Shanghái, China
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—¿Entonces insiste en la tesis de que el general Augusto Pinochet aceptó liderar el golpe de Estado de 1973 por orden de una sociedad secreta?
—Insisto —contesté en automático.
—¿La Logia Lautarina?
—Los procesos políticos más importantes en la historia de Hispanoamérica han sido guiados por los hilos de este grupo. Partiendo por la independencia de nuestros países y el sueño bolivariano. No me extrañaría que su mano se hubiese extendido hasta nuestros días a través de sectas al interior de la propia masonería o las fuerzas armadas. Si uno profundiza en la organización, no es difícil inferir sus manipulaciones en los golpes de Estado del siglo pasado, la Revolución Cubana, la Unidad Popular de Allende e incluso la seguidilla de pronunciamientos militares de derecha e izquierda en la Venezuela neobolivariana; el «Chernobyl» brasileño, los choques fronterizos y la posible segunda guerra del Chaco entre Paraguay y Bolivia, además del alzamiento de las minorías indígenas de Chile y Argentina. Todo obedece a un plan cuidadosamente orquestado por un grupo enigmático del cual yo no he inventado nada, salvo investigar sus acciones.
—Algunos autores sostienen que esta logia no fue más que un instrumento usado por el gobierno británico para que España perdiera su dominio en América…
—Y quedarse con el monopolio del comercio —completé—. En efecto, esa es una de las teorías más populares. Se cimenta, en una primera lectura, en la oferta concreta —subrayé la palabra— que acerca del tema del comercio hizo Francisco de Miranda a la corona inglesa. Y, en una segunda, en el dato que el plan estratégico para liberar Argentina, Chile y Perú fue ideado por un general escocés: Thomas Maitland. Lo anterior, sin embargo, no se contradice con el hecho de que este grupo existió y cumplió una misión determinada en la historia de Hispanoamérica, y que es probable que aún lo siga haciendo.
—¿Y cuál habría sido la gran finalidad de esta organización?
—Existen muchas —fui evasivo, luego me expliqué—, pero si me apuras, yo adhiero a la idea de concretar el sueño de Bolívar y de Miranda: convertir Sudamérica en un gran Estado conjunto, un país continente confederado.
—Como espejo de los Estados Unidos.
—Francisco de Miranda solía hablar de los Estados Unidos de Sudamérica y Colombo. Algo de esa idea fue concretada en la gestación de la Gran Colombia en 1821, que podría haberse extendido al resto del Cono Sur de no ser por las rencillas de Bolívar con otros caudillos de la emancipación latina como San Martín, O’Higgins o Sucre, miembros todos de la logia; y la intervención de los intereses económicos y expansionistas de Inglaterra y Estados Unidos que promovieron la secesión hacia 1831.
El joven reportero me quedó mirando y agregó:
—Además del hecho de que Ecuador y Venezuela querían mayor autonomía, y que Perú, Chile y Argentina jamás se sintieron parte de la unión al no ser países liberados por Bolívar.
—Hiciste tu tarea —le respondí.
Sonrió. Supongo que habíamos llegado a la complicidad de entrevistador-entrevistado que buscaba desde que apareció en la pantalla de mi celular llamando con insistencia desde Santiago de Chile. Le habían encargado una exclusiva acerca de mi anunciada próxima novela y averiguar cómo me estaba yendo en Shanghái, en el rodaje de la miniserie que TNT producía de La catedral antártica, el libro que me hizo muy famoso y muy rico.
Lo último era lo más importante.
Es el precio de haberme convertido en el escritor latinoamericano más exitoso de la década; millonario a punta de inventar historias tan fáciles de leer como comer una hamburguesa, y en persona no grata para buena parte de la intelectualidad chilena, empezando por mi familia. Perdón, mi exfamilia. Lo sé, sueno pedante, pero no porque quiera serlo (de hecho soy una excelente persona), sino porque así lo planeó el delicado manual de instrucciones redactado por Caeti Castex, mi agente en español (un catalán gay de origen francés anclado en una oficina decorada con demasiados afiches de viejas películas de Audrey Hepburn en el quinto piso de un desmesurado edificio en Barcelona, la más exagerada de las ciudades del planeta), y confirmado por mis editores en Nueva York y Madrid.
Desde que mi libro se convirtió en éxito internacional y decidieron adaptarlo a la televisión con el nombre de Steven Spielberg liderando a los productores, soy más noticioso que mis propias obras.
