Capítulo XI

Cuando más tarde subí a acostarme mi hermano ya estaba durmiendo, sin duda anestesiado por el whisky. A la mañana siguiente le pregunté si era verdad toda esa historia sobre el proyecto en la calle Tooley.

—Por supuesto que es verdad —contestó.

—¿Y qué es lo que harás allí?

—Voy a abrir la Academia Universitaria Londres. Enseñaré de todo por correspondencia, resolveré todos los problemas, responderé a todas las preguntas. Quizá edite una revista, y después un periódico, pero antes que nada tengo que construir gradualmente una reputación. Les enseñaré a los británicos cómo aprender francés o curar sabañones. Lo mío será una compañía limitada, por supuesto. Ya tengo un abogado que me está tramitando los papeles. Mi oficina central será el Museo Británico. Si tú quieres, más adelante puedo ofrecerte un trabajo.

Me pareció generoso de su parte pero por alguna razón la oferta no me atrajo en ese momento. Secamente le dije:

—Me gustaría conocer las estaciones de ferrocarril que mencionaste la pasada noche en caso de tener que escaparme en un apuro.

—No digas tonterías. Mis operaciones siempre están dentro de la ley. No creo que a los británicos les intranquilice, porque si la policía me estuviera buscando y bloqueasen los caminos, los ferrocarriles y el río, ¿acaso no les queda la Torre de Londres para encerrarme? Está cruzando el río, justo en frente de la calle Tooley.

—Pues muchos buenos irlandeses pasaron allí una larga temporada.

—Es cierto.

—Y perdieron la vida.

—Bien, prepararé y haré circular una serie titulada Cómo Escapar de la Torre de Londres. Tres guineas por el curso completo y facilitándoles a los alumnos a muy bajo costo navajas, revólveres y escalas de cuerda.

—Oh, cállate —dije.

Al volver aquella tarde del colegio todo el mundo se había marchado, pero Annie había dejado una nota en la que me informaba de que mi cena estaba en el horno. Después me dediqué a las odiadas tareas escolares, ya que tenía planeado pasar aquella noche en una pequeña escuela de póquer instalada en casa de un compañero del colegio llamado Jack Mulloy. ¿Me atraían mucho las partidas de cartas? No lo sé, pero de lo que sí estaba seguro era de que me atraía Penélope, la hermana de Jack, la cual en el «intermedio» servía té y trozos de pastel. Era lo que corrientemente se consideraba una buena candidata, cabello castaño rojizo, ojos azules y una sonrisa muy agradable. Y para ser honesto, creo que yo también le gustaba. Recuerdo haberme sentido confuso al pensar que ella y Annie pertenecían al mismo sexo. Annie era una criatura horrible, fláccida y larguirucha. Pero tenía un buen corazón y trabajaba duro. El señor Collopy era muy exigente con sus comidas, y aunque se vestía casi como un vagabundo de clase alta tenía horror de las lavanderías y de los lavados en masa. Él sostenía que compartir ese tipo de cosas era la mejor manera de contagiarse la sífilis o alguna dolorosa enfermedad de la piel. Annie tenía que lavar sus camisas y demás prendas, si bien él se encargaba personalmente de sus cuellos de celuloide, los cuales lavaba con agua caliente cada dos días. Ella también tenía que prepararle varios medicamentos, todos los cuales contenían azufre; sin embargo yo jamás me enteré de qué achaques se esperaba que previniesen o curasen aquellas pociones. Durante los últimos dieciocho meses, se le pidió que se hiciera cargo de otra tarea a la cual ella accedió de buena gana. Mi hermano había dejado de madrugar como cuando iba al colegio y a menudo le daba a Annie algo de dinero de su mesilla de noche para que le trajese «aquello». Él necesitaba una cura y la pobre muchacha se escabullía para regresar con un vaso de whisky.

