18

 

-¿Q

ué tal ha ido?

Willie estaba telefoneando a Liz desde el hospital, entre un paciente y otro. Liz no estaba muy contenta de oír su voz.

—Podría haber ido peor. Es un tipo duro, tu amigo el comisario de policía.

Eran las once de la mañana, y Liz estaba a punto de salir rumbo al supermercado.

—Sí, eso he oído.

Liz pudo oír los altavoces al fondo.

—Willie, acudiste al padre de Ellen, ¿verdad?

Se produjo un breve silencio. Al cabo, Willie respondió:

—Claro. Era la persona más indicada. Yo no podía hacer nada por mí mismo.

—Eso lo entiendo, pero Grunwald estaba muy resentido por tener esa clase de presión sobre él, y prácticamente lo dijo.

—No te preocupes por eso —dijo Willie, a la ligera—. Lo importante es que el problema ha sido afrontado y que Douglas no ha ido a parar a la cárcel...

—Claro, pero no me gusta que nuestro jefe de policía local crea que le hemos jugado una mala pasada.

—Oye, escucha, estos tipos están acostumbrados a esta clase de cosas. Les pasa constantemente. Si no supiera cómo manejarlo, no sería comisario. De todos modos, ¿cómo se lo tomó Douglas?

—Bastante bien, creo. Parecía un poco deprimido, pero esta mañana, durante el desayuno, ha estado casi amistoso.

—Aguarda un segundo...

Liz oyó una conversación amortiguada al otro lado de la línea, y luego Willie dijo:

—Liz, tengo que irme, están esperándome en el quirófano. —Hizo una pausa. Por su voz, Liz supo que estaba sujetando el auricular cerca de la boca—. Sabes lo que sentí cuando te vi en tu casa, y creo que tú sentiste lo mismo.

—No, Willie, vamos a tener que hablar de eso... —Liz sintió que su resolución desaparecía. No podía mantener la voz estable, y Willie lo advirtió.

—Eso pensé —dijo— ¿Qué día viene Edward por su endoscopia? Tú lo traerás, ¿verdad?

—El jueves. Eso le dijiste a Greg, en cualquier caso. El jueves a las ocho de la mañana, sin comer nada desde medianoche, y sin desayunar, ¿verdad?

—¿Podrás salir a comer?

—Claro. Con Edward, naturalmente. —Liz sonrió. Conocía a Willie Stringer mejor que nadie en el mundo, y todos los trucos que usaría. Esta vez no pensaba ceder sin pelear.

—Claro, tráelo, por supuesto. —Aquello fue una sorpresa. El viejo Willie le habría propuesto que dejase a Edward con una de sus amigas de Manhattan—. Parece un chico realmente encantador.

—No lo viste bastante tiempo como para advertirlo —replicó Liz con tono áspero—. Pero gracias de todos modos. —Se produjo otra pausa, esta vez más larga. Finalmente, Liz dijo con voz contenida—: No has dicho nada de Patsy.

—¿Patsy? Dios mío, es hermosa. Fue una verdadera conmoción. ¡Se parece tanto a ti, que casi le pregunté si quería que hiciéramos el amor ahí mismo!

—Willie, eso no es divertido. —Liz sabía que estaba bromeando, pero aún y así no le gustaba—. Oye, será mejor que vayas con tu paciente, o lo acabarán sin ti.

—Te veré el jueves. Ponte algo verde... ya sabes que siempre me ha gustado cómo te sienta ese color.

Liz colgó el auricular y regresó lentamente a la realidad. Sintió que se desvanecía la sonrisa que había ido creciendo en su rostro mientras hablaba con Willie. Cogió la lista de la compra de la mesa de la cocina, y la leyó sin atención. Willie el Grande. Todavía poseía un aura especial, como cuando eran estudiantes. Quizá porque los dos únicos hombres a los que había querido eran Willie y Greg, así que no tenía mucho con qué comparar.

Y durante mucho tiempo había sido Willie el Cabrón... Liz no podía comprender que se sintiese otra vez enamorada de él después de lo que le había hecho. Debía de estar desquiciada para creer que aún lo amaba, pero no podía quitárselo de la cabeza, y con cada minuto que pasaba esa sensación parecía más fuerte.

—Me repondré de esto —se dijo con el entrecejo fruncido, sin darse cuenta siquiera de que había hablado en voz alta.

Cogió las llaves del coche familiar y recogió el taco de cupones de descuento de encima de la nevera.

—Recuerdo con todo detalle lo que ese cabrón me hizo. Eso debería bastarme.

