Capítulo VIII

Cuando murió la señora Crotty, el «negocio» de mi hermano ya había prosperado considerablemente. En la tienda de ultramarinos de Davies consiguió una caja —una caja de jabón de tamaño adecuado—, y cada mañana bien temprano se dirigía al vestíbulo para recoger la pequeña avalancha de cartas dirigidas a su nombre antes de que el señor Collopy reparase en ellas. Utilizando todavía la dirección de nuestro domicilio, se había convertido, además de ser el profesor Latimer Dodds, en la Agencia de Carreras de Caballos Excelsior, que operaba, según mis sospechas, con el viejo sistema de dividir a la clientela en una cantidad de grupos iguales al número de caballos por cada carrera, e inscribiendo al azar en cada grupo un caballo diferente. No importaba cuál era el caballo que ganase: siempre había un grupo de clientes que apostaba por él, y una de las reglas del negocio del hermano era que todo cliente ganador debía enviarle la ganancia correspondiente a una apuesta de cinco chelines. Para entonces fumaba abiertamente por la casa y varias veces le vi entrar o salir de una taberna, por lo general acompañado de sujetos bastante desaliñados. Se veía que tenía dinero para gastar.

También dirigía la Escuela de Periodismo Zenit, la cual afirmaba ofrecer un método infalible de cómo lograr una fortuna con la pluma en doce «claras, precisas, analíticas y ejemplares lecciones». Al mismo tiempo tenía intención de inundar Gran Bretaña con un tratado sobre pájaros en cautiverio, publicado por el Fondo Naturaleza Simple, el cual también tenía publicada una Guía de Jardinería, ambos trabajos obviamente compuestos con material pirateado de libros de la Biblioteca Nacional. Se había deshecho de su pequeña prensa y ahora la impresión se la hacía un desgraciado a cargo de un humilde taller tipográfico. Cierta vez me pidió que le consiguiese sellos, para lo cual me dio dos libras; esto da una idea del volumen de su correspondencia.

Se le veía de mal humor la tarde en que los restos de la señora Crotty fueron llevados a la iglesia de la calle Haddington. Al término de la ceremonia se marchó sin decir palabra, probablemente a visitar alguna taberna. A la mañana siguiente amaneció nublado, amenazante y muy húmedo, clima sin duda muy adecuado, me pareció, para celebrar un funeral. Recordé a Wordsworth y su funesta «Falacia Patética». Mi hermano, aún de mal humor, bajó como de costumbre para recoger su correspondencia.

—Al diablo con esta casa y su existencia —dijo al regresar—. Ahora tendremos que desplazarnos hasta Deansgrange con este atroz chaparrón.

—La señora Crotty no fue de las peores —dije—. ¿No le estarás escatimando un funeral? Tú mismo necesitarás uno algún día.

—Con ella no había problema —reconoció—. Es su maldito marido de quien me estoy cansando…

El señor Hanafin nos recogió con su taxi a mí, a mi hermano, al señor Collopy y a Annie. El coche fúnebre y otros dos taxis aguardaban frente a la iglesia, albergando ocultos en su interior a personas de luto que se acercaron deprisa al señor Collopy y a Annie con susurros y formales apretones de manos. En cuanto a mí y a mi hermano, fuimos completamente ignorados. Antes de que la misa diese comienzo, llegó un tercer taxi con tres damas ancianas y un caballero alto y demacrado de riguroso negro. Éstos, como descubriría más adelante, eran miembros del comité que asistía al señor Collopy en su labor, cualquiera que fuese.

—La pobre señora Crotty estaba muy encariñada con el mar —dijo finalmente el señor Collopy.

—Aparentemente lo estaba —comentó Annie—. Una vez me dijo que cuando era niña no había nada que pudiese mantenerla alejada del mar en Clontarf. Hasta era capaz de nadar.

—Así es, una mujer muy versátil —dijo el señor Collopy—. Y una santa.