El señor Collopy regresó alrededor de las cinco y poco después apareció Annie. Parecía estar de mal humor y, sin decir una sola palabra, se desplomó sobre su sillón y comenzó a leer el periódico. Mi hermano llegó a las seis, cargado de libros y pequeños paquetes. Como percibió que el ambiente no era el más adecuado optó por quedarse callado. La merienda se transformó en una comida muy silenciosa, casi amenazadora. Yo traté de pensar en Penélope. Tomar el té con ella sería un asunto muy diferente, un banquete celestial de inaudita delicadeza, y después tendríamos una encantadora charla junto al fuego, aunque algo más bucólica. Me preguntaba si sería fácil o completamente imposible escribir una buena poesía que a la vez fuese enternecedora. Algo que llegase hasta el corazón, que hablara de amor. Es muy probable que debido a mi manera de ser me fuese algo imposible, si bien tenía a mi hermano que era capaz de explicarme este arte y simplificarlo en seis fáciles lecciones por correspondencia. Naturalmente, jamás le comenté nada sobre este asunto, ya que sólo lograría hacerme enfadar. ¿Penélope? Pensé en ese nombre. Recordé que Penélope fue la esposa de Ulises y, a pesar del asedio de muchos libertinos mientras su buen hombre estaba haciendo las guerras, siempre le permaneció fiel. Ella aceptaría los impropios requerimientos de sus pretendientes una vez que acabase de tejer, había dicho. Cada noche destejía lo hecho durante el día, para que la promesa jamás pudiera verse cumplida. ¿Qué clase de actitud era aquélla? Sin duda emanaba del más profundo y puro amor. Y condimentada con una pizca de astucia. ¿Poseía mi amada Penélope aquellas dos cualidades? De todas formas, la vería un poco más tarde.

Cuando los restos del té fueron retirados de la mesa, el señor Collopy volvió a la lectura de su periódico, pero al cabo de un rato se enderezó en su asiento y comenzó a mirar a mi hermano, que dormitaba al otro lado del hornillo, de un modo feroz.

—Quisiera tener unas palabras con usted, señor pariente —dijo bruscamente.

Mi hermano se despertó.

—¿Y bien? —dijo—. Aquí me tiene.

—¿Conoces a un cierto sujeto de la D.M.P. llamado sargento Driscoll?

—No conozco a ningún policía. Me mantengo alejado de ellos. Son una pandilla peligrosa, a quienes ascienden a una velocidad proporcional al número de personas a las cuales no sé cómo meten en problemas. Tienen un método infalible por el cual son capaces de hacer que hasta la más respetable de las personas se vea involucrada en un grave follón.

—¿No me digas? ¿Y cuál es ese método?

—Perjurio. Acusarían a un cubo de acero de tener un agujero en el fondo. Son todos hijos de quincalleros venidos del sur del país.

—He mencionado al sargento Driscoll de la D.M.P…

—De la región asilvestrada de Kerry, apostaría. El cacique se levanta a las seis de la mañana para preparar trece desayunos compuestos por un cargamento de patatas, tal vez unas cuantas hojas de col, harina de maíz, sal y leche cortada. Desayuno para Ella, para Él, para los ocho bebés y los tres cerdos, servido de la misma olla. Ésa es la clase de besugos que cuidan la ley y el orden en Dublín.

—He mencionado al sargento Driscoll de la D.M.P. Ha estado aquí esta mañana. Por lo visto, a estas alturas de la vida ser interrogado por la policía se ha convertido en mi cruz, que el Señor se apiade de mí.

—Pues, no hacer ninguna declaración es una costumbre muy buena. No le dé esa satisfacción. Dígale que primero desea ver a su abogado, no importa de qué le esté acusando.

—¿Acusándome a mí? Esto no tiene nada que ver conmigo. Era a ti a quien estaba buscando. Ha estado haciendo averiguaciones. Puedes estar seguro de que rodarán cabezas.

—¿Qué, a mí? ¿Y qué es lo que he hecho?

—Un chaval de Islanbridge se cayó al río, se lastimó la cabeza y por poco se ahoga. Tuvo que ser hospitalizado. El sargento Driscoll y sus hombres interrogaron al muchacho y a los demás gamberros que se encontraban con él. Y tu nombre fue mencionado.

—No sé nada sobre unos chavales de Islanbridge.

—¿Entonces cómo es que dieron tu nombre? Incluso sabían nuestra dirección y el sargento dijo que tenían un librito con la dirección escrita en la portada.

—¿Ha visto el libro?

—No.

—Esto debe ser obra de algún chivato a quien no le caigo bien, alguien que la tiene tomada conmigo por una ofensa imaginaria. Un liante. Esta ciudad está repleta de ellos. No sabe lo contento que estoy de marcharme pronto de este lugar. Prefiero mil veces a un depravado y sanguinario sajón.

—Siempre tienes una respuesta para todo. Un hombre intachable.

—Me niego a preocuparme por lo que digan o piensen unos mocosos de los barrios bajos o los guardias urbanos.