Aunque esto también lo dijo en voz alta, sabía que en parte era una excusa para pensar en Willie sin sentirse culpable.

Se dirigió hacia el centro comercial, a un par de kilómetros de la ciudad. El indicador de la gasolina marcaba casi a cero; tendría que llenar el depósito por el camino. Willie Stringer... su mente sintió una especie de satisfacción cuando surgió este tema; de algún modo le pertenecía, aunque dieciocho años atrás había sido vetado.

Había pasado con él un año entero, el año más excitante de su vida. Ahora, aunque no hubiera cambiado nada, su vida parecía, en comparación, adormecida, y desde aquellos tiempos nada se había acercado siquiera a las cuotas de éxtasis y felicidad que había sentido entonces. Ambos habían estado tan ocupados, Willie en la facultad de medicina y ella aprendiendo violonchelo y composición. Cuando Willie la había llamado, ella había corrido; cuando le había dicho salta, ¿había preguntado ella a qué altura? Y eso era tan impropio de su carácter. Liz sacudió la cabeza. Todos los demás hombres de su vida habían saltado para ella; quizá era por eso que jamás había sentido lo mismo por nadie.

Liz vio pasar un autocar escolar amarillo que iba en dirección contraria, y eso le hizo pensar en los niños. Iba a ser como Greg, que sólo pensaba en ellos cuando tenían problemas. «Elspeth tiene un carácter tan fuerte que quizá necesite nuestra atención; pero es la niña de los ojos de Greg, y no parece que sufra. Patsy era igual, quizá un poco más salvaje, más como su madre a esa edad. —Liz rió—. Patsy lo cuenta todo, y es tan divertida. Esa chica consume chicos como un fumador empedernido cigarrillos. Para cuando me aprendo el nombre de uno, ya está con el siguiente.»

Todos esos pensamientos acerca de Elspeth y Patsy formaban parte de un sistema de autoprotección que la mente de Liz había urdido sin su permiso; la protegía de dos graves inquietudes, Edward y Douglas. De hecho, aunque estaba preocupada por Edward, todo lo relativo a él parecía estar bajo control, y el hecho de que Willie estuviera supervisando la situación la aliviaba. Pero Douglas... Sentía un nudo en la boca del estómago. ¿Qué iban a hacer con él? Aunque se había producido una leve mejora en la actitud de Douglas desde que habían encontrado las drogas, todavía mostraba aquella hosca arrogancia cuando ella andaba cerca, y se encerraba en su habitación cuando Greg estaba en casa. ¿Qué iba a pasar con él? Liz sabía perfectamente que si Douglas quería seguir traficando con drogas, lo haría, al margen de las consecuencias; en realidad, no tenían modo de impedírselo. El que dejase de hacerlo debía ser una decisión personal. Habían hablado con él, naturalmente, pero se había negado incluso a discutir cualquier clase de consejo ajeno.

El tren de los pensamientos de Liz descarriló cuando la gasolinera surgió ante su vista. Dudó; por algún motivo no le gustaba llenar el depósito... era como ir al dentista o al salón de belleza, fundamentalmente una pérdida de tiempo. Pero el indicador marcaba rojo. Redujo la velocidad y tomó el desvío.

Un chico de la edad de Douglas salió, limpió el parabrisas y comprobó el aceite mientras llenaba el depósito. Liz no sabía si preocuparse más por Douglas o por Edward. Había algo que la inquietaba acerca de este último, más por intuición que por otra cosa, pues no comía adecuadamente y estaba segura de que había perdido peso. Tampoco tenía buen color, a veces, especialmente durante el día, había una sombra amarillenta en torno a los ojos...

—¡El aceite está bien, señora Hopkins! —dijo el chico.

Liz sonrió y le entregó su tarjeta Visa. Quizá fuese uno de los amigos de Douglas; sólo que Douglas no tenía amigos.

Otra vez en medio del tráfico, Liz recordó que iba a echarle un pulso a Willie y que iba a ser doloroso, y que precisamente por eso había estado eludiendo el tema y pensando en los niños.

Willie Stringer. Willie el Chico Adorable, Willie el Rey. Rey de los Cabrones. Un año entero. Habían hablado de casarse, o al menos él lo había hecho. El padre de Liz, que por ese entonces no estaba en la cárcel, no se mostró muy entusiasmado con la idea. «No es de fiar», dijo. Él debía saberlo. Debía haber reconocido a uno de su propia especie...

