Esta tarde ha caído la tormenta

rodando por las cuestas del cielo

como un pedrisco enorme…

Como alguien que desde una ventana alta

sacude un mantel

y las migajas, al caer todas juntas,

hacen ruido al caer,

la lluvia llovía del cielo

y ennegreció los caminos…

Cuando los relámpagos sacudían el aire

y abanicaban el espacio

como una gran cabeza que dice que no,

no sé por qué —yo no tenía miedo—

me puse a rezarle a Santa Bárbara

como si fuese yo la tía vieja de alguien…

¡Ah! es que rezándole a Santa Bárbara

me sentía aún más ingenuo

de lo que me creo que soy…

Me sentía familiar y casero

y habiendo pasado la vida

tranquilamente, como el muro del huerto;

teniendo ideas y sentimientos por tenerlos

como una flor tiene perfume y color…

Me sentía alguien que puede creer en Santa Bárbara…

¡Ah» poder creer en Santa Bárbara!

(Quien cree que existe Santa Bárbara,

¿pensará que es una persona y que se la ve,

o qué pensará de ella?)

(¡Qué artificio! ¿Qué saben

las flores, los árboles, los rebaños,

de Santa Bárbara?… Una rama de árbol,

si pensase, nunca podría

inventar santos ni ángeles…

Podría pensar que el sol

es Dios, y que la tormenta

es un montón de gente

encolerizada por cima de nosotros…

¡Ah, de qué modo los más sencillos de los hombres

están enfermos y confusos y embrutecidos

frente a la clara sencillez

y salud con que existen

los árboles y las plantas!)

Y yo, pensando en todo esto,

me sentí otra vez menos feliz…

Me puse sombrío y débil y soturno

como un día durante el que todo el día la tormenta amenaza

y ni siquiera llega de noche…