Capítulo II
Hay algo engañoso, pero no deshonesto, en este retrato del señor Collopy. No se trata verdaderamente de la impresión que tuve al verle por primera vez sino más bien de una síntesis de todos los pensamientos y experiencias que tuve junto a él con el paso de los años, una vasta mirada al pasado. Pero recuerdo con suficiente claridad que lo que noté esa primera vez fue, como quien dice, su ausencia: la señora Crotty, habiendo llamado imperiosamente a la puerta, de inmediato comenzó a rebuscar en su bolso la llave. Estaba claro que no esperaba que abriesen la puerta.
—En cualquier momento se pondrá a llover —le comentó a la señorita Annie.
—Aparentemente —dijo la señorita Annie.
La señora Crotty abrió la puerta y nos condujo en fila hasta la cocina delantera, casi un sótano, con el señor Hanafin cargado de maletas cerrando la marcha.
El señor Collopy se encontraba sentado cerca del hornillo en un torcido y destartalado sillón de caña, mirándonos con sus pequeños ojos enrojecidos por encima del borde de unas gafas de acero, la cabeza echada hacia adelante para una inspección más minuciosa. Un guiñapo de largos cabellos aplastados le cubría la amplia coronilla. Toda la zona de la boca permanecía oculta por unos espesos y descuidados bigotes, desteñidos en las puntas, y un imperceptible mentón se unía a un largo y delgado cuello que a su vez desaparecía dentro de un collarín de celuloide blanco sin corbata. Unas ropas indescriptibles cubrían su magro cuerpo de baja estatura y sus pies calzaban unas inmensas botas con los cordones desatados.
—Padres celestiales —dijo con voz apagada—, pero si habéis venido demasiado temprano. Buenas, Hanafin.
—Buenas, señor Collopy —dijo el señor Hanafin.
—Gracias a Dios que Annie lo dejó todo pulcramente ordenado —dijo la señora Crotty.
—Dudo que siga así —dijo la señorita Annie.
—Palabra, señor Collopy —dijo alegremente el señor Hanafin— nunca le he visto mejor aspecto. No sé lo que estará haciendo, pero tiene usted un color magnífico.
El hermano y yo miramos el blando y grisáceo rostro del señor Collopy y luego nos miramos el uno al otro.
—Pues vaya usted a saber —dijo el señor Collopy—, creo que el trabajo duro jamás le ha hecho mal a nadie. Por ahora puede poner esas cosas en el cuarto trasero, Hanafin. ¿Entonces, señora Crotty, son éstos los dos tunantuelos abandonados a la buena de Dios? Por lo visto las sabrosas comidas que les has estado preparando no les han hecho adelgazar, Annie, y eso hay que reconocerlo.
—Aparentemente —dijo la señorita Annie.
—Por favor, le ruego que me los presente, señora Crotty.
Nos acercamos y recitamos nuestros nombres. Sin levantarse del sillón, el señor Collopy abrochó un botón del cuello del jersey del hermano y luego nos estrechó las manos con solemnidad. De su chaleco extrajo dos peniques y nos dio uno a cada uno.
—Santiguo vuestras manos con bienes terrenales —dijo—, y al mismo tiempo pongo mi bendición en vuestras almas.
—Gracias por los bienes terrenales —dijo el hermano.
—Manus y Finbarr son bonitos nombres, bonitos nombres irlandeses —dijo el señor Collopy—. En latín Manus quiere decir grande. Recuérdalo. Ecce Sacerdos Manus está escrito en el misal y es un nombre muy edificante. Ah, pero Finbarr sí que es un verdadero nombre irlandés ya que fue un santo del Condado de Cork. Hace miles de años divulgó los Evangelios por todas partes pero no le sirvió de mucho, ya que creo que murió de hambre, perseguido y andrajoso, en alguna de las islas del río Lee, más allá de Queenstown.
—Siempre escuché decir que el santo Finbarr había sido protestante —espetó la señora Crotty—. No intente burlarse de mí. Sabe Dios qué tendría en la cabeza la persona a quien se le ocurrió ponerle un nombre así al pobre mozuelo.
