Capítulo IX

Durante el año siguiente a la muerte de la señora Crotty, la atmósfera de la casa cambió en cierto modo. Annie ingresó en una especie de pequeño club, probablemente formado en su mayoría por mujeres que se reunían cada tarde para jugar a los naipes o hablar de las tareas domésticas. Todo parecía indicar —¡caramba!— que comenzaba a salir de su caparazón. El señor Collopy volvió a su misterioso trabajo con renovado ímpetu, no siendo infrecuentes sus reuniones de comité en nuestra cocina no sin antes haber advertido a todo el mundo que aquella cámara deliberativa iba a permanecer restringida a lo largo de la noche. En ocasiones, desde una de las ventanas de la primera planta veía llegar a sus consejeros. Venían las dos damas ancianas y el hombre alto y demacrado del funeral, también el señor Rafferty con una señorita con aspecto, al menos desde lejos, de guapa.

El negocio de mi hermano adquiría mayor solidez y con el tiempo alcanzó ese estado de prosperidad característico de quien pide prestado dinero para expandir su empresa. Mediante esporádicas informaciones y un poco de deducción, comprendí que había pedido un préstamo de cuatrocientas libras a corto plazo y con un interés del veinte por ciento. El axioma empresarial de mi hermano era que no importaba que el porcentaje de la ganancia fuese bajo siempre que la transacción total fuese rápida. Por casualidad leyó en alguna parte que se habían descubierto en una vieja mansión inglesa mil quinientos ejemplares, de dos tomos cada uno, de una traducción sobre la vida y obra de Miguel de Cervantes Saavedra. Se trataba de libros muy elegantes, forrados en piel y con magníficas ilustraciones; el primer tomo contenía un resumen de la vida de Cervantes, y el segundo extractos de algunas de sus obras más importantes. Estos volúmenes habían sido impresos y publicados en París en 1813, y aparentemente un lote fue enviado por barco a Inglaterra, en donde quedó almacenado y olvidado por completo. Un librero de Londres era quien había comprado todo el lote por una pequeña suma de dinero, y a él le escribió el hermano ofreciéndole tres chelines y seis peniques por cada juego de libros, siempre y cuando le vendiese toda la mercancía. En aquel momento aquella transacción me pareció arriesgada, ya que era de suponer que el hombre de Londres tendría que tener una idea clara del mercado. Pero una vez más el hermano parecía saber lo que estaba haciendo. Utilizando el nombre de Fondo Naturaleza Simple, colocó una serie de anuncios en los periódicos ingleses, ensalzando el contenido y el formato de la obra, al mismo tiempo que ponía en conocimiento del público una sorprendente y generosa oferta: toda persona que comprase el Volumen I por seis chelines y seis peniques recibiría absolutamente gratis el Volumen II. La oferta, que tenía una duración limitada, no se volvería a repetir. Recibió no menos de dos mil quinientos pedidos de compra, muchos de los cuales provenían de universidades, y no sería ésa la última vez que utilizaría este sistema persuasivo, ofreciendo algo por nada. El negocio dio como beneficio un total de ciento veintiuna libras. De un modo indirecto también me afectó a mí, ya que cuando comenzaron a llegar las cajas de madera repletas con aquellas reliquias de Cervantes, el hermano me sugirió cortésmente que debía trasladar mi cama y enseres a otra habitación vacía, debido a que ahora el rústico cuarto era su «despacho» así como también su dormitorio. No puse ningún reparo a este cambio y me mostré conforme. Por desgracia, las cuatro primeras cajas de embalaje llegaron justo cuando mi hermano y yo nos encontrábamos fuera de casa y el señor Collopy tuvo que firmar el recibo. Yo fui el primero en llegar y me encontré con las cajas apiladas en la cocina. El señor Collopy me miraba desde su sillón con malhumor.

—En nombre de Dios —dijo en voz alta—, ¿se puede saber qué es todo este jaleo?

—No lo sé. Me parece que en esas cajas hay libros.

—¿Libros? ¡Vaya, vaya! ¿Y qué clase de libros está vendiendo de puerta a puerta? ¿Se trata de libros obscenos?

—Oh, no me parece. Podrían ser Biblias.

—Es lo que me faltaba para ir al encuentro del Justo. Tú oíste lo que dijo hace unos meses sobre los piadosos y dignos Hermanos Cristianos. Y ahora, por todos los santos, está a punto de convertirse en misionero para catequizar a los negros del África o tal vez a los indios pieles rojas. Bien, no hay duda de ello, este país produce unos raros especímenes. No creo que sepa nada sobre la Palabra de Dios. Ni siquiera estoy seguro de que se sepa sus oraciones.

—He mencionado la Biblia por decir algo —protesté.

