12

 

E

l entrenador Wally Lenahan tenía muchas razones para no ser feliz. La primera era la seria sospecha de que su esposa lo engañaba con otro. No sabía con quién, y eso estaba volviéndolo loco. Otra era que no se llevaba bien con el personal de las instalaciones, particularmente con el viejo Kruger, y que la pista no estaba en condiciones. Uno de sus chicos se había abierto un tobillo la semana anterior al pisar un parche que sobresalía, y las finales del torneo estatal de atletismo en Hartford estaban demasiado cerca. Y por último Edward Hopkins, su gran esperanza para los doscientos metros, le estaba fallando cuando debería estar entregándose al máximo.

Lenahan incluso había conseguido que le abrieran la pista dos veces a la semana antes de que empezaran las clases, pero ¿a quién diablos le importaba el tiempo extra y el esfuerzo que él estaba poniendo en todo ello? El chico había quedado el quinto sobre cinco en un entrenamiento de rutina que debería haber ganado fácilmente. Miró su cronómetro: casi tres segundos por debajo del ganador, que había entrado en 29,45 segundos, sin que eso fuera nada del otro jueves. Pulsó hastiado el botón de reajuste. Qué jodido trabajo, dejarse el culo tratando de obtener resultados de unos críos a los que todo les importaba un carajo, mientras la zorra de Della... Miró el reloj. Si en ese momento llamaba a su casa, ella ya se habría ido, o no contestaría. Bueno, lo intentaría de todos modos.

Echó a andar hacia la oficina de los entrenadores, pero algo llamó su atención. Los niños que acababan de terminar la carrera formaban un grupo compacto alrededor de Dick Cargill, el ayudante de entrenador. Lenahan vio que uno de los chicos doblaba las rodillas y se deslizaba hasta el suelo. Los otros se inclinaron sobre él, y Dick levantó la cabeza buscando a Lenahan, y le gritó algo; pero Lenahan ya corría cruzando el campo hacia ellos.

—Estoy bien, de verdad —decía el chico cuando Lenahan llegó.

Era Edward Hopkins, que estaba sentado sobre la hierba, pálido y con aspecto de sentirse mareado. Lenahan se arrodilló a su lado y le tomó el pulso. Era rápido, más rápido de lo que él podía contar; pero acababa de correr. Edward parecía encontrarse mejor, y trató de afirmar los pies para levantarse, pero Lenahan lo obligó a permanecer sentado.

—Si te fallan las rodillas otra vez, no caerás de tan arriba si estás sentado —dijo—. ¿Has desayunado esta mañana?

—Claro, entrenador —repuso Edward.

—¿Qué has comido?

—Lo habitual, supongo, tostadas... —Iba a recitar su menú cotidiano: huevo duro y bollitos de coco, cuando recordó que aquella mañana sólo había tomado medio vaso de leche porque no tenía hambre. De modo que con tono de disculpa, dijo—: En realidad sólo tomé un poco de leche.

El entrenador Lenahan cerró los puños. Siempre había tenido muy mal carácter y tenía que controlarse. Un par de semanas atrás el director le había hablado precisamente de ello, con bastante amabilidad, claro; pero él sabía que era una advertencia.

—Pero tú sabías que ibas a correr, ¿no? —El tono de voz de Lenahan era ácido, sarcástico.

—Sí, entrenador, pero en realidad no...

—Y conoces las reglas, ¿verdad?

Edward estaba verde otra vez, y Lenahan le dijo bruscamente que bajara la cabeza y la pusiera entre las rodillas.

—No lo presione tanto, entrenador, es sólo un niño —murmuró Dick Cargill, poniendo la mano en el hombro de Edward; pero Lenahan le dirigió una mirada tan furiosa que lo hizo retroceder.

Lenahan abrió la boca para decir algo devastador, pero lo pensó mejor y cruzó el campo de regreso al gimnasio. Sentía en su interior una tensión casi homicida; cualquier cosa insignificante lo haría estallar. Si llegaba a enterarse del nombre del que estaba tirándose a Della... Decidió no llamarla; o en todo caso, no en ese momento. En su camino de vuelta pisó una topera, justo al lado de la pista. Para cuando llegó a las escaleras del gimnasio su presión sanguínea había alcanzado un nivel peligroso, y se había olvidado de Edward Hopkins, que ya se levantaba tambaleante. Dick lo tomó de un brazo, y su mejor amigo, Timmy, que en realidad era velocista pero se había unido a la carrera para completar el equipo, lo tomó del otro.