—Tonterías, señora Crotty. Su corazón estaba con Irlanda y su alma con el Obispo de Roma. ¿Qué es eso que sobresale de aquella bolsa, Hanafin? ¿Son escobas o palas o qué?
El señor Hanafin había reaparecido con una nueva carga de maletas y siguió con la vista la mirada fija del señor Collopy.
—En verdad, señor Collopy —le respondió—, no son palas. Éstos son palos de hurley[1]. Del mejor fresno irlandés del Condado de Kilkenny, puede usted estar seguro.
—Estoy encantado de oírlo. ¿De las sinuosas riberas del Nore, eh? Yo tenía un buen lanzamiento en los días de mi infancia. En aquellos tiempos era capaz de mandar un disco desde medio campo y convertirlo en un tanto, hombre.
—Pues no es de extrañar que nunca se canse de hablar del reumatismo de sus nudillos —dijo la señora Crotty en un tono cortante.
—Basta ya, señora Crotty. Se trataba de un magnífico juego masculino y yo no me avergüenzo de ninguna de las lesiones que aún pueda tener. En aquellos días uno era un don nadie si no jugaba al hurley. El Cardenal Logue es un lanzador y un irlandés que habla la lengua natal, respetado por el Papa y por todos. ¿Ha jugado usted al hurley, Hanafin?
—De donde provengo yo, Tinahely, nos interesábamos más por el balompié.
—¿Supongo que de acuerdo al reglamento gaélico de Michael Cusak?
—Oh, ciertamente, señor Collopy.
—Me parece muy bien. Los juegos nativos para la gente nativa. En una ocasión papá y yo vimos al otro lado de Bull Island a un montón de jóvenes en calzoncillos abolsados jugando a este nuevo juego llamado golf. Por el amor de Dios, que me aspen si aquello se parece en algo a un juego.
—Oh, en Dublín siempre se puede encontrar petimetres a la moda, no le quepa la menor duda —dijo el señor Hanafin—. Se pondrían una camisa de dormir si vieran que los militares británicos las llevaban puestas para jugar al polo en el parque. No tienen ni una pizca de vergüenza.
—Y luego se la pasan hablando del gobierno autonómico[2] —aseveró el señor Collopy—. ¡Pues anda que lo tenemos bien! A juzgar por aquellos zascandiles de Bull Island somos tan aptos para un gobierno autonómico como los zulúes de África.
—Sentaos a la mesa —dijo la señora Crotty—. ¿El té ya está hecho, Annie?
—Aparentemente —dijo la señorita Annie.
Todos nos sentamos y el señor Hanafin se marchó, no sin antes colmarnos de bendiciones.
Me parece que llegados a este punto, debo explicar la naturaleza y posición de las personas allí presentes. El señor Collopy era medio hermano de mi madre y por lo tanto era mi medio tío. Se había casado dos veces, y la señorita Annie era hija de su primer matrimonio. La señora Crotty era su segunda esposa aunque jamás la llamaban señora Collopy, por motivos que desconozco. Ella podría haber conservado deliberadamente el nombre de su primer marido debido a un afectuoso recuerdo, o bien se fue creando el hábito por distracción. Por otra parte, ella siempre llamaba a su segundo marido utilizando el estilo formal de señor Collopy, así como él también la llamaba señora Crotty, al menos en presencia de otras personas; no puedo hablar sobre los términos que prevalecían en privado. Una persona mal pensada podría sospechar que ambos no estaban casados y que la señora Crotty sólo era una concubina, o una prostituta residente. Pero esto era algo totalmente impensable, no sólo porque el señor Collopy se interesaba profundamente por la Iglesia y los asuntos de la doctrina y del dogma, sino también por su larga amistad con el presbítero alemán de la calle Leeson, el Padre Kurt Fahrt, miembro de la Compañía de Jesús, el cual era un asiduo visitante.
Si por una parte me ha parecido conveniente, como ya he dicho antes, ofrecer esta explicación, no por ello pretenderé aclarar la situación o hacerla más razonable.