Buenos Aires, Argentina

3 de enero, 1843

78

El muchacho, nacido dieciséis años atrás con el nombre de Lorencito Carpio y a quien todos llamaban Magallanes por la manera en que lo nombraba su expatrón, despertó cuando un rayo de sol logró colarse a través de un agujero en el casco de la nave hasta la litera donde dormía. Era inusual que el primer oficial no lo hubiese despertado antes. Sus funciones a bordo del Eleonora Hawthorne eran básicamente las de asistir al capitán y acompañar a la dueña de la embarcación, esa mujer hermosa que solo en contadas ocasiones dejaba su refugio en la toldilla de popa. Ambas actividades solían partir muy temprano por la mañana. A veces también se encargaba de cocinar y sus habilidades con las ollas eran muy valoradas por la tripulación. El guiso con ubres de leona marina que preparó mientras navegaban por los canales del sur de Chile hacia aguas antárticas le valió sonoros aplausos y bendiciones. «Si tratas bien a tus compañeros, ellos te tratarán mejor», le dijo el capitán cuando doña Catalina lo presentó como el nuevo pasajero que iría con ellos a Valparaíso y luego, a través del cabo de Hornos, a Buenos Aires, para enseguida enfilar de regreso a New Bedford por la ruta del Atlántico.

Un par de marineros roncaba en otras literas, mientras un tercero se miraba los dientes en un pequeño espejo roto. Lo quedó mirando y lo saludó en inglés: «Good morning», la única frase en ese idioma que el mozo entendía y sabía repetir. Bostezó y antes de saltar del catre pensó en todo lo aprendido, conocido y vivido desde que había salido del puerto del Callao hacía ya mes y medio. Recordó a misiá Rosa, sus palabras duras, el último pago y esa casa llena de fantasmas que había abandonado. Recordó también la primera impresión que le había dado doña Catalina Hienam, cuando ignoraba incluso su nombre: distante y terrible en la primera conversación, una niña dulce a medida que pasaron los días. Fue ella la que le mostró Valparaíso, ella la que lo protegió ante el recelo inicial de quienes navegaban alrededor del mundo en el Eleonora Hawthorne, y ella, también, la que le enseñó las costas australes, llamadas como el Huacho lo había apodado. «Jamás vio con sus ojos estos parajes, como era su sueño. Decía que acá, en el fin del mundo estaba la patria de los verdaderos hombres. Por ese te llamó Magallanes, porque veía en ti a un verdadero hombre», le había dicho ella. Y aunque dudaba de la veracidad de la mujer, la historia era hermosa y lo hacía sentir bien. Lo suficiente como para ir minuto a minuto, hora a hora y día a día olvidando los olores, formas, amores y horrores de su Perú natal.

«Conocerás nuevos mundos y verás maravillas que solo imaginaste que existían en los libros», le había prometido su nueva ama. Era la primera vez que alguien que manejaba su destino había cumplido con lo tratado. Ni siquiera don Bernardo lo había hecho. Por supuesto, siempre veló porque se sintiera bien y no le faltara nada, y se preocupó personalmente de su educación, enseñándole de letras, números y bellas artes; pero ello no significó que, además, asumiera cada compromiso pactado.

