Madrid, España
30
El aeropuerto internacional de Madrid-Barajas se emplaza al noreste del centro de la ciudad, en el distrito del mismo nombre. Se abrió al tráfico aéreo el 23 de abril de 1931 y a la fecha es la cuarta terminal con más movimiento en Europa y la número once del mundo. A pesar de sus modernas instalaciones, el emplazamiento geográfico del aeropuerto, sumado a la contaminación lumínica del cercano metroplex de rascacielos en el norte madrileño, eran causantes de una estricta norma respecto de las operaciones nocturnas en Barajas. Era pública la lista de aeronaves con restricciones para operar después de medianoche. Por supuesto ese no era nuestro caso.
—¿Pues dónde debo dejaros? —preguntó Caeti, mientras aceleraba su Volkswagen Passat por la autopista M40 y delante comenzaban a divisarse las luces de uno de los dos edificios principales del aeropuerto.
Princess buscó su libreta, hojeó rápido y luego leyó:
—En los hangares del área industrial de la Muñoza.
—¡Cristo! I això on és?
—De acuerdo a las indicaciones del primo de Salvo-Otazo se encuentra al otro extremo de las pistas, al lado contrario de las terminales de vuelos comerciales —afirmó ella.
—Coño, entonces vamos per la direcció equivocada.
—Tranquilo Caeti, tiempo nos sobra, son recién las diez y media y se supone despegamos a medianoche —intenté calmarlo.
—Me cago en los clavos de Cristo, si estoy inquieto no es porque me sobre o me falte el tiempo. Joder, tío, tengo una mala espina respecto de todo esto y la virgen madre de mis pecados sabe cómo me funcionan estas malas espinas.
—No nos va a pasar nada.
—Parlo per mi, coño. Tú, es decir ustedes dos, me dan exactamente lo mismo —subrayó.
—Cuando recibas tus regalías te olvidarás de todo.
—Si es que hay regalías en lugar de un cajón contigo dentro.
—Hace un día estabas más optimista.
—Hace un día le veía algo de sentido a este cuento, ahora solo un gran lío y ninguna historia que contar. Además, no entiendo la insistencia de Juliana por participar.
—Yo tampoco —deslizó Princess.
—Tu amiga me parece cada vez más cuerda —respondió Caeti.
—En verdad estoy loca —retrucó ella.
Mi agente y amigo acercó el sedán hasta una de las garitas de seguridad del aeropuerto y se detuvo junto a un guardia a quien le preguntó por los hangares de la Muñoza. El hombre lo hizo esperar un rato, luego regresó con un plano desplegable y le dio las indicaciones. Imagino que por la cara de no comprender nada de Caeti, acabó regalándole el mapa.
—Estamos aquí. —Me mostró luego en el plano—. Ese es el norte, hacia allá está el este y debemos de llegar aquí —apuntó—, así que espero seas un buen navegante. Digues-me on —preguntó mi agente en su lengua.
Revisé las indicaciones, miré rápido por aquí y por allá y le señalé que siguiera derecho medio kilómetro. Luego íbamos a encontrarnos con una bifurcación en la que debíamos tomar la vía izquierda.
Sobre las luces de Barajas se acercaban los focos frontales de un bimotor grande de pasajeros, quizás un 777 o un Airbus A-350.
Recapitulando, regresamos a Madrid a eso de las once de la mañana. Bayó nos indicó que lo mejor era separarnos, que él iba con Juliana al departamento de sus padres a hacer hora y que nosotros buscáramos algún hostal u hotel donde descansar, que a medianoche nos juntáramos en los hangares del barrio industrial de la Muñoza en Barajas. Según él era fácil llegar y si enseñábamos su tarjeta de presentación no íbamos a tener problemas. Nos dio a Princess y a mí una de estas, llevaban su nombre completo: Luis Pablo Bayó Salvo-Otazo, acompañado del grado de coronel retirado, todo bajo el escudo de armas del Ejército del Aire de España. Nos separamos en la Puerta del Sol y apenas encontré un teléfono público, ya que evité usar el móvil, llamé a Caeti.
—Ni sueñes que voy a levantarme para ir por ti, toma un taxi y vente a lo mío, ya sabes dónde queda.
Princess se sentía decaída, así que estuvo toda la tarde durmiendo.
—¿Te pasa algo?
—Algo como que una vez al mes me desangro.
