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«¡Taxi!», detuve un sedán Chevrolet Corsa en la esquina de avenida de Mayo, bajo la sombra del Palacio Barolo.

—¿Dónde lo llevo señor? —me preguntó el conductor, con un acento muy familiar y muy distinto al del resto de las casi veinte millones de personas que me rodeaban.

—Plaza San Martín, a San Martín con Florida —especifiqué.

—Le parece que subamos hasta Callao para evitar el tráfico.

—Me parece lo que usted estime conveniente. ¿Chileno, verdad?

—¿Usted también?

—Ex chileno, hace más de diez años que vivo en Estados Unidos.

—Yo hace quince que estoy acá, me vine por amor.

—Yo me fui por trabajo. ¿Y vuelve a Santiago?

—No. Me gusta Buenos Aires, no soy de los que viven de la nostalgia. ¿Usted?

—Igual. Aunque en mi caso hay otras cosas.

—Todos tenemos otras cosas, mi amigo —me dijo, mientras trataba de adelantar a un microbus colectivo detenido junto a la plaza del Congreso.

—¡Qué calor!, ¿no? —intentó seguir la conversación.

—Ni que lo diga, pensé que con marzo iban a bajar las temperaturas.

—El mundo está loco, mi amigo, y aquí en la capital el verano va a durar hasta mayo. Si quiere se lo firmo.

—Le creo —corté la charla.

Fui por mi teléfono y marqué el número que Frank Sánchez me había enviado anoche por mensaje de texto.

—¿Puedes hablar? —le pregunté apenas escuché su voz al otro lado del mundo.

—No hago más que hablar. Recuerda que tienes que terminar un libro y no me has enviado nada para trabajar en él.

—Quiero seguir vivo, ese libro mata… En fin, pronto te mandaré material, promesa, ¿novedades?

—Lo de siempre. Olivia llamó para saber si tenía noticias tuyas.

—¿Qué le dijiste?

—Lo que me pediste, que seguías en España y que no había hablado contigo en varios días.

—¿Te creyó?

—Sabe que estás en Buenos Aires.

—Caeti.

—Quién otro…

—¿Dijo algo?

—Solo que te recordara que la editorial está pagando por una novela, no para que su autor se convierta en protagonista de la misma. No le gusta nada que estés jugando al detective privado.

—No juego al detective privado —el taxista miró de reojo a través del retrovisor.

—Lo sé, es un decir. ¿Te juntaste con Leguizamón?

—Aún no, me equivoqué de infierno. No era en el Barolo.

—Necesitas otra investigación rápida. ¿Dame datos y busco mientras hablamos?

—No es necesario, Princess fue más veloz.

—Esa chica…

—Por eso te llamo.

—Dale.

—Es demasiado inteligente y cada vez me queda claro que sabe más de lo que está diciendo. Sus conclusiones son tan rápidas que ya no creo que sea solo azar, capacidad o alguna facultad especial. Además…

—¿Además qué?

—Su personalidad —marqué el punto seguido—. Es como si de un momento a otro hubiese cambiado. La cero empatía, lo «Asperguer» —no encontré una palabra más precisa para explicarme— que tenía cuando la conocí en el Queen Mary simplemente desapareció, como si se hubiera olvidado del libreto. Y cuando dibuja o anota es como si se sintiera obligada a hacerlo.

—Te dije que las pelirrojas, aunque sean falsas pelirrojas, no son de fiar. Menos una que se llama «Princesa Valiente». ¿Qué quieres que haga?

—Lo que debí hacer antes de invitarla a viajar conmigo a España y confesarle mis planes respecto de La cuarta carabela. Busca todo lo que encuentres de Princess. Pero ojo, no me interesa que sus amigos digan que es una «perra bisexual» —recordé la primera búsqueda que de su persona había hecho mi asistente—. Lo que necesito es todo lo que descubras respecto de su verdadera relación con Bane Barrow y cada uno de sus traslados y movimientos realizados desde la muerte de Bane hasta antes de conocerme. ¿Puedes?

—Deep Web siempre puede…

—Haz lo mismo con Juliana y con su «primo» Luis Pablo Bayó. Te envío los datos que tengo por mensaje de texto.

—¿También sospechas de ellos?

—Digamos que quiero cuidarme la espalda. Me he apresurado demasiado y no he meditado mucho las cosas. Ahora que llevo un par de minutos solo me surgieron preguntas sobre preguntas. La manera en que salimos de España y cómo entramos a Argentina, todo ha sido demasiado sencillo, incluso para un autor de supermercado bastante inclinado hacia el deux et machina como yo.

—Ok.

—Ya, ahora te corto. Espera mi llamado.

—Suerte.

—Gracias, tú también.

Guardé el celular y luego le quité la batería para evitar cualquier intrusión. El taxista chileno me estaba mirando.

—Parecen complicadas sus cosas —me dijo.

—Ni se imagina…

El Chevrolet Corsa se detuvo frente a la Plaza San Martín, justo en la bocacalle con Florida.

—¿Aquí está bien?

—Perfecto —le contesté con la vista clavada en la mole piramidal del infierno que alguna vez eclipsó al cielo.

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