Santiago de Chile
56
Princess se quitó una de sus botas de taco alto y la dejó tirada en un rincón de la calle, luego cojeando se fue aproximando a la cripta, único lugar despejado de maquinarias y torres de construcción en la zona. Se quitó la chaqueta de cuero negro con tachas de plata y la dejó caer, luego con fuerza rasgó la camiseta con tirantes que llevaba puesta dejando uno de sus pechos medio descubierto. A cada paso ensayaba distintos modos de llorar. Comenzó a sollozar y a gritar y así, en medio de chillidos de auxilio repetidos en inglés, se dejó caer en la entrada de la cripta antes llamada Altar de la Patria, un panteón subterráneo ubicado frente al Palacio de la Moneda que guardaba los restos del libertador Bernardo O’Higgins. Dio un nuevo grito y luego se dejó resbalar por la explanada en forma de rampa que comunicaba al pequeño museo abierto en concreto y cubierto por placas que imitaban el mármol.
Uno de los guardias, perteneciente a la policía militar del Ejército de Chile, se percató de su presencia y corrió a verla.
—¿Qué sucede, señorita? —le preguntó, mientras la inglesa se aferraba de sus piernas y lloraba como si el mundo entero hubiese pasado encima suyo.
Palabras sueltas: hombres, borrachos, violación, dichas en inglés. El guardia no entendía nada y solo atinaba a contenerla, agachándose para abrazarla. Gritó el nombre de su compañero y le pidió que viniera y trajera el teléfono, que lo hiciera rápido, que era una emergencia.
—¿Qué pasa? —preguntó el otro uniformado sin entender demasiado.
—Está herida, es extranjera, habla en inglés —le indicó—. Parece que la asaltaron o la violaron…
El otro ni siquiera contestó, miró a la joven de cabello rojo y ropa desordenada y rota, y tomó su móvil para llamar a emergencias. No alcanzó a teclear la clave de desbloqueo del aparato cuando de la parte alta de la cripta cayeron dos sombras, más altas y robustas que los dos policías militares. Un golpe en la nuca y quien intentaba llamar por teléfono cayó sin conciencia sobre la rampa. El otro, el que cuidaba de Princess alcanzó a reaccionar, sacó su arma institucional y se apartó, apuntando a los mercenarios. No dijo nada, solo los miró nervioso. Era joven, su cuerpo temblaba entero, por primera vez le sucedía algo así. Siempre había pensado que cuidar de la cripta era un trámite aburrido, un lugar al que mandaban a los buenos para nada como él. Si alguien le hubiera dicho que un día los iban a asaltar no lo habría creído. Pero tenía un automática y eso le daba ventaja. Haciendo gestos rápidos les indicó a sus adversarios que se retiraran y arrojaran sus armas. Uno de los mercenarios lo hizo; el otro fue retrocediendo hacia donde Princess permanecía tirada y sollozando. Entonces ella, aprovechando la protección que le daba el matón de Bayó se levantó rápido, y sacando la pistola del cinturón del agente español apuntó al chileno, y antes de que él siquiera se percatara de la situación le metió tres tiros, dos en el pecho y uno en la frente. El silenciador evitó que todo el centro de la capital de Chile escuchara los disparos. Hecho, Princess caminó hasta el cuerpo inconsciente del otro policía militar y le disparó en la cabeza hasta reventarle la nuca. Luego le devolvió la pistola a su dueño.
—Llamen a su jefe —les ordenó— y que traiga mi chaqueta y la otra bota.
Luis Pablo Bayó, Juliana y Andrés Leguizamón no demoraron en llegar, vieron los dos cuerpos muertos y solo atinaron a respirar profundo. La viuda del escritor español traía la ropa de su compañera.
—¿No se supone que iba a ser sin muertos? —reclamó el argentino.
—Daños colaterales —contestó el excoronel del Ejército del Aire hispano, mientras se dirigía a la puerta de vidrio del panteón—. Tenemos quince minutos, después de eso va a llamar la atención que este par no responda y puede llegar la policía.
El español se arrodilló ante la cerradura y la examinó por arriba y abajo.
—¿Puede abrirse? —preguntó Juliana mientras le pasaba la bota y la chaqueta a Princess.
—Todo puede abrirse y esto es fácil, es una cerradura electrónica de caja fuerte convencional. Necesito una llave maestra y un destornillador —pidió.
