Introducción

No es que haya conocido a mi madre sólo a medias. Conocí sólo la mitad de ella, la mitad inferior…

Así comienza La vida dura, y de inmediato el lector sabe dónde está. Se arrellana en el sofá, estira las piernas, esperando que le tomen el pelo: está en la tierra de Flann O’Brien, en donde todo es lógico y racional y nada es como debería ser. Es una tierra peculiar de contrastes inverosímiles: de exactitud y disparate (por lo general se generan mutuamente); de escualidez y fantasía (o mejor dicho, de fantasía escuálida y de escualidez fantástica); de pedantería e ingenio. Es un lugar de extravagante inventiva, en donde los libros pueden tener todos los comienzos que les plazcan, en donde las notas a pie de página ofrecen una narrativa paralela pero inconexa, en donde un James Joyce reformado escribe tratados religiosos devotos y una aventura romántica es el amor de un hombre por su bicicleta. El lector podrá saber en qué lugar está, pero no tiene ni idea de hacia dónde va.

Flann O’Brien fue el seudónimo de Brian O’Nolan. Este personaje nació en 1911 en Strabane (hoy día condado del Norte de Irlanda), en 1935 comenzó a trabajar en la Administración Pública irlandesa, llegando a ocupar el importante cargo de Funcionario Principal de Planificación Urbanística, y falleció en Dublín en 1966. Como Flann O’Brien su biografía es mucho más misteriosa. Flann es un bromista y un bebedor. No tiene edad y obviamente es irlandés, aunque proviene de un país o lugar indefinido. Flann es escritor: siempre lleva puesto un sombrero negro. Sus novelas abarcan desde la clásica En Nadar-Dos-Pájaros (1939) hasta la póstuma El tercer policía (1967). Pero lo más curioso de Flann O’Brien (seudónimo de Brian O’Nolan) es que también tenía a su vez un seudónimo: Myles na Gopaleen. Bajo este nombre escribió su maravillosa y mordaz columna satírica «Cruiskeen Lawn», para el periódico The Irish Times.

No es de esperar que un hombre con tantos nombres pueda ser fácilmente clasificado. Esto resulta evidente en su historial literario. El tercer policía, su último libro publicado, en realidad fue escrito en 1940. Si damos un salto de veinte años nos topamos con el libro que tenemos entre manos, La vida dura (1961), seguido de La boca pobre (1964), subtitulado como «Un mal relato sobre el malvivir». Pero La boca pobre apareció originariamente en 1941 como An Béal Bocht, una sátira en irlandés sobre el movimiento renovador de la lengua irlandesa. Ese mismo año, 1964, apareció Crónica de Dalkey, que es una secuela, o una precuela, o un embellecimiento o una síntesis de —en todo caso un regreso a— la todavía inédita El tercer policía. ¿Tiene todo esto un sentido? Es probable, pero si lo consideramos con tranquilidad.

En Nadar-Dos-Pájaros apareció cuando el mundo estaba absorto por el estallido de la II Guerra Mundial. Se vendieron unos trescientos ejemplares, pero, gracias al apoyo de luminarias como Graham Greene en Londres y James Joyce en París, comenzó a ser considerado un éxito de crítica, feliz desenlace al que aspira todo escritor. Para resultar convincente, un éxito de crítica debe dar indicios de convertirse en un verdadero éxito. Eso es lo que Flann O’Brien creyó cuando en 1940 acabó el manuscrito de El tercer policía. Irónicamente, a pesar de ser su novela más leída, fue rechazada por las editoriales de Londres. Durante el resto de su vida, tanto daba si era Flann, Brian o Myles, justificó la no publicación de esta obra maestra alegando, entre sus camaradas de copas, que había extraviado el manuscrito en alguna taberna o que se lo había dejado olvidado en algún tren. La engañifa acerca de los manuscritos perdidos es un tema que ha forjado muchas leyendas dublinesas. No obstante, este manuscrito en particular fue hallado, después de la muerte de su autor, en un aparador de su casa donde por lo visto estuvo expuesto a la vista de todo el mundo durante veintiséis años, a modo de burlón recordatorio del rechazo de las editoriales de Londres de una obra maestra, así como presumiblemente también de su autor.

Se dedicó al periodismo (aunque más correcto sería decir columnismo) y durante los siguientes veinte años, como Myles na Gopaleen, fue el azote de los pretenciosos de toda Irlanda. El humor de la columna «Cruiskeen Lawn» —los chistes, invenciones e hilaridad que destilaba— despierta nuestra admiración. (En la actualidad han sido seleccionados y recopilados en media docena de volúmenes). Pero no podemos lamentarnos de la brillantez de sus primeras novelas.

Hasta los años sesenta, el mundo opinaba que el Flann O’Brien novelista era un fracaso. No deja de sorprender que el personaje, Brian O’Nolan, compartiera esta opinión, e incluso la propagase. Renegaba de En Nadar-Dos-Pájaros por considerarla un «obra inmadura». En una entrevista concedida a la radio irlandesa en 1964 lo tildó de «ese maldito libro», y remarcó, «no puedo expresar cuánto lo detesto». Esto resulta muy curioso debido a que en 1960 En Nadar-Dos-Pájaros había sido reeditado con un éxito de crítica masivo. Fue inmediatamente reconocido como un clásico moderno. Incluso se convirtió en un «grandes ventas». Pero en Flann O’Brien no encontraremos esa confianza y convicción tan necesarias para la protección de un escritor, esa cicatera seguridad que refrenda la valía de uno mismo ante la indiferencia del mundo. En realidad, lo único que descubrimos es al cascarrabias. Durante veinte años el mundo había insistido en la fallida grandeza de su primera novela: estaría bueno que ahora, sólo por otro capricho del mundo, tuviese que revisar esa apreciación.