—Voy a mandarte a casa, Edward —dijo Dick. Estaba verdaderamente preocupado por él. Aunque el entrenador Lenahan pensara que sólo se trataba de debilidad, él estaba seguro de que el chico no se encontraba bien. No quería responsabilizarse de él en esas condiciones; no era médico sino ayudante de entrenador—. ¿Puede venir a recogerte tu madre?

—Creo que sí. Supongo que debe de estar en casa.

—Mi madre puede venir si la señora Hopkins no está —dijo rápidamente Timmy.

Edward se detuvo y tosió como si tuviera algo en la garganta, y luego escupió en la hierba. Era rojo. Dick y Timmy intercambiaron una mirada de preocupación.

Cuando los chicos se hubieron cambiado, Dick Cargill marcó el número que Edward le había dado. Liz cogió el auricular a la segunda llamada. Dick explicó que Edward se había desvanecido después de un acceso de calor, y que todavía no se sentía bien. Le pidió que fuera a recogerlo.

Diez minutos después, Liz dobló rápidamente la esquina y frenó al otro lado de la entrada principal del gimnasio con un chirrido tan brusco de neumáticos y frenos que Edward y Timmy sonrieron. Los chicos ya habían guardado en los macutos las zapatillas de deporte, calcetines, camisetas y pantalones cortos, y la esperaban.

Saltó del coche visiblemente preocupada, aunque pareció calmarse al verlos sonreír.

—¿Qué ha pasado? —preguntó, mirando alternativamente a Timmy y a Edward.

—Que se ha desmayado. ¿Ha hablado con el entrenador? —preguntó Timmy. No quería contar mal la historia, y se sentía inseguro. También se creía responsable de la enfermedad de Edward, aunque sabía que no había motivos para ello.

Liz le echó otra mirada a Edward, tratando de decidir si lo llevaba a ver al doctor Davis o directamente a casa. Pero Edward, como todos los chicos de doce años, ya parecía estar bien.

—El entrenador Lenahan cree que es porque no he desayunado bien —explicó Edward con una sonrisa, aunque aún se sentía un poco tembloroso— ¡Estaba tan cabreado conmigo!

—No hables así, Edward —dijo Liz, casi automáticamente—. «Enfadado» quiere decir lo mismo.

Timmy y Edward intercambiaron sonrisas mientras subían a la parte posterior del coche. Pero no se trataba de su habitual complicidad de adolescentes; esta vez sólo intentaban sentirse más seguros. Timmy se daba cuenta de que no había estado tan asustado en toda su vida. Cuando Edward cayó de ese modo después de la carrera, él pensó repentinamente que su amigo, su mejor amigo, moriría allí mismo, delante de él.

Liz tomó una decisión.

—Vamos a ir a ver al doctor Davis —dijo—. Aunque probablemente el entrenador Lenahan tenga razón... Deberías haber tomado tu desayuno.

Victor Davis era un colega de Greg. Su consultorio estaba en la misma calle, unos cien metros más abajo, a sólo un par de manzanas del hospital.

Liz entró en el aparcamiento que estaba detrás de su consulta y advirtió que toda el área había sido recientemente pavimentada. El edificio era bastante nuevo y de estilo moderno, de una sola planta con grandes ventanales y una entrada elegante en madera natural. Los arbustos que había alrededor estaban meticulosamente recortados, y en los rosales que flanqueaban la entrada despuntaban capullos de color rojo. Su aspecto era un poco mejor que la consulta de Greg.

Liz no conocía a la recepcionista, pero la chica sí sabía el apellido de Liz. Todo el mundo conocía al doctor Hopkins.

—Estoy segura de que el doctor Davis podrá visitar a Edward. Si puede usted esperar Un minuto... —dijo, y desapareció detrás de una puerta.

Edward miró alrededor con curiosidad. Era diferente del consultorio de su padre, en una casa que había sido el hogar de una familia numerosa antes de que Greg la restaurara y modernizara. Aquel lugar tenía un aspecto muy limpio, muy clínico; pero nada agradable. Podía resultar inquietante para un paciente ir allí, pensó; y entonces recordó que en ese momento él era un paciente. O algo así, porque no estaba realmente enfermo. No como Dave Gilligan. Timmy lo miraba con una expresión extraña, como si no lo conociera, o como si Edward fuera una especie de forastero... Así que le dio un suave puñetazo en el brazo para que supiera que todo estaba bien. Pero Timmy sólo sonrió de un modo divertido, sin devolverle el golpe. Eso hizo que Edward se sintiera más extraño e incómodo que con todo lo que había sucedido esa mañana.