—Señor Miele —continuó el periodista chileno, sin mirarme a los ojos.
—Elías —lo corregí, acercándome a propósito a la cámara instalada tras la superficie trasparente del móvil—, llámame Elías, somos compatriotas, algo de cercanía tenemos.
—Aunque hace casi diez años que no vive en Chile…
—El origen no se pierde.
—Ni haya vuelto a pisar suelo chileno.
—Eso no depende de mí.
—Fue usted quien no se presentó al juzgado.
—Todos tenemos que pagar una cuenta…
—¿Por el éxito?
—Por lo que sea.
Se quedó callado. Por la ventana del programa de mensajería lo percibí incómodo, como buscando entre sus notas la pregunta justa para continuar.
—Si prefieres tutéame —le propuse.
—Me acomoda el usted, mantiene distancia con el entrevistado.
Quise preguntarle si esta conversación era su primer trabajo, pero no lo hice.
—Hace poco, en una declaración suya a un diario de Miami, dijo que se sentía un exiliado —prosiguió.
—Lo soy, en cierto modo.
—Esas palabras no cayeron muy bien por acá.
—¿En serio? Nunca lo hubiese imaginado —hice un gesto de sorpresa como sacado de un mal guion—, pero es verdad, no solo existen los exiliados políticos…
Un mensaje pendiente apareció en la bandeja de entrada. El remitente era la oficina de Caeti y el asunto, una respuesta al correo que le había enviado hace dos días: «Primer capítulo». Lo abrí y mientras respondía como muerto en vida las siguientes preguntas del colega chileno, seguí las escuetas líneas del catalán que administraba y le daba valor a mi nombre y apellido. «Deberías dejar de hablar de un libro del que no tienes ni cincuenta páginas escritas, y del cual, yo, como tu agente, aún tengo dudas. Revisé lo que me mandaste. ¿Perú? ¿Por qué coño ha de comenzar en Perú? A nadie le interesa Perú, ni a los peruanos, hasta Vargas Llosa dejó de escribir sobre Perú hace como un milenio» y luego en mayúsculas: «ACERCA DEL TÍTULO, TENEMOS UN TEMA CON LO DE LA CUARTA CARABELA. Besos».
¿Un tema? ¿Qué clase de tema? Creo que jamás en mi carrera se me había ocurrido un mejor título que La cuarta carabela.
—¿Conoció a Bane Barrow? —continuó el muchacho, y aunque Caeti me había dejado flotando entre las lunas de Júpiter con lo de «ACERCA DEL TÍTULO», bajé rápido para contestarle.
—Estuvimos juntos un par de veces en Los Ángeles, compartíamos el mismo agente de derechos cinematográficos —escupí en automático.
—A usted lo llaman el Bane Barrow chileno.
—Latinoamericano —corregí—, pero, en fin, Javier Salvo-Otazo es el Bane Barrow español, también hay uno en Francia y como dos en Alemania. El mundo está lleno de Bane Barrows…
—¿No eran amigos?
—No, pero la relación era buena. Era un sujeto agradable, además le gustó mucho La catedral antártica. De hecho, fue él quien impulsó a que el libro fuera comprado por Dreamworks para Turner-TNT cuando escribió en Entertainment Weekly que era la novela más entretenida del año.
¿Qué mierda pasa con La cuarta carabela? Es un título estupendo.
—Entonces es cierta esa historia.
—Nunca he dicho que no lo fuera. Tengo claro que en gran medida gracias a la generosidad de Bane Barrow —y a su frase en la contraportada, cosa que no dije— mi novela se convirtió en éxito de ventas. Se lo agradecí en esa oportunidad y se lo sigo agradeciendo, siempre lo voy a hacer.
—¿Lamentó su muerte?
—Mucho, es una gran pérdida para sus lectores y para la industria editorial.
—¿Y qué cree, suicidio o asesinato?
—¿Por qué alguien querría matarlo?
—Abundan las teorías, examantes despechados… hay muchos rumores en torno a su persona, es bastante público el escándalo con su primer editor…
—Puede ser, pero yo en realidad no he pensado mucho en los motivos de su muerte. Prefiero lamentarlo, como la tremenda pérdida que fue.
—Sin embargo, usted declaró en una reciente entrevista que le parecía extraño que un hombre con un ego tan grande optara por suicidarse.
—Y me lo parece. Eso, sin embargo, no quiere decir que crea que lo asesinaron.
—¿Entonces?