En el entreacto me dediqué a poner al día a mi agente con lo ocurrido la tarde anterior en Toledo. Aquello del posible asesinato de Javier le contrarió bastante, lo sentí en su mirada y en el cambio de voz. De hecho fue lo que levantó más reticencias respecto de nuestra decisión de viajar a Argentina siguiendo una pista de la cual no teníamos más que una frase descubierta en un código césar grabado en el cuerpo de un escritor muerto.
—Planeo contactar a Andrés Leguizamón.
—Y meter a otro más en el cuento.
—Escribió e investigó lo de las manos de Perón, es quien más puede ayudarme. Además quiero saber si él también está escribiendo La cuarta carabela.
—I si estau escrivint-lo?
—Ya veremos qué hago.
—O lo convences de dejar de escribir para salvar su vida.
Levanté los hombros.
—Joder, Elías, eres escritor no personaje de tus escritos. Hace más de un mes que no redactas nada, deberías dejar esto, olvidarte de Buenos Aires y encerrarte a terminar la novela.
—Una novela que ha matado a todos quienes se han metido a trabajar en ella, el peligro es el mismo.
—Si quieres puedes esconderte acá, tengo habitaciones de sobra. —Era verdad, el piso de Caeti en Madrid era un enorme departamento de cuatro habitaciones que daba al parque del Retiro—. Puedes quedarte con tu amiga hasta que se aburra de ti, porque de seguro se aburre.
No respondí.
—Es verdad —insistió—, ella és boja.
—Es distinta, especial —justifiqué.
—Está loca, pero se viste bien.
Varias horas y una siesta más tarde estábamos arriba de su turismo de cuatro puertas y fabricación alemana camino al aeropuerto de Barajas, escuchando durante todo el trayecto que le parecía una muy mala idea la opción de viajar a Buenos Aires.
El área industrial de la Muñoza en Barajas aparecía custodiada por la policía militar y alrededor de las iluminadas bodegas, que se apreciaban al fondo de la loza, era fácil distinguir las formas de helicópteros militares, vehículos con tracción en las cuatro ruedas y tropas que avanzaban a trote marcial hacia el más grande de los hangares.
—Y los hechos me demuestran que estoy en lo correcto —comentó Caeti—. ¿Tornem?
—Continúa —le indiqué.
No avanzamos mucho. Pocos metros delante, un par de uniformados nos obligaron a detener el motor del Volkswagen apuntándonos con sendas armas de asalto automáticas, que reconocí del tipo Hecker & Kosh G36E.
—¿Y ahora qué? —preguntó nuestro anfitrión madrileño.
—Déjame a mí —le respondí, mientras quitaba el seguro de la puerta de acompañante y bajaba del vehículo.
Con los brazos en alto, tal como había visto en las películas, caminé hacia los infantes. Uno de ellos bajó su rifle y se acercó hasta donde yo me encontraba; todo mientras la mirilla infrarroja de su compañero seguía clavada entre mis ojos.
—Buenas noches. —Saludé a la par que sacaba del bolsillo de mi camisa la tarjeta de identificación de Bayó y se la enseñaba—. Mi amigo, el…
No me dejó terminar.
—Baja el arma, es la gente del coronel Bayó —le indicó a su compañero—. Los están esperando —me dijo luego—; apenas abra la barrera, diríjase al edificio aquel, el de las ventanas grandes y dos niveles junto al hangar, ahí lo recibirán.
Regresé al sedán de mi amigo y le apunté la ruta a seguir.
—Y supongo que esta de acá atrás es tu chica Bond —comentó Caeti mientras nos acercábamos a las instalaciones tomadas por el Ejército del Aire Español—; hasta nombre de Ian Fleming tiene.
—Chúpate un huevo —le respondió Princess.
—Jo t’estimo, nina.
—Y tú me caes muy bien —contestó ella.
Apenas estacionamos el Volkswagen, Bayó y Juliana vinieron a recibirnos. La viuda del autor de Los reyes satánicos y El código Salomón saltó sobre Caeti y lo abrazó como si el mundo se fuera acabar al día siguiente. Le dio mil gracias por haber ido y por nunca dejarla sola. Argumentó en frases cortas y muy bien armadas que todo lo estábamos haciendo por aclarar lo que le había ocurrido a Javier. Castex solo sonrió y devolvió más campos comunes, sabiendo bien que su interés (porque aún lo había, a pesar de sus resquemores) en los eventos presentes solo tenía que ver con las páginas a imprimirse en un futuro cercano.
