puerta azul se abrió y un hombre bajo y corpulento, de pelo canoso e impecable bata blanca, dijo:
—¡Vamos, chicos, entrad, no os quedéis ahí fuera bajo la lluvia!
Formaron un embotellamiento en la entrada, empujándose para pasar junto a él uno a uno. Aún llovía a cántaros, y todos entraban lo más rápido posible. Uno de los repetidores le susurró a Greg:
—Ése es el profesor Lockhart. El muy cabrón no abriría esa puerta ni un segundo antes aunque estuvieran cayendo meteoritos al rojo vivo.
Avanzaron por un largo corredor pintado de blanco hasta llegar a las taquillas. Los repetidores ya habían tomado las más cercanas a la puerta, y Greg y Willie ocuparon dos consecutivas. Se pusieron las obligadas batas blancas y se dirigieron a la sala de disección.
Al otro lado de la puerta les aguardaba un centenar de ejemplares de Primer curso de mediana, empaquetados junto con las cajas de instrumental y los manuales de disección. Tres hileras de mesas de metal se extendían a lo largo de la sala, cada una con un cadáver del que sólo se veía un perfil siniestro, momificados con trapos empapados en conservantes. Al otro extremo de la habitación había un foco encendido, y dos personas trabajaban en algo que había sobre una de las mesas.
El lugar hedía a formaldehído y Greg notaba que los ojos le ardían a causa del producto químico. Uno de los médicos asistentes, con bata blanca, estaba gritando nombres.
—¡Bradford!
Alguien murmuró una respuesta.
—Bradford, ve a la mesa cinco. Davidoff... —Alzó la vista—. ¡Davidoff, si no estás aquí, por favor dilo!
Hubo unas risas leves, contenidas y respetuosas. Conforme eran llamados, los estudiantes abandonaban el grupo y vagaban por la sala buscando sus números en las mesas.
Greg encontró pronto el cuerpo que le había sido asignado. Sólo había otro estudiante en su mesa, el que había dicho algo sobre meteoritos cuando estaban esperando para entrar. Era un tipo mofletudo y de aspecto alegre, que lo observaba sin dejar de parpadear. Se llamaba Martin Penrose. Miraron la cosa horrible que había sobre la mesa, delante de ellos, y Martin dijo con la voz de la experiencia que esperaba que no le hubiese tocado un gordo. Los gordos eran los peores, especialmente cuando se estropeaba el aire acondicionado, como había ocurrido en la última clase.
Estaban a punto de empezar a desenvolver el cadáver cuando el joven del paraguas se acercó y dejó su caja de instrumental sobre la mesa.
—Me uniré a vosotros, si no os importa —dijo con aire satisfecho—. En mi mesa hay cuatro personas, y aquí sólo hay dos.
—Eso es porque este cadáver tiene la peste —dijo Martin, mirando al recién llegado con suspicacia—. Quieren limitar los riesgos.
—Anda, desenvuélvelo, chico —dijo Willie al tiempo que sacaba un ejemplar del Times de su maletín de piel—. No dejes que interrumpa tus estudios.
Martin titubeó, preguntándose si debía tomárselo como una ofensa; finalmente se encogió de hombros y sonrió. Greg se puso los guantes de goma, y Martin hizo lo propio. Cada uno desenvolvió un brazo del cadáver, que era lo primero que iban a disecar.
—En todas las clases hay alguien como él —dijo Martin en voz alta, mirando a Willie, que se hallaba inmerso en la sección de finanzas—. Se cree un genio.
Bajo las primeras capas del basto vendaje había una gruesa cobertura hecha de una especie de gasa tubular, y Greg se puso a buscar unas tijeras afiladas para cortarla. Willie había dejado a un lado el Times y hojeaba su manual de disección.
—¿Qué vas a hacer cuando termines la carrera? —le preguntó a Greg cuando volvió con un par de tijeras grandes y puntiagudas atadas a una larga cadena—. Quiero decir, ¿a qué especialidad te dedicarás?
—No estoy seguro —replicó Greg, sorprendido—. Probablemente medicina general. Me gusta la idea de tratar con los pacientes, conocerlos...
—Excelente. ¿Y tú? —le preguntó a Martin.
—¿Yo, qué? —replicó Martin.
—Estaba preguntando por tus futuros planes, después de licenciarte. Suponiendo que termines, claro.
Martin tardó un poco en contestar, y miró a Greg, que insertaba el extremo plano de las tijeras entre la gasa y la piel del cadáver.
—Voy a hacer psiquiatría —dijo finalmente—. Siempre me ha interesado la motivación de los megalómanos. —Luego, simulando gran interés, miró fijamente a Willie y añadió—: Dime, ¿qué te impulsó a convertirte en doctor?