—El sargento Driscoll dijo que esos jovencitos estaban experimentando con un artefacto extremadamente peligroso, una especie de aparato mortal. Habían tendido un alambre sobre el río Liffey, sujetando ambos extremos a un poste de luz y puede que a un árbol. Ese joven inconsciente calzaba en los pies unas zapatillas especiales o algo similar. ¿Qué piensas de eso?

—Nada especial, excepto que me recuerda al circo.

—Sí, o a la Danza de la Muerte representada en el Teatro Imperio en temporada de Navidad. Jamás había oído hablar, Dios es testigo, de un espectáculo tan imprudente y pecaminoso. Son los padres quienes me dan pena, los sufridos padres que les han criado a costa de tremendos sacrificios y que para darles una educación a esos jóvenes disolutos han tenido que quitarse la comida de la boca en su vejez. Lo que esos chavales precisan urgentemente, día y noche, son unas buenas sesiones de azotes.

—¿Y cómo fue a parar al agua uno de ellos?

—¿No te lo imaginas? Se pone a caminar sobre el alambre hasta llegar a la mitad del recorrido, entonces le entra pánico, se marea, cae en las profundas aguas golpeándose la cabeza con un enorme trozo de madera flotante. Y naturalmente ninguno de esos gamberros sabía nadar. Fue misericordia de Dios que cerca se encontrase un alguacil. Al escuchar los gritos y el alboroto corrió hacia allí. Pero un parado llegó primero. Entre los dos lograron sacar del río al semiahogado muchacho y lo sostuvieron boca abajo para que echase toda el agua.

—Y los peces —interrumpió mi hermano.

—Fue una intervención de la Providencia que esos hombres estuvieran allí. El genio de la cuerda floja tuvo que ser hospitalizado en la calle Jervis y no me parece que se trate de algo gracioso. Podrías enfrentarte a una acusación de asesinato o de homicidio.

—Ya le he dicho que no tengo nada que ver con eso. No sé nada. Tengo total desconocimiento de los hechos.

—Supongo que lo afirmarías bajo juramento.

—Así es.

—Y todavía tienes la desfachatez de estar ahí sentado de lo más tranquilo acusando a la sufrida D.M.P. de ser adicta al perjurio.

—Y eso es lo que son.

—Por todos los santos, si yo estuviese en el jurado sabría a quién creer en el asunto de Islanbridge.

—Si se me acusase de haber inspirado esta estúpida travesura, removería cielo y tierra hasta desenmascarar a los cretinos que han intentado manchar mi reputación.

—Sí, ya sé a qué te refieres. Pero una mentira conducirá a otra hasta que finalmente estarás tan empantanado en la mendacidad y en el perjurio que el abogado instructor o el juez municipal o quienquiera que sea detendrá el curso del proceso y enviará tu caso al fiscal de la Corona. Y ahí sí que la situación será crítica. Te pueden caer cinco años por perjurio e intento de desviar el curso de la justicia. Y cuando salgas todavía te estará esperando el caso Islanbridge.

—Todas esas personas no me importan un rábano.

—¡No me digas! Pues a mí sí. Ésta es mi casa.

—Usted sabe que me marcho en pocos días.

—Y el sargento Driscoll ha dicho que debes presentarte en la calle College para una entrevista.

—No pienso presentarme en ninguna calle College. El sargento Driscoll se puede ir al diablo.

—Deja de usar en esta casa ese lenguaje soez y depravado o puede que tengas que irte de ella antes de lo que piensas. Estás muy equivocado si crees que me agrada ser perseguido e incordiado por la policía debido a tus despreciables ardides para engañar a unos simples muchachos…

—¡Oh, tonterías!

—Y robarles, robarles el dinero que jamás han ganado, sino extraído de las finanzas de sus sufridos padres y tutores.

—Ya le he dicho que no conozco a ningún joven de Islanbridge. Y ninguno de los jóvenes que yo pueda conocer es un simplón.

—Tienes una de las lenguas más mentirosas de toda Irlanda, eso es un hecho. No eres más que un despreciable gamberro. Quizás Dios me perdone si es que tengo la culpa de haberte criado del modo en que lo hice.

—¿Por qué no les echa la culpa a esos cuervos, a los santos Hermanos Cristianos? Desmembradores de Dios.

—Te he prevenido varias veces de que dejes de profanar mi cocina con tus viles insultos hacia un grupo de nobles y entregados maestros cristianos.

—He oído que el Hermano Cruppy colgará los hábitos para casarse.