Alrededor de isla Mocha, en la región del río Bío Bío, le hablaron de ballenas blancas sagradas y feroces que hundían barcos y conducían almas de guerreros al descanso eterno. En los canales australes escuchó de hombres focas y galeones encantados que secuestraban a hombres de mar para llevarlos a una ciudad de oro que existía en las profundidades de un volcán con dos cuernos alrededor del cráter, cumbre que podía verse al final de un estrecho canal donde una isla imposible aparecía en las noches de luna, con mujeres rubias vestidas de blanco que bailaban mirando al cielo siguiendo las órdenes de criaturas extrañas que bajaban de las estrellas. Vio también gigantescas ballenas azules, demasiado grandes y rápidas para los esfuerzos y arpones de los hombres que avanzaban a bordo del Eleonora Hawthorne. Escuchó de pueblos perdidos en bahías magallánicas que escribían lenguajes obscenos en las piedras y ofrecían a sus hijas mayores a las fauces de dioses antiguos dotados de tentáculos centenarios. Sobrevivió a una tormenta que parecía haber sido creada por el mismo dedo de Dios al dar la vuelta en Cabo de Hornos y se maravilló a medianoche cuando los mástiles resplandecieron bajo la luz de los fuegos de San Telmo. Y finalmente, solo dos días atrás, vio desde la cofa más alta del barco cómo la tripulación entera se había largado en los tres botes que colgaban de la borda en persecución de una manada de cetáceos en los cabos y bahías de Puerto Madryn, al sur de la Argentina. El amito de los arponeros le enseñó luego —cuando dos de los monstruos fueron colgados de los palos del buque para extraer el aceite y la carne necesaria— que las ballenas eran de las llamadas verdaderas o francas y que eran fáciles de cazar por ser lentas, gordas y tener la costumbre de nadar en la superficie «como vacas que pastan en la pradera». Supo además que las barbas del animal eran usadas para entallar los vestidos de las damas y le enseñaron a convertir las lonjas de grasa en el más fino de los aceites. Magallanes jamás imaginó que pudiera existir un olor más intenso y desagradable que el que emanó del buque cuando los enormes animales fueron descuartizados y, menos aun, que en cosa de horas esa fetidez se transformaría en el más delicioso de los perfumes.

Magallanes brincó del camarote, se calzó los zapatos y buscó la salida del castillo de proa donde estaban instalados los alojamientos para la tripulación. Al notar que el barco no se movía, le fue fácil deducir que finalmente habían alcanzado puerto. Trepó a cubierta y el sol brillante y caliente de las ocho de la mañana le pegó en los ojos hasta casi enceguecerlo. Lagrimeó un rato y luego miró dónde estaban. Muchos veleros, algunos mayores que el ballenero, se daban cita en los muelles más grandes y poblados que había visto en su vida, duplicando las instalaciones del Callao y Valparaíso.

La ciudad que se abría alrededor de la costa era también más grande, con construcciones señoriales y las iglesias con las torres más elevadas de las que había tenido noticia. Fue hasta la borda y vio a la gente que se apiñaba alrededor del Hawthorne y otras naves amarradas a los malecones del puerto.

—Bienvenido a Santa María de los Buenos Aires, joven Magallanes —le dijo doña Catalina, que apareció junto al capitán, debajo del palo mayor del ballenero—. En pocas ocasiones verás una ciudad más hermosa que esta.

—Es más grande que la Ciudad de los Reyes —respondió con humildad el mozo.

—Y tiene más historias que tu Lima y Santiago del Nuevo Extremo juntas —agregó la señora—. Ahora, ve con el capitán, él te pasará ropa nueva y te dará agua para lavar esa cara sucia que llevas. Ya tendremos tiempo de conocer Buenos Aires. Prometo mostrártela e invitarte a caminar por sus callejuelas, pero ahora hay alguien que deseo que conozcas. Cuando el capitán termine contigo, debes pasar por mi cabina.

—Lo que usted diga, mi señora.

—Así ha de ser. —Luego, la dama clavó sus hermosos ojos azules en el hombre que estaba al mando de su barco—. ¿Capitán?

—Señora. —El anciano, calvo y de baja estatura, miró a Magallanes y le habló en ese castellano neutro que había adquirido durante un viaje de servicio en un ballenero de bandera española. Muy útil, además, cuando se tiene una tripulación formada por muchos recogidos de los puertos sudamericanos del Pacífico—. Amito —le dijo—, agarra tu alma y sígueme.

Magallanes acompañó al capitán hasta la toldilla de popa. En la habitación le entregaron ropa nueva que, sin contar el largo de los pantalones, le quedó impecable.

—Dobla la parte baja de la pierna y átala con esto —le indicó el responsable del destino de los veintidós hombres y una mujer que daban la vuelta al mundo en el Eleonora Hawthorne, y a la par le pasaba una aguja enhebrada con un hilo grueso y áspero hecho de lana de oveja patagónica—. Ahora péinate esa cosa que llevas encima de la cabeza y rasura la poca barba que luces. ¿Sabes usar la navaja y el jabón?

—Sí, señor. En Lima era yo quien rasuraba a mi amo.

—Haberlo sabido antes. A partir de ahora tendrás otra tarea conmigo en nuestro viaje de regreso a New Bedford.

