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A treinta y cinco mil pies por encima de la tundra asiática, sobre el corazón de China, el 777-200LR giró hacia el este para tomar la ruta de descenso hacia Beijing, única escala del viaje entre Shanghái y Los Ángeles. El capitán del birreactor de cabina ancha y largo alcance nos informó, primero en inglés y luego en chino, que la estadía en la capital del país más poderoso del mundo sería de cinco horas, tiempo en el cual los pasajeros debíamos descender de la nave para que los técnicos realizaran las maniobras de reaprovisionamiento de combustible. La jefa de cabina agregó que los embarcados de primera teníamos una reserva en el Airport Garden Hotel para descansar durante la escala. Cinco horas, pensé, más las tres de atraso en el despegue, las dos del vuelo entre Shanghái y Beijing y las restantes treinta hasta Los Ángeles, me iba a pasar casi dos días arriba de un avión.
Odio volar.
Agarré mi teléfono y llamé a Frank. La señal tardó unos segundos, pero cuando escuché la voz de mi asistente al otro lado de la línea (y del mundo), esta se escuchaba tan nítida como si estuviera llamando de Century City a West Los Ángeles.
—¿Ya vienes volando? —me preguntó.
—A minutos de aterrizar en Beijing, vamos a hacer una escala de cinco horas.
—¡Cinco horas!
—Cinco horas —repetí—. ¿Qué hora es en Los Ángeles, no te desperté cierto?
—Las seis.
—¿De la mañana?
—No, de la tarde del día de ayer para ti.
Frank Sánchez es mi brazo derecho, secretario y verificador de datos, también coordina a algunos «fantasmas» que uso cuando los plazos se me vienen encima. Tiene veintitrés años y es hijo de un abogado latino y de una excantante que ha sido corista prácticamente de todo el mundo, desde Stevie Wonder hasta Bruce Springsteen, pasando por Broadway y variedades en Las Vegas y Los Ángeles. Lo conocí hace dos años y medio en UCLA. La catedral antártica acababa de salir e iniciaba su camino a convertirse en éxito cuando me invitaron a dar un par de clases de escritura creativa a estudiantes de origen latino. Él fue mi mejor alumno, el único de todos que veía la escritura no solo como expresión artística, sino también como un buen negocio. Cuando Caeti me sugirió que contratara a un asistente, no dudé en llamarlo. Y él no dudó en aceptar, solo pidió un poco más de lo que pretendía pagarle, pero valió la pena, pues Sánchez es lejos la mejor inversión que he hecho en mi carrera. Decir que es una bala sería pecar de lento; las veces que me ha salvado la vida y me ha conseguido lo imposible son innumerables. El único problema es precisamente su gran virtud: ser demasiado bueno. Estoy seguro de que más temprano que tarde va a emprender vuelo por sí mismo.
Y no sé qué será de mi vida para entonces.
Yo debería ser su asistente y no al revés.
—¿Está todo listo para la cátedra del lunes? —le pregunté.
—Solo falta un par de imágenes, ¿puedes enviarme algún contacto en algún museo histórico chileno?
—No tengo, pero busca en internet…
—¿Puedo decirles que llamo de tu parte?
—Obvio, mal que mal gracias a mí ha aumentado el turismo histórico en Chile. Pero si prefieres inventa algo: que llamas de parte del Centro de Estudios Latinoamericanos de UCLA o qué sé yo, ¿cómo anda tu español?
—Mejor.
Llegando a Los Ángeles tengo una conferencia. Una actividad gratuita, organizada por la Universidad de California, que ha conseguido más interés del que pensaron los organizadores. Folklore, historia y política latinoamericana como fuente de ficción.
—¿Te enteraste de lo Salvo-Otazo? —continuó Frank—. Te han llamado bastante para pedir que escribas o hables de Javier.
—Dales mi correo.
—Eso hago, dicen que jamás respondes.
No iba a contarle lo de La cuarta carabela, no ahora.
—También te buscó Olivia Van Der Waals —siguió él.
—¿Qué dijo?
—Que te comunicaras con ella, que era importante, le urgía conversar contigo, me dejó el número de su móvil.
—Ya lo tengo.
—¿Sabes qué querrá?
—Caeti me adelantó algo —contesté en suspenso.
—Te escucho. —Estaba verde, lo conozco.
—Hubo cambios en Schuster House, me asignaron a Olivia.
—Eso es bueno.
—Muy bueno, lo que Olivia toca lo convierte en oro —y cambié de tema—: ¿Algo más?
—Sí, hubo otra llamada —hizo una pausa—, de esas que te gustan, raras…
—Suelta.
—Te llamó una de las exasistentes de Bane Barrow…
—¿Qué quería?
—Hablar contigo, dijo que era muy importante.
—Dale mi número.
—Eso hice, pero dice que tiene que ser en persona, me preguntó cuándo llegabas a Los Ángeles.
—¿Se lo dijiste?
—¿Qué crees?
—Bueno, ella verá, no soy tan inubicable.
—¿Quieres saber su nombre?
—¿Importa cómo se llama?
—En este caso, sí.
—Ok, ¿cómo se llama?
—Princess Valiant…
—Me estás tomando el pelo.
—No…
—Nadie puede llamarse Princess Valiant.
—Me dijo que era su verdadero nombre y que ya estaba acostumbrada a que todos se burlaran.
—Yo también estaría acostumbrado.
—Te acostumbraste a que el tuyo sonara como honey en tu país de origen.
—Más bien sobreviví a llamarme honey.
—Es inglesa —regresó Frank a la tal «princesa valiente».
—Complicada.
La jefa de cabina me pidió muy amablemente que cortara el llamado ya que el avión iba a comenzar el aterrizaje en Beijing. Le pedí que me diera medio segundo más y después de recordarle a Frank que preguntara en las oficinas de United la hora de arribo y que fuera a buscarme a LAX, apagué el teléfono. Miré por la ventanilla, bajo el ala del avión para trescientos pasajeros, todo el horizonte se había convertido en ciudad.
La voz del piloto, primero en inglés y luego en chino, nos pidió subir los respaldos de los asientos, amarrarnos los cinturones de seguridad y prepararnos para el aterrizaje. Estábamos a siete minutos en fila de espera hacia una de las pistas de la terminal.
«Bienvenidos al Aeropuerto Internacional Capital de la ciudad de Beijing, teléfonos y aparatos electrónicos podrán ser usados cuando el avión se encuentre totalmente detenido. La escala en esta terminal será de aproximadamente cinco horas, periodo en el cual todos los pasajeros deberán abandonar la nave. Son las diez de la mañana en tiempo local y el despegue hacia Los Ángeles está anunciado para las quince horas. Se pide a quienes viajen en primera mantenerse en sus asientos hasta que se acople al fuselaje el transporte que los conducirá al Airport Garden Hotel. Esperemos que disfruten de su estadía en Beijing».
Luego la instrucción vino en chino.