Willie hizo caso omiso de la pregunta y dijo:
—Con que psiquiatría, ¿eh? Excelente. Yo voy a ser cirujano, de modo que obviamente el estudio del cuerpo humano es más importante para mí. Por lo tanto, tomaré uno de los brazos, y vosotros dos compartiréis el otro. —Al ver que Martin iba a protestar, levantó una mano y agregó—: Tendrás el brazo derecho. Siempre es mejor que el izquierdo, ya que los músculos y la estructura ósea están mejor definidos y necesitan menos disección. No me des las gracias, es lo correcto.
Greg sonrió y accionó las tijeras, pero el tejido era grueso y difícil de cortar.
—Sujeta el brazo, Martin.
Martin inmovilizó el brazo, sujetándolo con ambas manos mientras Greg cortaba la tela que lo envolvía. Willie había vuelto a su ejemplar del Times y no prestaba atención a lo que hacían sus compañeros. Lentamente una mano marrón, curtida, asomó conforme se abría el vendaje. Los dedos eran viejos y curvos, las uñas, largas. Greg empujó alegremente uno de los dedos. Parecía un pedazo de madera.
—Dios, nos ha tocado uno muy viejo —dijo Martin. Ya había cursado esa asignatura y estaba en mejor situación de comparar—. Todos le ponen un nombre a su cadáver; yo creo que deberíamos llamar a éste Matusalén.
Willie se inclinó para examinar el brazo, que ahora se hallaba descubierto hasta el hombro. Cogió la mano y trató de moverle los dedos, pero estaban completamente rígidos.
—Es... o mejor dicho, era, una mujer —declaró.
Greg lo miró y luego dirigió la vista al brazo.
—¿Cómo lo sabes?
—Primero, por la estructura ósea —respondió Willie—. Para el tamaño que tiene el cuerpo, las manos son pequeñas. La piel de las palmas es suave, no tiene callosidades... Normalmente, los varones que terminan aquí han realizado trabajos físicos. Pero, naturalmente, la clave está en las uñas.
Martin y Greg miraron las uñas. Eran de color tabaco y parecían bastante descuidadas, pero por lo demás no delataban unas características extraordinarias.
—De acuerdo, Sherlock —dijo Martin—, creo que es pura trola, pero venga, dínoslo.
—Espera un minuto —intervino Greg, que estaba examinando las uñas minuciosamente—. Hay algunos pliegues aquí, que las cruzan cerca de la raíz.
—En las mujeres las uñas suelen ser estrechas, mientras que en los hombres normalmente son más anchas que largas, especialmente las de los pulgares —dijo Willie, ignorando a Greg—. Además, éstas son redondeadas... Comparadlas con las vuestras y veréis que son mucho más planas que éstas.
Greg y Martin se miraron, y luego ambos se quitaron un guante para examinar sus propias uñas.
—Mira —dijo Willie, señalando la mano de Martin—, si pasas por alto ese reborde de suciedad debajo de las uñas, verás con toda exactitud qué quiero decir.
Greg rió y le pasó a Willie las enormes tijeras.
—¿Por qué no cortas el vendaje y miras si el otro lado es diferente? —propuso.
Willie empezó a cortar los vendajes. Greg lo miraba, insatisfecho con su explicación.
—Creo que esos pliegues que cruzan las uñas tienen que significar algo —dijo—. No hay nada así en las mías, ni en las tuyas ni en las de Martin.
—Los pliegues transversales son indicio de que la persona ha sufrido una enfermedad importante recientemente —dijo Willie, cortando la gasa. Entonces los miró, hizo una mueca, y añadió—: De hecho, creo que para esta dama fue una enfermedad fatal.
Volvió a su tarea. La gasa estaba impregnada con alguna clase de goma, y eso hacía que resultara difícil cortarla. Las puntas de las tijeras se deslizaban por el tejido.
Rieron sin saber aún cómo tomárselo. ¿Sabía Willie Stringer realmente de qué hablaba, o sólo estaba tomándoles el pelo?
—¿Cómo es que sabes todo eso? —preguntó Greg, mirando la expresión de tozudez de Willie mientras éste se debatía con el vendaje del brazo. «Es como yo», pensó, «no se echa atrás». Había tenido que combinar su esfuerzo con el de Martin para poder cortar el vendaje que envolvía el brazo que estaba a su lado.
—Mi padre es patólogo —respondió Willie—. Lo he visto hacer autopsias.
De pronto, a Greg Willie le pareció más humano. Podía imaginarlo observar a su padre trabajando mientras no paraba de hacer preguntas.
Por fin Willie consiguió sacar el vendaje y se frotó los dedos allí donde las tijeras habían dejado una marca roja a causa de la presión.
—Creo que Ayeh sería un nombre más adecuado para ella, ¿no os parece?
—¿Ayeh? —preguntó Greg, que estaba ocupado haciéndole al brazo que estaba a su lado un corte en la piel desde la muñeca hasta el codo.
Willie le dirigió una fría mirada.
—Es el nombre de la mujer de Matusalén —dijo, y rodeó la mesa para ver qué estaba haciendo Greg. Trataban de distinguir entre venas y arterias cuando el profesor Lockhart se acercó animosamente a la mesa.
