70

El punto de encuentro era una clínica en el barrio alto de Santiago, en el sector de Los Dominicos en Las Condes, por Camino El Alba hacia la precordillera. Juliana le indicó al conductor del taxi que nos dejara por la entrada principal.

—Esperá —me indicó Juliana, cuando me vio bajar del auto—, es por acá —y me llevó con ella a la recepción de la torre de oficinas administrativas de la clínica. Revisó su teléfono y respondió un mensaje de texto que le había llegado.

—Podés estar tranquilo —me dijo—, Princess dejó a tu hija en la puerta de lo de tu exmujer.

—Gracias. ¿En serio?

—Te has mostrado dispuesto a cooperar, no era necesario presionarte más. Bayó no está de acuerdo con que hubiésemos devuelto a la niña, pero yo tampoco lo estoy con que matara a Leguizamón. La idea era pasar desapercibidos en Santiago, no robar una reliquia, asesinar a un escritor extranjero en un lugar público y secuestrar a una menor de edad. Eso no ayuda en nada. Todo lo contrario.

—Insisto, gracias.

—Está bien.

Juliana me dijo que esperara un segundo y se acercó a la recepción de la torre, donde preguntó por el doctor Agustín Sagredo. «Nos está esperando», anunció y luego pronunció su nombre completo y el mío. El guardia hizo una llamada corta y a continuación indicó que tomáramos el tercer ascensor.

—Décimo piso.

—Gracias.

Caminamos hacia los elevadores. El tercero era el único que conducía hasta el nivel diez y lo hacía de modo directo, exclusivo para la gerencia.

Me llevaron por un pasillo que atravesaba el piso más alto de la torre administrativa de la clínica hasta un auditorio donde me esperaban Bayó y dos de sus mercenarios, los mismos que habían estado en el santuario del San Cristóbal hacía un par de horas; además de un anciano de cabellos canos, algo encorvado con palidez rojiza tan reconocible del sur de Estados Unidos, un muy alto hombre de color y otro sujeto de edad mediana con un poco de sobrepeso y esa mirada despistada tan típica chilena. Estaban todos ubicados en las primeras filas, junto al proscenio y hablaban entre sí. Por más que busqué a Ginebra Leverance no estaba por ninguna parte. Juliana me indicó que nos acercáramos, y a medida que lo hacía, el rostro del más anciano de los presentes se me fue haciendo familiar. Revistas de política y actualidad, videos en internet, notas en programas periodísticos, la portada hace un par de años en la desaparecida revista Time. Uno de los baluartes de la ética protestante norteamericana y de los hombres más duros del Partido Republicano. Fue él precisamente el primero en acercarse a saludarme.

—Señor Miele —dijo arrastrando la «L» y la «E» del final de mi apellido—, ¿se pronuncia así su nombre?

—Sí —contesté.

—De Francia, ¿verdad?, norte quizás…

—Sur —aclaré—, de la región de los Pirineos.

—Veo; hermosa región. Gente buena, católica, pero muy buena. Por favor, acérquese, lo esperábamos. —Me estiró su mano para apretar la mía—. Andrew Chapeltown, pastor Andrew Chapeltown —subrayó—. A su servicio.

Tenía las manos sudadas, resbalosas, débiles. Mi padre decía que jamás había que confiar en un sujeto que no supiera dar un buen apretón de manos. Era un hombre sabio y a pesar de nuestras diferencias, jamás he dejado de pensar en sus consejos.

—Lo reconocí —dije—. Senador por Texas, ¿verdad?, Partido Republicano.

—Ex senador —me corrigió.

—Eso quise decir. Tres o cuatro periodos consecutivos, abandonó el Congreso en 2008…

—Exacto y fueron cuatro periodos, no tres —corrigió—. Es bueno conversar con gente que sabe con quién está tratando —debió ser más preciso y decir negociando, pero la gente de fe tiende a usar eufemismos.

—No es muy difícil. Usted ha sido un hombre bastante público en Estados Unidos. Vivo allá desde hace una década y tengo buena memoria con los rostros; me acuerdo especialmente de quienes he escuchado opiniones que se oponen absolutamente a lo que yo me dedico.

Chapeltown sonrió y luego me presentó a todos. El hombre de color se apellidaba Kincaid y era el chaperón del exsenador tejano. Y efectivamente el de la mirada extraviada era chileno, doctor Agustín Sagredo, uno de los tres socios mayoritarios de la clínica donde nos encontrábamos.

—¿Y Ginebra? —pregunté.

—Ella está bien, pronto podrá verla —respondió Bayó—, ahora tenemos temas más importantes que tratar.

—El señor Bayó —volvió a hablar Chapeltown— nos dijo que usted sabía dónde se encuentra esa cerradura que tanto buscamos.

—Efectivamente tengo sospechas bien fundadas, pero antes ¿puedo preguntarle algo?

—Adelante, estamos en confianza.

—¿Usted es a quien sus socios llaman Hermano Anciano?

La puerta del auditorio se abrió y entró Princess riendo.