Un entierro con la lluvia cayendo abundantemente sobre los miembros de la comitiva fúnebre, no es otra cosa que un ejemplo de escualidez. Las palabras en latín murmuradas junto a la tumba parecían empeorar el clima reinante. Mi hermano, que se mantenía al fondo de la congregación, maldecía pausadamente en voz baja. Me quedé sorprendido, y a la vez un poco escandalizado, cuando le vi sacar furtivamente del bolsillo de la cadera una botella plana de un cuarto de litro y con una mueca beber largos tragos. ¿No era esto algo indecoroso durante el entierro de un muerto? Creo que el Padre Fahrt se dio cuenta.

Cuando todo concluyó y la turgente y empapada tierra tapaba a la difunta, nos dirigimos hacia la salida. El señor Collopy caminaba junto a un corpulento hombre jadeante que había venido a pie. Cuando se nos dijo que aquel pobre hombre no tenía medio de transporte, mi hermano le ofreció galantemente su asiento en el taxi, el cual fue aceptado con gratitud. Mi hermano dijo que conseguiría una bicicleta pero yo estaba seguro de que su intención era conseguir algo más que una bicicleta, debido a que cerca de allí, en la Avenida Kill, había una taberna.

De camino a casa el señor Collopy parecía un poco más animado, no cabe duda que aliviado ahora que la penosa experiencia ya había tocado a su fin, y nos presentó a aquel desconocido como el señor Rafferty.

—No diré, Rafferty, que lo-que-usted-ya-sabe haya sido la única causa del fallecimiento de mi mujer. Sin duda no fue la única causa. Pero por Cristo que tuvo muchísimo que ver con ello.

—Eso no se puede saber —dijo el señor Rafferty—. No hay manera de estar seguro de que así fue. Al final uno se pregunta si éste es un país cristiano, el Señor nos proteja.

—Es un país de grandiosos hipócritas.

—La otra noche se me ocurrió una idea, señor Collopy. Dentro de dos años habrá elecciones en la Corporación. Confío en que usted será propietario de su propia casa con lo cual le aceptarían en calidad de miembro. ¿Por qué no ir más lejos y presentarse como candidato? Usted podría presentar una moción en el Ayuntamiento y avergonzar a todos esos bastardos. El Secretario del Ayuntamiento podría recibir órdenes de instruir al Ingeniero Municipal, o al Agrimensor, o como quiera que se llame, para dotarle al municipio de lo que nos hiciera falta.

—Ya había pensado en eso —dijo el señor Collopy—. ¿Pero ha dicho dos años? Sólo el Todopoderoso sabe cuántas mujeres desgraciadas serán llevadas a una muerte prematura en ese tiempo. Ah, vaya usted a saber si las preocupaciones y los contratiempos no me harán correr la misma suerte.

—Vamos, no deje que esos pensamientos tan tontos se le metan en la cabeza. Irlanda le necesita y usted lo sabe.

El señor Rafferty, rechazando cortésmente la invitación de hacer con nosotros todo el camino, se apeó en Ballsbridge. Una vez en casa nos quitamos nuestros abrigos empapados, el señor Collopy atizó el fuego del hornillo y sin pérdida de tiempo sacó el tarro, dejándose caer luego en su sillón.

—Annie —dijo—, tráeme tres vasos.

Cuando los tuvo delante suyo, sirvió en cada vaso una generosa medida de whisky y un poco de agua.

—En una mañana como ésta —dijo ceremoniosamente—, y dadas las tristes circunstancias, creo que todos los presentes necesitamos un buen trago fuerte si no queremos morirnos de frío. No apruebo que se tomen bebidas alcohólicas antes de los cuarenta y cinco años, pero en nombre de Dios esta vez lo tomaremos como un medicamento. Es mucho mejor que todas las píldoras, narcóticos o mejunjes que os darán esos rufianes en las farmacias, veneno de primera clase para el hígado y los riñones.

Brindamos por aquello. Era la primera vez que probaba whisky pero me sorprendió descubrir que para Annie la ocasión resultaba completamente natural, como si hubiese estado acostumbrada al licor. Al rato comencé a sentirme soñoliento, así que decidí recostarme durante un par de horas. Finalmente caí en un sueño profundo. Me desperté sobre las cinco y al regresar a la cocina hizo su aparición mi hermano. Por lo visto, el señor Collopy no se había separado del tarro durante todo aquel intervalo y no reparó en el indecoroso hecho de que mi hermano estaba borracho. Era la única palabra que podía aplicársele: borracho. Se sentó con gran esfuerzo y miró al señor Collopy.