A pesar de ello, la reedición en 1969 de En Nadar-Dos-Pájaros tuvo un efecto importante. Le motivó a escribir una nueva novela. Esta nueva novela, publicada en 1961, no es otra que La vida dura, subtitulada «Una exégesis de lo escuálido».

La escribió de un tirón en dos meses. A primera vista contiene todos los temas usuales de O’Brien: conversaciones pedantes; preocupaciones grotescas; humor en medio de la sordidez; mitos (la visita del simplón al Papa pertenece a un antiguo relato); la obsesión por las enfermedades y los datos científicos. Es un mundo masculino, avuncular, fraternal, en el que la maternidad no es más que un mero accidente del parto. El estilo narrativo también resulta familiar: minucioso y fluido, con alternancia del empleo de la jerga y de palabras excesivamente largas. Yendo un poco más lejos, se puede percibir que el sentido de las palabras se ha distanciado de su uso, que la propia lengua chirría, no se utiliza correctamente y está en constante necesidad de lubricación (aquí proporcionada por el Sr. Collopy de su inseparable jarra). Tampoco podemos olvidarnos de la extravagante fantasía, si bien dice mucho del conjunto de la obra de un autor que una novela que culmina con una audiencia papal donde se trata, ejem, el tema relativo a la «comodidad» de las damas, sea el menos fantástico de los libros de O’Brien.

De todos modos, también hay anomalías. Existe la sensación de que más que innovación lo que destila el libro es contención. Manus es un narrador ineficaz y es un elemento totalmente incidental para la trama, que evidencia algunos baches. ¿Resulta creíble que el hermano invite a Collopy a Roma? Incluso hay una trama con un final endeble. La novela se puede leer como un intento de hacer realismo, un alejamiento de sus primeros trabajos, como si el personaje O’Nolan estuviese llamando al orden al modernista O’Brien. En este sentido, La vida dura fracasa magníficamente. Del modernismo no queda ni rastro. ¿Quién, sino Flann O’Brien, podría haber escrito una novela histórica prescindiendo completamente de una historia?

Aparentemente, O’Brien abrigaba la esperanza de que el libro fuese prohibido en Irlanda. En 1961 la censura aún funcionaba activamente. En algún momento de sus carreras, todos los grandes escritores en prosa irlandeses (excepto Joyce, por extraño que parezca) habían sufrido la censura. El «libro censurado» era la prueba irrefutable para cualquier escritor irlandés, sin la cual no se podía decir que había llegado. Por desgracia para O’Brien, la Ley de Censura de Publicaciones de aquellos tiempos sólo prohibía la literatura obscena (dentro de lo cual se incluía la defensa y promoción de la anticoncepción). O’Brien jamás abordó temas sexuales en sus escritos. Hasta los asuntos amorosos son poco frecuentes y los personajes sólo demuestran algo de ardor cuando el objeto del amor es una bicicleta, como sucede en El tercer policía. Es verdad que en La vida dura se hace referencia a nociones superficiales de la vida disipada y de sus consecuencias venéreas, pero se hace con un lenguaje tan esotérico («Linfogranuloma Venéreo») que causa gracia y sin duda habrá pasado desapercibido para los pomposos miembros de la junta de censura. ¿Obscenidad?

No iba por aquí O’Brien, sino que sus intenciones apuntaban al tema eclesiástico, aunque en este caso la junta de censura hizo la vista gorda. El sacerdote amigo de la familia se llama Padre Fahrt. Las charlas entre el clérigo y el señor Collopy suponen las partes más cómicas del libro. Todo se desarrolla en un ambiente educado, gentil y caballeroso, mientras entre ambos vacían el recipiente de whisky y Collopy ataca con virulencia la Orden de los Jesuitas a la que pertenece Fahrt. Puede que para el lector no irlandés una trama diseñada para meterse con el clero resulte algo escandaloso. Pero para los lectores irlandeses no merece más que una leve sonrisa, actitud similar que presumiblemente adoptaron los miembros de la junta de censura. El retrato del padre Fahrt resulta entrañable antes que irreverente y entronca con una larga tradición de entrañables sacerdotes irlandeses.

En las «disputas religiosas» del señor Collopy hay tanto de tributo como de sátira. Gran parte de la vis cómica se apoya en la futilidad de la discusión. El señor Collopy no pretende de ninguna manera convencer al sacerdote. El objetivo de sus razonamientos no es la búsqueda de la verdad, sino la exposición de palabras, hechos y fechas. Y para un creyente católico de aquella época, éste era el sentido de una discusión: ser escolástico, puntilloso, en definitiva, fútil. Sospechamos, al menos de O’Nolan, que así es como lo prefería.

De todas formas allí tenemos la comedia, la inventiva, el lenguaje, el meticuloso retrato del decoroso Dublín a través de sus cocinas y salones, sin olvidarnos de la lluvia. Consideremos la siguiente frase: «Las palabras en latín murmuradas junto a la tumba parecían empeorar el clima reinante». Hay en ella una melancolía poco frecuente en O’Brien.

El oficio de un maestro es escribir obras maestras, una afirmación con la que estarán de acuerdo todos los escritores. Comparada con En Nadar-Dos-Pájaros y El tercer policía, La vida dura es sin duda una novela menor. Lo cual no quita que sea la obra de un genio y debe ser leída como tal.

JAMIE O’NEILL, 2003