—No —gritó la inglesa mientras bajaba—, él no es el Hermano Anciano. Está lejos de serlo, ¿verdad Juliana?

La argentina no contestó.

—No, no lo soy —contestó Chapeltown más formal que la joven exasistente de Bane Barrow.

—¿Dónde está el Hermano Anciano?

—Miele, ese no es su tema —presionó Bayó.

—¿No es mi tema? —tragué saliva—. Enumero: alguien me metió una especie de programa de manipulación para que escribiera una novela junto a otros dos escritores, ambos asesinados —lo miré, luego a Juliana y finalmente a Princess. Era obvio que el asesino estaba entre ellos y mi sospecha hablaba con acento británico. Luego me sacan de la tranquilidad de mi casa en estatus de proscrito para hacerme viajar de España a Argentina buscando pistas falsas, para darles tiempo a ustedes para preparar la búsqueda de una especie de objeto mágico escondido bajo Santiago de Chile, mientras intentan derribar el avión en el que viajaba a Mendoza. Y cuando finalmente arribo a Santiago, secuestran a mi hija y asesinan a un amigo delante mío. Perdón, señor Bayó, pero creo que tengo mucho que ver, es un tema que me incumbe, por algo no me está apuntando con un arma. Uno de estos señores —apunté al exsenador, al tal Kincaid y al médico chileno— debe haberle ordenado que no lo hiciera. Además no hay que ser muy inteligente. No saben si estoy diciendo la verdad, pero es lo único que tienen. Puede estar tranquilo, estoy bastante seguro de que si eso que buscan existe, está en un sitio que conozco muy bien. ¿Continúo? Por supuesto, estoy en medio de un complot de un grupo de ultraderecha de la Iglesia Evangélica norteamericana, y al parecer chilena también —miré a Sagredo—, para destruir el culto mariano usando una revelación de la Logia Lautarina, es decir, de la historia patria de este lado del planeta que se relaciona con la verdadera naturaleza de la Virgen del Carmen. Pero no solo eso, si buceamos aun más, estoy parado entre dos bandas rivales al interior de ese grupo de ultraderecha evangélico. Insisto. Tengo mucho que ver, que escuchar, saber —recalqué— y entender.

—Miele… —trató de hablar Bayó, pero Chapeltown lo detuvo.

—Todo lo que dice es verdad, señor Miele. Usted ha sido convocado para completar una misión de la que el tiempo le hará entender su magnitud. Es la voluntad de Dios que esté con nosotros, él lo escogió como uno de sus soldados…

—¿Es la voluntad de Dios que me forzarán a escribir un libro que ha matado a dos colegas? Oh, perdón, de veras que ustedes mandaron a matarlos…

—El camino de Dios exige sacrificios. Lo del libro fue un error que hemos tratado de enmendar.

—Lo imagino… La Hermandad tiene muchos métodos. Recordemos el sonado boicot contra el YF-23, que terminó con varios misteriosos accidentes.

—Insisto, señor Miele. El camino de Dios exige sacrificios. Es su voluntad, no la nuestra.