Willie y Ellen. Ella nunca había pensado en ellos ni siquiera como posibilidad. Eso demostraba lo inocente e ignorante que debía de haber sido. Al menos, se había casado con ella. Liz se preguntaba qué debía haber visto en ella entonces, y si todavía lo veía. Y ahora... ¿qué quería Willie de ella? ¿Estaba realmente avanzando, o sólo era una apuesta peculiar? ¿Qué esperaba sacar de todo aquello? ¿Una aventura? ¿Viviendo él en Nueva York y ella en Connecticut? Sin querer, Liz empezó a calcular cuánto tiempo le tomaría ir hasta Nueva York, pasar allí dos o tres horas y volver.

Regresó mentalmente al momento en que entró y vio a Willie y a Ellen, esperando que eso endureciera su corazón contra él, pero en lugar de eso se echó a reír contra su voluntad al recordar la expresión de sorpresa que habían puesto.

Y luego Edimburgo. Su tía había sido muy amable y afectuosa, pero durante aquellos primeros meses Liz se había sentido destrozada. Muchas veces había llegado hasta la agencia de viajes, preparada para volver junto a Willie sin importarle el precio o la humillación.

Se estremeció sólo de recordarlo. Después, sus recuerdos se hicieron más borrosos. Tuvo a la niña, y luego, como no podía trabajar porque no tenía permiso, regresó, y Nueva York fue como un nuevo mundo. Encontró a Greg casualmente, cuando ella sólo había vuelto a la ciudad para recoger sus papeles... aún le dolía pensar en ello; hablaba con Greg y se preguntaba por qué no era Willie quien había topado con ella. Pero había sido tan amable cuando ella le contó la historia sobre su marido muerto en un accidente de aviación... Y había sido toda una historia, Dios mío: el Cessna nuevo, la tormenta, montañas llenas de bruma, instrumentos defectuosos. Cuando Greg le dijo que Willie estaba casado, creyó que iba a desvanecerse... aunque ya había decidido que nunca más volvería a ver a Willie.

Terminó de hacer sus compras sumida en un halo de introspección. Lo mejor de los trabajos domésticos era que uno nunca tenía que poner realmente la mente en ellos. Uno podía tener dos vidas, una que hiciera la colada, las tareas de la casa, la comida, mientras la otra seguía ininterrumpidamente dentro de la cabeza. No había razón para que las dos tuvieran que encontrarse.

Cuando llegó a casa dejó las bolsas de la compra sobre la mesa de la cocina. Los niños la habían oído llegar, y bajaron hablando a la vez, como siempre, y ella los mandó de vuelta arriba, a hacer los deberes.

Fue a la sala de estar, donde le gustaba tocar el violonchelo; aquella habitación tenía mejor acústica que su pequeño cuarto de costura, y ahora se sentía otra vez lo bastante segura como para tocar en una estancia grande. El estuche del violonchelo reposaba contra una de las ventanas altas, con el aspecto de un borracho pequeño y gordo. Cada vez que abría la antigua caja de madera aparecían las pequeñas cicatrices, delgadas como un hilo, del meticuloso trabajo de reparación de Willie. Podía verlo como si hubiese sido el día anterior, trabajando en el suelo de su apartamento con sus tubitos de resina, completamente absorbido en la tarea, colocando cada pequeño fragmento en su lugar.

Liz empezó a tocar otra vez, y advirtió que la habilidad volvía a sus dedos. Había mejorado con el arco, y sentía una nueva seguridad en su ejecución. Era capaz de hacer música otra vez, casi como en los viejos tiempos, sin verse limitada por deficiencias técnicas. Y cuando tocaba piezas que conocía bien, podía sentir que su espíritu corría libremente con las notas más altas, como Nils Holgerson, el chico de la fábula sueca, que volaba montado sobre un ganso.

Greg entró por la cocina, y ella paró de tocar.

—Por favor, no pares, me encanta escucharte —dijo—. Sólo sacaré las compras de ahí.

Volvió a la cocina y ella empezó otra vez, tocando el primer movimiento del Concierto de violonchelo de Elgar. Podía oírlo en la cocina, tarareando el tema a medida que ella lo interpretaba. Liz se sorprendió de que lo conociera.

Greg regresó.

—Tú y yo nos vamos a cenar —dijo—. Sólo tú y yo. —Como ella iba a replicar algo, añadió—: Los niños pueden comer solos, por una vez en su vida. —Vio la expresión de incerteza de Liz, y entonces agregó—: De acuerdo, que venga Katie Macklin a hacer de canguro. La llamaré ahora mismo.

Volvió al cabo de diez minutos, triunfante.

—Katie vendrá a las siete —anunció—. Ya está todo arreglado.