—Como usted mande, mi señor —respondió Magallanes mientras se quitaba el jabón de la cara y del torso con un paño estilando que remojaba en la palangana enlozada que el capitán había instalado sobre su mesa de noche. Poco rato después estaba listo para presentarse ante la patrona.

Salió del camarote del capitán y tras cruzar el estrecho pasillo llamó a la puerta de la cabina principal de la nave.

—Adelante, mi joven hermoso —le respondió misiá Catalina desde su interior.

La señorita Hienam no estaba sola. Sentada a su derecha, en la pequeña mesa redonda instalada al centro de la habitación, lo miraba una señora de avanzada edad y cabellos blancos, peinados en moño y divididos en dos sobre la frente, a la usanza de las monjas de las carmelitas que Magallanes conocía bien, pues solían visitar a misiá Rosa en Lima. Vestía enteramente de negro, con un velo trasparente sobre la cabeza, el cual le caía sobre los hombros. Un broche de plata con la imagen de un Cristo del Sagrado Corazón brillaba sobre el pecho, sujetando la capa que cubría sus hombros. Tenía la mirada cansada y triste, como si cada año que pasara se multiplicara por cien alrededor de su mirada y de las profundas arrugas que zurcaban su rostro y cuello. Había algo cadavérico en su expresión, los huesos delineados y los labios recogidos, imposibilitados para devolver una sonrisa amable. Aunque en los días siguientes averiguaría que la dama alcanzaba los sesenta y dos años, para Lorencito Carpio la edad de la anciana fácilmente superaba la centena. Era de esas personas, como decía su difunta abuela, que vivía siglos en vez de años, como esos personajes anteriores al diluvio que aparecían en las Sagradas Escrituras.

—Así que usted era el protegido del huacho Riquelme —dijo la vieja.

—No conozco a nadie de nombre Riquelme, mi señora —respondió con respeto el mozo acercándose a la mesa, pero negándose a sentarse frente a las mujeres. Al igual que la primera vez que estuvo con misiá Catalina, la mujer de edad que la acompañaba le produjo una incomodidad parecida al miedo que intentó espantar moviendo los dedos de sus pies.

—Por supuesto —respondió la mujer—, tú lo conociste por su falso nombre de O’Higgins.

—Don Bernardo —respondió él.

—Don Bernardo, el Huacho, su nombre poco importa ahora que está bien enterrado —suspiró la mujer—. Nos conocimos muy bien, ¿sabes? Siempre le gustó rodearse de niños vitales como tú. Porque has de ser muy vital, mi niño, ¿o me equivoco?

—Si usted lo dice, mi señora…

—Lo digo, digo eso y muchas otras cosas, ya me conocerás. Te decía que conocí a tu patrón. Fuimos enemigos por años hasta que el destino nos reconcilió. No diría que nos convertimos en amigos, pero sé que fui la persona en quien más confió hasta el día de su muerte. Te conozco como si nos hubiésemos relacionado desde siempre, Lorencito Carpio, o, si prefieres, Magallanes, y, por lo mismo, tenemos mucho de qué conversar y aprender el uno del otro.

—Lorenzo —interrumpió Catalina Hienam—, quiero presentarte a la persona más importante en mi vida, mi abuela Javiera.

Él la miró.

—Un gusto, misiá Javiera.

—Javiera Carrera… De la Carrera y Verdugo, para servirte, joven Magallanes —completó la anciana—. Ahora te regreso lo que nos entregaste en Lima, si quieres puedes tirarlo al mar.

La vieja puso sobre la mesa la bolsa de cuero con los ojos de Bernardo O’Higgins.

—¿Ya… —dudó Lorencito— los usaron?

—No —respondió doña Catalina—, no los íbamos a usar. ¿Para qué podríamos necesitar los ojos del Huacho?

—No, no… entiendo… —tartamudeó el muchacho.

—No hay nada que entender, mi niño —prosiguió doña Javiera Carrera—, era una prueba. Necesitábamos saber si estabas dispuesto a cumplir lo que te ordenáramos. Y pasaste, Magallanes. Ya estás listo para lo que viene.

—¿Y qué es lo que viene, mi señora?

—Venganza, Magallanes… Venganza.

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