—Y yo que sé —levanté los hombros—, la vida y la muerte tienen más vueltas que una oreja. —Me detuve—. Disculpa, ¿en qué entrevista dije lo del ego de Barrow?
—Al Miami Herald, lo contactaron al día siguiente de la muerte de Bane…
Era cierto.
La cuarta carabela, la cuarta carabela, la cuarta carabela… Hijo de puta Caeti, sabes que no soporto que me hagas esto.
—Recién hablábamos de lo de TNT. Muchos lectores chilenos se preguntan por qué rodar en Shanghái, incluso hay debates en internet al respecto. La catedral antártica transcurre en Sudamérica y en la Antártica, ¿tiene la miniserie alguna variación respecto de la trama original?
—Cambios menores, los guionistas fueron bastante respetuosos con mi material, incluso me permitieron corregir la versión final.
—¿Por qué Shanghái?
—Shanghái no aparecerá en la película, ni siquiera China, los lectores pueden estar tranquilos.
—¿Entonces?
—Logística. Dreamworks tiene estudios acá, la mano de obra es más barata y además los chinos no ponen problemas cuando tienes dinero y necesitas arrendar un submarino nuclear de fabricación rusa.
—¿El barco de Omen?
—El barco de Omen —repetí, subrayando el nombre del villano de mi historia.
¿La cuarta carabela, la cuarta carabela, la cuarta carabela?
—¿Y Chile?
—El sur de nuestro país y la Antártica serán recreados en Terranova y mediante posproducción digital. Hay que entender —continué— que la serie es producida por norteamericanos. Es de ellos, no mía.
—Volvamos a su nuevo libro. ¿Repetirá Colin Campbell como héroe?
—Me cae bien y tiene éxito con las mujeres.
¿La cuarta carabela, la cuarta carabela, la cuarta carabela?
—Usted ha declarado que más que una obra de ficción, la novela será un trabajo documental disfrazado de ficción.
—¿Dónde declaré eso? —pregunté solo para incomodarlo, dado que mi cabeza estaba cada vez más lejos.
—En la red, lo encontré por ahí —me contestó nervioso.
—No me acuerdo, pero puede ser.
—Entonces es cierto.
—¿Qué es cierto? —pregunté en modo zombie mientras volvía a leer el mensaje de Caeti: «ACERCA DEL TÍTULO, TENEMOS UN TEMA CON LO DE LA CUARTA CARABELA…».
—Que se trata de un trabajo de no ficción presentado bajo la armadura de una novela —respondió el periodista. Me gustó eso de armadura.
—Es la línea que me interesa, la novela documental, basada en hechos desconocidos pero comprobables, que el lector descubra detalles que ignora de su historia presente y pasada. Es lo que he trabajado a lo largo de mi carrera.
—La catedral antártica es ficción.
—¿Seguro que solo ficción?
—¿Una réplica de la Catedral de Chartres en el Polo Sur? —me devolvió.
—Conocemos tan poco del continente antártico que es probable que no solo encontremos catedrales bajo los hielos, sino también templos mesopotámicos, zigurats, pirámides, obeliscos y torres de Babel.
—Suena bonito, pero en el mundo práctico, donde estamos parados, necesitamos pruebas.
—Soy escritor, mis lectores y yo no habitamos en un mundo práctico.
No me contestó, no supo qué más decir, tampoco había mucho más tema; además desde hacía trece minutos yo solo tenía a Caeti Castex metido en el entrecejo. Mientras escuchaba al muchacho hablar de cualquier cosa, descubrí a través del reflejo del teléfono que uno de los asistentes de producción venía a avisarme que el helicóptero que debía aproximarme al hotel estaba pronto a despegar. Literalmente salvado por la campana. Volví con mi joven compatriota y le indiqué que tendríamos que terminar la entrevista.
—No hay problema, creo que ya tengo lo que necesito.
«Señor Miele, lo esperan en la plataforma», insistió el de producción en un pésimo español. Le pedí dos segundos para terminar el llamado, eran las siete de la tarde y ya comenzaban a desmontar los equipos de filmación. En el set más grande, ubicado en una laguna artificial formada por un brazo del Yangtzé, cuatro poderosos focos iluminaban el casco del submarino ruso prestado por los chinos. La nave estaba bastante deteriorada, pero me aseguraron que los retoques digitales lo dejarían como nuevo. La cuarta carabela, la cuarta carabela, la cuarta carabela… volví a pensar.