El señor Collopy se incorporó para buscar con ansiedad su tarro y el vaso. Tras tonificarse, volvió a ocupar su sillón.

—Ya veremos el contenido a su debido tiempo —dijo con firmeza—, y si se trata de libros obscenos, de peregrinaciones lascivas que bordean la pecaminosa indecencia, vómitos cloacales arrojados al rostro de la Providencia, con láminas de prostitutas en cueros, entonces saldrán de esta casa junto con su propietario. Se lo puedes ir diciendo si llegas a verlo antes que yo. Y luego haré llamar al Padre Fahrt para que exorcice esta cocina de toda contaminación diabólica y bendiga todo el establecimiento. ¿Me has oído?

—Sí, le he oído.

—¿Por dónde anda ahora?

—No lo sé. Es una persona muy ocupada. Tal vez se esté confesando.

—¿Que se está qué?

—Que podría haber ido a ver al clérigo para consultarle sobre algún concepto teológico abstruso.

—Pues dile que yo le dejaré abstruso si es que está tramando alguna treta, porque éste es un hogar en donde se respeta a Dios.

Volví a atacar mis detestadas tareas escolares con la idea de poder terminarlas antes de las ocho y así poder encontrarme con algunos amigotes para una partida de naipes. El señor Collopy permaneció sentado, sorbiendo apaciblemente su whisky mientras contemplaba el fulgor del fuego.

Aquella noche regresé alrededor de las once y para entonces ya no había rastros ni del señor Collopy ni de las cajas apiladas. A la mañana siguiente me enteré de que el señor Collopy decidió irse a dormir temprano y que mi hermano, habiendo llegado alrededor de las diez, fue en busca del señor Hanafin para que le ayudase a subir las cajas a su despacho. Estoy seguro de que le recompensó con una buena propina, ya que el vaso sucio en el fregadero me atestiguó cierta gratificación adicional procurada del tarro, bien para el señor Hanafin o para mi hermano. Antes de salir para el colegio, le advertí de las terribles sospechas del señor Collopy acerca de los libros y las amenazas de echarlo de la casa. ¿Era Cervantes un escritor inmoral?

—No —dijo el hermano sombríamente—, pero de todas formas no seguiré viviendo aquí por mucho tiempo. Ya sé cómo arreglármelas con el viejo demonio. Échale una hojeada a estos libros.

Eran unos gruesos volúmenes en octavo verdaderamente bellos, encuadernados al estilo antiguo, que contenían muchas ilustraciones de grabados en madera de boj. Aunque sólo sirviesen para adornar las estanterías, sin duda se trataba de una buena adquisición por seis chelines y seis peniques.

Más tarde mi hermano escribió una ingeniosa dedicatoria para el señor Collopy en cada tomo y ceremoniosamente se los obsequió en la cocina.

—Al principio —me contó luego— se mostró apaciguado, pero después estaba encantado y me dijo que yo poseía un excelente gusto. Cervantes, me dijo, era el Aubrey de Veré de España. Su Don Quijote era una obra maestra clásica e inmortal, claramente inspirada en el Dios Todopoderoso. Me aconsejó que no me olvidara de enviarle un ejemplar al Padre Fahrt. Casi me eché a reír. Sus personajes son dos farsantes. ¿Me echarás una mano para empaquetarlos? He comprado un cargamento de papel de estraza.

Naturalmente, tuve que ayudarle.

Una de las peculiaridades de mi hermano era que jamás se distraía o se tomaba un descanso. En unos cuantos días ya volvía a trabajar en su cantera privada, la Biblioteca Nacional.

Al cabo de unas semanas me preguntó mi opinión acerca de los tres manuscritos que había compilado para publicarlos como pequeños libros en el Fondo Naturaleza Simple. El primero se titulaba «Odas y Epodas de Horacio, vertidas en prosa inglesa por el profesor Calvin Knottersley, Doctor en Literatura, Universidad de Oxford»; el segundo era «Apuntes Clínicos sobre la Fractura de Pott, por Ernest George Maude, Doctor en Medicina, M.R.A.C.»; y el tercero «Natación y Buceo. Un Arte Noble y Masculino, por Lew Paterson». Era evidente que estos ensayos eran refritos de trabajos de otras personas pero yo no hice ningún comentario, salvo advertirle de la tontería de hacer del Doctor Maude un Miembro de la Real Academia de Cirujanos. Existía un registro de esta clase de Miembros y alguien podría sentirse impelido a consultarlo.

—¿Cómo sabes que no hay registrado un Miembro llamado Maude? —preguntó mi hermano.

—Peor aún si es así —le respondí.

Pero más adelante descubrí que el doctor había perdido su título honorífico.