El doctor Davis apareció en la puerta de su despacho y se acercó a ellos.

—Hola, Liz. Hola, chicos —dijo—. Me alegro de veros. ¿Una taza de café? —preguntó dirigiéndose a Liz.

—Es un consultorio muy bonito —dijo Timmy—. ¿Eso es una palmera de verdad?

—Claro que es de verdad. De plástico de verdad —dijo el doctor Davis con una sonrisa.

—Victor, lamento molestarte, pero me gustaría que le echaras un vistazo a Edward. Me llamaron del colegio porque, bueno, creo que se desmayó. —Liz miró a Timmy esperando su confirmación—. Nunca le había pasado antes.

—Claro, enseguida. ¿Por qué no os sentáis ahí un momento? —Indicó una hilera de butacas de aspecto cómodo cerca de la palmera, y habló con la recepcionista—. Gwen, ¿quiere llevar a Edward al compartimento tres? Dígale a Mandy que lo desvista y que recoja una muestra de orina.

Sonrió a Liz y volvió a su despacho.

Diez minutos después regresó a donde estaban Liz y Timmy. Edward caminaba detrás de él, metiéndose la camisa en los pantalones y con los cordones de los zapatos desatados.

—No he encontrado nada malo, Liz —dijo Víctor—. Está en buena forma, fuerte y sano. Probablemente se desmayó porque corrió sin haber comido bastante durante el desayuno.

Liz se puso de pie.

—Siento haberte molestado, pero pensé que era mejor traerlo aquí. Gracias. —Miró a Edward, aliviada, y con una sonrisa dijo—: Átate los zapatos.

—Sólo hay una cosa que me preocupa, Liz —añadió Víctor—. Había restos de sangre en su garganta, y me dijo que había escupido algo de sangre esta mañana.

Liz miró a Timmy y a Edward sorprendida. No le habían mencionado nada de eso.

—Creo que deberíamos hacer unas radiografías gastrointestinales.

Edward lo miró sin comprender.

—Es un análisis, Edward. Te bebes una cosa que puede verse por rayos X, y que nos indica si tienes una úlcera de estómago o algo así.

—¡Una úlcera de estómago! —exclamó Liz, sorprendida—. ¿No es un poco joven para eso?

—Sí —respondió él—, pero a veces ocurre. Cuando yo era médico residente ingresó un niño de ocho años que tenía una, y hubo que operarlo. No digo que sea eso lo que tiene Edward. Sólo quiero estar seguro de que no descartamos ninguna posibilidad. —Le tendió la mano a Liz y añadió—: He concertado una visita para él en el hospital el lunes, a las tres y media. Así no perderá clases. Entretanto, creo que Edward debería cuidarse un poco..., no comer nada picante, cosas así.

Dirigió un puñetazo amistoso hacia Edward, que se volvió para evitarlo. Todavía no se sentía muy bien.

Liz devolvió a Timmy al colegio y explicó por qué llegaba tarde, y luego condujo a casa a Edward, que permaneció en silencio durante todo el trayecto. Pasó el resto del día jugando con sus bloques de construcción yechando alguna cabezada. No tenía hambre, y Liz no lo obligó a comer; probablemente había comido algo que le había sentado mal, así que no tenía sentido hacerle vomitar otra vez.

 

 

Cuando Edward despertó a la mañana siguiente, oyó que se abría la puerta y que su madre asomaba la cabeza.

—Oh, Edward, después del trajín de ayer, iba a dejarte dormir durante todo el día.

—Estoy bien. De verdad, mamá.

Liz entró en la habitación y lo miró.

—Vas a quedarte donde estás —dijo firmemente—. Te subiré el desayuno en unos minutos.

Edward no discutió porque al sentarse en la cama le llegó un débil eco del día anterior después de la carrera; no dolor, sólo una sensación..., una sombra de sensación en sus piernas, una especie de lasitud en todo el cuerpo que no podía describir. Liz había notado algo también, y tuvo la corazonada —no era exactamente recelo—, mientras bajaba por las escaleras, de que había hecho lo correcto al obligarlo a quedarse en casa.

Unos minutos después, Douglas apareció en la puerta de la habitación de Edward con una bandeja. La dejó cuidadosamente en el suelo, cerca de la ventana, tan lejos de Edward como le fue posible.

—Tu desayuno, señor cabronazo —dijo.