—En un día como éste, señor Collopy —dijo—, creo que podría probar un poco de ese tónico que guarda allí.

—Por una vez creo que tienes razón —respondió el señor Collopy—, y si consigues otro vaso veremos qué es lo que se puede hacer.

Apareció el vaso y fue rellenado con generosidad. A mí nadie me ofreció nada y todos bebieron en silencio. Annie comenzó a preparar la mesa para el té.

—No creo —dijo por último el señor Collopy— que haya ninguna necesidad de que vayáis al colegio mañana y quizá tampoco al día siguiente. Ya sabéis, es por el duelo. Los Hermanos lo comprenderán.

Mi hermano depositó su vaso sobre el hornillo con un tintineo.

—No me diga, señor Collopy —dijo con un tono de voz disgustado—. ¿De veras? Déjeme decirle una cosa. Yo no pienso volver a ese maldito colegio ni mañana ni al día siguiente ni cualquier otro día.

El señor Collopy dio un respingo, sorprendido.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

—Que a partir de hoy dejo el colegio. Estoy harto de toda la ignorante patraña que vierten esos gusanos Hermanos Cristianos. Son hijos de campesinos analfabetos. Probablemente hayan recibido su educación en alguna sucia escuela de clase baja.

—¿Por piedad, quieres tener un poco de respeto por los hábitos de esos piadosos servidores de Dios? —dijo severamente el señor Collopy.

—Ésos no son servidores de Dios sino esclavos de sus propias pasiones sádicas, son unos embaucadores e impostores y una desgracia para el clero. Están malogrando a los jóvenes de este país y encima se enorgullecen de su abominable obra.

—¿Pero es que no tienes vergüenza?

—Tengo mucha más vergüenza de la que tienen esos sodomitas. De todas maneras, yo ya he dejado el colegio para siempre. Quiero ganarme la vida.

—¿Ah sí? ¿Haciendo qué? ¿Conduciendo un tranvía o una carreta de pan, o tal vez barriendo en las calles detrás de los caballos?

—Dije que quería ganarme la vida. Lo que quiero decir es que ya me estoy ganando la vida. Soy un editor, un instructor internacional. ¡Mire esto!

Mi hermano registró sus bolsillos, sacando de ellos un espectacular fajo de billetes.

—Observe bien —exclamó—. En este manojo hay cerca de sesenta y cinco libras y arriba tengo veintiocho libras más en giros postales que aún no he cobrado. Usted tiene su jubilación y ningún trabajo que hacer, ni tampoco deseos de hacerlo.

—Basta ya —replicó el señor Collopy con creciente furia—, esto es demasiado. Dices que no tengo nada que hacer. No sé de dónde habrás sacado esa información. Pero déjame que te diga algo, a ti y a tu hermano. He estado comprometido en uno de los proyectos más arduos y patrióticos que jamás haya intentado hombre alguno en esta ciudad. Ya os enteraréis de ello cuando me muera. Vaya descaro que tienes al decir que no trabajo. ¿Con mi delicado estado de salud?

—A mí no me diga nada. Yo he dejado el colegio y eso es todo.

El tema pareció llegar a un punto muerto y ahí se quedó. Había sido un día física y emocionalmente agotador y ni el señor Collopy ni mi hermano sabían beber. Más tarde, en la cama, mi hermano me preguntó si seguía teniendo la intención de continuar con los hermanos de la calle Synge.

—Por el momento no hay razón para que deje de ir —respondí—, al menos hasta que encuentre un trabajo en el que me acepten.

—Haz como te plazca —dijo—, pero a mí este sitio no me va. Una dirección irlandesa es completamente inservible. A los británicos no les gusta y desconfían de ella. Piensan que todas las personas capaces y honestas viven en Londres. Es un detalle que no puedo descuidar.