Saqué de la cajuela del Passat mi bolso y la mochila de Princess.
—¿Solo eso? —nos preguntó Bayó.
—Viajamos liviano, mi coronel —le contesté.
—Ex coronel —subrayó él, y luego nos pidió que lo siguiéramos hasta el hangar principal. Le pidió a Juliana que también trajera sus cosas. Caeti se ofreció a ayudarla.
—¿Y mi arma? —me preguntó Princess al oído.
—Ya veremos.
—Ya veremos, ¿no puedes darme un sí o un no?, tan promedio que eres… —Exclamó de pronto—: ¡Mierda!
—¿Qué pasa?
—En la tarde te lo dije, estoy desangrándome, no es agradable tener que repetirlo.
Caminamos los treinta metros que separaban el edificio administrativo del área de carga del hangar más grande de la Muñoza, donde una fila de vehículos militares avanzaba despacio hacia los potentes focos que iluminaban las instalaciones desde el interior. Bayó se adelantó unos pasos y luego supo quitarnos las palabras de la boca.
—Les dije que tenía un avión grande.
Llenando prácticamente la totalidad del vasto hangar surgió una máquina descomunal, blanca y con la forma de una desproporcionada ballena que con sus quijadas abiertas tragaba filas de todoterrenos militares y un par de helicópteros que eran levantados desarmados desde la parte superior de sus costillas de metal. Cuatro motores colgaban de las alas que se abrían por más de setenta metros de envergadura, misma distancia que separaba la proa de la punta de la cola, donde un timón pintado de azul claro se alzaba a una altura similar a la de un edificio de cuatro pisos. El peso entero de la máquina se sostenía sobre un tren de aterrizaje, compuesto de veinticuatro ruedas ordenadas en doble formación de oruga a ambos lados del fuselaje, bajo el punto de unión de las alas, mientras cuatro ruedas delanteras inclinaban la proa de la aeronave facilitando la carta por el portalón frontal.
—¿Qué clase de avión es este? —preguntó Juliana.
—Uno que dobla en tamaño al instituto donde cursé bachillerato y donde ni muerto me treparía —comentó Caeti.
—Ruso, de carga, el segundo más grande del mundo —enumeró Princess y luego yo expliqué:
—Antonov An-124, Cóndor en el código de la OTAN. Después del también ruso An-225, el avión de transporte más pesado del planeta. Fueron ordenados por la Fuerza Aérea Soviética en 1982 para hacerse cargo de llevar material militar pesado de un lado del mundo al otro, volando sin escalas y resistiendo toda clase de condiciones atmosféricas. Con la caída de la Unión Soviética, la compañía que los diseña y fabrica pasó a ser una empresa privada que arrienda el servicio de estos cargueros al mejor postor. Llevan material de construcción, piezas aeroespaciales y escenarios para giras de conciertos donde uno lo requiera. También transportan ejércitos mercenarios desde Europa hasta a Latinoamérica —miré a nuestro anfitrión.
—A Paraguay —Bayó sonrió—, y yo no usaría la palabra mercenario, es más bien una empresa particular diseñada para financiar las fuerzas armadas españolas tras la crisis. Es eso o se acaba el ejército, ley del mejor postor y beneficios del libre mercado, por Cristo. La operación matemática más sencilla de todas.
Tenía razón. Con la caída de las bolsas que casi hundieron a España bajo el Mediterráneo hace tres años, una de las áreas más afectadas fue la de defensa. Los recortes militares resultaron tan grandes que barcos de guerra, como el portaaviones Príncipe de Asturias, debieron ser abandonados y vendidos como chatarra. Hubo despido de uniformados y se suspendieron inversiones millonarias como todo lo referido al cazabombardero de quinta generación Eurofighter Typhoon. Frente a tal panorama había que buscar salidas y una de ellas fue la que tomó el Ejército del Aire al privatizar todo lo referente a servicios de colaboración con el exterior. Funcionarios en retiro, como el primo del autor de Javier Salvo-Otazo, pasaron a ser corredores de paquetes de asesoría y prestaciones militares a países del Tercer Mundo que carecen de fuerzas especiales para periodos de crisis, que es lo que en estos días sucede en la frontera de Paraguay con Bolivia, lo que la prensa ha llamado «segunda guerra del Chaco» a pesar de que aún no se ha disparado una bala. Desde hace ya varios meses que la nación andina viene exigiendo derechos territoriales y soberanos sobre la Provincia de Artigas e incluso movilizó sus tropas a modo de advertencia. Y el gobierno de Asunción, al verse sin un buen destacamento armamentístico, optó por arrendarlo a la madre patria. Dos pelotones de infantes, diez carros de combate liviano, una docena de camiones con tracción en las cuatro ruedas y tres helicópteros artillados tipo Tiger eran parte de los primeros envíos, uno de los cuales cruzaría esta noche el Atlántico a bordo de un carguero de fabricación rusa capaz de volar sin necesidad de repostar en vuelo o llamar demasiado la atención. Al carecer de insignias militares, el An-124 pasaba perfecto como un vuelo de carga con materiales de construcción, tal como indicaba la bitácora que llevaba el capitán de la nave, un ucraniano de apellido Sherkovic.
