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Me asomé al patio interno del templo de la Inmaculada Concepción de El Tigre y al pasar junto al corredor saludé a unas de las monjas del servicio con un ademán. Una de ellas me preguntó si iba a desayunar. Le contesté que no, que en pocos minutos salía de regreso a Buenos Aires; luego busqué un rincón apartado en el pequeño jardín y, tomando el móvil del padre Barón, marqué el número encriptado que por correo electrónico, también encriptado, me había enviado Frank Sánchez hacía pocos minutos, cuando lo contacté a través de una cuenta en Gmail que abrí rato antes usando la identidad falsa de Ingrid Sopena, una novia que tuve en mis tiempos de estudiante secundario en Santiago de Chile, hace demasiado tiempo y en un galaxia cada vez más lejana.
—¿Estás? —pregunté después de la cuarta señal de tono.
—Sí —respondió desde el hemisferio norte Frank Sánchez, mientras yo meditaba en aquello del tono y concluía acerca de lo extraño que era pensar en un concepto telefónico tan análogo en una época cada vez más digital—. Averigüé lo que me pediste —siguió—. Tenías razón al sospechar: Princess y Juliana estuvieron en Londres el fin de semana que mataron a Bane Barrow.
—Que Princess estuviera tiene sentido, pero Juliana… —dudé—: ¿Fue con Javier?
—No hay manera de saberlo, pero hay más. Le pedí a mi contacto que buscara las llamadas de telefonía móvil que se hicieron el día de la muerte de Bane, tanto en el lugar de la fiesta como en el pasillo del hotel Dorchester donde estaba su suite. Solo dos fantasmas residuales se repitieron en el lugar de los hechos: el de Olivia Van Derr Walls y el de Juliana de Pascuali… La viuda de Javier vio a Bane antes de su muerte.
—O lo asesinó.
—No sé. Y espera. Luis Pablo Bayó, el primo de Javier, el militar retirado de España…
—Sí, ¿qué pasa con él?
—Pasa que al parecer también voló con ustedes, escondido en el mismo vuelo. Ayer lo vieron en el aeropuerto de Asunción junto a un grupo de militares españoles.
—¿Está en Paraguay?
—Ya no, abordó un vuelo comercial a Chile.
—¿Solo?
—No, cuatro hombres viajaron con él.
—La puta que nos parió…
—¿Qué vas a hacer? —me preguntó.
—Ya lo estoy haciendo: hace veinte minutos le escribí a Princess indicándole donde me encuentro.
—¡Te van a encontrar!
—Es la idea, necesito que eso ocurra…
—¿De qué me perdí?
—Ahora no puedo contarte, pero necesito que me hagas otro favor.
—Para eso me pagas.
—Quiero saber cada movimiento de Juliana el día en que asesinaron a su esposo —tuve una repentina y momentánea pérdida de razón. Juliana, Bayó, Javier. ¿Alguien más aparte de la policía española había visto el cadáver de Salvo-Otazo? A estas alturas del juego ya poco me podría sorprender, incluso la resurrección de los muertos.