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Como si estuviéramos realizando una labor de lo más vulgar, mientras descargábamos el muerto junto a una ciénaga, prosiguió la misma discusión que habíamos tenido una semana atrás.

—Ya me obligaste a llevarte allí, ¿lo has olvidado? Y la juerga acabó con el anfitrión criando larvas en la azotea de su casa.

—No sé de qué me hablas. Yo salí de madrugada hacia la isla en un bote. Pensaba que Oriol tendría información más relevante, pero al final sólo había ese artículo y lo que nos contó del faro. Bueno, tampoco estuvo tan mal. En fin, todo lo que nos pasa acaba teniendo sentido si unes los puntos, como dice el pesado de Steve Jobs.

Lorelei hizo una señal de victoria con los dedos al descubrir un motor abandonado junto al pantano. Había localizado con Google Maps aquella ciénaga maloliente, y ese peso serviría para anclar el cadáver a las profundidades.

Mientras ataba el fardo a lo que parecía un motor de tractor, me explicó que si alguna vez vaciaban aquel agujero inmundo, el cuerpo de Lambert Steiner sería irreconocible. Me aseguró que la mayoría de desapariciones no se resolvían jamás, fuera porque había pasado demasiado tiempo, o porque la búsqueda no interesaba a nadie, como podía ser aquel caso.

—Cada día desaparecen yonquis o traficantes en lugares así, y la poli no mueve un dedo para encontrar los cuerpos. Sólo si se trata de alguien poderoso o hay un familiar pesado se acaba investigando.

Detuvimos un momento la conversación para levantar a Steiner. Tras balancearlo entre los dos, lo arrojamos al agua, donde quedó flotando como un extraño nenúfar. Levantar el motor fue más difícil aún, pero finalmente logramos que se hundiera con su lastre hasta el fondo de la ciénaga.

Pringado de grasa y con olor a muerto, me aseguré de que no habíamos dejado rastro. Luego volví al coche convertido en un criminal como Lorelei.

—Tendríamos que buscar donde ducharnos —dije mientras arrancaba el coche de nuevo—. Pero no me gusta la idea de que vayamos a un hotel.

—¿Por qué no?

—Somos una pareja algo llamativa. Entre que te doblo la edad y la pinta que llevas, es posible que una vez en la habitación el dueño del hotel llame a la policía.

—Puedo hacerme pasar por tu hija, si te da mal rollo —dijo apoyando nuevamente los pies en el cristal delantero.

—¿Quién se lo va a creer? —repuse mientras conducía, extrañamente relajado, por la carretera desierta—. En nuestra documentación no coincide ni siquiera la nacionalidad. Será mejor que cada cual se inscriba en una habitación con su propio nombre. Iremos a un hotel grande.

—Y mañana a Buda. Has prometido llevarme, Leo. Una vez cumplas tu promesa, serás libre de perseguir mujeres preñadas o lo que se te ponga a tiro.

—Lo tuyo es una fijación. ¿No dices que ya has estado allí?

Bien sûr -contestó en francés—. Por eso quiero volver... contigo. Hay algo allí que te interesará.

—No imagino qué puede interesarme para entrar en una reserva y exponerme a meterme en más líos. ¿Tengo cara de perseguir el avetoro ése o los pájaros de Siberia?

—Espera y lo sabrás —dijo mientras hinchaba un enorme globo de chicle—. He descubierto que las sincronicidades no se producen sólo con los nombres de lugares. Si miras y escuchas con atención, al final te das cuenta de que todo encaja. Una historia ayuda a explicar otra con la que aparentemente no tiene relación alguna.

No sabía de qué me estaba hablando, pero me di cuenta de lo lejos que empezaba a quedar Lambert Steiner. Tal vez por el naufragio constante en que se había convertido mi vida, en un par de semanas habría olvidado que aquel infeliz reposaba en el fondo del pantano.

De Anouk no podía decir lo mismo, puesto que sólo entrar en Tortosa mis ojos la buscaron en cada calle aquella madrugada de viernes. Me pregunté si se habría quedado en la pequeña ciudad del Ebro, como había sugerido al despedirnos.

—Bueno, ¿vas a buscar un hotel o qué? —se quejó Lore—. Necesito quitarme el olor a muerto y meterme en el sobre.