Liz estaba sorprendida. Hacía mucho tiempo que no salían solos los dos. Se sintió reconfortada, porque eso era precisamente lo que necesitaba aquel día: que Greg reafirmara su presencia afectiva.

Fueron a Le Coq d’Or, un restaurante francés, pequeño pero excelente, que estaba al otro lado de Stamford, y se acomodaron en sus asientos de terciopelo rojo.

—Bueno —dijo Greg, alzando su martini—, ¡esto por nosotros!

—Sí —dijo Liz, sonriendo.

Greg seguía siendo un misterio para ella en muchos sentidos. Había encontrado a la señora Parkinson, la enfermera, en el supermercado, y ella le había contado cómo Greg había manejado sin ayuda de nadie lo que prácticamente había sido un motín en la sala de urgencias.

—He oído lo de tu aventura de ayer —dijo ella—. Debe de haber sido todo un acontecimiento para nuestra pequeña ciudad.

—Estaba pensando en Willie y Ellen —dijo él, y Liz se puso tensa— ¿Cómo encontraste a Ellen?

—¡Pensé que si yo había envejecido tanto, no es extraño que tú no estés nunca en casa!

—Está enferma, ¿no crees?

—Bueno, si lo está, Willie cuidará de ella —replicó Liz, cortante. No tenía la intención de pasar la noche hablando de Willie y Ellen—. Sinceramente, me preocupa más Edward.

—Se pondrá bien —dijo Greg—. Willie va a ocuparse de él.

—Lo sé, pero aun así... Ya lo sabes, siempre estoy preocupada por los niños, aunque no haya mucho de qué preocuparse.

El camarero acudió a tomar el pedido, y Greg ordenó una botella de Cheval Blanc para acompañar las langostas.

—Esta noche estás saltándote todas las señales —dijo Liz con una sonrisa—. ¿Te sientes culpable por algo?

—De hecho, sí —dijo Greg, mirándola directamente a los ojos—. Por lo de Douglas, y todo eso... Realmente no te ayudé mucho, y me siento mal por ello.

—Bueno, dado que todo parece haber terminado bien... —contestó Liz—. Al menos desde entonces se ha convertido en una persona con quien es posible convivir.

—Espero que dure —dijo Greg—. Es curioso lo diferentes que son nuestros hijos, ¿verdad?

Liz miró fijamente a Greg por un instante, confusa. ¿Realmente pensaba que todo había terminado, que los problemas de Douglas se habían extinguido sólo porque Grunwald había tratado de meterle el miedo en el cuerpo? Pero no quería tocar el tema en ese preciso momento, en cualquier caso; y afortunadamente llegaron las langostas.

Greg se alegró de que no llegaran los delantales de plástico típicos de Nueva Inglaterra. En lugar de eso, el camarero les ató unas servilletas enormes alrededor del cuello, murmurando en francés de Boston: Bon apetit, madame et monsieur!

—Lo que no entiendo, Greg —dijo Liz más tarde, mientras tomaban el café—, es cómo puedes ser una especie de héroe en el hospital con tus pacientes, y ser tan pusilánime en casa.

—¿Pusilánime? Eso suena duro. —Gruñó él—. No lo sé, supongo que estoy preparado para hacer frente a cierta clase de problemas. Nunca hice un curso sobre cómo afrontar problemas de droga en casa.

—Yo creo que sencillamente te desagradan las confrontaciones reales —dijo Liz gravemente—. Lo que ocurre es que no eres capaz de enfadarte de verdad con alguien durante más de dos minutos.

—Bueno, supongo que no habría tantas guerras si hubiese más gente como yo.

Greg sonrió, pero Liz sabía que se estaba aproximando a su punto sensible.

—Seguro, eso es cierto —siguió tanteándolo. Tenía que quitarse ese peso de encima—. Pero en nuestra sociedad actual, lo que ocurre es que la gente te pisotea. Alguien hace algo malo, como Douglas, y tú lo lamentas por ellos, buscas excusas y, detesto decir esto, pero puedes perder su respeto.

Greg miró alrededor buscando al camarero. Aquella situación empezaba a agobiarlo, y en realidad no era correcto por parte de Liz sacar a relucir esa clase de asuntos cuando deberían estar pasando un buen rato.

Camino de casa, Liz le cogió la mano, y escucharon un casete de Jacqueline du Pre interpretando Bach. Greg se lo había regalado por Navidad, y ella lo guardaba como un tesoro. Por primera vez en mucho tiempo se sintieron realmente relajados y cómodos el uno con el otro; Greg disfrutó de su proximidad, y cuando fueron a la cama e hicieron el amor, ella descubrió que no pensaba en Willie en absoluto.