—Bueno, chicos, ¿ya os vais orientando? Vamos a ver... —Cogió un par de tenazas y las tijeras de Greg y desprendió los tejidos, separando y exponiendo hábilmente músculos y huesos. Tenía unas manos brillantes y sonrosadas, y Greg no pudo evitar mirarle las uñas. Eran anchas y planas—. Mirad, esto es una vena, la cefálica media. —Extrajo una fibra plana y gris—. Tocadla, enrollárosla entre los dedos. ¿Notáis lo delgadas que son sus paredes?
Greg lo intentó, pero en realidad no percibió mucho. Willie asintió, examinando la fibra.
—Ahora, esto... —Valiéndose de las tijeras, Lockhart extendió algunos tendones sobre la muñeca y deslizó un pequeño gancho entre ellos, dejando a la vista lo que parecía una cuerda gruesa y gris—. Esto es una arteria. Sus paredes son más gruesas, tiene mayor consistencia.
—Es un decir —repuso Willie.
Lockhart lo miró y sonrió.
—Sí, mayor consistencia. —Tiró del gancho—. ¿Puede alguno de vosotros decirme el nombre de esta arteria?
—Arteria radial —dijo Martin rápidamente. Lo había visto venir.
Lockhart lo miró, y su sonrisa se desvaneció un poco.
—¿Tú no estabas en el último grupo?
—Sí, señor —respondió Martin—. Martin Penrose, señor.
—Sí, claro... Que tengas suerte esta vez. —Recompuso su sonrisa— ¿Y cómo se llaman tus compañeros?
Willie se lo dijo.
—Stringer... ¿por casualidad tu padre es el famoso patólogo?
—Es el único patólogo que conocemos con ese nombre —dijo Willie, sonando genuinamente modesto por una vez.
—Bien, espero que hagas tan buena carrera como él.
Lockhart miró a Willie burlonamente, y pensaron que iba a añadir algo, pero se fue a la mesa siguiente.
Willie volvió a su brazo, y desprendió cuidadosamente la piel rígida y momificada para descubrir los tejidos que había debajo. Al ver lo que hacía, Greg y Martin advirtieron que estaba totalmente entregado a su tarea. Parecía tan concentrado en su trabajo que los otros dos casi sentían la necesidad de hablar entre susurros. Como no querían dejarse impresionar por un compañero de estudios, reaccionaron charlando y riendo un poco más alto de lo normal. Willie no les prestó la menor atención durante al menos dos horas. Luego miró el reloj.
—Hora del almuerzo, caballeros —dijo.
Envolvieron cuidadosamente los brazos del cadáver otra vez, empaparon la gruesa gasa con una solución de formaldehído que había en una lata de dos litros debajo de la mesa y fueron hacia las pilas para lavarse las manos. Aquella mañana todo el mundo se fregó bien las uñas y se enjabonó cuidadosamente hasta los codos con el tosco jabón rojo.
—Aquí todo sabe a formaldehído —se quejó Willie veinte minutos más tarde, sentado en la cafetería. Dejó a un lado la media hamburguesa que no se había comido.
—Será mejor que te acostumbres —dijo Martin—. Hasta que terminemos este curso, todo lo que comas, bebas, chupes o sorbas va a tener ese sabor.
—Espero que estés exagerando —dijo Willie.
Greg se llevó los nudillos a la nariz y olfateó.
—Tienes razón —dijo—. Me he lavado, y sin embargo...
—Suenas como lady Macbeth —dijo Willie, arrugando su servilleta de papel y arrojándola al plato. Adoptó una pose afectada y comenzó a recitar—: «¿Lavará todo el gran océano de Neptuno la sangre que hay en mi mano? No, mi mano enrojecerá todos los mares...»
—Nunca supe qué significaba eso —dijo Martin, mirando a Willie con algo de sorna.
Él tampoco tenía hambre. Sólo Greg seguía comiendo, y era porque sabía que aquello también iba a ser su cena. Su beca de estudiante apenas cubría las necesidades mínimas, y aunque fueran de segunda mano, los libros y el instrumental habían hecho estragos en su presupuesto.
—«Hacer el verde rojo» —prosiguió Willie—. En realidad, lady Macbeth se refería a los estudiantes de medicina que vomitan después de comer en la cafetería. Primero se ponen verdes de náuseas, después...
—Cállate, Willie, por el amor de Dios —dijo Greg con tono afable, mascando la hoja de lechuga de su hamburguesa—. Ya tengo bastantes problemas tratando de tragarme esto sin tus comentarios.
—¿Sabéis?, aquí sólo falta una cosa —dijo Willie cuando, una vez que hubieron vuelto a su tarea, trataba de identificar los músculos flexores y los tendones del antebrazo.
Greg y Martin levantaron la vista, deseando escuchar qué clase de preciosa información iba a comunicarles Willie. Pero no diría nada hasta que uno de ellos preguntara.
Se miraron y sonrieron.
—De acuerdo, ¿qué falta? —inquirió Greg.
—Enfermeras —repuso Willie, y siguió con su trabajo.