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Llegamos a las puertas del monasterio bajo un cielo intensamente azul. Una amplia escalinata llevaba a la entrada de un edificio mucho más imponente de lo que esperaba.
Sin duda habría mil recovecos donde esconder algo. Otra cosa era que tuviera sentido que Membrado ocultara allí un cuadro regalado por Picasso. Fuera como fuese, puestos a completar mi viaje al centro de la nada, no me importaba pasar mi último día en Horta examinando palmo a palmo aquel convento gigantesco.
Sólo había un problema: estaba cerrado.
—Mala suerte —concluí—. Debe de abrir sólo en fin de semana. Otra vez será.
—Si me das un poco de tiempo, puedo conseguir la llave.
—¿Cuánto tiempo? —pregunté impaciente.
—Digamos que hasta el mediodía. Tengo el teléfono del sacerdote que lleva la parroquia de Horta, entre otras. Le he llamado antes de salir, pero no estaba en casa. Seguramente a la hora del almuerzo lo encontremos y nos dé la llave.
—No sé cómo puedes estar tan segura —gruñí.
—Ya estaba aquí hace diez años. Al entrevistarlo, noté que yo le gustaba. Si te presento como mi esposo, seguro que no tendrá inconveniente en que nos encomendemos al santo por la salud de nuestro hijo. Con un poco de suerte, le dará pereza subir y podremos indagar a nuestras anchas.
Miré la hora en mi móvil: eran poco más de las diez. Resignado a aplazar mi marcha unas cuantas horas, resolví:
—De acuerdo, pero me entra claustrofobia sólo pensar en encerrarme otra vez en el cuarto.
—No tenemos por qué hacerlo —repuso muy alegre—. Me veo capaz de subir hasta la cima de Santa Bárbara y bajar por el otro lado antes de ir en busca del cura. ¿Te animas?
Anouk me ofreció nuevamente la mano con la seguridad de que no iba a negarme.
Bordeamos el lado izquierdo del convento para tomar un sendero que llevaba, según me contó ella, hasta una ermita derruida y una cueva parecida a la de Els Ports. Al parecer, Picasso y Pallares habían pasado alguna noche allí, antes de darse cuenta de que estaba demasiado cerca del pueblo para ser una aventura.
Había pasado por alto la existencia de esa otra cueva, lo cual demostraba que mi preparación había sido de lo más deficiente.
Tomé aquella excursión como despedida de una mujer de la que me estaba encariñando más de lo que era sensato. Al pensar en ello sentí una punzada de nostalgia anticipada.
Como si Anouk hubiera leído mi estado de ánimo, me distrajo con anécdotas sobre el santo local que le había explicado el sacerdote diez años atrás. Mientras ascendíamos bajo la solana me dije que aquella mujer, diez años atrás, debía de haber sido una buena inspiración para las fantasías del cura.
—Salvador era un huérfano de Santa Coloma de Farners que tuvo que trabajar de zapatero antes de poderse dedicar a la vida religiosa. Después de una temporada en el convento de Tortosa, llegó por estas tierras y se hizo famoso por sus milagros.
—¿Qué milagros?
—Según cuentan, devolvió el habla a una niña muda. Fra Salvador ya era muy conocido entonces, así que un matrimonio de Castilla fue a verle a este monasterio para que curara a su hija, que era sordomuda de nacimiento. El santo obró el milagro y la niña empezó a hablar por primera vez, pero en catalán. Los padres se asustaron porque no entendían nada de lo que decía.
—Les debió de parecer la niña del exorcista —bromeé.
—Algo así, pero el santo los tranquilizó al decirles que su hija hablaría castellano sólo cruzar los límites de Cataluña, o la lengua de cualquier otro territorio por el que pasaran.
—Un portento de niña. Hoy habría trabajado en la ONU.
—No te rías del santo —Anouk me dio un codazo—. Aún no sabes si tendrá que interceder por ti.