Uno de los mercenarios se acercó con lo que Bayó requería y mientras Princess se arreglaba la ropa, el excoronel arrancó el panel de la cerradura, luego buscó el dial del aparato y por detrás insertó la llave maestra girándola en sentido de las agujas de reloj. Quitó la llave. Aguardó tres segundos, volvió a meterla y la movió en dirección contraria. Las teclas de la cerradura se movieron solas apuntando la clave de cuatro dígitos y la puerta se abrió.
—Juliana, ven con Leguizamón —luego se dirigió a sus soldados—. Ustedes dos, tomen los cuerpos de los chilenos y métanlos en la cripta, cuiden de no manchar todo con sangre.
Andrés Leguizamón se adelantó al grupo y caminó alrededor de la cripta que había dentro del mausoleo.
—El Altar de la Patria, antes se llamaba así. Ahora creo que carece de nombre propio —dijo—. Pinochet trasladó el cadáver de O’Higgins a este sitio el 11 de septiembre de 1975. Elías me contó la historia; fue su manera de legitimarse como gobernante, típico de dictadores tercermundistas. Instaló allá arriba —indicó— una antorcha a la que identificó como Llama de la Libertad. Cuando Chile recuperó la democracia en 1988 alguien no tardó en apagar esa tontería.
—Hablas más que Miele —dijo Princess.
—Soy obsesivo compulsivo con estos temas, además soy historiador y estudié abogacía, tengo mejor memoria que tu amigo.
—Así que aquí yace O’Higgins. —La inglesa se acercó a la cripta que ocupaba el centro de la cámara, levantada en mármol blanco y con tres esculturas victoriosas guardándola, dos figuras femeninas al costado y un escudo de armas en el nivel más elevado. Y agregó—: El tipo que inició todo esto —subrayó.
—Un mal militar que tuvo suerte —describió Andrés—. Se entiende que un hijo de puta como Pinochet se identificara con él. Trajeron el cuerpo desde Perú, veinte años después de su muerte. Estuvo en el Cementerio General de Santiago, luego en la Escuela Militar de Chile y finalmente fue trasladado a este lugar. Tiene sentido, guste o no. Este boludo, el Huacho, como lo llamaban, es el padre del Chile cívico, la puerta a la arquitectura totalitaria del barrio.
—Todo es muy interesante, pero tenemos pocos minutos y el tema ya no es escribir un libro —cortó Bayó mirando a su prima política—; la bandera está por allá.
Juliana, Princess y Andrés se acercaron a la vitrina de vidrio instalada en la pared opuesta a la tumba de O’Higgins, donde estaba estirada la primera bandera de la Patria Nueva chilena. Roja en el rectángulo inferior, blanca en el superior y un cuadrado azul al costado izquierdo, donde destacaba la estrella de cinco puntas, ubicada acá ligeramente inclinada hacia la posición del mástil, detalle que cambió a medida que el pabellón fue reproduciéndose. Al centro de la bandera y plasmado siguiendo el horizonte que separaba el blanco del negro, la reproducción del primer escudo de Chile, el también llamado «de la transición».
—Fue empleada por primera vez el 16 de julio de 1817 —leyó Princess en voz alta sobre la placa metálica puesta dentro de la vitrina, bajo el pabellón patrio.
—Para la fiesta de la Virgen del Carmen, tiene bastante sentido —completó Andrés—. Acá la llaman la bandera de la Patria Nueva, O’Higgins la nombró «la estrella solitaria», aunque en rigor la estrella no está sola.
Princess y Juliana se acercaron, el escritor argentino siguió describiéndola.
—Al interior de la estrella hay otra estrella, una de ocho puntas realizada en forma de cruz foliada; eso que parece un asterisco —mostró— es la estrella de Arauco, el Wunelfe, el lucero o Venus… Lucifer.
—¿Lo que estamos buscando? —Se acercó Bayó.
—Supongo… ustedes mismos escribieron la pista en la espalda de Javier, ¿no? —miró a Juliana.
—¿No debería ser un mapa? —Se acercó Princess.