Edward no tenía hambre, pero saltó de su lecho, recogió la bandeja y volvió a meterse en la cama, manteniendo cuidadosamente el equilibrio. Vertió unas gotas de zumo de naranja en la bandeja, y luego la movió para hacer rodar las gotas por ella. Normalmente Edward tomaba un desayuno abundante, y luego aún miraba alrededor buscando algo más que comer. Ese día, aunque todo tenía el aspecto habitual y los bollitos de coco estaban tan esponjosos como siempre, no le apetecía comer nada. Cogió un solo bollito, lo mojó en leche y escribió su nombre entero, Edward Paul Hopkins, en la parte inferior de la bandeja de plástico marrón, y vio cómo la leche se secaba en los rebordes de las letras. Luego, debajo y en letras más pequeñas, escribió «cabronazo», y lo borró con el dedo.

Douglas solía pegar a Edward de vez en cuando, pero llevaba un tiempo sin hacerlo. En una ocasión Edward se había dejado en casa las zapatillas de deporte, y Douglas había tenido que llevárselas a la pista. Estaba sentado en la hierba con su amigo Timmy cuando Douglas llegó con una zapatilla en cada mano, lo golpeó con ellas en la cabeza y luego se las arrojó. Edward gateó primero, corrió tras Douglas después —era mayor, pero no más rápido—, y lo agarró y sacudió como a una estera. Timmy se acercó, los miró por un instante sin intervenir, porque también él detestaba a Douglas, y luego apartó a Edward. Los dos chicos quedaron bastante magullados: a Douglas le sangró la nariz durante casi una hora, y Edward se quedó con un ojo negro que cambió de azul a verde y a marrón en pocos días. Después de aquello, Douglas no volvió a ponerle las manos encima a su hermano.

Amodorrados entre el sueño y los recuerdos, los ojos de Edward parpadearon por un instante, para cerrarse después. Un par de horas más tarde despertó lentamente, sin saber con certeza qué lo había despertado. Entonces oyó el sonido del violonchelo de su madre en la habitación de costura. Había algo perturbador en su forma de tocar aquel día. Parecía transmitir una tristeza que trepaba por las paredes y se arremolinaba en torno a él. Su música siempre le provocaba algo; no podría haber explicado qué, pero a veces lo transportaba a un lugar conocido que, sin embargo, nunca había visto, y tenía una sensación escalofriante, como si una parte de su mente estuviera retrocediendo cien años en el tiempo.

Liz terminó la chaconne y se sentó a mirar el jardín soleado a través de las ventanas. También ella sentía que su mente retrocedía, pero no cien años. Sólo unos dieciocho.

El sol que se filtraba por la ventana caía sobre la almohada de Edward. Le dolió abrir los ojos, así que los cerró otra vez, sintiendo el calor sobre la cara y los párpados. Se preguntó cómo sería estar ciego. ¿Podría ver aquel cerco rojo en los párpados cuando el sol brillaba sobre ellos, o sólo sentiría su calidez? Tocó la sábana y sintió su textura, y luego la de la manta. Con los ojos firmemente cerrados, apartó las sábanas y puso los pies en el suelo. La alfombra era suave y mullida, pero sus dedos no podían advertir en modo alguno que era azul. ¿Acaso cada color se sentía de una forma diferente? Tanteó con el pie izquierdo hasta tocar la colcha, en el punto en que rozaba el suelo. Tenía una textura distinta, y Edward pensó que tal vez fuese más fría que el azul. ¿Cómo se le explicaba un color a una persona ciega? Abrió los ojos y fue hasta la mesa para encender la radio. Estaba puesta en la única emisora que él escuchaba. El locutor neoyorquino contaba una historia grosera sobre lo que hacían los puertorriqueños con los pollos antes de cocinarlos. Era algo horrible y divertido que hizo que Edward riera a carcajadas. Le encantaba aquel chiflado que contaba esas cosas tan descaradamente ofensivas. Escucharlo le ponía los pelos de punta.

Sintió las piernas rígidas y extrañas cuando caminó hasta el inicio de las escaleras. Su madre había dejado de tocar, así que probablemente se encontrase en la cocina con Daniela, la mujer hispana que hacía la limpieza. Palpó los escalones, la suave alfombra de lana bajo sus pies descalzos. En la puerta de la cocina sintió un olor cálido; Daniela estaba en pleno trabajo, tocando con el índice derecho la punta de la plancha.

Su madre, sentada a la mesa de la cocina, se volvió hacia él.

—¡Edward! ¿Dónde está tu ropa? ¡Y sin zapatillas!