—Mira que todavía no eres tan mayor como para no merecer la vara —dijo el señor Collopy con voz chillona—. Recuérdalo. Una buena paliza hace milagros.

Se notaba que estaba muy enfadado. Mi hermano se encogió de hombros sin decir nada y fue una suerte que en ese mismo momento alguien llamase a la puerta. Era el señor Rafferty, que en un principio dudó ante mi invitación de pasar adentro.

—Sólo estoy de pasada —dijo—. Deseo hablar brevemente con el señor Collopy.

Pero sin embargo entró. A mí me alegró ver que las hostilidades dentro de la casa desaparecieron súbitamente. El señor Collopy le tendió la mano sin levantarse.

—Siéntese, Rafferty, siéntese. Es una noche un poco turbulenta.

—Ni que lo diga, señor Collopy.

—Muy turbulenta. ¿Me acompaña en un trago?

—Vamos, señor Collopy, a estas alturas usted ya tendría que conocerme. Sólo los fines de semana. Es una regla inviolable. Se lo he prometido a la parienta.

—Pues entonces mantenga la promesa. Hay que ser consecuente con la agotada naturaleza. Me refiero a la naturaleza de cada uno. Yo me invitaré en nombre de Dios, porque no me siento muy bien de salud. Nada bien.

Se levantó y fue hasta la alacena.

—Por supuesto ya sabrá para qué he venido.

—Ya lo creo que sí. Y precisamente lo tengo aquí.

Una vez que hubo dispuesto sobre el hornillo un vaso y el tarro, sacó del fondo de la alacena un paquete largo envuelto en papel de estraza y lo depositó con cuidado sobre la mesa. Después se sirvió su trago y se sentó.

—Eso tiene un nombre bastante difícil de memorizar, Rafferty.

Para mi sorpresa, luego se dirigió a mí.

—Jovencito —dijo—. ¿Cuál es el término que se utiliza en griego para designar el agua?

Hydor —dije. Jai-dor.

—¿Y cómo se las arreglaban los griegos con las medidas?

Metron. Met-jer-on[9]. Una unidad de medida.

—Ahí tiene, Rafferty, ¿acaso no se lo había dicho yo? Ese objeto apoyado sobre la mesa es un hidrómetro clínico. Como habíamos acordado, usted se lo llevará a la señora Flaherty. Dígale que a partir del próximo domingo al mediodía debe comenzar a hacer las lecturas día y noche durante dos semanas. Y que las apunte meticulosamente.

—Oh, comprendo cuán importante es todo esto, señor Collopy. Y así se lo haré saber a la señora Flaherty.

—En estos tiempos modernos, uno no es nada a menos que sea capaz de producir datos estadísticos. Columnas y más columnas de números, medidas y porcentajes. Supongamos que se creara una Comisión Real para estos asuntos. ¿Adónde iríamos a parar si no pudiéramos producir nuestras estadísticas certificadas? ¿Qué impresión daríamos en el banquillo de los testigos?

—Sin duda no ofreceríamos una imagen muy creíble —dijo Rafferty.

—Pareceríamos unos auténticos palurdos. Daríamos ante el mundo un espectáculo vergonzoso y la gente se preguntaría por lo bajo de dónde hemos salido. ¿No tengo razón?

—Toda la razón del mundo.

—Y cuando la señora Flaherty termine de hacer sus lecturas le pasaremos el aparato a la señora Clohessy.

—Muy buena idea, señor Collopy.

—Y le anticipo una cosa. Una vez que tengamos todas las lecturas y las comparemos, verá que habrá entre ellas muy poca diferencia, apenas leves variaciones. Es posible que hasta demos con un nuevo e importante descubrimiento científico. ¿Quién lo sabe?

—¿Está hablando en serio, señor Collopy?

—Claro, así es como en el pasado se modificó el curso de la historia mundial. Hay hombres que pacientemente buscan algo en particular, una respuesta a una dificultad irresoluble. Y entonces sucede el milagro. Por accidente resuelven un problema completamente diferente. A mí no me importa cuántos problemas se puedan resolver con la ayuda de un hidrómetro clínico siempre que nos ayude a solucionar aquello que ahora nos preocupa.

—Bravo, bravo, señor Collopy. Me voy cuanto antes, directo a ver a la señora Flaherty.

—Que Dios le acompañe, Rafferty. Le veré como de costumbre en nuestro comité el viernes por la noche.

—Así es. Buenas noches.

Al rato de marcharse Rafferty yo también desaparecí. Tenía una cita con la Hermandad y con Penélope.