—El avión bajará en Montevideo a recoger personal, es la oportunidad que aprovecharán ustedes. Viajarán en la cubierta para pasajeros, en la parte alta, junto al cockpit de los pilotos; es bastante más cómodo que ir con el resto de los soldados. No es un Jumbo pero está bien. La teniente Marta Iglesias está al mando de esta misión y velará por su seguridad y la entrada a Uruguay sin que nadie haga muchas preguntas. También verá la manera de ingresarlos a Argentina. ¡¿Marta por favor?! —convocó Bayó a una mujer alta y delgada, de cabello rubio amarrado en moño tipo tomate y mirada fija, a pesar de lo bizco de su ojo derecho. Tenía una lunar grande en el cuello en forma de cruz y los brazos muy tonificados, con músculos marcados, casi masculinos. De no ser por los rasgos delicados de su rostro, habría pasado por otro soldado más. Se acercó a nosotros y saludó.
—Teniente, ella es la prima política de la que le hablé, y sus amigos, el resto de la historia usted ya la conoce.
—A su servicio —nos dijo.
Princess se adelantó.
—Y en lo personal le agradezco mucho que esté a nuestro servicio, señora, porque en este preciso momento necesito de manera urgente un baño. ¿Hay algo parecido a eso en el avión?
—Venga conmigo. —Encaminó a mi compañera a bordo de la nave, guiándola luego hacia el fondo del fuselaje.
—Insisto, especial tu amiga —comentó Juliana—, no me cae bien.
—Es mutuo.
—Me di cuenta.
—Entonces —nos interrumpió Bayó—, imagino que ya está todo bien para lo del viaje.
—Sí, gracias —respondió su prima política.
—Lo hago por Javier. Ahora es mejor que suban al carguero, sus lugares ya están preparados. Apenas terminen de cargar van a despegar. Yo aquí me despido, Juliana. —Ella lo abrazó—. Elías, ha sido un gusto —le di un apretón de manos—, por favor dale mis saludos a Princess.
—En tu nombre.
—Yo también regreso a casa, esto de ser parte de un thriller no es lo mío —exageró Caeti, luego fue donde Juliana y le dio un efusivo y sobreactuado beso de despedida en la mejilla que ella respondió con otro en la frente. En seguida vino mi turno—: Cristo, tenir un bon viatge, y llama. Dale mis cariños también a tu princesa extraña —agregó guiñándome un ojo. Nos dimos un abrazo y mutuos deseos de suerte.
Apenas Bayó y Caeti abandonaron el hangar, le hice un gesto a Juliana y le señalé la escalera que ascendía hacia la joroba del segundo piso del Antonov.
—Tal vez debiéramos aguardar a que Princess vuelva del baño —dije.
—No es una piba, sabe cuidarse sola. —Me clavó la más ácida de sus miradas—. Eres tan predecible, Elías, cada vez que te gusta una mujer te convertís en un boludo, por algo escogí a Javier y no a ti. A él jamás se le notó que moría por mí. En todo caso, como te tengo cariño, permíteme un consejo: aléjate de esa loca. Conozco a las de su especie, lo que tocan lo destruyen. Además en la cama ha de ser la persona más egoísta del planeta, ¿no me equivoco verdad?
No le respondí.
—Claro que no me equivoco, te quedaste callado, como lo haces cada vez que enfrentas a una mujer con carácter que te planta una verdad.
Y se apresuró en dirección a la cubierta elevada de la nave.
—Cuidado… —me indicó un militar que conducía un todoterreno y que buscaba un espacio para acomodarlo dentro de la barriga de carga del avión— mejor salga de aquí, está estorbando.