—Es un mapa —confirmó Andrés—, la bandera entera está plagada de códigos de la logia, solo que aquí, con el poco tiempo que tenemos no puedo…
Antes de que el argentino terminara, tres disparos retumbaron huecos en la bóveda subterránea, a pesar de que los proyectiles cruzaron a través del caño de un silenciador. Las balas golpearon en tres puntos específicos de la vitrina de cristal y el vidrio estalló en un millar de hojas de cristal. Cinco segundos después la alarma del mausoleo comenzó a llorar encima y abajo del centro cívico de la ciudad de Santiago.
—¡Mierda, Bayó! —gritó Juliana, mientras veía al primo de su marido que aún mantenía en alto su arma, de cuyo extremo salía un serpenteante rastro de humo.
—Era eso o estábamos veinte minutos escuchándolo —respondió el militar retirado, indicando a Leguizamón.
—Me gusta como piensa. —Sonrió Princess, mientras Andrés permanecía en el suelo, arrodillado y con los brazos cruzados sobre la cabeza.
A lo lejos se escucharon sirenas de radiopatrullas.
—¡Por los clavos de Cristo, tomad esa bandera y seguidme! —gritó Bayó.
—¡La puta que te parió, acabás de reventar el Altar de la Patria chilena y ahora querés que robemos esta reliquia…! —aulló el escritor rioplatense.
—Usted va a hacer lo que le digamos, de partida obedecer mis órdenes y luego encontrar en esta jodida bandera alguna pista que nos lleve a la cerradura que va a abrir la llave que trae el Hermano Anciano.
—No conozco la llave, como quiere que…
—La llave no es su problema, señor Leguizamón. ¿Princess?
La exasistente de Dan Barrow quitó los restos de vidrio y sacó la bandera del atril, luego la enrolló sobre sus brazos y se la pasó al argentino.
—Estás a cargo —le dijo.
—Yo, yo, yo… —tartamudeó Leguizamón.
—Cállate y sigue a quien manda.
Bayó caminó de regreso hacia la puerta del mausoleo y comenzó a golpear las lozas de mármol, dando pequeños puñetazos en grupos de tres. Afuera, el sonido de las bocinas y sirenas se hacía cada vez más cercano, rebotando en las macizas estructuras de los edificios del centro de Santiago.
—Están muy cerca —Juliana estaba muy nerviosa.
—Tranquila. —El tono de Bayó era inusualmente calmo.
Idénticos «clics» de los seguros de las armas se escucharon venir de los dos soldados de Bayó que luego pasaron sus cargadores. El sudor de Leguizamón chorreaba por su frente y cuello y manchaba la camisa que llevaba puesta, extendiendo sendos lamparones húmedos sobre su estómago, los que se abrieron como manchas de tintas similares a las del test de Rorschach.
—Necesito una bayoneta —pidió el español. Uno de sus mercenarios se acercó y abriendo su mochila de trabajo le alcanzó un puñal grueso de unos cuarenta centímetros, cuya empuñadura estaba diseñada para ser conectada al caño de un arma larga para usarla de lanza en combates cuerpo a cuerpo.
El excoronel del Ejército del Aire español enterró la punta del puñal entre la junta de dos bloques de mármol y empujó fuerte. Crujiendo, la mitad de la pequeña pared que separaba la puerta de cristal del muro izquierdo de la cripta cedió y se abrió hacia atrás, como si fuera la puerta secreta a un pasadizo aún más secreto.
—A la baticueva —ironizó Princess.
—Rápido, cabrones —ordenó Bayó—, y traed los cuerpos, ya con lo de la bandera vamos a tener suficiente.
La primera en entrar fue Juliana, luego Andrés, Princess y los dos mercenarios llevando los cadáveres de los dos policías militares chilenos. Bayó espero unos segundos y luego ingresó al interior del túnel, cuidando de cerrar bien el pasadizo para dejar todo bien calzado y así demorar el que las autoridades locales reconocieran la puerta. Si estaba bien informado, muy poca gente conocía la existencia de ese túnel.
—Caminen —ordenó, mientras sacaba una linterna de su bolso y se ubicaba en la delantera de la fila.
El corredor era un pequeño túnel que se adentraba unos cincuenta metros bajo la superficie del Altar de la Patria hasta llegar a una escalera de hierro que conducía a un enorme bóveda subterránea que se perdía en ambas direcciones y cuyo suelo estaba conformado por dos vías gemelas de ferrocarril.
—Tengan cuidado al bajar —dijo el español—, estos fierros son viejos e imagino que ya casi nadie los usa.
—¿Dónde estamos? —preguntó Juliana.
—Bajo las líneas del Metro de Santiago —explicó Princess, mientras se adelantaba al resto para ser la primera en bajar al túnel de las vías. La escalerilla no era muy alta, a lo más cinco metros. Cuando la inglesa saltó sobre las líneas férreas, un grupo de ratas grandes y hediondas escaparon asustadas soltando chillidos agudos que rebotaron contra los muros que se abrían bajo el centro de la capital de Chile.
—Casi —explicó Bayó—, esta es una línea de ferrocarril metropolitano que fue iniciada pero jamás terminada, oficialmente, porque los planes de expansión del Metro cambiaron; la verdad es que en 1978 el gobierno de Pinochet decidió requisarlas para usarlas con otro propósito, razón por la cual reemplazaron las vías neumáticas por rieles convencionales de acero —enseñó con la linterna—. Va desde el Palacio de Gobierno, acá arriba, hasta una estación de trenes al norte del centro de la ciudad.
—La estación Mapocho —concluyó Leguizamón, mientras le arrojaba la bandera a Princess, que esperaba abajo con los brazos abiertos.
—Bien informado —comentó la muchacha londinense.
—También hago mis deberes —agregó el español—. Si venía a Santiago tenía que conocer todos sus secretos, sobre todo los militares. En mi caso, eso es fácil, se consigue con dos o tres telefonazos —marcó el punto seguido—. Continuemos, señores. El camino es largo, espero que no le tengan miedo a las ratas.
—Las odio —contestó Juliana.
Luis Pablo Bayó ordenó a sus subalternos dejar los cuerpos de los policías arrinconados contra una de las paredes del túnel y adelantarse a la fila, caminando con las armas preparadas por si sucedía algo inusual, lo que era bastante improbable.
—Los contados militares que saben de la existencia de este túnel o están muertos o no tienen la menor intención de colaborar con gobiernos que les han dado sistemáticamente la espalda, —justificó.
Tras una leve curva, el túnel giró hacia una recta en la que las vías del tren estaban ocupadas por un convoy de diez carros de ferrocarril muy viejos y oxidados. Todos los vagones, excepto los tres del extremo final, eran del tipo tanque, destinados a transportar combustible o aceite; el resto eran cajones de carga convencional. Una pequeña locomotora diésel eléctrica estaba estacionada pocos metros adelante del convoy, los fierros podridos y humedecidos expelían un olor repugnante proveniente de los metales.
—En 1978 —fue relatando Bayó—, el gobierno de Pinochet no solo tenía problemas internos, por fuera estaba acosado por serios problemas limítrofes. Perú y Bolivia por el norte y Argentina por el sur.
—El Beagle, lo recuerdo —interrumpió Leguizamón—; las Malvinas evitaron que nos fuéramos a guerra con Chile. La gente de Pinochet hablaba de la hipótesis del triple ataque consecutivo. Por el norte Perú y sus aliados, y por el sur Argentina.
—Tal cual el señor Leguizamón explica —Bayó fue flemático—, había certeza en el gobierno militar de que Santiago iba a ser atacado de manera sorpresiva, así que se instalaron faros en las azoteas de los edificios más altos y se pintaron cruces rojas en los techos de hospitales y escuelas, además de usar subterráneos para guardar pertrechos de guerra. Este es solo uno de los convoyes que nos vamos a encontrar en el camino. Al requisar este túnel al Metro, el ejército lo destinó para guardar reservas de combustible y armas; estos carros todavía están llenos de petróleo y gasolina —terminó Bayó, mientras les indicaba apresurarse. —Dos trenes exactamente iguales y tan abandonados y oxidados como el primero, aparecieron a lo largo de la ruta que se alargaba dos kilómetros hacia el sur de la ciudad.
Poco antes de alcanzar la salida, el eco del timbre de un teléfono retumbó a lo largo de la bóveda del túnel abandonado. Todas las miradas se clavaron en Bayó, mientras el excoronel levantaba la mano para que estuvieran tranquilos.
—¿Tenés señal acá abajo? —preguntó Juliana.
—Lo de la señal es lo de menos —respondió Bayó, mientras leía el mensaje que acababa de llegarle—. Señor Leguizamón —dijo mientras volteaba hacia el escritor—, supongo que tendrá una buena explicación para lo que acaba de ocurrir en Mendoza.