Capítulo III

Los años pasaron lentamente en aquella familia cuya atmósfera podía calificarse de inerte. Mi hermano, cinco años mayor que yo, fue el primero en ser enviado a la escuela, marchándose una mañana temprano con el señor Collopy a ver al Superior del Colegio de los Hermanos Cristianos en la calle Westland. Cualquier persona hubiera pensado que la ocasión iba a ser meramente una introducción formal y la matriculación, pero cuando el señor Collopy regresó, lo hizo solo.

—Por voluntad de Dios —explicó— hoy el pie de Manus ha pisado el primer peldaño de la escalera del aprendizaje y de la realización, desde cuya cima hará señas a la estrella solitaria.

—El pobre muchacho no había almorzado —dijo la señora Crotty con voz chillona.

—Deberíais tener en cuenta, señora Crotty, que el Señor proveerá, al igual que lo hace para con los pajarillos del campo. Le di al chaval dos peniques. El Hermano Cruppy me dijo que los muchachos pueden comprar una buena bolsa de bizcochos partidos por un penique en la barbería situada calle arriba.

—¿Y qué hay de la leche?

—¿Estás fuera de tus cabales, mujer? Acaso te olvidas de las batallas que se han librado en esta cocina para que bebiera su leche. Él cree que la leche es un veneno, del mismo modo que tú crees que un trago de malta es veneno. Esto me recuerda… creo que me merezco mi jarabe. ¿Dónde está mi tarro?

Mi hermano, que con el paso del tiempo se había vuelto más reservado, no me hacía muchas confidencias acerca de su nueva condición excepto que «la escuela era agotadora». A mí me llegaría el turno antes de lo que pensaba. Una mañana el señor Collopy me preguntó dónde estaba el periódico matutino. Yo le alcancé el que tenía más a mano. Él me lo devolvió.

—El de esta mañana te he pedido.

—Pensé que era el de esta mañana.

—¿Has pensado? ¿Es que no sabes leer, muchacho?

—Pues… no.

—¡Vaya, que el dulce Todopoderoso nos tenga compasión! ¿Te das cuenta de que a tu edad Mose Art había escrito cuatro sinfonías y no sé cuántas canciones preciosas? Pagan Neeny[3] dio un recital de violín ante el Rey de Prusia, y Juan el Bautista fue lanzado al desierto sin recursos alimentándose sólo de langostas y miel silvestre. ¿Es que no te da vergüenza?

—Bueno, todavía soy joven.

—¿Es eso un hecho? Eres como todo el resto, cuentas a partir del extremo equivocado. ¿Cómo sabes que no estás a tan sólo tres meses del final de tu vida?

—¡Oh, Dios mío!

—¿Ah?

—Pero…

—Puedes guardarte tus peros en el bolsillo. Te diré lo que vas a hacer. Mañana te levantarás con las campanadas de las ocho en punto y te harás una buena limpieza.

Aquella noche en la cama el hermano me dijo, no sin regocijo, que por alguna razón pensaba que muy pronto yo sería experto en latín y en Shakespeare y que el Hermano Cruppy me colmaría de pan celestial con sus clases de Doctrina Cristiana y que me haría entender, mediante azotainas que me dejarían medio muerto, lo que sentían los primeros cristianos al ser arrojados a los leones. Aquella noche me dormí desconsolado, aunque mi hermano sólo había tenido razón en parte. Para mi sorpresa, a la mañana siguiente el señor Collopy me condujo con paso firme a través de la ribera del canal, se internó por la calle Synge y tocó el timbre en la parte residencial del establecimiento de los Hermanos Cristianos. Cuando un desaliñado joven contestó a la llamada, el señor Collopy dijo que deseaba ver al Superior, el Hermano Gaskett. Se nos guió a un pequeño cuarto sombrío que tenía en la pared un grabado de acero de la cabeza del Hermano Rice, fundador de la Orden, unas cuantas sillas, una mesa y nada más.

—Dicen que la piedad tiene un olor característico —dijo en tono meditativo el señor Collopy para sí mismo—. Es una noción perversa. A lo único que se refieren es a la ausencia de olor femenino.

El señor Collopy me miró.

—Sabes que en esta casa bendita no se le permite la entrada a ninguna mujer viva. Así es como debe ser. Incluso si un Hermano tiene que ver a su propia madre, lo tiene que hacer en secreto calle abajo en el Hotel Imperial. ¿Qué te parece eso?

—Me parece muy severo —dije—. ¿No podría ella verle aquí y hacer que estuviese otro Hermano presente, al igual que lo hacen en las cárceles cuando durante el día de visita hay un carcelero presente?

—Pues ésa es una comparación peculiar, no hay duda. Efectivamente, esta casa puede que sea una especie de cárcel pero las cadenas son del más fino y puro oro de dieciocho quilates al que los santos hermanos gustan de besar arrodillados.

La puerta se abrió silenciosamente y un hombre grueso, entrado en años y de rostro triste, se deslizó en el cuarto. Sonrió con decoro y nos saludó con un excéntrico apretón de manos, manteniendo su codo doblado y sujetando la mano extendida contra su pecho.

—¿No es acaso una magnífica mañana, señor Collopy? —dijo con voz ronca.

—Lo es, gracias a Dios, Hermano Gaskett —respondió el señor Collopy mientras todos tomábamos asiento—. ¿Necesito decirle el motivo por el cual he traído a este joven rufián conmigo?

—Bien, me imagino que no será para que le enseñemos a jugar a los naipes.

—En eso tenéis toda la razón, Hermano. Su nombre es Finbarr.

—¡Vaya, pero qué sorpresa! Es un nombre precioso, uno honrado por la Iglesia. Supongo que queréis que nosotros ayudemos a Finbarr a ampliar sus conocimientos ¿no es cierto?

—Es una forma muy amable de decirlo, Hermano Gaskett. Pienso que habrá que realizar unas ampliaciones muy grandes ya que lo único que sabe son las vulgares canciones de los titiriteros, el «venga todos» de Cathal McGarvey, y sus oraciones. Espero que le admitáis, Hermano.

—Por supuesto que le admitiré. Ciertamente, yo mismo le enseñaré, desde lectura, escritura y aritmética hasta Euclides, Aristófanes y la lengua gaélica. Le daremos una concienzuda base en el terreno de la Fe y, con la ayuda de Dios, si un día se sintiera con deseos de entrar en la Orden, siempre habría un sitio para él en esta humilde institución. Después de que haya sido adiestrado, naturalmente.

La frase final de aquel discurso ciertamente me alarmó, incluso me vi tentado a percibir en ella alguna clase de advertencia. Ni siquiera me gustaba como broma y menos viniendo del seboso Hermano.

—Yo… yo creo que eso puede esperar un poco, Hermano Gaskett —balbuceé.

El Hermano se rió con tristeza.

—Ah, pero por supuesto, Finbarr. Cada cosa a su debido tiempo.

Luego él y el señor Collopy se entregaron en voz baja a una charla personal y al cabo de un rato Collopy se incorporó para marcharse. Yo también me puse en pie pero él hizo un ademán.

—Nos quedaremos por ahora en el mismo sitio —dijo—. El Hermano Gaskett piensa que puedes empezar ya mismo. Siempre es mejor coger al toro por los cuernos.

A pesar de que me lo veía venir, casi me causa una conmoción.

—Pero —dije en voz alta—, no he almorzado… ni siquiera bizcochos partidos.

—No te preocupes —dijo el Hermano Gaskett—, nosotros te daremos en primer lugar un refrigerio.

Así fue como traspasé los siniestros portales del Colegio de la calle Synge. Muy pronto iba a conocer el instrumento que llamaban «el pellejo». No era, como uno se podía imaginar, una correa de piel de aquellas que se usaban en los bolsos. Se trataba de un cierto número de correas cosidas entre sí y que formaban un objeto de gran grosor, casi tan rígido como una porra, pero lo suficientemente flexible como para evitar quebrar los huesos de la mano. Un golpe con esto, particularmente si iba dirigido (como con frecuencia lo era) a la parte superior del dedo pulgar o de la muñeca, producía de inmediato una parálisis seguida de un dolor agónico mientras la sangre intentaba volver a circular por la parte mortificada. Con el tiempo aprendí de mi hermano una cierta costumbre profiláctica que él había ideado, aunque sólo tenía un efecto parcial.

Ninguno de los dos llegamos jamás a comprender la razón por la cual el señor Collopy nos había enviado a colegios diferentes. Mi hermano creía que era para prevenir que «hiciésemos trampa» o que copiásemos uno del otro las tareas escolares, de las que recibíamos grandes cantidades para hacer en casa cada noche. Pero esto no era cierto, ya que en cada colegio existía un elaborado sistema para «hacer trampa» del cual se servían aquellos que llegaban a primera hora de la mañana. Personalmente, siempre me pareció que esta decisión había sido producto de la innata astucia del señor Collopy, que había aplicado la máxima de «divide y vencerás».