El asunto del YF-23 ha sido con ventaja el mayor escándalo público en el que ha aparecido la mano del National Committee for Christian Leadership. De hecho, fue uno de los casos en que la presencia de esta organización no solo mostró su influencia, sino todo su poder. La Hermandad pisoteó públicamente a la Casa Blanca, al FBI, al Departamento de Defensa, a la Fuerza Aérea de los Estados Unidos y a la misma industria armamentista, el negocio más rentable del planeta. En 1984 la rama aérea de la milicia estadounidense llamó a un concurso para elegir el avión que reemplazara al F-15 en el arsenal del nuevo siglo. La nave ganadora debía de estar dotada de la tecnología más avanzada disponible y ser completamente invisible al radar. Con ventaja, se trataba del contrato militar más rentable de la historia. En 1986 la Fuerza Aérea escogió a dos finalistas para adjudicarse el negocio: el YF-22 del conglomerado Lockheed, Boeing, y el YF-23 de la trinidad Northrop, McDonnell Douglas, Grumman. Hacia 1990 todo indicaba que la nave escogida iba a ser el YF-23, un avión superior en todo sentido; por eso fue sorpresivo e inesperado que un año después se anunciara que los militares habían seleccionado finalmente al YF-22, que pasó a ser denominado F-22 Raptor. A dos semanas de darse el polémico resultado, todos los documentos que avalaban que el YF-23 era una mejor alternativa desaparecieron. Uno de los pilotos de prueba del avión, que fue invitado a hablar a un especial de CNN, murió en un accidente de tránsito; los dos prototipos de la nave fueron desmantelados, a pesar de que la NASA manifestó su intención de quedarse con ellos en calidad de demostradores tecnológicos; tres ingenieros a cargo del proyecto desaparecieron para nunca más saberse de ellos, y los restantes profesionales del equipo declararon no saber nada y que preferían retirarse como buenos perdedores. La revista Aviation News, que se había decidido a hacer un reportaje del «escándalo stealth», envió a un reportero y a un fotógrafo a Las Vegas, Nevada, ciudad cercana a la base Nellis, quienes fueron encontrados muertos en la habitación de un hotel, supuestamente involucrados en un lío con la mafia. El reportaje jamás se publicó y un año después McDonnell Douglas, uno de los tres socios del YF-23, se declaró en quiebra e inició un proceso de debacle que acabó en 1997 cuando fue absorbido por Boeing. ¿Dónde entra La Hermandad en este escándalo? Hasta 1990 había un pacto valórico entre McDonnell Douglas y el National Committee for Christian Leadership, concretado en la figura de John F. McDonnell, hijo del fundador de la compañía y un ferviente cristiano que puso en las más altas esferas de la empresa a ejecutivos ligados no solo a este grupo de elite, sino a la Iglesia Evangélica norteamericana en general. Uno de los miembros más importantes de la directiva era el consejero Mark Kulhman, quien además era pastor presbiterano. Todo eso cambió cuando la plana eligió como nuevo CEO a Michael M. Sears, un católico no practicante que decidió dar una revisión laica a la estructura de la compañía, mientras paralelamente se decidía el contrato del nuevo caza furtivo. Una mala gestión en relaciones públicas hizo que varios importantes miembros del National Committee for Christian Leadership declararan en la prensa que la industria bélica norteamericana estaba pasando por una crisis valórica, producto de la salida de líderes cristianos de sus filas, y citaron el caso de McDonnell Douglas. Sears respondió que en temas de industria de defensa no había que meter la mano de Dios. Olvidó el CEO a cargo del desarrollo del YF-23 que Richard Cheney, secretario de Defensa durante la administración de George Bush padre, era parte de la mesa central de La Hermandad. Asimismo, estaba personalmente abogando por el ingreso de miembros de esta asociación dentro de cargos de alta importancia al interior de Boeing y Lockheed. Bastó una sola carta suya para que milagrosamente (nunca mejor dicho) el aventajado YF-23 perdiera en dos meses la carrera frente al menos dotado YF-22, que arrastró muertes, raras desapariciones y la quiebra total del imperio que había tomado Sears.

—Además, hermano Miele —ahora habló Sagredo, el chileno del lote—, usted es un hijo de la promesa.

—Soy ateo y, por favor, no me llame hijo de la promesa.

—No, hermano —no me obedeció—, usted creció en un hogar cristiano, usted entiende de esta guerra en la que estamos involucrados, la hermana Lilian Ruiz lo crio bien.

—No meta a mi madre en esto.

—La meto porque ella estaría orgullosa de que usted esté con nosotros.

—Mi madre no me habla y mi hogar no era cristiano. Si tanto nos conoce, como parece, sabrá que mi padre era agnóstico.

—Un agnóstico que en el lecho de muerte mandó a llamar a un pastor para que le perdonara sus pecados.

No sabía esa historia.

—¿De qué me está hablando?

—Amigo mío, usted no imagina cuán cerca del Señor está y cuánto quiere Cristo que regrese a su abrazo. De las «tres cartas» que fueron escritas, él escogió la suya.

Miré a Juliana y a Princess. La inglesa hacía esfuerzos para no estallar en carcajadas.

—De la misma manera como ustedes escogieron no hacer caso al mandamiento de no matar.

—Amarás al señor tu Dios sobre todas las cosas —recitó Sagredo—, eso dice el primero y más importante de los mandamientos. Y si en favor a cumplirlo había que sacrificar a impíos y pecadores, con nuestro deber de hijos de su amor cumplimos.

—Fariseos blancos por fuera —seguí su juego bíblico.

—Hermano Miele —insistió Sagredo—, la voluntad del Señor lo trajo aquí y eso siempre sucede por algo. La felicidad de su madre, por ejemplo; la dicha de su hija o el destino de su amiga, la señorita Leverance, también —amenazó solapadamente. Si repetía lo de los fariseos solo los provocaría más y estiraría lo innecesario.

—Entonces —ahora abrió la boca Chapeltown— ha de decirnos dónde cree usted que está esa cerradura que tanto buscamos.

—Mi primera condición es que quiero participar, ir con ustedes.

—Eso puede arreglarse, ¿verdad, señor Bayó?

El español asintió.

—Segundo, que Ginebra venga con nosotros.

—Eso también es conversable, somos hombres de fe, sensatos en la gloria del Señor.

—Tercero, quiero saber qué es lo que están buscando.

Chapeltown me respondió con la mirada, sin acceder ni negarse a mi petición.

—Y cuarto, quiero ver esa famosa llave que dicen poseer.

—Por supuesto que la verás —respondió la voz de un nuevo integrante del grupo que se asomó tras el pastor y exsenador republicano, haciendo una entrada triunfal, casi de diva teatral, desde la parte trasera del escenario del auditorio—. ¿Qué? —agregó en tono de pregunta—, cualquiera diría que estás viendo a un muerto.

Logia
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
datos.xhtml
importante.xhtml
epigrafes.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml