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Una brisa sofocante barría las calles de Horta de Sant Joan cuando llegué al mediodía. Aunque el viaje había sido corto, mientras buscaba alojamiento tuve la sensación de haber cambiado de país o incluso de continente.

Visto desde la lejanía, el pueblo parecía un cúmulo de casas al más puro estilo cubista. No más de 1.200 almas —la mitad que en los tiempos de Picasso— ocupaban una suave colina junto a la montaña de Santa Bárbara. Al fondo, tres macizos bloques de piedra cortados en seco, las Rocas de Benet, parecían trasplantados de la orografía de Colorado.

Si apuraba el tiempo que me había dado Steiner, pasaría siete noches —con sus correspondientes días— en aquel pueblo remoto. Era un detalle a considerar, puesto que disponía de apenas 1.500 euros y septiembre ya llamaba a la puerta con sus innumerables facturas. No tenía esperanza alguna de capturar el secreto de Picasso y con él los 300.000 euros. Lo más prudente era pues reducir al máximo los gastos mientras durara el trabajo.

Tras aparcar el coche en la entrada del pueblo, me dediqué a explorar las posibilidades de alojamiento. Enseguida descarté un caro hotel rural de las afueras. Las otras opciones eran dos hostales-restaurante de precio razonable por noche, pero multiplicado por siete excedía mi presupuesto.

Finalmente di con mis huesos en una habitación de alquiler a razón de 200 euros por semana. Se encontraba en una casa sobre la plaza que era el centro neurálgico de Horta. Antes de entregarme la llave, la dueña me hizo pagar por adelantado. Sólo entonces me advirtió que debido a las obras no tendría agua caliente.

Ocuparía la única habitación reformada, con ventana sobre uno de los cafés de la plaza. El resto de habitaciones de la primera planta estaban por terminar, mientras que los bajos ejercían de almacén de sacos de cemento, botes de pintura y herramientas varias.

Entendí que el embate de la crisis había interrumpido las obras, como había sucedido en tantos otros proyectos hoteleros. La buena noticia para mí era que no compartiría la casa con nadie. Tenía una cama doble, una mesa que bailaba y un pequeño baño con plato de ducha. No necesitaba más.

Tras la disparatada aventura con Lorelei, aquella intimidad era mano de santo. Tumbado en la cama me di cuenta de que evitaba pensar en Oriol. Si esa azotea estaba poco concurrida, lo más probable era que las moscas alargaran su banquete durante días, con la inestimable colaboración de las larvas que ya debían de estar devorando al farero por dentro.

Haber dejado el cadáver de mi anfitrión a su suerte me hacía sentir culpable. Al mismo tiempo, era consciente de que comunicar el hallazgo me habría obligado a dar demasiados detalles a la policía. Aunque no presentaba herida de bala, no podía descartar que lo hubiese liquidado Lorelei por algún motivo que se me escapaba. Y aunque no fuera así, yo había sido visto en el puerto con ella: una punk armada con un revólver que tenía la intención de llegar ilegalmente a la isla de Buda.

En definitiva, el cóctel de ingredientes prometía una borrachera que tendría su resaca en la cárcel.

Consolado con mi propia justificación, decidí aparcar de momento ese tema y leer un poco. Llevaba en mi bolsa todos los artículos que había podido conseguir sobre la estancia de Picasso en Horta. Constituía un punto de partida como otro cualquiera para el viaje a ninguna parte en el que me había embarcado.

Me sumergí en la lectura de un artículo de Palau i Fabre —el gran biógrafo del pintor— editado en 1975 como parte del libro Picasso en Cataluña.

Explicaba que Pablo había conocido a Manuel Pallares, oriundo de Horta de Sant Joan y seis años mayor que él, en la clase de anatomía pictórica. Aunque eran muy distintos entre sí, trabaron una amistad que duraría toda la vida.

Cuando se aburrían, Pallares y Picasso —éste tenía sólo trece años entonces— se dedicaban a tirar piedrecitas a los transeúntes desde un tejado de la calle de la Plata, en la Barcelona vieja.

La amistad entre ellos se afianzó para siempre a partir de junio de 1898. Pablo tenía dieciséis años y había contraído la escarlatina en Madrid. Las secuelas de la enfermedad le habían dejado muy flaco y débil, así que su compinche en La Llotja le convenció de que viniera a pasar una temporada a su pueblo natal. Le aseguró que el aire puro y la cocina de su madre lo restablecerían.

Picasso tomó con su amigo el tren a Tortosa —a cinco largas horas a pie de Horta— dispuesto a pasar una extensa temporada en el sur:

En la estación les esperaba el hermano mayor de Pallarés, Josep, con una mula que se fueron turnando por el camino.

La casa solariega de los Pallarés estaba situada en la calle de Grau número 11, en la parte más alta de la población, que en aquella época acababa con un castillo o torre.

Pero Pallarés y Picasso no se detuvieron mucho tiempo en el pueblo. Con la entrada del calor solían visitar los alrededores, como el monasterio de San Salvador, al pie de la montaña de Santa Bárbara, a la que ascendieron varias veces. A medio camino, en la ladera, había una cueva en la que se quedaron unos días. Pero este anhelo de vivir en medio de la naturaleza y de huir del calor se tradujo en una larga estancia en otra cueva de Els Ports, una región de montañas imponentes, entre las que destacan los Ullals[5] de Morago, de nombre y aspecto sobrecogedor, incrustados allí como en una mandíbula infernal.