Edward miró hacia abajo como si no se hubiera dado cuenta de que iba descalzo. Liz señaló el canasto de la colada.

—Mira ahí, coge esos calzoncillos y ponlos en tu cajón. Y no vuelvas a bajar sin vestirte o sin ponerte algo en los pies.

—Hola, Daniela —dijo Edward, un poco inestable junto a la nevera, sujetándose con la mano los pantalones del pijama.

Daniela sonrió sin interrumpir su trabajo.

—¿Estás malito hoy, Eduardo?

Daniela era una mujer agradable, siempre sonriente. El gigantesco lunar marrón de la barbilla le daba una apariencia un poco cómica.

—No, estoy bien —replicó Edward.

—¡Entonces ve arriba antes de que te dé unos azotes! —dijo su madre.

Daniela rió alegremente, con un sonido musical. Le gustaba Edward, que solía bromear con ella.

—¿Es verdad lo que los puertorriqueños les hacen a los pollos antes de comérselos? —preguntó el chico, tratando de no reír.

—A mí no me lo preguntes —dijo Daniela, echándole una rápida mirada. A veces, aquel chico tenía el demonio en el cuerpo. Levantó una camisa y examinó el cuello críticamente—. ¿Puertorriqueños? —preguntó con tono de desdén—. ¡Cómo voy a saber qué le hace esa gente a los pollos!

Empezó a reír con una risa cálida, espontánea y natural. Ignoraba qué diría Edward a continuación, pero sabía que sería divertido.

—¡Edward, ve arriba ahora mismo! —gritó su madre, agarrando un tenedor de madera y avanzando hacia él.

Edward huyó.

—¡Te lo contaré cuando baje, Daniela! —gritó él por encima del hombro.

—Parece que su Eduardo ya está bien, señora —dijo Daniela al tiempo que ponía otra camisa sobre la tabla de planchar. Pronunciaba la «r» muy fuerte—. Es un muchachito muy bonito, señora Liz. Va a romperles el corazón a todas las chicas. —Daniela sacudió la cabeza tristemente. Las mujeres hispanas como ella lo sabían todo sobre los rompecorazones, más que la mayoría de las mujeres, y, desde luego, más que las norteamericanas. La propia Daniela, mejor que nadie. Los distinguía a kilómetros de distancia.

Edward se sentó en el suelo, al lado de la cama, comió sus cereales y tomó el zumo de naranja; pero pronto se sintió muy lleno e hinchado. Una sensación de cansancio invadió su cuerpo. Volvió a la cama y se cubrió de nuevo con las sábanas, sintiéndose frío y tembloroso. En la radio sonaba una canción sobre un camionero de Arizona que se iba a Albuquerque cargado de recuerdos.

Timmy estaría preguntándose por qué no había ido a la escuela.

Cuando despertó otra vez era media tarde. Permaneció echado un momento, tratando de recordar por qué estaba en la cama a semejante hora. Oyó pasos en la escalera: Douglas y Elspeth habían vuelto del colegio. Elspeth entró directamente en su habitación y le dio un sobre en que figuraba su nombre escrito en bolígrafo verde. Se quedó mirándolo mientras lo abría. Dentro había el dibujo de alguien echado en una cama que tenía un globo muy grande atado a la cabecera. En el globo, escrito con letras de color malva, rezaba: «Ponte bueno pronto.»

—Gracias —dijo, no muy animado—. Pero no estoy enfermo.

—La señorita Foster no ha venido hoy, así que tuvimos una hora libre. Ginger dice que está embarazada, pero yo no lo creo.

—¿Sólo porque no está casada? —dijo Edward con tono de superioridad—. Eso no quiere decir que no pueda tener un niño.

—Eso ya lo sé, tonto. Ayer dijo que le dolían las muelas, así que probablemente hoy ha ido al dentista.

—Lárgate, Elspeth —dijo Edward, sacando las piernas de la cama—. Voy a vestirme.

De pronto el ruido de la música de Douglas irrumpió en la habitación. Elspeth fue al otro lado del pasillo y cerró de golpe la puerta de su dormitorio para que el volumen disminuyera hasta convertirse en un rugido sordo.

En el baño, mientras se lavaba, Edward advirtió una mancha roja del tamaño de la cabeza de una aguja en la palma de su mano izquierda; Tenía algo parecido a venillas rojas alrededor, más delgadas que un hilo. Se quitó el jabón para verlo mejor. Parecía una arañita roja. No le dolía, de modo que lo olvidó.